Capítulo 17

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Samantha.

– Lo que he dicho. La noria, los coches de choque… todo, menos los ponis. Están todas funcionando. La verdad es que da un poco de miedo, a plena luz del día y sin música ni gente.

– ¿Dónde está Leo?

– No consigo localizarle.

– ¿Qué?

– No te asustes. Un par de tipos de mantenimiento nos han dicho que se fue al pueblo esta mañana. Ahora mismo están intentando parar las atracciones.

– Todas tienen interruptores. ¿Cuál es el problema?

– Que los interruptores están trucados.

La inquietud de Samantha aumentó.

– Esto no me gusta, Quentin.

– No, a mí tampoco. Mis sentidos de arácnido cosquillean como locos.

– ¿Crees que quizás ese tal Gilbert sepa que la policía va de camino? ¿Que tal vez les esté esperando?

– Tú les has visto cargárselo en una visión, ¿no?

– Sí, pero…

– Mira, quizás esto no tenga nada que ver con lo otro, ¿sabes? -Al ver que ella se quedaba callada, Quentin suspiró y dijo-: De acuerdo, yo tampoco creo en las coincidencias. Suponiendo que consiga contactar con ellos allá arriba, Bishop les avisará de que se cubran las espaldas. Y el frente. Tú quédate ahí, Sam. Galen se quedará aquí y yo iré a buscarte.

– Estoy en la jefatura de policía.

– Sí, y está prácticamente desierta. No te muevas. Estaré ahí dentro de quince minutos.

Samantha colgó y se quedó mirando el teléfono con el ceño fruncido mientras se frotaba distraídamente las sienes. Seguía recordando aquella visión y las últimas palabras de Andrew Gilbert, que no había podido oír.

Tenía la inquietante sensación de que algo cambiaría si hubiera oído aquellas palabras.

Pero intentar pensar en ello agudizaba su dolor de cabeza y su aturdimiento, de modo que se dio por vencida y emprendió con mucha cautela el camino de regreso a la sala de descanso.

La comisaría parecía realmente desierta, pensó; sólo oía sonar de vez en cuando un teléfono, y voces amortiguadas desde el mostrador de recepción, en la parte delantera del edificio.

Dudó un momento en la puerta de la sala de descanso e intentó descubrir nuevamente el origen de su desasosiego, pero se dio por vencida y fue a echarse en el sofá.


La finca que Wyatt había vendido a Andrew Gilbert estaba, en efecto, muy apartada, pero no era, ni mucho menos, tan difícil de alcanzar como los lugares que habían estado investigando durante las semanas anteriores. Había, de hecho, una carretera decente que llevaba desde la autovía prácticamente hasta la puerta de la casa, pequeña y desvencijada, de la granja.

La policía, sin embargo, no tomó aquella ruta hasta su final. Detuvieron los vehículos a más de dos kilómetros de la casa y se aproximaron a pie, diseminándose para rodear con cautela la casa y el establo.

Era un día gélido y el humo que se alzaba de la chimenea indicaba que había alguien en el interior de la casa.

Agazapado junto a Lucas, al resguardo de una afloración de granito, Wyatt observaba la casa y el establo, situados a unos cincuenta metros de distancia.

– La casa es vieja -dijo en voz baja- y no tiene más calefacción que la chimenea, a no ser que Gilbert haya instalado algo más moderno.

Lucas asintió y dijo:

– Quiero que nos quedemos aquí unos minutos, observando. Glen… -Volvió la cabeza para mirar al joven ayudante, que estaba allí cerca-, ¿puedes dar la vuelta para ver si el establo tiene una entrada trasera? Y mira a ver si da la impresión de que haya salido o entrado un todoterreno hace poco tiempo.

– Dalo por hecho.

– ¿Te preocupa la advertencia de tu jefe? -le preguntó Wyatt a Lucas.

Habían silenciado todas las radios, pero por suerte habían descubierto que sus teléfonos móviles funcionaban, al menos intermitentemente, allá arriba, y Lucas había recibido la llamada de Bishop media hora antes.

