Cuando Lucas le informó de su conversación con Wyatt y de las sospechas del sheriff acerca de Samantha y de la feria ambulante, Jaylene preguntó pensativamente:
– ¿Crees que podría tener razón?
– No, no creo que haya ninguna conspiración ni para cometer crímenes, ni para ocultarlos. Es un solo hombre. Un solo secuestrador. Un solitario. Un observador. Ese tipo jamás formaría parte de un grupo de personas corrientes, y menos aún de una feria.
– Entonces, Bishop y tú seguís de acuerdo en su perfil.
– En lo esencial, sí. Nuestro secuestrador es un hombre maduro, de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, y seguramente sin antecedentes delictivos. Es cuidadoso, compulsivo, extremadamente ordenado y obsesivo. Probablemente sea soltero, aunque podría ser divorciado o viudo. Podría tener un empleo bien remunerado, pero es igual de probable que, gracias a alguna herencia, tuviera dinero suficiente para vivir sin trabajar incluso antes de cobrar los rescates que le han pagado hasta ahora.
– Pero ni siquiera al principio estabas de acuerdo con el jefe respecto a la razón por la que mata a sus víctimas. Bishop se ciñó al manual, a la probabilidad psicológica de que un secuestrador asesine a su víctima con el fin de evitar que lo identifique.
Lucas arrugó el ceño y, casi en un aparte, dijo:
– Es curioso. Bishop rara vez se ciñe al manual cuando se trata de trazar un perfil psicológico.
– Bueno, parece que tenías razón tú al sospechar que había otro motivo. Puede que el secuestrador mate a sus víctimas para evitar que lo identifiquen, pero ahora parece un poco menos probable. Y Sam tenía razón al decir que las mentes rotas no funcionan como esperamos que funcionen.
– Sí. -Pero Lucas seguía con el ceño fruncido.
– Estás preocupado por ella.
Él se encogió de hombros con escasa convicción.
– Sam sabe cuidar de sí misma.
– Pero eso no impide que te preocupes.
– Sólo estoy pensando que quizás hayamos pasado por alto algo muy importante.
– ¿Qué?
– Por improbable que sea su teoría, tal vez Wyatt tenga razón en una cosa: es posible que el secuestrador tenga algún vínculo con la feria o con la ruta que sigue.
Jaylene aguardó con las cejas levantadas.
– Es sólo una sensación que tuve cuando estaba hablando con Wyatt, mientras me explicaba lo de esa conspiración que no puede quitarse de la cabeza.
– Esto no va a ser agradable -murmuró ella.
Lucas asintió con una mueca.
– Y, si no encontramos un objetivo más legítimo en el que pueda concentrarse, va a perder mucho tiempo y energías y va a poner a la feria en el punto de mira.
– A la feria y a Sam.
– Sí. Es imposible saber si los vecinos del pueblo sólo sentirán curiosidad o si se mostrarán hostiles cuando descubran hacia dónde se dirigen las sospechas del sheriff. Sobre todo ahora que ha muerto un policía, y además mujer.
– Se notaba en la cara de sus compañeros en el entierro. Se lo han tomado muy mal. Y quieren tener a alguien a quien culpar, igual que Wyatt.
– Lo sé. -Lucas sacudió la cabeza-. De todos modos, tratándose de algo así, mientras no haya violencia Leo puede ocuparse de la feria y, como te decía, Sam sabe defenderse. No es eso lo que me preocupa.
– Entonces, ¿qué es? Si el secuestrador no tiene nada que ver con la feria, ¿cómo podría estar relacionado con ella?
– Desde que Sam dejó caer la noticia de que ese tipo está echándome un pulso, hemos considerado la posibilidad, si no la probabilidad, de que haya estado observándonos estos últimos meses, mientras lo seguíamos.
– Es lo más lógico, si Sam está en lo cierto y ese tipo ve esto como una especie de retorcida competición. Desde luego, la nota que encontramos en ese viejo granero parece indicar en esa dirección. Era una provocación muy personal, dirigida a tu nombre.
– Sí, pero ¿y si no sólo ha estado vigilándome a mí, a ti, a la investigación? Sam cree que tiene un talento natural para trazar perfiles psicológicos que se ha documentado sobre mí y sobre la unidad. Si eso es cierto…
– Si es cierto -concluyó Jaylene-, puede que sepa que tuviste una relación con Sam.
– En parte salió en los periódicos -dijo Lucas-. El caso, la feria, Sam… Sólo en periódicos locales, pero aun así. Ahora todo está accesible, almacenado digitalmente o en Internet, listo para que cualquiera le eche un vistazo. Alguien que sepa cómo acceder fácilmente a esa información, podría leer entre líneas y descubrir… muchas cosas.
