En cuanto se dio cuenta de que estaba sola, Lindsay intentó quitarse la cinta adhesiva que ataba sus muñecas. Para su sorpresa, la cinta comenzó a ceder casi de inmediato, y seguramente no le costó más de veinte minutos desatarse las manos.
De inmediato levantó los brazos para quitarse la bolsa de la cabeza, sólo para hallarse en medio de una total oscuridad.
Al menos, esperaba que fuera oscuridad.
Él le había ordenado que se levantara de la silla y se tumbara en el suelo, órdenes que Lindsay no había tenido más remedio que obedecer, y durante varios minutos había seguido hablándole tranquilamente. Después, se había quedado callado.
A pesar de sus esfuerzos, Lindsay no había podido oír nada más. No había sentido ni un solo ruido que indicara que su secuestrador se había marchado. Pero, poco a poco, se había convencido de que, en efecto, la había dejado sola.
Ahora, mientras yacía en el suelo duro y frío y tanteaba en la oscuridad para desatarse los tobillos, también sujetos con cinta aislante, se esforzaba por aguzar el oído por si acaso él volvía. Pero sólo oía su propia respiración, somera y entrecortada en medio del silencio. Le costó más quitarse la cinta de los tobillos, pero calculó que no había pasado más de media hora cuando por fin la cinta cedió y se halló completamente libre.
Aquella feliz ilusión duró sólo el tiempo que tardó en explorar lenta y minuciosamente el espacio que la rodeaba. Suelo fresco y suave; paredes frescas y suaves; y un techo fresco y suave que se elevaba cerca de medio metro por encima de su cabeza, al colocarse de pie.
Comprendió que la estancia no tenía en total más de tres metros cuadrados.
Atónita, recorrió a tientas el espacio que la rodeaba buscando una abertura, un pomo, una juntura; algo. Solamente encontró una cosa, una pequeña abertura que al tacto parecía la boca de una tubería, en un rincón del techo. Tiró de ella con fuerza con la esperanza de sacarla, pero parecía encastrada en cemento.
Pensó al principio que tal vez la tubería sirviera para procurar aire al espacio que la cercaba, pero no le pareció que por ella saliera aire alguno. Sintió entonces el primer estremecimiento de auténtico temor, pero lo hizo a un lado con decisión e inspeccionó de nuevo las paredes, el techo y el suelo.
Nada. Ninguna abertura, aparte de la tubería. Ni un pomo, ni un asa. Ni una rendija en la que pudiera meter algo… si hubiera tenido algo que meter en una rendija. Nada.
Tocó con los nudillos una de las paredes y se dio cuenta de algo.
– Cristal -murmuró.
Apenas había salido aquella palabra de su boca cuando se oyó de pronto un fuerte ruido y una luz cegadora se encendió directamente sobre su cabeza.
Por un momento sólo pudo parpadear mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, después de haber permanecido a oscuras tanto tiempo. Cuando por fin su vista se aclaró, lo que vio no tenía sentido.
Al menos, al principio.
Fue el sheriff quien dijo:
– Puede que algún periodista de ahí fuera la haya visto, todos lo sabemos. Si es una víctima potencial de ese malnacido, ¿no se está arriesgando viniendo aquí y haciendo que al menos parezca que se está involucrando todavía más en la investigación?
– Tal vez. -Samantha se encogió de hombros.
– Wyatt tiene razón. -Lucas la miraba fijamente-. Lo que el secuestrador ha visto hasta ahora puede explicarse sin vincularte innecesariamente a nosotros de manera oficial; eras sospechosa y te quedaste aquí hasta que las dudas sobre ti se despejaron. Pero, si se te ve con alguno de nosotros, o entrando en la comisaría ahora que ya no eres sospechosa… -Frunció el ceño-. Quizá la feria debería trasladarse de lugar.
– ¿Y renunciar a un montón de curiosos dispuestos a gastarse el dinero en nuestros juegos y atracciones? Si hiciéramos eso, el sheriff perdería toda fe en su propio juicio.
Metcalf arrugó el ceño, pero guardó silencio.
– No seas terca, Sam -dijo Lucas.
Ella volvió a encogerse de hombros.