– Me tomo en serio cualquier advertencia -contestó Lucas, pero se abstuvo de añadir que lo que más le inquietaba era la breve confesión de Bishop de que al menos otros dos agentes habían estado trabajando en la sombra desde hacía un par de semanas. No tenía, sin embargo, nada que objetar a su presencia… aunque no era el primer agente de la Unidad de Crímenes Especiales que deseaba que su jefe no fuera tan hermético para algunas cosas.

Lo que le ponía nervioso era la insidiosa certeza de que habían estado sucediendo cosas a su alrededor sin que él tuviera conciencia de ello. Quizá demasiadas cosas.

Nunca había sido capaz de desarrollar las refinadas percepciones que otros miembros de la brigada llamaban su «sentido de arácnido», porque, según Bishop, su concentración dejaba fuera los estímulos externos, en lugar de focalizarlos. Y por primera vez empezaba a preguntarse seriamente si Samantha no tendría razón al presionarle para que conectara con sus propias emociones a fin de emplear sus facultades con mayor eficacia.

Salir de sí mismo, bajar la guardia… por muy vulnerable y fuera de control que ello le hiciera sentirse.

– Mira -susurró Wyatt de repente.

Allá abajo, un hombre salió de la vieja casa y comenzó a cruzar el medio acre de terreno que le separaba del establo. A medio camino se detuvo y se quitó del cinturón el teléfono móvil, que había empezado a sonar.

Lucas arrugó el ceño.

– ¿Por qué tengo la sensación de que esto no va bien? -murmuró.

Con los prismáticos pegados a los ojos, Wyatt contestó:

– Está contento. Y ahora… parece enfadado.

Incluso sin prismáticos, Lucas vio que Andrew Gilbert miraba a su alrededor recelosamente, y confió para sus adentros en que todos los ayudantes del sheriff estuvieran bien escondidos y en silencio.

– Alguien le ha avisado -dijo Lucas.

– ¿Quién? -preguntó Wyatt.

– No lo sé.

– Dijiste que trabajaba solo.

Lucas apenas vaciló.

– Y sigo creyéndolo. No confiaría en un socio. Él no.

Gilbert apretó el paso hacia el establo mientras seguía hablando por teléfono. Después volvió a colgarse el teléfono del cinturón, abrió la puerta y desapareció en el interior del edificio.

Lucas miró su reloj y le dijo rápidamente a Wyatt:

– Haz correr la voz entre los otros jefes de grupo de que nos pondremos en marcha dentro de dos minutos, a las tres y veintidós exactamente. Conforme al plan previsto.

Wyatt cogió su teléfono móvil.

Glen regresó en ese momento.

– El establo tiene una entrada trasera -informó a Lucas rápidamente- y está bien escondida de los vecinos. Da a un camino de ganado abandonado que sube hacia las montañas. Y últimamente se ha usado mucho. Me encontré con Jaylene por el camino y su grupo va a cambiar de posición para cubrir mejor ese lado del establo. Me encargó que te dijera que Gilbert no podrá pasar por allí.

– Muy bien -dijo Lucas-. Sobre todo, habiendo dos francotiradores con ella. Glen, tú vienes con nosotros. Iremos por delante… y no nos haremos oír hasta que estemos dentro.

– Espero que ahí dentro haya algún sitio donde parapetarse -masculló Wyatt, aunque ello no parecía importunarle demasiado.

Lucas recordó la visión de Samantha y confió en que lo que ésta había visto fuera tan literal como solían serlo sus visiones.

Comprobó su reloj, hizo una seña a los demás y comenzó a moverse rápidamente pero en silencio por la pendiente, en dirección al establo.

Al aproximarse al edificio, oyó sonidos leves procedentes de su interior y dedujo que Gilbert se disponía a marcharse y estaba llenando de combustible el depósito del vehículo, seguramente con pequeñas latas de gasolina que habría llevado hasta allí sin llamar la atención. Y, por suerte para los que rodeaban el establo, el depósito de un Hummer no era pequeño.

Cuando alcanzaron la puerta, Lucas levantó suavemente el pedazo de madera envejecida que servía como pestillo, empujó sin vacilar la puerta e irrumpió en el establo con el arma en alto.