– Entonces debemos asumir que lo sabe todo sobre Sam.
Lucas dijo lentamente:
– Y sobre la feria. Sobre su itinerario anual, como sugiere Wyatt. Jaylene… creo que será mejor que comparemos la ruta de la feria con la serie de secuestros. Podemos encontrar cualquier correlación antes que Wyatt y su gente. Nosotros tenemos más información de fondo sobre los demás secuestros.
– Está bien, pero… ¿estás pensando que el secuestrador ha hecho que Sam tome parte en su juego? ¿Que de algún modo ha controlado su aparición aquí, su implicación en el caso? ¿Cómo? ¿Cómo podría haber hecho eso?
– No es imposible, si lo miras desde otro ángulo. Podría haber hecho lo que está haciendo Wyatt ahora. Investigar el itinerario de la feria, quizás incluso seguirles de pueblo en pueblo durante la última temporada o incluso antes. Tú misma has dicho que no sabemos si llevará planeando todo esto mucho más tiempo que los dieciocho meses que ha estado activo. Podría haber empezado a organizarlo todo, a tender su trampa, hace dos años o más.
– ¿De veras crees que es posible?
– Me di cuenta mientras hablaba con Wyatt -dijo Lucas-. Conozco a todos los miembros de la feria y ninguno de ellos es la persona que estamos buscando. De eso estoy seguro. Pero, si los secuestros coinciden con la cercanía de la feria por todo el este y el sureste del país durante esos dieciocho meses, es imposible que se trate de una coincidencia. Y lo que no es una coincidencia es premeditado.
– Premeditado por el secuestrador.
– Tiene que formar parte del juego de algún modo. O del montaje del juego. Se trataría de poner todas las piezas sobre el tablero. De organizarlo todo a su gusto. De jugar a ser dios. No tenemos modo de saber cuántas marionetas ha dispuesto, ni de cuántos hilos está tirando.
– Eso sería… diabólico, Luke. Involucrar a la feria, a Sam, a ti… Pasar todo ese tiempo haciendo planes, secuestrando y matando a esas personas, y todo con el fin de colocarte aquí, en esta situación, en estas circunstancias. Es endiabladamente difícil. Decir que es complicado no basta para describirlo. -Jaylene hizo una pausa y lo miró-. Los dos sabemos que una cosa así no pasa por casualidad. Siempre hay un catalizador. Un desencadenante. Si se ha tomado tantas molestias, algo tuvo que impulsarlo a actuar.
– Sí.
– Algo personal. Está empeñado en demostrar que es mejor que tú. Más listo, más fuerte, más rápido… lo que sea. Como dijo Sam. Pero no porque los medios te hayan dedicado atención. No porque se fijara casualmente en lo bueno que eres y decidiera poner a prueba tus capacidades. Está haciendo esto porque, en algún momento de tu pasado o del suyo, le pisaste los pies.
Lucas asintió con la cabeza.
– Si tenemos razón, yo conozco a ese tipo. Así que el juego consiste en parte en descubrir de qué lo conozco. Y qué le hice, si es que le hice algo, para que tomara ese camino.
– Sam tenía razón en otra cosa, ¿sabes? Pase lo que pase, tú no has creado a ese monstruo.
– Puede que no, pero parece que he creado el juego, aunque fuera sin darme cuenta. Que lo he inspirado, al menos. Y ya han muerto más de doce personas.
Jaylene sabía que no serviría de nada ofrecerle trivialidades o razonamientos lógicos, de modo que se limitó a decir:
– Sam dijo que estaba segura de que no podías ganar la partida sin ella.
– Sí.
– Y, si ese tipo ha estado investigándote, siguiéndote la pista, y sabe lo vuestro, seguramente tienes razón en que no es ninguna coincidencia que ella esté aquí. No sé cómo lo ha hecho, pero tuvo que incluirla deliberadamente en el juego, manipularla de algún modo para que acabara en este pueblo. Y aunque no se ha hablado públicamente de tus facultades psíquicas desde que entraste en la unidad, las suyas aparecen anunciadas cada noche en el cartel de una marquesina a la entrada de la feria.
Lucas asintió lentamente con la cabeza.
– La idea se me ha pasado por la cabeza.
– ¿Crees que eso es lo que Sam ha estado ocultándonos? ¿Que sabe que el secuestrador es muy consciente de quién y qué es?