– Quizá convenga que escuches por qué he venido esta noche -dijo-. Caitlin Graham me pilló por sorpresa al dejar un anillo sobre mi mesa. Después me dijo que era un anillo que llevaba Lindsay cuando eran pequeñas. Quería que lo tocara, que viera si podía captar algo. Yo no sabía quién era ella, así que lo cogí.
– ¿Y?
Samantha levantó la mano derecha con la palma hacia fuera. La marca del anillo, antes blanca, era ahora, al igual que la línea que cruzaba su palma, una señal rojiza pero aún visible.
– Estaba tan frío que quemaba -dijo.
– ¿Qué viste? -preguntó Lucas.
– No es lo que vi, sino lo que sentí. -Miró a Metcalf y volvió a posar la mirada en Lucas-. Los lugares que estáis registrando. ¿Alguno tiene agua cerca?
– Hay arroyos y riachuelos -contestó Lucas sin necesidad de consultar el mapa-. Y una laguna, creo.
– La laguna Simpson -confirmó el sheriff.
Samantha asintió con la cabeza.
– Quizá convenga que pongáis esos sitios en el primer lugar de la lista.
– ¿Por qué? -preguntó Metcalf-. ¿Porque usted sintió agua cuando tocó un anillo?
Ella lo miró fijamente, pero no contestó.
– Sam -dijo Lucas con calma.
– No va a gustarle oír esto -dijo ella. Seguía con la mirada fija en el sheriff, pero era evidente que sus palabras iban dirigidas a Lucas.
– Si nos ayuda a encontrar a Lindsay, tendrá que oírlo.
– Está bien. -Pero Samantha fijó de nuevo sus ojos en Lucas al decir-: Lo que sentí fue que Lindsay se estaba asfixiando. Se estaba ahogando.
– Lindsay nada como un pez -contestó Metcalf con voz crispada.
– Se estaba ahogando. No ha pasado aún, pero se le está agotando el tiempo. Casi puedo oír el tictac del reloj.
– ¿De veras espera que llevemos esta investigación basándonos en una visión que ha tenido porque le apretaba el turbante o porque había inhalado demasiado incienso?
Samantha se puso en pie.
– Lleve su investigación como quiera, sheriff. Sólo le estoy diciendo lo que vi. -Parecía inexpresiva y su voz sonaba tranquila. Todavía mirando a Lucas, añadió-: Si estoy en lo cierto, sea cual sea la razón por la que está metida en el agua, está aterrorizada.
Él asintió a medias con la cabeza.
– Gracias.
– Buena suerte. -Samantha salió de la sala de reuniones.
Metcalf dijo:
– Lo que no entiendo es si sois enemigos… o no. Las cosas parecen oscilar cada vez que os encontráis.
– Ya te avisaré cuando lo tenga claro. -Lucas apuró su taza y se levantó-. Mientras tanto, quiero echar otro vistazo al mapa antes de volver a salir.
– ¿La laguna Simpson? -El sheriff sacudió la cabeza-. No es más que un ensanchamiento de un arroyo represado por los castores. Y la presunta finca de tu lista es una vieja cabaña de troncos tan apartada que ni los cazadores la usan ya.
– Si yo fuera un secuestrador y estuviera reteniendo a una víctima a la que quisiera mantener inmovilizada y en silencio durante catorce horas más, elegiría un lugar muy apartado.
– No puedo creer que vayáis a hacerle caso a esa chiflada.
– Son las doce y media -dijo Lucas con firmeza-. El rescate debe entregarse mañana por la tarde, a las cinco. Dieciséis horas y media, Wyatt. Te aseguro que Sam es de fiar, y las indicaciones que nos ha dado tienen sentido, teniendo en cuenta el modo de actuar de nuestro secuestrador. Así que, a menos que se te ocurra algo mejor, pienso seguir inspeccionando esas fincas aisladas… empezando por las que tengan cerca algún curso de agua.
Metcalf movió la cabeza de un lado a otro. La obstinación que hacía proyectarse su mandíbula hacia fuera parecía mitigada únicamente por la angustia y el temor enfermizo de sus ojos.
– Maldita sea, no se me ocurre nada mejor.
– A mí tampoco. Y no hace falta que Sam nos diga que a Lindsay se le está acabando el tiempo.
– Lo sé. Lo sé. -Metcalf se levantó con esfuerzo; cada línea de su cuerpo evidenciaba su cansancio-. Entonces, ¿de veras eres un vidente?
