Metcalf miraba con el ceño fruncido al agente federal y a la adivina de la feria, y no intentaba disimular su descontento, su incertidumbre y su irritación por todo aquello.
Samantha le compadecía, aunque no lo demostrara.
Metcalf le dijo a Jordan con acento no del todo inquisitivo:
– Vino a vernos la semana pasada y dijo que un hombre iba a ser secuestrado. No sabía su nombre, pero nos dio una descripción muy precisa de Mitchell Callahan.
– Naturalmente -dijo Samantha-, no me creyeron. Hasta que a última hora del sábado la señora Callahan llamó para denunciar la desaparición de su marido. Luego fueron derechos a por mí, claro. Cargados de preguntas y sospechas.
El ceño del sheriff se convirtió en una mueca de enojo mientras la miraba.
– Y la habría metido entre rejas si sus compañeros de la feria, que también tenían coartada, no hubieran jurado por lo que supuestamente consideran más sagrado que estuvo allí, a la vista de todos, prácticamente todo el jueves, el día que desapareció Callahan.
– A kilómetros de distancia y con el coche aquí, en el taller del pueblo -le recordó Samantha-. Creo que alguien se habría dado cuenta si me hubiera paseado por la calle Mayor en uno de los ponis de la feria, ¿no le parece?
– No es la única de esa panda que tiene coche.
– Nadie me prestó un coche, ni echó de menos el suyo -repuso ella con tranquilidad-. Estuve en la feria todos los días hasta pasadas las doce de la noche, desde el martes por la tarde, cuando me fui de aquí, hasta que se presentaron allí el sábado para… hablar conmigo.
Lindsay, que obviamente intentaba ser justa e imparcial, al menos ahora, dijo:
– La feria no suele parar en Golden, y no encontramos ni una sola conexión entre sus miembros y los vecinos del pueblo. Además, ninguno de ellos llevaba suficiente tiempo en esta zona para conocer las costumbres de Callahan hasta el punto de escoger el momento idóneo para secuestrarlo, y no encontramos ni rastro del dinero del rescate en los terrenos de la feria. No había ni una sola prueba que indicara que Samantha o algún otro feriante pudiera estar implicado en el caso.
– Salvo que ella sabía de antemano que habría un secuestro -puntualizó Metcalf-. Algo para lo cual todavía no tengo una explicación satisfactoria.
– Soy vidente -dijo Samantha con naturalidad, sin asomo de desafío o de indignación. Hacía tiempo que había aprendido a hacer aquella afirmación con calma y sin aspavientos. También había aprendido a pronunciarla sin las alharacas necesarias para anunciar un «número» de feria.
– Sí, ya, Zarina, la vidente, la pitonisa que todo lo ve. He leído los carteles que hay en la feria y en el pueblo.
– El propietario de la feria decide cómo publicitar mi caseta, y su ídolo es P.T. Barnum [1]. Yo no puedo hacer gran cosa respecto al resultado.
– Pues hágase otra fotografía. Tiene un aspecto ridículo con ese turbante morado.
– Y por eso llegó usted inmediatamente a la conclusión de que era todo mentira. De que estafo a la gente para ganarme la vida.
– Más o menos, sí -respondió Metcalf.
– ¿Siempre tiene usted razón, sheriff?
– Tratándose de una estafa, normalmente sí.
Samantha se encogió de hombros. Entró en la sala y se sentó a la mesa de reuniones, frente a Lucas, pero siguió mirando al sheriff. Y, por difícil que le resultara, siguió mostrándose tranquila y relajada.
– Normalmente, no es siempre. Pero intentar convencer a alguien tan estrecho de miras es peor que hablar con un poste. Así que sigamos con esto por las malas. ¿Quiere llevarme a uno de esos cuartitos de interrogatorio y ponerme un foco en la cara, o prefiere interrogarme aquí, donde todos estaremos más cómodos?
– Usted, desde luego, parece bastante cómoda -refunfuñó él.
– Esto es más espacioso. Y supongo que querrá que sus nuevos amigos, los federales, participen. Estoy segura de que también ellos tienen preguntas que hacer.
Dado que Jordan y su compañera habían permanecido extrañamente callados, Metcalf no estaba tan seguro de ello. Sintió la tentación de ordenar a Samantha Burke que entrara en una de las salas de interrogatorio sólo para dejar claro que era él quien tenía la sartén por el mango.
Si no fuera porque, en realidad, temía que la tuviera ella.