– Ésa es otra cosa que creo que deberíamos averiguar. Porque, en las manos equivocadas, Sam podría ser una ventaja insuperable.
– ¿Y en las manos adecuadas?
– Una ventaja insuperable.
Jaylene se puso en pie al mismo tiempo que él.
– ¿Me equivoco -dijo- o la pieza más poderosa en un tablero de ajedrez es la reina?
– No te equivocas.
– Mmmm. ¿Se lo has dicho ya a Bishop? ¿Que Samantha está aquí? ¿Que está implicada en la investigación?
– Ya lo sabía, más o menos. Por las noticias.
– ¿Te dijo algo sobre esta partida de ajedrez?
– Sí -contestó Lucas con cierta acritud-. Me dijo que no perdiera.
La visión dio comienzo en cuanto Samantha cogió el pequeño medallón de plata.
El negro telón cayó sobre ella, una oscuridad espesa como el alquitrán, un silencio absoluto. Por un instante, se sintió transportada físicamente a otra parte, a toda velocidad; incluso tuvo la fugaz impresión de sentir el viento, la presión, contra su cuerpo.
Después, sintió la quietud y la heladora conciencia de una nada tan vasta que casi escapaba a la comprensión. Una especie de limbo. Se hallaba suspendida, ingrávida e incluso informe, en el vacío, en alguna parte más allá de este mundo y antes del siguiente.
Como siempre, lo único que podía hacer era esperar un vislumbre de lo que estaba destinada a ver. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia precisa y los sonidos y las imágenes empezaban a desfilar ante el ojo de su mente como una extraña película.
Al principio, fueron sólo imágenes fragmentarias. Pasaban tan aprisa que eran apenas un borrón. Ecos y voces. Todo ello distorsionado hasta que, finalmente, quedó fijo en un lugar.
Pero no era en absoluto lo que Samantha esperaba.
De pronto se encontró mirando desde arriba una escena que parecía bastante corriente. Una pequeña familia. El padre, la madre, dos hijos pequeños, una niña y un niño. Se habían reunido alrededor de una mesa de comedor y parecían estar cenando.
Samantha intentó concentrarse en lo que decían, pero notaba una especie de presión en los oídos, como si se hallara montada en un ascensor ultrarrápido o en un avión, y sólo pudiera oír un runrún distante y amortiguado. Intentó cambiar de postura para ver sus caras, pero por más que se esforzaba no dejaba de hallarse suspendida sobre ellos.
La escena se difuminó antes de que pudiera intentar memorizar sus detalles, y se descubrió de nuevo en aquel vacío oscuro y opaco.
Cada vez hacía más frío.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que otra escena se iluminara y quedara fijada ante su vista. Esta vez sólo estaba la niña pequeña, o una niña pequeña, tal vez otra distinta, acurrucada en un rincón de una habitación imposible de identificar. Con un brazo se sostenía el otro, como si lo acunara y lo protegiera, en una postura que a Samantha le pareció turbadoramente familiar.
«Lo tiene roto. El brazo. ¿Por qué no se lo dice a alguien? ¿De qué tiene miedo?»
Un instante después surgió otra escena: una mujer sentada en la cama de un dormitorio muy pulcro, con las manos cruzadas sobre el regazo, los pies juntos sobre el suelo y una postura extrañamente rígida. Y frente a ella había…
«Frío. Muerte. Frío. Muerte.»
«Eso es lo que está pensando. Lo que siente.»
Las oleadas del miedo de aquella mujer arrastraron a Samantha, la transportaron velozmente hasta la siguiente escena. Un niño pequeño en su cama. Temblaba visiblemente y miraba con fijeza una ventana, con los ojos agrandados por el terror. Fuera se veían rayos, se oía el estruendo continuado del trueno y la lluvia que arreciaba.
«Me atrapará. Me atrapará… me atrapará…»
Otra escena, y esta vez Samantha no vio personas, sino arañas, cientos de ellas avanzando rápidamente hacia ella por un suelo de madera. Intentó retroceder, bajó la mirada, se vio los pies, pero no eran los suyos…
Y después se halló en un bosque oscuro y pestilente, casi sofocada por el hedor a húmeda podredumbre que la rodeaba por completo. Intentaba huir de las serpientes que se deslizaban hacia ella, cogía una rama para intentar apartarlas a golpes y se sorprendía al ver la mano de un hombre en lugar de la suya…
De nuevo, antes de que pudiera fijarse en los detalles, la escena desapareció, reemplazada esta vez por un mareante flujo de imágenes, como una serie de diapositivas pasadas a toda velocidad. Creyó verse en algunas de ellas y en otras vio a extraños, pero todas aquellas personas estaban llenas de horror.