Por suerte había, frente a la puerta y a un lado de ella, numerosas balas de heno apiladas tras las que refugiarse, acaso listas para moverse de un lado a otro e impedir que alguien que se asomara por curiosidad al establo viera lo que había dentro. Lucas, Wyatt y Glen se precipitaron tras ellas y tomaron posiciones para abrir fuego mientras Lucas gritaba:

– ¡Alto, Gilbert! ¡FBI!

De pie junto a la puerta abierta de su Hummer, vuelto hacia la parte trasera del vehículo y hacia la policía, Gilbert se quedó inmóvil. Por un instante. Luego, torció los labios con un gruñido y estiró la mano hacia el coche.

Ninguno de los policías vaciló.

Sonaron tres disparos y Gilbert levantó bruscamente la mano y soltó la pistola. Cayó de espaldas contra la puerta del vehículo, y en su camisa y su chaqueta de color claro brillaron húmedas manchas de sangre cada vez más extensas.

Lucas salió de detrás de las balas de heno y se acercó a él con el arma lista; sólo estaba a unos pasos de distancia cuando Gilbert tosió, escupió algo de sangre y se deslizó hacia abajo, pegado a la puerta abierta, hasta quedar sentado en el suelo.

Cuando Lucas se cernió sobre él, Gilbert le miró directamente a los ojos y con una sonrisa extraña y fija y un último gemido sanguinolento murmuró:

– Jaque mate.

Wyatt, que se había reunido con Lucas a tiempo de oírle, gruñó:

– Por lo menos el muy cabrón sabía que le habías vencido.

– ¿Sí? -En lugar de alegría triunfante o incluso de satisfacción, Lucas sentía un vago desasosiego. Se agachó para recoger la pistola de Gilbert y se enfundó la suya-. Hay que registrar esto y la casa -dijo-. En realidad, lo único que tenemos que le vincula a los secuestros y a los asesinatos son pruebas circunstanciales, y muy pocas.

– Los dos sabemos que es él.

– Sí. Pero tiene que haber pruebas que le relacionen con los crímenes, y tenemos que encontrarlas.

– ¿Qué os parece ésta? -preguntó Glen desde la parte de atrás del Hummer.

Había abierto el maletero para inspeccionar la zona de carga y tenía la mirada clavada en el interior del todoterreno.

Wyatt y Lucas se reunieron con él, y Lucas apenas se dio cuenta de que otros policías entraban en el establo mientras miraba la zona de carga del coche.

Volcada hacia atrás en el maletero, que en el que cabía a duras penas, había una silla de madera de respaldo alto, obviamente construida a mano. Parecía bastante corriente, de no ser porque tenía dos extraños soportes a ambos lados del respaldo, casi en la parte más alta.

Encajado bajo el respaldo había un bulto de tela doblada y atada con una cuerda; cuando Lucas tiró de él y lo desató, aparecieron dos cuchillos afilados como navajas de barbero.

Pasado un momento, Lucas usó una esquina de la tela para sujetar uno de los cuchillos y lo encajó limpiamente en uno de los soportes. Con la punta hacia dentro.

– Las víctimas que murieron desangradas -murmuró-. Las ataba a la silla con alguna sujeción para impedir que movieran la cabeza hacia delante y colocaba los cuchillos de tal modo que tocaran muy ligeramente las yugulares. Tarde o temprano, la víctima se quedaba sin fuerzas y su cabeza caía hacia un lado o el otro. Y se degollaba a sí misma.

– Yo a esto lo llamo una prueba -dijo Wyatt con acritud-. Este maldito trasto todavía tiene manchas de sangre.

Lucas se dio la vuelta. De pronto se sentía enfermo.

– Supongo que esto es lo que le pasa a un hombre al que le arrebatan a su esposa y a su hija.

– No -dijo Wyatt con firmeza-, es lo que le pasa a un hombre que tiene desde siempre un carácter retorcido. El dolor no crea monstruos, Luke, los dos lo sabemos. Al menos, el dolor por sí solo.

Lucas lo sabía, pero ello no hacía que le fuera más fácil asumir lo ocurrido.

Jaylene se acercó a ellos rápidamente, con el ceño fruncido.

– Luke, Quentin acaba de llamar. Está en el departamento del sheriff. Fue a buscar a Sam. Por lo visto, Galen y él llevaban algún tiempo vigilándola. Pero se entretuvieron en la feria porque estaba pasando algo raro y cuando Quentin llegó a jefatura… Luke, Sam ha desaparecido.