– Quiero saber cómo sabía lo del secuestro -dijo, más enfadado aún porque sabía que aquel temor resultaba obvio.
– Ya se lo he dicho. Soy vidente.
– Así que las hojas del té le hablan. ¿O es una bola de cristal?
– Ninguna de las dos cosas. -La voz de Samantha sonó comedida y serena, como al principio-. El lunes pasado, por la noche, estaba atendiendo la caseta de tiro al blanco…
– Nadie quería que le leyeran la mano, ¿eh?
Samantha no hizo caso.
– Y, cuando cogí una de las escopetas, tuve una visión -prosiguió como si el sheriff no la hubiera interrumpido.
– ¿Era en tecnicolor? -preguntó Metcalf con prodigiosa cortesía.
Lindsay, que había estado observando con placer a los dos agentes federales, resolvió que ambos estaban incómodos, aunque ignoraba si ello se debía a las preguntas, a las respuestas o a la hostilidad del sheriff. O simplemente al tema de la conversación.
– Siempre lo son -contestó Samantha con sorna.
– ¿Y qué vio en esa visión?
– Vi a un hombre sentado en una silla, atado, amordazado y con una venda en los ojos. En una habitación que no pude distinguir claramente. Pero lo vi a él. Tenía el pelo de un color raro, rojo anaranjado, como una zanahoria, y llevaba un traje azul oscuro y una corbata con cochecitos. Creo que eran Porsches.
– Exactamente lo que llevaba puesto Callahan cuando fue secuestrado -dijo Lindsay.
Metcalf mantuvo la mirada fija en Samantha.
– Usted sabía que había sido secuestrado.
– Parecía bastante evidente. O eso, o era aficionado a juegos sadomasoquistas bastante raros. Como estaba completamente vestido y no parecía muy contento, pensé que el secuestro era la explicación más probable.
– ¿Y no había nadie cerca de él?
– Nadie a quien yo viera.
Lucas tomó por fin la palabra.
– ¿Oíste algo? ¿Oliste algo? -preguntó con calma.
– No -contestó ella sin mirarlo. Se preguntaba si él esperaba una reacción distinta cuando volvieran a verse. Si es que volvían a verse. ¿Esperaba acaso que se quedara paralizada? ¿Que arremetiera contra él?
– Usted conocía a Callahan, ¿verdad? -preguntó Metcalf-. Puede que le estafaran en esa feria suya y amenazara con denunciarles o algo así. ¿Fue eso lo que pasó?
– Nunca había visto a Mitchell Callahan… en carne y hueso, por así decirlo. Que yo sepa, nunca estuvo en la feria.
– No era muy aficionado a esas cosas -murmuró Lindsay.
Pero Metcalf no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
– Todo el mundo sabía que Callahan estaba intentando comprar el recinto ferial para edificar. Si lo hubiera hecho, su feria habría tenido que cerrar.
– Nada de eso. Podemos instalarnos en un aparcamiento, y en Golden hay muchos, sheriff.
– Eso les costaría mucho más.
– Pero también estaríamos más cerca de las zonas con más trasiego del pueblo. -Samantha se encogió de hombros y procuró ocultar su impaciencia-. Seguramente, nadaríamos en dinero al final del día.
Lindsay volvió a hablar.
– Eso es cierto, sheriff -dijo en tono neutral-. En el pueblo hoy al menos dos centros comerciales cerrados y una gran superficie con metros y metros de aparcamiento sin aprovechar. Estoy segura de que a los propietarios les habría encantado sacar unos pavos acogiendo una feria.
Metcalf le lanzó una mirada rápida que por poco no era de rabia, y volvió a fijar su atención en Samantha.
– Las ferias siempre traen problemas, eso lo tengo claro. Desaparecen cosas, hay daños materiales y la gente acaba estafada en sus presuntos juegos de azar. ¿Cuántas veces ha aceptado dinero a cambio de decirle a la gente lo que sabía que quería oír?
– Unas cuantas -contestó ella con calma. Pero no pudo resistir las ganas de añadir-: Algunas personas no quieren oír la verdad, sheriff. Y otras no la reconocerían ni aunque les mordiera el culo.
Metcalf tomó aire para replicar, pero ella siguió hablando con voz serena y todavía comedida.