No lograba fijarse en una sola imagen antes de que apareciera la siguiente. Y la confusión de docenas de conversaciones sonando al unísono estuvo a punto de ensordecerla.
El miedo la empujaba, la embargaba, la vapuleaba en oleadas sucesivas, frío, húmedo y negro. Dentro y fuera de ella sentía crecer la presión: aumentaba progresivamente hasta hacerse dolorosa, hasta que comprendió que la amenazaba, hasta que se sintió casi abotagada por su fuerza.
Y luego, bruscamente, se halló de nuevo en medio de un silencio absoluto, de un vacío frío y opaco, tan hueco que…
«¿De qué tienes miedo tú, Samantha?»
Abrió los ojos sobresaltada, profiriendo un gemido, y sus oídos registraron vagamente el ruido del colgante al caer sobre la mesa. Su mano abierta ardía. Se la miró, miró la blanca impronta de una araña y su tela fantasmal impresa sobre la línea y el círculo, mucho más tenues, que marcaban ya su palma.
– Sam… Sam… Estás sangrando.
Miró por encima de la mesa el rostro blanco y desencajado de Caitlin y sintió un goteo bajo la nariz. Levantó la mano izquierda, notó una humedad y, al extender la mano, vio que estaba manchada de escarlata.
Se miró las dos manos, una marcada con fuego gélido y la otra con su propia sangre.
– ¿Sam?
– De qué tienes miedo tú -musitó Samantha para sí misma.
– ¿Yo? De las alturas. Pero no llega a ser una fobia. -Caitlin cogió un puñado de servilletas de papel del dispensador que había sobre la mesa y se las ofreció-. Sam, la sangre…
Samantha aceptó distraídamente las servilletas y se llevó el áspero papel a la nariz.
– Gracias -murmuró.
– ¿Qué demonios has visto?
– ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
– Unos veinte minutos. Me tenías preocupada. Por si no lo sabes, da miedo verte así. Te quedas quieta como una estatua y más pálida que el mármol. Pero esta vez empezaste a temblar hacia el final. ¿Qué has visto?
– Tal vez lo que él quería que viera -respondió Samantha lentamente.
– ¿Quién? ¿El secuestrador? Pero has dicho que seguramente dejó el colgante para que lo encontrara el sheriff Metcalf.
– Sí, eso he dicho, ¿verdad? -Samantha la miró-. ¿Sabes algo de ajedrez?
– No, no mucho. ¿Y tú?
– Sé que se sacrifican los peones. Y sé que un buen jugador de ajedrez es capaz de anticiparse en varios movimientos a su oponente.
– ¿Y? -preguntó Caitlin, desconcertada.
– Que creo que ese tipo podría ir varios movimientos por delante de nosotros. Por delante de la policía. Por delante de Luke. Por delante de mí. Y, lo mires por donde lo mires, eso no es buena señal.
Esa misma tarde, Lucas se hallaba en un almacén del garaje del departamento del sheriff, estudiando el gran tanque de cristal y acero en el que había muerto Lindsay Graham.
La vieja mina era tan inaccesible que habría sido poco práctico transportar a los investigadores del equipo forense montaña arriba y montaña abajo las numerosas veces que habrían sido necesarias para que inspeccionaran el tanque a fondo. Con todo, el departamento había tardado un día y medio en llevar a cabo su traslado en camión desde lo alto de la montaña. No había literalmente modo mejor de hacerlo, puesto que la densa vegetación hacía imposible cualquier clase de transporte aéreo.
De todos modos, tener el tanque en su poder no les había servido de nada, al menos que Lucas supiera. No habían conseguido encontrar ninguna prueba forense de la que mereciera la pena hablar. Dentro del tanque sólo se habían hallado las huellas de Lindsay, y en el exterior no se había descubierto ninguna.
Se habían encontrado, en cambio, unos cuantos cabellos, al menos dos de ellos negros y que, por tanto, no pertenecían a la inspectora. Lucas los había mandado a Quantico para su análisis, junto con una petición para que Bishop hiciera lo que fuera posible por acelerar las cosas.
Al parecer, el secuestrador había abandonado la zona antes de que las lluvias de la tarde borraran todas sus huellas. O eso, pensó Lucas con rabia, o le habían crecido alas y había salido de allí volando, sin dejar ni rastro.
Muy teatral, pero poco probable.
Rodeó lentamente el tanque y siguió estudiándolo mientras intentaba captar alguna sensación del hombre que lo había construido.