Lucas la miró con fijeza. Todo dentro de él parecía haberse helado de pronto.

– Alguien avisó a Gilbert -murmuró-. Alguien le dijo que veníamos. Otra persona. Dios mío. Eso es lo que quería decir. No he sido yo quien ha hecho el último movimiento. Ha sido él.


Mientras luchaba por salir de su sopor, Samantha tuvo un recuerdo confuso del que no estaba segura de poder fiarse. Entre el dolor de cabeza, el aturdimiento y las náuseas, sólo había deseado tumbarse en el sofá de la sala de descanso, con los ojos cerrados, todo el tiempo que fuera posible. Supuso que se había quedado dormida, aunque guardaba el vago e inquietante recuerdo de que por un tiempo algo le había tapado la nariz y la boca, impidiéndole respirar.

Se sentía ahora aún más mareada, la cabeza seguía estallándole y le resultaba extrañamente difícil abrir los párpados. Le costó varios intentos abrirlos y, entre tanto, se preguntó, irritada, a qué obedecía aquel sonido, aquella especie de siseo.

Al principio, no comprendió lo que veía.

¿Madera?

Madera encima de ella, a no más de diez o doce centímetros de su cara. ¿Qué demonios…?

Entonces una fría certeza se insinuó en su mente, y oyó cómo se cortaba su respiración.

Levantó lentamente la mano y empujó la madera.

Nada.

No cedía más que una fracción de centímetro.

Empujó más fuerte. La desesperación le prestaba fuerzas, pero la gruesa madera se negaba a ceder.

Levantó la cabeza todo lo que pudo y se miró los pies. Había colocada allí una linterna de pila que daba luz suficiente para que viera.

Para que viera la bombona de oxígeno que descansaba junto a ella y siseaba suavemente, vaciándose poco a poco.

Para que viera las dimensiones de la caja en la que yacía.

Para que comprendiera que era su ataúd.

Mientras un gélido terror la embargaba y el pánico buscaba un asidero en su psique, recordó su visión, recordó haber visto a Gilbert decir algo en el último momento, algo que ella no había podido oír.

De pronto creía saber qué había dicho.

«Jaque mate.»

Incluso al abatirle la policía, Andrew Gilbert creía estar seguro de haber ganado la partida. Porque la jugada final era suya. Lo había logrado de algún modo.

La había enterrado viva.


Asfixia.

Lucas no podía dejar de pensar en eso. Había sido el otro método preferido de Gilbert para matar a distancia. Y la propia Samantha había dicho que el modo más sencillo de asfixiar a una persona gradualmente era enterrarla viva.

«Dios mío, Sam…»

Jaylene y Wyatt estaban supervisando el registro urgente de la casa y el establo, con la esperanza de encontrar algo que les pusiera tras la pista de Samantha.

En la jefatura de policía, Quentin y Galen intentaban lo mismo, hacían preguntas y se esforzaban por descubrir alguna información, por ínfima que fuera, acompañados por los ayudantes del sheriff que habían regresado ya.

Lucas estaba fuera del establo y apenas era consciente de que la gente se apresuraba a su alrededor con obstinada eficacia. Miraba hacia el otro extremo del valle sin ver nada y el frío que sentía en la boca del estómago se iba difundiendo hacia fuera, hasta que incluso sintió los dedos helados.

– Luke…

No quería mirar el rostro de Jaylene, no quería oír lo que sabía que iba a decirle.

– Luke…

Wyatt se reunió con ellos con expresión amarga.

– Falta uno de mis ayudantes más jóvenes. Caitlin dice que le vio ir hacia la sala de descanso donde Sam se había echado y que no le vio salir después. Se ha llevado un coche patrulla, pero no contesta por radio.

– Gilbert no habría tenido un socio -murmuró Lucas-. No habría confiado en un compañero. Estoy seguro.

– Sí, bueno, el caso es -dijo Wyatt con mayor acritud aún- que, siguiendo una corazonada, uno de vuestros compañeros acaba de comprobar las huellas dactilares de ese ayudante que teníamos en el archivo. Se hacía llamar Brady Miller y no tenía bajo ese nombre ningún antecedente delictivo. Pero ése no es su nombre. Resulta que se llama Brady Gilbert. Es el hijo de Andrew Gilbert.