– Sus opiniones acerca de los feriantes van con un par de décadas de retraso, pero eso no tiene importancia. Pese a lo que crea, no hay nada sospechoso en nuestro espectáculo, ni en los juegos ni en las atracciones, que tienen un mantenimiento perfecto. Y en cuanto a seguridad, nuestro historial es impecable.
– Yo no lo he puesto en duda.
– Abiertamente, no. Pero nos hizo investigar el día que llegamos aquí y empezamos a instalarnos.
– Es mi trabajo.
– Muy bien. Todos nosotros llevamos tarjetas de identificación con nuestras huellas dactilares, como la que le enseñé cuando vine a verlo. Tómese la libertad de comprobar las huellas de todos los que formamos parte del espectáculo, igual que comprobó las mías. Puede que le sorprenda descubrir que ni uno solo de nosotros tiene antecedentes delictivos, ni siquiera por una minucia como no pagar una multa de aparcamiento. Y nos llevamos bien con la policía de todos los pueblos de nuestra ruta habitual. Ésta es la primera vez que visitamos Golden, así que supongo que podemos pasar por alto sus dudas acerca de nuestra honradez, pero…
Lucas la interrumpió para preguntar:
– Si Golden no forma parte de vuestra ruta habitual, ¿qué hacéis aquí?
Los ojos de Samantha volaron hacia él sin que volviera la cabeza.
– Un circo había pasado hacía un par de semanas por el siguiente pueblo de nuestro itinerario normal, y sabemos por experiencia que no nos conviene instalarnos en un lugar por donde acaba de pasar un gran circo. Golden era la mejor alternativa en esta zona. Sobre todo, cuando supimos que podíamos alquilar el recinto ferial para bastante tiempo.
– Qué suerte la nuestra -masculló Metcalf.
– Sus vecinos parecen estar disfrutando de las atracciones y los juegos de la feria.
Él la miró con enfado.
– Y yo soy el responsable de protegerles de personas que abusan de su buena voluntad. Y que se aprovechan de su credulidad.
– Demuestre que es eso lo que hacemos y nos iremos. Pacíficamente. Y sin protestar.
– ¿Y mandar a mi mejor sospechosa a otro pueblo inocente? Ni lo sueñe.
– Sabe perfectamente que yo no secuestré ni maté a Mitchell Callahan.
– Usted sabía de antemano lo que iba a pasar. En mi opinión, eso significa que está implicada.
Samantha respiró hondo.
– Créame, sheriff -dijo, mostrando por primera vez sus esfuerzos por refrenarse-, si pudiera elegir, preferiría que mis visiones se limitaran a cosas sencillas, como dónde perdió tal persona el anillo de su abuela o a si otra encontrará a su alma gemela. Pero no se me dio a elegir. Aunque preferiría que fuera de otro modo, a veces veo cómo se cometen crímenes. Antes de que se cometan. Y mi conciencia, que es muy molesta, y mi incapacidad para ignorar lo que veo me empujan a informar de mis visiones. A personas hostiles y llenas de sospechas como usted.
– No espere que me disculpe -contestó Metcalf.
– Al igual que usted, yo no creo en imposibles.
Lindsay decidió que iba siendo hora de intervenir.
– Está bien, señorita Burke…
– Samantha. O Sam. -Ella se encogió de hombros.
– Samantha, entonces. Yo soy Lindsay. -No les haría ningún mal, se dijo, intentar entablar una relación menos conflictiva con la vidente; era una lástima que Wyatt no se diera cuenta-. Díganos algo que no sepamos sobre el secuestro y el asesinato de Mitch Callahan. Algo que pueda ayudarnos a atrapar al culpable.
– Ojalá pudiera.
– Pero sus visiones no funcionan así. Qué oportuno -dijo el sheriff.
– No es en absoluto oportuno -repuso ella.
Lindsay se levantó y se dirigió a la puerta.
– Sheriff, ¿puedo hablar con usted un minuto, por favor? Discúlpennos.
Metcalf no tuvo más remedio que salir tras ella, ceñudo, de la habitación.
– En fin, ha sido divertido -dijo Jaylene.
Samantha volvió la cabeza y miró fijamente a Lucas.
– Muchísimas gracias por tu apoyo -dijo.
Lindsay no llevó exactamente a rastras a su jefe hasta el despacho de éste, pero lo llevó a él en un abrir y cerrar de ojos y cerró la puerta.
– ¿Se puede saber qué coño te pasa? -preguntó.
– Eh, cuidado con ese tono -replicó él-. Estamos en la oficina, no en tu casa ni en la mía, y soy tu superior.