No habían tenido suerte a la hora de descubrir dónde o cuándo había adquirido el secuestrador el cristal y el acero, pero estaba claro que una labor tan meticulosa había requerido tiempo y concentración. Era imposible que el asesino hubiera construido el tanque tras el secuestro de Lindsay. De hecho, los expertos consultados opinaban que habría costado una semana o más fabricarlo, dependiendo de la destreza del constructor.
Y luego estaba el minucioso sistema de tuberías que conectaba el tanque con el depósito de agua de la mina abandonada, una antigua balsa que el agua de la lluvia había colmado durante los años que el pozo llevaba cerrado. Y el temporizador, sencillo pero de una eficacia letal, que en el momento señalado había abierto la válvula para inundar el tanque.
Lucas nunca había visto nada igual. Nunca había oído hablar de nada parecido.
– Es casi como de una serie antigua de superhéroes, ¿verdad?
Lucas se volvió rápidamente, sobresaltado porque Samantha hubiera conseguido acercarse sin que se diera cuenta.
Ella entró en la habitación.
– Me ha dejado entrar Glen Champion -dijo-, y Jaylene me ha dicho que estabas aquí abajo. Los demás me han eludido cuidadosamente.
– Ya sabes cómo son los policías -dijo él.
– Sí. No pueden culparme de nada lógicamente, al menos todavía, pero no les caigo bien.
– ¿Qué quieres decir con eso de que no pueden culparte todavía?
– Vamos, Luke. No hace falta que nadie me diga que Metcalf está removiendo cielo y tierra para encontrar alguna relación entre esos secuestros y la feria.
– ¿Y encontrará alguna?
En lugar de contestar a su pregunta, Samantha fijó la mirada en el tanque y se aproximó a él.
– Es raro, ¿verdad? Y se parece mucho a esas viejas series de televisión. ¿Te acuerdas? El pintoresco villano que captura a los héroes y los ata a alguna máquina absurda diseñada para matarlos… pero no hasta el episodio de la semana siguiente. Siempre me preguntaba por qué, cuando les echaba el guante, no se limitaba a pegarles un tiro.
Miró a Lucas fijamente.
– ¿Por qué no se limita a pegarles un tiro?
Él miró fugazmente el tanque.
– Había un temporizador. Si hubiéramos llegado a tiempo…
Samantha preguntó de nuevo:
– ¿Por qué no se limita a pegarles un tiro?
– Porque forma parte del maldito juego. Si yo soy lo bastante rápido, nadie muere. ¿Es eso lo que quieres oír?
Samantha no se arredró ante su ferocidad. Ni siquiera dio un respingo. Con la misma voz serena y firme, dijo:
– Pero ¿por qué forma eso parte del juego? ¿Es que no lo ves? Está desviando la responsabilidad, Luke. No hay duda en este caso, con Lindsay. Y puede que tampoco la haya con los demás. No es culpa suya porque él no los mató en realidad, no con sus propias manos. Es culpa de la policía, de los investigadores, porque, si hicieran bien su trabajo, nadie moriría.
– Estás sacando muchas conclusiones sólo porque hayamos encontrado un temporizador.
– No es por eso. Es por lo que oí que le decía a Lindsay. Que él no mataba. Él nunca mata con sus propias manos, directamente. En parte, para desviar la responsabilidad. Pero también por otra razón. Si matas a alguien rápidamente, sólo tienes un cadáver. Hay poco suspense, poca posibilidad de que el miedo crezca hasta convertirse en terror. Pero, si le muestras a alguien cómo piensas matarlo dentro de unos minutos o de unas horas, y luego te marchas…
Lucas frunció el ceño y se quedó callado.
– La otra víctima de Golden, Mitchell Callahan, fue decapitado, ¿no? Oí decir que había algo raro en eso, algo que sorprendió al forense.
Lucas contestó lentamente:
– Al parecer lo mató una hoja muy afilada, de un solo tajo. Puede que fuera un machete o una espada.
– O quizás una guillotina -sugirió Samantha.
La primera reacción de Lucas fue de estupor y, un instante después, de enfado por no haberse dado cuenta antes.
– Una guillotina.
– Es evidente que el secuestrador es muy hábil. Y resulta bastante fácil construir una guillotina. Montar un temporizador en una… máquina. Con la víctima… con Callahan seguramente atado a ella, mirando hacia arriba. Viendo la hoja suspendida sobre él. Sabiendo que caería. Tal vez incluso pudiera oír el tictac del temporizador marcando los minutos que le quedaban de vida.
– Miedo -dijo Lucas-. Un cebo para mí.