– Sí, de veras.
Con la vaga convicción de que la palabra «vidente» abarcaba un amplio espectro de posibilidades, el sheriff añadió:
– ¿Qué clase de vidente eres? ¿Qué haces? ¿Mirar bolas de cristal, como Zarina? ¿Ver el futuro?
– Encuentro a gente perdida. Percibo su miedo.
Metcalf parpadeó.
– ¿Samantha te estaba advirtiendo? ¿Por eso ha dicho…?
– Sí. Por eso.
– Mierda -masculló el sheriff.
Al principio, Lindsay pensó que era extraño que el secuestrador le hubiera dejado el reloj en la muñeca, intacto. Pero luego, a medida que los minutos pasaban y se convertían en horas, comenzó a comprender su propósito.
Quería aterrorizarla.
Era parte de su juego.
Aquello se le hizo evidente a eso de las nueve, el viernes por la mañana, después del fracaso de su enésimo intento de abrir un agujero a puntapiés en las paredes transparentes que la rodeaban para salir a la oscuridad indistinta que se extendía más allá. Las diversas bandas de acero que envolvían y reforzaban las gruesas láminas de cristal, aparentemente irrompibles, eran lo bastante fuertes como para resistir sus más arduos intentos de atravesarlas.
Y lo que era peor aún, tenía la fuerte sospecha de que se estaba quedando sin aire. Fue entonces cuando miró su reloj.
Las nueve en punto.
Las nueve en punto de la mañana del viernes.
El secuestrador siempre exigía que el rescate se entregara a las cinco de la tarde del viernes. Y los federales estaban convencidos (o casi) de que nunca mataba a sus víctimas hasta que el dinero se entregaba sin contratiempos. De modo que probablemente disponía de ocho horas.
Ocho horas para encontrar un modo de salir de aquella pecera sellada.
Ocho horas de vida.
Eso, suponiendo que el secuestrador no hubiera calculado mal cuánto aire necesitaba para sobrevivir durante ese tiempo.
– Mierda -masculló-. Mierda, mierda, mierda. -Maldecir solía hacer que se sintiera mejor. Pero esta vez no le sirvió de nada.
Se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo, observó detenidamente el tanque y procuró conservar la calma y el sentido común para pensar con claridad, para intentar encontrar una falla en el cristal. Se había arrojado con todo su peso contra diversos puntos y rincones del tanque, sólo para acabar magullada, jadeante, exhausta y con la sensación de ser un pájaro que se estrellara una y otra vez contra los barrotes de su jaula.
«Piensa, Lindsay.»
El rostro de Wyatt anegó su mente, y lo apartó con fiereza. No podía pensar en él en ese momento. No podía pensar en sus errores, ni en sus remordimientos, ni en otra cosa que no fuera descubrir un modo de salir con vida de allí.
Después habría tiempo para todo lo demás.
Tenía que haberlo.
Intentó concentrarse, estudiar su prisión. Entonces oyó un sonido leve y extraño.
Un goteo.
Se puso en pie y se acercó al rincón en el que la tubería sobresalía del grueso cristal. La tubería que había permanecido, hasta ese instante, perfectamente seca. Ahora goteaba agua. No mucha, ni muy aprisa; sólo un goteo constante.
Recorrió con la mirada la jaula.
El tanque.
Las paredes de cristal. El techo de cristal. El suelo, de algún tipo de metal. Todo sellado con esmero. A prueba de agua.
Comprendió que no iba a quedarse sin aire.
Mientras miraba, el goteo fue convirtiéndose en un chorro delgado.
– Dios mío -musitó.
Casi todos se tomaron un breve descanso a eso del mediodía, pero nadie quería perder ni un minuto. Habían conseguido inspeccionar menos de dos tercios de las fincas de la lista y ninguno de los miembros de los equipos de rastreo se hacía ilusiones: no podrían llegar a tiempo a todas las que quedaban.
Estaban exhaustos, con los nervios de punta por las circunstancias y por tanta cafeína. El terreno, por otra parte, no ayudaba: la búsqueda exigía un gran esfuerzo físico, era incluso agotadora, y el cansancio empezaba a apoderarse de todos ellos.