– Pues despídeme, si quieres, pero deja de comportarte como un idiota -repuso ella-. Wyatt, esa chica no está implicada. Tú lo sabes y yo también. Ayer perdimos un montón de tiempo intentando desmontar su coartada y no fuimos capaces.
– Eso no significa…
– ¿Qué? ¿Que no esté implicada? -Lindsay empezó a enumerar los hechos con los dedos-. No conocía a Mitch Callahan. Lleva en Golden sólo dos semanas. No tiene ningún antecedente delictivo. No hay ni un solo indicio del dinero del rescate que podamos relacionar con Samantha Burke o con esa feria. Ni una sola prueba forense la vincula con el lugar donde Callahan fue secuestrado o con su cadáver y con el sitio donde fue arrojado. Y, por último, por si no lo has notado, esa chica no es precisamente una culturista, y Callahan era el doble de grande que ella y sabía artes marciales. No encontramos ni pistolas ni otras armas entre sus pertenencias, ¿recuerdas?
– Esa mujer no pudo ver el futuro -contestó él agriamente.
– No sé lo que vio. Pero sé que no secuestró ni asesinó a Mitch Callahan.
– De eso no puedes estar segura, Lindsay.
– Sí, Wyatt, puedo estar segura. Me lo dicen mis quince años en la policía. Y tus casi veinte años de experiencia te dirían lo mismo si superaras ese odio que sientes hacia cualquiera que te parece un artista del timo y contemplaras los hechos con objetividad.
El sheriff la miró con fijeza.
Lindsay se calmó, pero su voz seguía siendo tajante y firme cuando dijo:
– Sería más fácil y mucho menos penoso culpar de esto a un forastero, y ella lo es, desde luego. Es un blanco fácil, Wyatt. Pero, aunque sólo sea hablar por hablar, ¿y si te equivocas? ¿Y si no tiene nada que ver con esto?
– Es una sospechosa viable.
– No, no lo es. Puede que lo fuera el sábado o ayer, pero ahora sabemos que no pudo hacerlo ella. No pudo y no hay más que hablar. Y aun así la has hecho venir para interrogarla otra vez. ¿Y cuántos periodistas hay por aquí, vigilando quién entra y sale de la comisaría? ¿Cuántos te han visto traerla?
La mandíbula de Metcalf se tensó aún más.
– Unos cuantos.
– Ya. ¿Y qué crees que va a hacer la gente de Golden, que está preocupada y ansiosa, cuando lea en la prensa que la presunta vidente de una pequeña feria ambulante que está de paso en el pueblo es sospechosa del secuestro y asesinato de un vecino?
Metcalf empezaba a parecer afligido y no sólo porque Lindsay le estuviera diciendo cómo debía hacer su trabajo. Le hacía infeliz que tuviera que decírselo.
– Mierda.
Lindsay dijo con más calma:
– Esa chica no se merece lo que podría sucederle por culpa de esto. Lo único que hizo fue intentar advertirnos. No la creímos, y dudo que pudiéramos haber impedido el secuestro aunque la hubiéramos creído. Pero, en cualquier caso, ella no se merece llevar una diana pintada en la espalda.
El sheriff luchó consigo mismo un momento. Luego dijo:
– Es imposible ver el futuro.
– Hace cien años era imposible aterrizar en la luna. Las cosas cambian.
– Estás comparando peras con manzanas. Aterrizar en la luna fue una cuestión científica. Una cuestión de física, de ingeniería. Tocar algo y ver el futuro es…
– El vudú de la nueva era, sí, puede ser. Pero tal vez sea la ciencia del mañana. -Lindsay suspiró-. Mira, no digo que crea que Samantha vio lo que dice que vio. Sólo digo que en este mundo pasan muchas más cosas que no entendemos… al menos, por ahora. Muchas más cosas de las que la ciencia comprende en la actualidad. Además, toda nuestra ciencia criminalística y nuestros protocolos indican que esa mujer no tuvo nada que ver con el secuestro, y si somos honrados y eso no cambia, debemos dejarla marchar para cumplir con el procedimiento.
– Dios mío, no soporto que tengas razón.
Ella lo miró levantando una ceja.
– Y a mí me encanta que lo admitas. El caso es que tienes que volver a esa sala de reuniones con esos dos agentes del FBI y la presunta vidente e intentar salvar la situación.