– Tal vez. Tal vez esté creando miedo para atraerte. O quizá… para castigarte.
Lucas no se sorprendió mucho, pero dijo:
– Así que tú también has llegado a esa conclusión, ¿hum? ¿Que conozco a ese cabrón, que nuestros caminos se han cruzado en algún momento?
– Tiene sentido. Tomarse tantas molestias, construir estas… máquinas de matar no es algo que se haga simplemente para ganar un juego. Ni siquiera un loco haría algo así. A menos que el juego sea muy personal. Tiene que serlo, y eso hace más probable aún que se haya documentado sobre ti. Tiene que saber cómo encuentras a las víctimas de los secuestros, ser consciente de que sientes lo que sienten esas personas. De que sufres con ellas justo hasta el momento de su muerte.
Al cabo de un momento, Lucas movió la cabeza de un lado a otro.
– En el último año y medio, hemos llegado a la escena del crimen a tiempo para que sintiera algo en menos de la mitad de los casos. Si ese tipo quiere que sufra…
– Está haciendo un trabajo excelente. Puede que cuando llegas demasiado tarde no sientas el miedo y el dolor de la víctima, pero en ese caso sufres seguramente aún más. Y eso lo sabe cualquiera que haya trabajado contigo o te haya visto trabajar.
Lucas luchó por contener el impulso repentino de extender los brazos hacia ella y se limitó a decir:
– Sufrir es un término relativo.
– No, en tu caso no lo es. -Su sonrisa fue leve y fugaz.
– ¿A qué has venido, Sam? -preguntó él, cambiando de tema. O no.
– Le he dejado una cosa a Jay -contestó ella de inmediato-. Un colgante que Caitlin Graham encontró en la mesilla de noche de Lindsay. Las dos creemos que lo pusieron allí el día que la secuestraron.
– ¿Por qué lo creéis?
Samantha se sacó la mano derecha del bolsillo de la chaqueta y se la mostró con la palma extendida.
– Hoy estoy en racha.
La habitación en la que trabajaba era pequeña y acogedora, o eso le gustaba creer. La casa estaba lo bastante apartada como para que nadie le molestara y, dado que no había vecinos cerca, sus idas y venidas eran sólo asunto suyo.
Como a él le gustaba.
Se inclinó sobre la mesa, moviéndose con cuidado. Se había puesto guantes para recortar palabras y letras de las páginas interiores del periódico local de Golden, que no habría tocado ninguna mano humana. Tenía a su lado un papel en blanco y pegamento.
Tuvo que reírse. Era absurdo, desde luego, y completamente innecesario utilizar letra impresa. Pero sabía que el efecto sería mucho mayor que el que surtiría una nota corriente generada por ordenador e impresa por inyección de tinta.
Además, era más divertido. Pensar en su reacción. Imaginarse la cara de Luke.
Era hora de subir la apuesta.
Se preguntaba si el agente se habría dado cuenta ya. Tal vez. Quizás hubiera deducido al menos una parte. Quizás estuviera empezando a comprender el juego.
En todo caso, el reloj avanzaba más deprisa. Ya no había tiempo para viajar tranquilamente por el este y el sureste; no había tiempo para descansar entre una jugada y otra.
Era un riesgo que había corrido, restringir el final de la partida a un único lugar, a un pueblecito. Tenía sus inconvenientes. Pero también sus ventajas, y presentía que éstas superaban a aquéllos.
Ya casi había acabado.
Casi.
Sólo unos cuantos movimientos más.
Se preguntó vagamente qué haría cuando todo acabara, pero alejó rápidamente de sí aquel interrogante fugaz y se inclinó de nuevo sobre su tarea.
Sólo unos pocos movimientos más…
– Nada de eso tiene sentido -dijo Lucas por fin.
– El experto en perfiles eres tú -respondió Samantha.
– ¿Esperas que haga el perfil de una visión?
– ¿Por qué no? Si un psicólogo forense puede hacer una necropsia psicológica de un muerto, ¿por qué no puedes tú de-construir una visión?
Jaylene, que se había sentado a un extremo de la mesa de reuniones y los miraba a ambos, sentados frente a frente, intervino para decir suavemente:
– A bote pronto, yo diría que la visión trataba sobre el miedo.
– Eso parecía, sí -dijo Samantha. Bebió un sorbo de té, hizo una mueca y murmuró-: Voy a estar despierta toda la noche.
– ¿Trabajas hoy? -preguntó Lucas.
– La feria está abierta, así que trabajo.
– Estás cansada. Vete a la cama temprano, duerme un poco.