A las tres, Wyatt Metcalf dejó a los equipos de rastreo para ir al banco a sacar el dinero del rescate. Tenía orden de entregarlo solo. Ésas eran siempre las instrucciones.
Lucas le aconsejó que llevara un sensor o escondiera un dispositivo de seguimiento en la bolsita que contenía el dinero, pero se vio forzado a admitir que, siempre que habían podido intervenir en la investigación a tiempo de tomar tales medidas, el secuestrador había encontrado un modo de desactivar o cortocircuitar electrónicamente el dispositivo, o bien no había recogido el rescate.
Y su víctima había aparecido muerta.
Metcalf no estaba dispuesto a asumir ningún riesgo tratándose de la vida de Lindsay. Pensaba seguir las instrucciones al pie de la letra. Se negó a llevar dispositivos de búsqueda, a que lo acompañaran o a que lo vigilaran en modo alguno las fuerzas de seguridad.
– Es duro ser policía y novio al mismo tiempo -murmuró Jaylene cuando el sheriff les informó a través de la entrecortada emisión de radio de que iba a recoger el dinero y de que lo entregaría sin ningún sensor ni dispositivo de seguimiento.
– No está pensando como un policía -dijo Lucas con un dejo de cansancio.
– ¿Tú podrías?
Sin contestar a aquello, su compañero se inclinó de nuevo sobre el mapa desplegado sobre el capó del todoterreno y torció el gesto.
– Seis fincas más en nuestra lista. Y dos de ellas en las cercanías o junto a un curso de agua.
Champion, que se había acercado para examinar el mapa, meneó la cabeza.
– Si seguimos dando prioridad a los sitios con agua…
– Así es -le dijo Lucas.
– Entonces no hay modo de inspeccionar esos dos lugares antes de las cinco. Es imposible. No sólo están a unos cuantos kilómetros de distancia, sino que para llegar a éste… -clavó un dedo en el mapa-… no hay ninguna carretera. Tardaremos por lo menos una hora y media desde aquí, y eso suponiendo que las lluvias del verano no hayan barrido las colinas y los barrancos como suele ocurrir. Calculo que estaríamos allí sobre las cuatro y media, con mucha suerte. A las cinco, si la zona está en tan mal estado como me temo. Y eso sin contar el tiempo que tardaremos en inspeccionar los edificios que queden de ese viejo pozo minero.
– ¿Y el otro sitio? -preguntó Jaylene.
Champion se mordisqueó el labio inferior mientras miraba pensativamente el mapa.
– El otro sitio es la cabaña de cazadores de la laguna Simpson. Está muy apartada, pero hay un camino medio decente que llega hasta la mitad del trayecto, por donde antes iban las vías del tren. Desde aquí… menos de una hora, probablemente. Pero está en dirección contraria, así que, aunque tuviéramos toda la suerte del mundo, no podríamos inspeccionar los dos sitios. No antes de las cinco. Ni siquiera antes de las seis, si queréis mi opinión.
– Entonces, sólo podemos registrar uno. -Jaylene estaba observando a su compañero-. Uno de dos sitios sólo ligeramente más probables que los otros cuatro de la lista. ¿Lanzamos una moneda al aire? ¿O tienes algo que nos oriente un poco?
Lucas la miró un momento, muy serio. Después respiró hondo, agachó la cabeza y cerró los ojos.
Champion observó indeciso al agente federal, levantó la mano para tocarse el sombrero como si sintiera instintivamente que debía quitárselo y le susurró a Jaylene:
– ¿Está rezando?
– No exactamente. -Ella había bajado la voz, pero no susurraba-. Se está… concentrando.
– Ah, de acuerdo. -Champion juntó las manos a la espalda en posición de descanso y guardó un respetuoso silencio.
Lucas se desentendió de aquel silencio y de la mirada curiosa y fija que lo acompañaba. Se desentendió de la presencia familiar de su compañera. Dejó de oír los ruidos del bosque que los rodeaba por completo. Y se concentró en un pequeño y brillante punto de luz situado en su propia mente.
Aquella técnica no siempre funcionaba, pero era el ejercicio de meditación más eficaz que había logrado desarrollar en sus años en la Unidad de Crímenes Especiales. En cierto modo, intentaba estrechar sus propias facultades psíquicas, o al menos dirigirlas hacia el menor objetivo posible. Concentrarse en una cosa, sólo en una, y enfocar en ella todas sus energías.