– No hay nada que salvar. Puede que me haya pasado de la raya, pero…
– ¿Te he dicho alguna vez que eres un cabezota?
– Sí. Mira, no voy a pedirle perdón.
Lindsay se encogió de hombros.
– Pues no lo hagas. Sigue adelante. Puede que ella sea más generosa.
– Te estás pasando -la advirtió él.
Lindsay se volvió hacia la puerta.
– Sólo intento asegurarme de que te reelijan -contestó con sorna-. Me gusta acostarme con el jefe.
– ¿Qué esperabas que hiciera? -le preguntó Lucas a Samantha con voz un tanto tensa.
– Oh, no sé. ¿Respaldarme? ¿Confirmar que soy, en efecto, una vidente auténtica, comprobada, validada y todo eso? Tal vez decir que hasta el FBI legitima a los videntes, para que el buen sheriff se muestre dispuesto a deponer su actitud y a prestar atención.
– Habíamos decidido no entrar en detalles sobre la unidad, ni sobre nuestras facultades -murmuró Jaylene.
– Ya. Y, naturalmente, esa decisión no tuvo nada que ver con mi aparición.
– No, no tuvo nada que ver -dijo Lucas.
– Bobadas. No hay ninguna feria ambulante ni ninguna vidente de carretera capaz de empañar la reputación de seriedad de vuestra preciosa unidad. Eso no hace falta que me lo recuerdes.
– Hasta tú tienes que admitir que Metcalf te habría tomado mucho más en serio si no hubiera visto tu foto con ese absurdo disfraz de gitana.
– Yo no nací rica e independiente, Lucas. Tengo que ganarme la vida. Por favor, perdóname por usar mi único talento del único modo que sé. En su momento, no tuve muchas alternativas.
– Y yo no las tengo ahora, maldita sea. Estamos investigando una serie de secuestros mortales, Samantha, y no tenemos tiempo de convencer de la realidad de las capacidades extrasensoriales a un policía con el que debemos trabajar. A veces lo único que podemos hacer es llegar, cumplir con nuestro trabajo y seguir adelante discutiendo lo menos posible.
– Eso se te da bien, que yo recuerde. Seguir adelante sin discutir.
Lucas se disponía a contestar a aquel comentario cortante, pero la llegada del sheriff y la inspectora Graham interrumpió, al menos de momento, su respuesta.
– ¿Algún progreso? -preguntó Lindsay alegremente.
– A simple vista, no -murmuró Jaylene.
Lindsay la miró levantando una ceja y dijo dirigiéndose a Samantha:
– Si no hay nada más que puedas decirnos, no te retendremos más.
– Sí, vais a retenerme. -Samantha se irguió en la silla y miró al sheriff-. Va a meterme usted en una celda o a ponerme bajo arresto domiciliario con un par de guardias en la puerta… o me quedaré sentada en el vestíbulo de la comisaría, donde todo el mundo pueda verme.
– ¿Por qué? -preguntó él, receloso.
– Porque va a haber otro secuestro. Y, teniendo en cuenta cómo empieza a mirarme la gente de por aquí, preferiría no seguir siendo sospechosa a ojos de nadie.
Lucas se puso en pie inmediatamente.
– ¿Otro secuestro? Dios mío, ¿por qué no lo has dicho antes?
– Porque ella no está en peligro aún -contestó Samantha.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por la visión. La vi atada a una silla, en una habitación que parecía pequeña y sin ventanas, y a su lado, en una mesa, había un periódico con la fecha del próximo jueves. Creo que el secuestrador mandará una foto suya con el periódico para demostrar que está viva cuando pida el rescate. Y creo que espera que lo pongamos en duda, sobre todo después de que Callahan apareciera muerto.
– Así que crees que la tendrá en su poder el jueves -dijo Lucas-. ¿Qué le impide secuestrarla esta noche o mañana?
– Nunca lo hace, ¿no es cierto? Los secuestra el miércoles a última hora o el jueves temprano, y siempre pide el rescate el jueves para que la familia tenga el tiempo justo de reunir el dinero.
– Ésa es la tónica, sí -dijo Lucas con acritud-. ¿Te importaría decirme cómo lo sabes?
– Esperen un segundo -terció Metcalf-. ¿Sabe quién es la víctima? ¿Qué aspecto tiene?
– Esta vez estoy segura de haber descubierto quién es.
– ¿Cómo? -preguntó Lucas.
