Caitlin había pensado en abandonar la pequeña habitación del motel varias veces esa mañana, especialmente cuando uno de los canales locales que estaba viendo dio la noticia de la desaparición y probable secuestro del sheriff Metcalf. Se había limitado, sin embargo, a ir en coche a una cafetería cercana para tomarse un café y un gran bollo de canela mientras limpiaban su cuarto.
Los dos ayudantes del sheriff que seguían vigilándola (o posiblemente fueran otros dos distintos, los del turno de día) se mantuvieron al alcance de su vista sin entrar en la cafetería, y Caitlin tuvo que preguntarse hasta qué punto estarían molestos por tener que hacerle de guardaespaldas cuando sin duda estaban ansiosos por participar en la búsqueda del sheriff.
Llegó a compadecerse de ellos, al menos por tener que quedarse allí sentados sin hacer nada. Lo cual no era divertido.
Regresó a su habitación, que ahora olía fuertemente a desinfectante, y se resignó a pasar un día aburrido. Series estúpidas en la televisión, o películas tan viejas que sólo podían emitirse por la mañana, en horario de mínima audiencia, o noticias, o el pronóstico del tiempo… Aquéllas parecían ser sus únicas posibilidades de entretenimiento.
– Tengo que ir a una librería -dijo en voz alta-. Sabe dios cuánto tardará la policía en volver a dejarme entrar en el apartamento para hacer lo que tengo que hacer. Si voy a tener que quedarme aquí mucho tiempo…
De pronto se apagó la televisión.
Caitlin se quedó paralizada durante lo que le parecieron minutos. Después dijo, indecisa:
– ¿Lindsay?
Curiosamente, la sorpresa que sentía en ese momento se debía menos a la posibilidad de que su hermana muerta estuviera intentando comunicarse con ella que al momento del día. Por alguna razón, se le había metido en la cabeza que los espíritus se manifestaban en las horas de la madrugada o, al menos, después del anochecer, no en plena mañana.
Cosa que, pensó, quizá no fuera del todo tan descabellado, puesto que los minutos iban pasando sin que sucediera nada más.
– ¿Lindsay? -repitió. Empezaba a sentirse estúpida. Y a preguntarse cuánto tiempo tardarían en repararle su única fuente de entretenimiento.
De repente se apagó la luz. Y, dado que había corrido las pesadas cortinas del único ventanal de la habitación, la oscuridad se hizo completa.
– ¿Qué diablos…? -masculló. Se levantó de la silla, vaciló y dio un paso hacia la lámpara apagada de la mesilla de noche.
Algo le tocó el hombro.
Se volvió bruscamente, aguzó la vista… y no vio nada.
– ¿Lindsay? ¡Maldita sea, Lindsay, te estoy prestando atención, no hace falta que me des un susto de muerte!
Se quedó allí, a oscuras, entre enfadada y asustada, y se preguntó de pronto si no habría imaginado aquel contacto. Seguramente había sido eso. Seguramente.
Porque no había nada después de la muerte, nada, y el desear que lo hubiera era inútil. Lindsay no podía estar intentando comunicarse con ella porque estaba muerta, muerta y enterrada, y lo demás sólo era fruto de su mala conciencia y de su imaginación dolorida…
Oyó un leve arañar que hizo que el vello de la nuca se le erizara.
Pasaron largos segundos. Sólo aquel suave arañar turbaba el silencio.
Luego, bruscamente, las luces volvieron a encenderse. Con un chasquido, el televisor se puso en marcha. El sonido cotidiano de las voces humanas llenó la habitación.
Caitlin se quedó paralizada, parpadeó un momento, deslumbrada por la luz repentina, y fijó luego la mirada en la mesilla de noche. Incluso sin acercarse, vio que había algo escrito en la libreta que había sobre ella.
Antes de que se fuera la luz, la libreta estaba en blanco.
Respiró hondo, se acercó a la mesilla de noche y cogió la libreta con manos temblorosas.
Ayúdales, Cait.
Ayúdales a encontrar a Wyatt.
Sabes más de lo que crees.
– Señorita Burke, ¿es cierto que ayudó usted a la policía a localizar el cuerpo de la inspectora Lindsay Graham?
– No, no es cierto -contestó Samantha con calma a la periodista-. La inspectora Graham fue localizada gracias a un trabajo policial muy serio.
– Pero no a tiempo de salvarle la vida -masculló alguien.