Fijarse en aquel punto de luz pequeño y brillante, despejar su mente de todo los demás e imaginarse luego la cara de la persona desaparecida. Imaginarse a Lindsay.
Era aquélla una situación extraña, porque había pasado algún tiempo con Lindsay antes de su secuestro. Así que conocía de ella algo más que su apariencia física. Conocía el timbre de su voz, sabía cómo se movía, cómo pensaba. Sabía cómo tomaba el café y qué condimentos le gustaban para la pizza, y conocía al hombre al que quería.
Concentró todo aquello en la luz blanca y brillante, sin ver nada más que la luz y a Lindsay.
Lindsay…
El agua le llegaba ya a los tobillos cuando se vio forzada a reconocer que meter un calcetín en el conducto ni siquiera hacía menguar el flujo. La tubería tenía mucha presión: cada vez que lo metía en ella, el calcetín salía disparado, acompañado por un borbotón de agua.
El agua le llegaba a las rodillas cuando hizo un último intento de romper el cristal a patadas, consciente de que, a medida que el tanque fuera llenándose de líquido, menos capaz sería ella de servirse de todo su peso para abalanzarse contra el cristal.
Lo único que consiguió fue resbalar y caer, empapándose la ropa.
Intentó mantenerse furiosa y al principio no le costó hacerlo. Gritaba y maldecía a pleno pulmón, y cubría de insultos al animal que le había hecho aquello. Chilló hasta que se hizo daño en la garganta, sólo por si acaso aquel sujeto había hecho lo más normal, tratándose de un criminal, y la había cagado de alguna forma, había elegido un lugar equivocado o atraído la curiosidad de alguna persona hasta el punto de inducirla a inspeccionar aquel sitio.
Fuera lo que fuese y estuviera donde estuviese aquel lugar.
Al principio, no le fue difícil intentar con denuedo, una y otra vez, alterar o postergar su destino manteniéndose concentrada en hacer algo.
No era una doncella indefensa a la que alguien tuviera que rescatar del dragón. Había derrotado a unos cuantos dragones a lo largo de su vida y pensaba vivir lo suficiente para derrotar a unos cuantos más.
Tenía cosas que hacer, y no sólo enfrentarse a dragones. Quería ver el Gran Cañón, Hawai y la Gran Pirámide. Quería aprender a esquiar. Quería ser madre. No se había dado cuenta de ello hasta ahora, pero de pronto estaba absolutamente segura de que quería tener hijos. Tal vez con Wyatt, si podía meter un poco de sentido común en aquella cabezota. O tal vez con un príncipe al que no había conocido aún.
Un príncipe. «Sí, ya.»
Aun así, no dudaba de que estuvieran buscándola. Un montón de excelentes agentes de policía y un par de eficaces agentes del FBI. Estaban buscándola, y Luke y Jaylene formaban parte de aquella unidad de élite supuestamente tan buena en aquel tipo de asuntos, de modo que al menos las probabilidades de que la encontraran estaban igualadas.
Quizás incluso estaban a su favor.
Y quizá mejoraran aún más si contaban con la ayuda de algún vidente. Al menos, la tendrían si Samantha era una vidente auténtica, tan auténtica como parecía creer Luke. Era extraño, sin embargo, que Samantha hubiera acertado acerca de que habría otro secuestro y se hubiera equivocado respecto a la víctima.
Eso suponiendo que les hubiera dicho la verdad, desde luego.
Pasó diez minutos largos pensando en aquello y finalmente llegó a la conclusión de que Sam no tenía motivo alguno para odiarla hasta el punto de mentir sobre si la había visto a ella en aquella visión. Así que debía de haberse equivocado por algún motivo. Pero Luke y Jaylene eran especialistas en aquella clase de cosas. Sabían lo que hacían.
«Claro. Y llevan un año y medio siguiendo a ese tipo sin atraparlo.»
– No sabían que estaba jugando una partida. -Se oyó mascullar, a la defensiva, y la reconfortó oír su propia voz por encima del rumor precipitado del agua que iba inundando el tanque.
«Pero, si son tan buenos en esto, ¿no deberían haberlo sabido?»