– En la visión, llevaba una camiseta con el logotipo de un equipo local de softball, una variante del béisbol practicada por mujeres. Resulta que es la ayudante del entrenador. Carrie Vaughn. Vive en la carretera 211. Intenté advertirla hace un par de horas, pero me dio la sensación de que no creía que pudiera estar en peligro.
– Manda a alguien allí -le dijo Metcalf a Lindsay-. Prefiero pasar vergüenza que arrepentirme después.
Lindsay asintió y salió apresuradamente de la sala de reuniones.
– Contesta a la pregunta, Samantha -dijo Lucas-. ¿Cómo sabes cuál es la pauta que sigue el secuestrador?
– ¿Por adivinación?
– Eso no tiene gracia.
La sonrisa de Samantha se torció.
– En eso te equivocas. Sí que tiene gracia. De hecho, todo esto es una broma cósmica. Pero tú aún no has oído el mejor chiste.
– ¿Cómo sabías cómo actúa el secuestrador?
Ella se quedó mirándolo un momento inexpresivamente. Luego dijo:
– Nos alojamos en un pequeño motel que hay cerca del recinto ferial. Si vas allí…
– Creía que se alojaban en las caravanas y las furgonetas -la interrumpió Metcalf.
– Normalmente, sí. Pero a veces nos gusta darnos duchas calientes en cuartos de baño donde uno pueda moverse cómodamente. Algunos nos alojamos en el motel. ¿Está claro?
Metcalf se encogió de hombros.
– Sólo preguntaba.
– Pagamos por anticipado, por si se lo estaba preguntando.
– Se me ha pasado por la cabeza.
– Sí, ya me lo imaginaba.
Lucas dijo:
– ¿Les importaría ceñirse al tema y dejar de atacarse el uno al otro? Sam, ¿qué hay en tu habitación del motel?
Ella no se permitió mostrar reacción alguna al oír que la llamaba por su diminutivo.
– Mira en el cajón de arriba de la mesilla de noche y encontrarás un pañuelo metido en una bolsa de plástico. Al secuestrador se le cayó en la feria, seguramente ayer. Cuando lo recogí, ayer por la tarde, a última hora, tuve la visión.
– Ya te he dicho lo que vi.
– ¿Qué más?
– Destellos de los demás secuestros. De las otras víctimas. Diez, doce. Hombres y mujeres de distintas edades, sin nada en común. Salvo él. Supe lo que estaba haciendo, lo que lleva haciendo todos estos meses. Su pauta de comportamiento. Y sé por qué lo hace.
– ¿Por qué?
– ¿Seguro que quieres saberlo, Luke?
– Claro que sí.
Samantha se encogió de hombros.
– Está bien. Vi un tablero de ajedrez. No había muchas piezas; era el final de una partida. De una partida para dos. Vi sus manos moviendo las piezas. Y luego vi la cara de uno de los jugadores.
– ¿Quién era?
– Eras tú, Luke. ¿Lo entiendes? ¿Captas la broma? Estás aquí porque él quiere que estés aquí. No se trata de dinero. Nunca se ha tratado de dinero. Está jugando una partida. Está poniendo a prueba su capacidad y su ingenio contra ti. Contra ti, en concreto. Y no parará hasta que el juego tenga un ganador.
Metcalf masculló un exabrupto y luego, en voz más alta, dijo:
– Si espera que creamos eso…
– No espero que usted crea nada, sheriff -dijo ella sin apartar los ojos de Lucas.
– ¿Por qué yo? -preguntó Lucas-. ¿Por qué se ha fijado en mí?
– Porque eres el mejor. En los últimos años te has labrado una reputación por resolver secuestros y desapariciones. Y como esos delitos suelen llamar la atención, se te ha dado mucha publicidad. Has sido muy visible. Y supongo que él estaba mirando.
– No -dijo Lucas-, no me lo trago.
– Puede que no quieras tragártelo. -Ella pareció vacilar. Después dijo lentamente-: ¿Por qué crees que los mata?
– No los mata a todos -dijo Lucas inmediatamente.
– No mató a la primera -repuso Samantha-. La dejó marchar cuando consiguió el dinero, como un buen secuestrador, aunque ella estaba convencida de que iba a matarla. Si lo tenía previsto, debió cambiar de opinión. Pero creo que ese final le pareció poca cosa, ¿no? Porque desde entonces siempre los ha matado.
Lucas guardó silencio.