– Estoy bien. -Se miró la palma marcada, donde permanecía aún la impronta del colgante de la araña y agregó-: Un poco más magullada, pero bien.
– Es peligroso, Sam. Eres una víctima potencial.
– No, hasta el miércoles o el jueves.
Lucas frunció el ceño.
– Eras tú la que no quería que diera cosas por sentadas tratándose de ese cabrón. No podemos asumir que vaya a seguir sus propias reglas, ¿recuerdas? No hay nada que indique que no va a secuestrar a alguien hoy o mañana mismo.
– Da igual. -Ella lo miró fijamente-. Lo único que puedo hacer es trabajar. Jugar con las cartas que tengo. Si soy uno de sus peones, tarde o temprano aparecerá para hacer su siguiente jugada.
– ¿Y si eres su reina? -preguntó Jaylene.
Samantha pareció por primera vez un poco desconcertada.
– El ajedrez no es lo mío. No sé lo suficiente para…
Lucas dijo:
– La pieza más poderosa del tablero. La reina es la pieza más poderosa del tablero.
Ella levantó las cejas.
– Dudo que yo sea eso.
– Se ha tomado muchas molestias para traerte hasta aquí -le dijo Lucas-. Hace un rato, Jay ha averiguado algo acerca de ese circo que estuvo antes que vosotros en el pueblo que pensabais visitar a continuación. Por lo visto, al propietario le pagaron para que cancelaran las dos semanas de vacaciones que tenían previstas y siguieran trabajando. El dueño supuso que era una especie de incentivo de alguien del pueblo. Era una oferta que no podía rechazar. -Lucas hizo una pausa-. La primera maniobra para alterar el itinerario de vuestra feria. Ahora explícanos tú por qué decidisteis instalaros en Golden.
– Ya te lo dije. Tuve un sueño.
– Una visión. ¿Qué viste, Sam?
Ella sacudió la cabeza lentamente, en silencio.
– Maldita sea, necesitamos saberlo.
– Lo único que necesitáis saber es que ese sueño nos trajo aquí. Le sugerí a Leo que Golden sería una alternativa perfecta. Él estuvo de acuerdo. Y vinimos aquí.
Jaylene arrugó el ceño.
– Así que el secuestrador no tenía control sobre eso -le dijo a Lucas.
Con la mirada todavía fija en Samantha, él negó con la cabeza.
– Ese tipo no dejó nada al azar. Nada. Sam y la feria están aquí porque él quería que así fuera. ¿No es cierto, Sam?
– Le pagaron -anunció triunfalmente Wyatt Metcalf desde la puerta-. A Leo Tedesco le pagaron diez mil dólares por traer la feria a Golden.
Samantha miró al sheriff sin cambiar de expresión. Después volvió a fijar la mirada en Lucas.
– Lo siento, creía habéroslo dicho -dijo con calma-. También estamos aquí porque a Leo le pagaron un adelanto en metálico, o eso dijeron, para que nos instaláramos en Golden. Un fajo de billetes y una carta sellada y enviada desde aquí, desde el pueblo. Supuestamente, de un donante anónimo que quería que montáramos la feria aquí, por sus hijos. Estoy segura de que el sheriff tiene una copia de la carta, o la tendrá muy pronto.
– ¿Y nada de eso te alertó de que quizás estuviera pasando algo sospechoso? -preguntó Lucas con aspereza.
– Sí. Pero, en fin, diez de los grandes… Yo juego con las cartas que tengo, ¿recuerdas? -Volvió a mirar al sheriff, esta vez fijamente-. No es la primera vez que nos pasa algo así, aunque la cantidad era… poco frecuente. Y antes de que empiece a pensar cómo podría detener a Leo por lo del dinero, tenga en cuenta, sheriff, que él ya anotó esa cifra en el libro de ingresos del trimestre pasado, en concepto de adelanto en efectivo. Para Hacienda. Y envió una copia de la carta como comprobante. Si hubiera querido ocultarlo, sus hombres jamás habrían encontrado ni rastro del dinero.
La expresión de estupor de Wyatt evidenció que no había considerado esa posibilidad, y su irritación fue tan obvia que Samantha sintió una punzada de lástima por él.
– Lo siento -le dijo-, pero sigo intentando decirle que Leo y la feria no tienen nada que ver con el secuestrador y sus planes.
– Veo que no se incluye usted en esa afirmación -replicó Wyatt.
– Mi situación parece ser distinta. Por la razón que sea, da la impresión de que el secuestrador me quería aquí.
– Podríais haber tomado otra decisión -dijo Lucas-. Leo podría haberse embolsado el dinero o haberlo denunciado, y la feria podría haberse instalado en otra ciudad.