– Sitios distintos, siempre en movimiento… No podían seguirle el paso. Pero ahora pueden. Ahora está aquí. Y ellos también.
«Y habían hecho grandes progresos antes de que te secuestrara a ti, ¿no es eso?»
Aquella idea sardónica le hizo fruncir el ceño, pero también la alivió. Porque la mantuvo enfadada.
¿Qué habían estado haciendo todo ese tiempo, todas esas horas? ¿Cruzarse de brazos? ¿Eran incapaces de encontrar el rastro de un individuo que se construye una puta pecera lo bastante grande como para contener a una persona? ¿Cómo había conseguido aquel tipo los materiales que necesitaba sin que nadie se diera cuenta?
¿Cómo era posible? Por el amor de dios, no era frecuente que alguien necesitara grandes planchas de cristal irrompible y bandas de acero templado para construirse un pequeño acuario en el jardín de atrás.
Golden era un pueblo pequeño, la gente hablaba, hablaba de todo, especialmente de los asuntos de sus vecinos, y los forasteros siempre llamaban la atención, así que ¿cómo había conseguido aquel hijo de puta montar ese tinglado?
¿Y dónde estaba Wyatt, maldita sea? Se suponía que debía estar allí. Se suponía que debía encontrarla, porque era un buen policía y a eso se dedicaban los buenos policías.
«Wyatt, maldito seas, ¿por qué no me has encontrado? Deberías ser capaz de encontrarme…»
La ira le duró hasta que el agua le alcanzó la cintura. Miró su reloj. Una parte de su mente, clara y serena, hizo un cálculo y dedujo que el tanque estaría lleno antes de las cinco. Por lo menos media hora antes.
Estaría muerta antes de que se pagara el rescate.
Muerta antes de que alguien pudiera encontrarla.
El muy cabrón estaba haciendo trampas.
Nunca había tenido intención de permitir que Luke ganara aquel asalto.
Champion se llevó un susto de muerte cuando Lucas inhaló de pronto una dolorosa bocanada de aire.
– ¿Qué…? ¿Está bien?
– Ésa no es la pregunta -dijo Jaylene con los ojos fijos en su compañero-. ¿Está Lindsay bien?
– No -murmuró Lucas. Tenía aún los ojos cerrados y la cabeza inclinada. El color había abandonado por completo su cara y la tensión de su cuerpo fibroso resultaba evidente.
– ¿Qué está pasando, Luke? ¿Qué le está pasando a Lindsay?
– Tiene miedo. Está asustada. Está… aterrorizada. No quiere morir.
– ¿Dónde está?
– El agua… cada vez es más profunda…
– Enséñamelo. -La voz de Jaylene era serena y baja, pero exigente-. ¿Por dónde, Luke? ¿Dónde está Lindsay?
Él se quedó inmóvil un momento; después volvió a sobresaltar a Champion al volverse bruscamente hacia el oeste.
– Por aquí. Está… por aquí.
Antes de que Jaylene pudiera mirar el mapa o preguntar, Champion dijo:
– El pozo minero. Está al oeste de aquí. Por donde está señalando. ¿Deberíamos…?
– Sí. Ahora mismo.
Para cuando Champion acabó de recoger el mapa, Jaylene había conducido a Lucas al asiento del copiloto y se había montado atrás. El ayudante del sheriff se sentó tras el volante, como anteriormente, y pensó que todo aquello le asustaba un poco.
– No le queda mucho tiempo -murmuró Lucas-. Está asustada. Está muy asustada.
Champion miró al agente federal y masculló una maldición, acongojado. Lucas tenía la vista clavada hacia delante, la cara sudorosa y todavía pálida como la de un fantasma, y los ojos extrañamente… fijos. Como si estuviera mirando algo muy, muy lejano.
Sin perder un instante, Champion puso rumbo al oeste, hacia la vieja mina de oro.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó.
– Ella tiene miedo y él lo siente -contestó Jaylene-. ¿Luke? ¿Hasta qué punto estás seguro?
– Está por aquí. En esta dirección. Hace frío. Hace frío y hay humedad… y está sola.
– Glen, ¿alguno de los otros equipos está más cerca de la mina que nosotros?
– No creo. Y aquí arriba la comunicación por radio es muy mala. Pero podemos intentarlo.