– ¿Por qué estaban registradas sus huellas dactilares? -preguntó Jaylene.

– Por pequeños hurtos, en Los Ángeles -le dijo Wyatt-. Hace un par de años. Era lo bastante mayor para eludir el correccional, pero por poco, y sólo recibió un tirón de orejas gracias al dinero de papá. Después no volvió a saberse de él. Hasta hoy. Supongo que el dinero de papá también pagó su cambio de nombre y la limpieza de su historial.

Jaylene miró a su compañero.

– En su hijo sí habría confiado, ¿verdad, Luke? Para hacer lo que él no podía.

– Quizá -dijo Lucas, que sentía cada vez más frío. Una parte de él había esperado contra todo pronóstico que Sam se hubiera ido simplemente de la comisaría, quizá para regresar al motel o a la feria. Había esperado que fuera simplemente imposible que Gilbert le pusiera las manos encima. Y no había sido así.

Pero… Gilbert disfrutaba matando por control remoto.

Habría visto a su hijo como una extensión de sí mismo, sobre todo si se sentía seguro del dominio que ejercía sobre él. De modo que, una vez comprobado aquello, todo cobraba sentido.

Y, con el departamento del sheriff casi desierto, ¿hasta qué punto le habría resultado difícil a un ayudante incapacitar a una Samantha ya de por sí frágil, quizá con cloroformo, bajarla al garaje y escapar con ella?

La caja ya estaría preparada y lista para lo que Gilbert y su hijo esperaban: la ocasión de secuestrar a Sam. Lo único que tenía que hacer el hijo de Gilbert era meterla dentro, cubrir la caja con tierra y marcharse.

Dejándola sola allí. Enterrada viva.

– Tengo una orden de busca y captura contra Brady -decía Wyatt-. Y tu jefe ha lanzado también una orden federal, sobre la base de que está indudablemente implicado en los secuestros.

Lucas se oyó preguntar:

– La muerte de Gilbert… ¿se ha hecho pública ya?

Wyatt lanzó una maldición y dijo:

– La radio policial difundió la noticia de que le teníamos. Lo siento mucho, Luke… pero, si Brady estaba todavía en el coche patrulla, lo sabe ya.

– Y no tiene motivos para quedarse por aquí -dijo Lucas-. Sin duda estaban preparados para huir. Otro coche, tal vez un utilitario o un todoterreno, seguramente con las maletas ya hechas. Habrá abandonado el coche patrulla enseguida y habrá seguido los planes de su padre. Se ha ido.

Jaylene le agarró del brazo y le hizo volverse para mirarla, un gesto tan inesperado que Lucas se descubrió mirándola fijamente, viéndola por fin.

– Lo cual significa que tienes que encontrar a Sam -dijo ella con vehemencia.

– Jay, tú sabes que no puedo sencillamente…

– Aquí no vamos a encontrar nada, Luke. Tú lo sabes. Tampoco Quentin y Galen encontrarán nada útil en el departamento del sheriff. Y se nos está agotando el tiempo, se le está agotando a Sam.

– Maldita sea, ¿es que no crees que quiero encontrarla?

– No lo sé, ¿quieres?

Él la miró con fijeza y sintió que literalmente se le retiraba de la cara el poco color que le quedaba.

Jaylene continuó con voz insistente:

– No sé qué va a costarte, de veras, no lo sé. No sé a qué se debe ese bloqueo tuyo. Pero sé que Sam tenía razón al pensar que nunca podrás usar tus facultades como deben usarse hasta que lo superes. Y si esto no lo consigue, si salvarle la vida a la mujer que quieres no es suficiente… entonces pasarás el resto de tu vida siendo un vidente que funciona sólo a medias, que sólo puede utilizar sus capacidades cuando está tan cansado que ya no puede pensar. ¿De veras es eso lo que quieres, Luke? ¿Vivir a medias? ¿Perder a Sam? ¿De veras merece la pena pagar ese precio por evitar tu propio dolor?

No.

– No -dijo él lentamente-. No merece la pena.