– Así que, ¿por qué fue, Luke? ¿Por qué empezó a matarlos? Nunca lo ven. No podrían identificarlo, así que no son una amenaza. Él consigue el dinero, o lo ha conseguido casi siempre. Así que, ¿por qué los mata? Vamos, Luke, tienes talento natural para trazar perfiles psicológicos. ¿Qué motivos puede tener el secuestrador para asesinar a esas personas una vez han pagado el rescate?
A pesar de su hostilidad, Metcalf se descubrió observando con atención al agente federal, a la espera de su respuesta.
Lucas se recostó en la silla sin apartar los ojos de Samantha. Pasado un momento, dijo lentamente:
– Según el perfil oficial, no quiere correr el riesgo de que puedan identificarlo.
– ¿Y qué hay del perfil oficioso? Tendrás tus propias ideas. ¿No irás a decirme que Bishop y tú estáis de acuerdo en esto?
– Es lo más lógico, Sam.
– Claro que sí. Psicológicamente tiene perfecto sentido. Yo no soy licenciada en psicología, así que tal vez sea la última persona a la que debas escuchar. Pero tengo la impresión de que las mentes rotas no funcionan como se supone que deben funcionar. Por eso están rotas.
– Mentes rotas -repitió Jaylene-. Buena definición.
– Ese tipo no secuestraría ni mataría a esa gente si no le faltara algún tornillo.
– Esperémoslo.
Lucas dijo:
– Lo importante es que el perfil encaja con lo poco que sabemos de él. Es lógico que mate a sus víctimas para evitar el riesgo de la identificación.
– Pero, si sabe que va a matarlas, ¿para qué molestarse en mantenerlas con los ojos vendados?
– No tenemos pruebas de que sea así.
– Te lo estoy diciendo. Es lo que hace. Desde el principio hasta el momento en que descubren que van a morir, los mantiene con los ojos vendados.
– ¿Y se supone que tenemos que creerla? -preguntó Metcalf.
– Como le decía, sheriff, no espero que usted me crea. Pero Luke sabe que estoy diciendo la verdad.
Metcalf miró al agente federal.
– Está claro que ya se conocían. ¿La cree usted?
El silencio se prolongó incómodamente antes de que Lucas contestara.
– Sí. Creo que podemos confiar en lo que sabe. En lo que ve.
Samantha sonrió con ironía al oír sus palabras, pero se limitó a decir:
– Así pues, ¿por qué vendarles los ojos si sabe que va a matarlos de todos modos? ¿Por qué matarlos? ¿Qué gana con su muerte?
– Dímelo tú.
– Puntos, creo. En el juego. Puede que, si consigue su dinero, también gane puntos. Si tú no encuentras a las víctimas antes de que se haga con el dinero, gana puntos. Si rescatas a una víctima viva, eres tú quien los gana. Lo que significa que te lleva ventaja.
– Maldita sea -masculló Metcalf.
Ella lo miró.
– Lamento parecer frívola, sheriff. Verá, el caso es que lo único que sé es que ese hombre está jugando una partida y que Luke es su oponente. Todo lo demás son conjeturas.
– Esto es una locura -dijo Metcalf.
– Estoy de acuerdo. Es muy posible que el secuestrador esté loco. Esa mente rota de la que hablábamos antes. Rota y brillante.
– ¿Por qué brillante? -preguntó Lucas.
Fue Jaylene quien contestó.
– Porque tú eres muy bueno en tu oficio. Porque las probabilidades de que un secuestro salga bien son escasas, y ese tipo se ha salido con la suya demasiadas veces. Y porque no se trata de dinero.
Samantha asintió con la cabeza.
– Ha inventado un juego muy especial para que lo juguéis solos los dos. Y no creas que no conoce a su oponente. Los primeros secuestros pudieron ser tentativas, sólo para atraerte y ver cómo reaccionabas.
– No puedo creer que se esté tragando todo eso -le dijo Metcalf a Lucas.
– Usted no conoce todos los antecedentes, sheriff -respondió Lucas con el ceño fruncido-. Los casos se remontan a hace un año y medio. Esta… teoría… encaja.
– No es una teoría, Luke -dijo Samantha tajantemente-. Es un hecho. Para él, todo esto es un juego.
– Los juegos tienen reglas.
– Sí. Lo que significa que debes descubrir cuáles son sus reglas si quieres tener una sola esperanza de salvarle la vida a la próxima víctima, de atrapar al secuestrador… y de ganar la partida.