– Sí, bueno. También estaba ese sueño.
– ¿Por qué demonios no has mencionado el dinero hasta ahora?
– Tampoco lo habría mencionado ahora si mis hombres no lo hubieran descubierto -le recordó Wyatt.
Lucas miró fijamente a Samantha.
– ¿Y bien? -preguntó.
Ella se encogió de hombros.
– Tenía que dejar que el sheriff encontrara algo sospechoso, ¿no? -contestó.
– Bobadas -masculló Wyatt.
– Así le he tenido ocupado y me lo he quitado de encima por lo menos un par de horas -le informó ella cortésmente.
Lucas tuvo la corazonada de que era más lo primero que lo último, pero no puso en duda sus palabras.
Wyatt se sentó al otro lado de la mesa, frente a Jaylene, todavía con el ceño fruncido.
– Hemos comprobado dos tercios de vuestra lista de secuestros de los últimos dieciocho meses -le dijo a Lucas.
– ¿Y? -Lucas ya sabía la respuesta, pero preguntó de todos modos.
– Y… en cerca de la mitad de los casos, la compañía circense «Después del anochecer» estaba a menos de ochenta kilómetros del lugar del secuestro.
– En la mitad de los casos.
– Sí.
– ¿Qué hay de la otra mitad?
– Estaban más lejos, evidentemente. -Wyatt miró sus ojos fijos y azules y torció el gesto-. Mucho más lejos, en algunos casos. A unos trescientos kilómetros de media.
– Entonces, ¿va a dejar en paz de una vez a Leo y a los demás? -preguntó Samantha.
– ¿Incluyéndola a usted?
– No. Como creo haberle dicho ya, nunca espero cosas imposibles.
– Eso es lo más sensato que le he oído decir.
Lucas suspiró.
– Ya basta. Wyatt, deja de perder el tiempo con la feria. Y, Sam, si no me cuentas lo de ese sueño…
Pero ella sacudió la cabeza.
– Lo siento. Vi un cartel de Bienvenidos a Golden y comprendí que estaba destinada a estar aquí. Eso es lo único que vas a conseguir, Luke. Es lo único que importa.
– Tal vez -dijo Jaylene- sea todo lo que necesitamos. -Miró fijamente a Lucas-. Por ahora.
Él movió la cabeza de un lado a otro, pero dijo:
– Ese colgante. Wyatt, ¿no recuerdas haberlo visto cuando inspeccionaste el apartamento de Lindsay después del secuestro?
– No estaba allí.
– Puede que lo pasaras por alto.
Wyatt negó con la cabeza.
– No lo pasé por alto. No estaba allí, creedme. Yo sabía que a Lindsay le daban pánico las arañas. Me habría fijado si esa cosa hubiera estado en su mesilla de noche.
– ¿Caitlin ha vuelto al motel? -le preguntó Lucas a Samantha.
– Sí. Pensamos que sería mejor esperar tu visto bueno antes de que empezara a ordenar el apartamento de Lindsay. Porque si ese tipo estuvo allí…
– Quizás haya dejado alguna prueba. Si tenemos suerte. Wyatt, habrá que entrevistar a los vecinos del edificio y registrar el apartamento. Tú estuviste allí el jueves por la tarde, a primera hora, y no viste el colgante. Caitlin lo encontró el domingo por la mañana. Puede que durante ese tiempo los vecinos vieran a algún sospechoso.
– ¿Si tenemos suerte? -Wyatt sacudió la cabeza-. Supongo que vale la pena intentarlo.
Samantha miró el reloj de la pared y se levantó.
– Mientras tanto, yo tengo que ir a prepararme para abrir mi caseta. -Comenzó a rodear la mesa para dirigirse a la puerta.
– A estafar a la gente, como siempre, ¿eh, Zarina? -dijo Wyatt antes de que Lucas pudiera intervenir.
Probablemente cualquier otro día, en cualquier otra situación, Samantha habría dejado pasar aquel comentario sin una protesta. Pero estaba cansada, le dolía la mano, tenía la sensación desagradable y persistente de que su cabeza estaba rellena de algodón, y Wyatt Metcalf acababa de colmar su paciencia.
– ¿Se puede saber qué hostias le pasa? -preguntó, volviéndose hacia él. Pero, antes de que alguien pudiera hablar, agregó-: Pensándolo mejor, ¿por qué no lo averiguo yo misma?
Ésa fue su única advertencia antes de que alargara el brazo y agarrara al sheriff por el hombro. Con fuerza.