– Entonces ábrete y busca a Sam -dijo Jaylene, soltándole el brazo-. Encuéntrala, Luke. Antes de que sea demasiado tarde para los dos.

Lucas ni siquiera estaba seguro de cómo proceder deliberadamente, sin ira ni cansancio, sino abriendo de manera consciente sus facultades. Nunca antes había podido hacerlo.

Pero…

Lo único que sabía era que necesitaba a Sam y que no iba a perder a otra persona a la que amaba. Tenía que encontrarla, tenía que ayudarla…

Y entonces una oleada de terror, negra y heladora, se apoderó de él con tanta fuerza que le hizo caer literalmente de rodillas.


Samantha ni siquiera podía fingir que no estaba aterrorizada. No creía haber tenido tanto miedo en toda su vida. Ni siquiera cuando…

El recuerdo de su padrastro y de aquel armario estrecho no la dejaba en paz, la torturaba. Se oía a sí misma gemir en voz alta, como gemía aquella chiquilla maltratada y temerosa cuando, finalmente, ya bien entrada la noche, él se iba y ella podía dar voz a su pavor.

Cuando estaba más enfadado, la dejaba allí dentro horas y horas, a veces durante días, y prohibía a voces a su madre que le hablara siquiera. La casa quedaba quieta, en silencio. Oscura. Y ella se sentía completamente sola.

Temía más aquel «castigo» que cualquier otro de los que él le infligía. Porque estaba convencida de que algún día él no abriría, sencillamente, la puerta del armario.

Y ella moriría allí dentro, aterrorizada, dolorida y tan sola que el inmenso vacío de aquel sentimiento resultaba inexpresable.

Ahora luchaba contra el pánico, o eso intentaba, pero aquellos recuerdos, el viejo sentimiento de un terror impotente, seguían embargándola. Se oía sollozar, sentía que empezaban a dolerle las manos mientras golpeaba la áspera madera colocada sobre ella.

Una parte de su mente, distante y racional, le decía que estaba malgastando un oxígeno precioso, que el siseo de la bombona se había ido debilitando a medida que se vaciaba en el interior del ataúd, pero el pánico lo dominaba todo.

Hasta que…

«Sam…»

Se quedó quieta e intentó todavía contener un último sollozo.

«Ya voy, Sam.»

– ¿Dónde estás?-musitó ella.

«Cerca.»

– No queda mucho aire -musitó de nuevo, y se dio cuenta con otro sobresalto de terror de que empezaba a costarle respirar.

«Quédate quieta, Sam. Cierra los ojos. Te prometo que… te prometo que llegaré a tiempo.»

Fue una de las cosas más difíciles que había hecho en toda su vida, pero Samantha lo logró: cerró los ojos y obligó a sus manos doloridas a permanecer quietas junto a sus costados.

Le quedaba la fe justa para confiar en que Luke diera con ella a tiempo.

Pero sólo la justa.


Una docena de palas y manos dispuestas a actuar le seguía cuando, pasada más de una hora, Lucas detuvo de pronto el Jeep en la carretera que salía de Golden y corrió unos veinte metros, hacia un lado del asfalto. No tuvo que decirles dónde cavar, porque la tierra recién removida, con su escalofriante forma de tumba, se veía claramente.

Los hombres se pusieron a cavar enseguida, frenéticamente, impulsados por sus propios temores y por el rostro macilento y torturado del agente federal que usaba sus manos para apartar la tierra que colmataba la tumba de Samantha.

Otros hombres esperaban pertrechados con palancas y, en cuanto quedó al descubierto la madera, comenzaron a levantar las tablas. Un gemido colectivo se oyó cuando, en respuesta a sus esfuerzos, aparecieron el rostro blanco y los ojos cerrados de Samantha; en ese instante, casi todos pensaron que estaba muerta.

Pero Lucas sabía que no era así. De rodillas junto a la tumba poco profunda, bajó los brazos, la cogió de las muñecas evitando tocar la carne magullada de sus manos y tiró de ella hacia arriba.

Sólo entonces ella abrió los ojos y parpadeó a la luz mortecina del día. Luego, mientras Lucas murmuraba su nombre, respiró una honda bocanada del aire limpio del campo y le rodeó el cuello con los brazos.

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