– Yo me ocupo de la radio. Tú concéntrate en conducir. -Jaylene se encaramó a medias entre los asientos delanteros, cogió la radio e intentó contactar con los otros equipos.
– Aprisa -dijo Lucas.
– ¿Tan seguro estás? Tienes que estar seguro, Luke. Si puedo ponerme en contacto con alguien y alejo a uno o dos equipos de las zonas previstas…
– Está allí. Está sola. Ese cabrón la ha dejado sola. -Su voz era extraña, adelgazada. Atormentada.
Champion sintió de pronto un regusto amargo en la boca. Por vez primera sentía un temor auténtico.
Jaylene siguió intentando comunicar con los otros equipos, pero para cuando Champion calculó que estaban casi a medio camino de la mina, había perdido la esperanza de conseguirlo. Era imposible contactar por radio y allí, sin cobertura alguna, sus teléfonos móviles eran más que inútiles.
– Estamos solos -le dijo a Champion-. Si Lindsay está allí, somos la única esperanza que tiene.
– ¿Seguro que está allá arriba?
– Luke está seguro. Y, cuando se pone así, nunca se equivoca.
– Échate hacia atrás y abróchate el cinturón -ordenó Champion, y redujo la marcha del todoterreno para trepar por la pendiente casi vertical que se alzaba ante ellos.
Jaylene obedeció a medias, se echó un poco hacia atrás y se agarró a los asientos delanteros mientras el vehículo daba tumbos entre socavones lo bastante grandes como para inmovilizar a otros coches o camionetas.
– Aprisa -repitió Lucas. Tosió, pareció intentar tomar aire.
– Maldita sea -dijo Jaylene amargamente.
– Dios mío, ¿está allí con Lindsay? -preguntó Champion mientras forzaba el coche al máximo.
– Lucas siente lo que ella siente -repitió Jaylene-. Apresúrate.
Lucas volvió a proferir un gemido. Respiraba entrecortadamente.
Champion se alegraba de que el todoterreno hiciera tanto ruido, de que el motor se ahogara y de que los neumáticos se pegaran al terreno como los pies de un gato, porque lo que estaba sucediendo en el asiento del copiloto le ponía literalmente los pelos de punta.
Era como si Lindsay estuviera allí. Sentada allí, en el asiento de cuero. Ahogándose. Cada leve jadeo sonaba como si alguien estuviera asfixiándose, y Champion sabía que ese alguien era Lindsay. Sentía que era ella con tanta fuerza que temía volver la cabeza y mirar, porque estaba absolutamente seguro de que la vería allí, a su lado.
Ahogándose.
Lo que no sabía era hasta qué punto estaba conectado con ella Luke, hiciera como hiciese aquello. El caso era que lo estaba haciendo, que estaba de algún modo unido a Lindsay, ¿y qué pasaría si ella se ahogaba?
Champion no preguntó.
Jaylene se echó hacia delante y pese a las sacudidas del coche se mantuvo en equilibrio mientras miraba fijamente a su compañero.
– ¿Luke?
El tosió, masculló:
– Está oscuro…
– Mierda. ¿Cuánto queda, Glen?
– Quince minutos, por lo menos -contestó él mientras luchaba con el volante y con la tendencia del todoterreno a dar tumbos.
– Luke…
– No. No, maldita sea…
Champion le lanzó una mirada rápida y al instante se dio cuenta de que el hilo que lo unía a Lindsay se había roto. Lucas parecía aturdido y movía la cabeza como si quisiera despejarse.
– ¿Luke?
– Ese cabrón la ha dejado sola -dijo él con voz pastosa-. La ha dejado sola. Todas estas horas.
Jaylene no dijo una palabra más. Lucas tampoco. Se quedó allí sentado, junto a Champion, en el coche que se zarandeaba y se ahogaba, y su cara pálida y su mirada atormentada parecían decir a todo el que se molestara en mirar lo que encontrarían cuando llegaran a la vieja mina de oro.
Aun así, cuando irrumpieron en el edificio de bloques de cemento que antaño había servido de almacén a la mina, Champion no estaba preparado para lo que encontraron.
Hasta el día de su muerte recordaría la imagen de Lindsay Graham suspendida en un tanque lleno de agua y deslumbradoramente iluminado desde abajo, con los ojos abiertos e inermes y una mirada que parecía acusarles a todos.