– El asesino pretendía que muriera. A eso se dedican los asesinos. Obviamente, es un error considerar a esa… persona… como otra cosa que un asesino a sangre fría. -De nuevo su voz sonó serena y firme. Estaba de pie sobre el escalón de arriba de la entrada principal del departamento del sheriff y miraba desde allí a la pequeña manada de periodistas, ansiosos por oír lo que tuviera que decirles.
«No ha venido la televisión, menos mal.» Se preguntó cuánto tiempo le duraría la suerte en ese aspecto, de cuánto tiempo disponía antes de que su imagen apareciera en las noticias de las seis. De momento, había podido evitarlo porque las cadenas de televisión locales tenían su sede a casi doscientos kilómetros de allí, en Asheville, y durante las semanas anteriores habían dispuesto de unos cuantos crímenes llamativos en los que concentrar su atención. Habían mandado un reportero para cubrir los asesinatos y mantenerse al día de los avances de la investigación, pero de momento no se habían aventurado a lanzar especulaciones acerca de la feria o la vidente de paso por Golden.
Ya era suficiente con que la prensa local se hubiera ocupado ampliamente del caso, sin ahorrarse especulaciones. Pero para eso estaba preparada. Si las cadenas de televisión regionales empezaban a prestar atención a la historia, sólo sería cuestión de tiempo que la noticia cobrara alcance nacional… y se difundiera a los cuatro vientos.
Confiaba en que aquello no llegara a ocurrir, aun sabiendo que, con cada secuestro y cada asesinato, se acercaban a un foco de luz mucho más extenso y molesto.
– ¿Está ayudando ahora a la policía, señorita Burke? -preguntó la misma periodista. Sostenía su pequeña grabadora en alto y mantenía sus ojos verdes y ávidos fijos en Samantha.
Consciente de que tras ella se había abierto la puerta, Samantha dijo con premeditación:
– Ésa parece ser una cuestión susceptible de discusión en este momento.
– ¿Cómo podría ayudarles? -preguntó otro periodista agresivamente-. ¿Mirando su bola de cristal?
Samantha abrió la boca para contestar, pero Luke la agarró del brazo, la hizo volverse hacia la puerta y dijo dirigiéndose a los reporteros:
– La señorita Burke no tiene nada más que añadir. Les mantendremos informados de los avances de la investigación cuando el departamento del sheriff tenga algún dato que compartir con ustedes.
Los periodistas les lanzaron a gritos una andanada de preguntas, pero Lucas se limitó a entrar en el edificio tirando de Samanta y a doblar la esquina para quitarse de su vista antes de preguntar con aspereza:
– ¿Qué diablos estabas haciendo?
Estaba enfadado. Y se le notaba.
Samantha le miró un momento; después levantó la mano derecha para enseñarle la palma. Las marcas de quemadura que le habían dejado el volante, el anillo y el medallón de la araña seguían allí, más claras aún que antes.
– Es una lástima que me hayas interrumpido -dijo con suavidad-. Estaba a punto de enseñarles esto.
– ¿Por qué? -preguntó Lucas.
Ella se encogió de hombros.
– Bueno, el asesino ya me está vigilando. He pensado que es hora de que se haga una idea de lo que soy capaz.
– ¿Te has vuelto loca? Dios mío, Sam, ¿por qué no te pintas una diana en la espalda?
– ¿Y por qué no confundir un poco a ese hijo de puta, si podemos? ¿Por qué no hacer que se pregunte si tal vez, sólo tal vez, no controla tanto el juego como piensa? De momento todo ha salido exactamente como planeaba, así que tal vez sea hora de que hagamos algo por cambiar la situación. No sé si en el ajedrez hay algo parecido a un comodín, pero eso soy yo. Y creo que es hora de que le hagamos saber que hemos tirado las normas por la ventana.
Lucas estaba a punto de contestar algo, no estaba seguro de qué, cuando se dio cuenta, bruscamente y demasiado tarde, de dónde estaban. En la entrada de la oficina.
Apartó la mirada de Samantha y descubrió que todos los policías de la sala los miraban con abierto interés. Y aunque estaba enfadado y le avergonzaba un poco haber perdido los estribos, notó también que algunas caras que antes habían mostrado una abierta hostilidad hacia Samantha parecían ahora tan pensativas, al menos, como poco amistosas.
– ¿Cuándo salen los equipos de búsqueda? -preguntó al jefe de ayudantes, cuya mesa era la más cercana a la puerta.
Vanee Keeter miró el portafolios que tenía en la mano como si éste pudiera responderle y dijo rápidamente:
– Dentro de diez minutos todo el mundo debería estar listo para salir.
– Bien -dijo Lucas con aspereza, y echó a andar por el pasillo en dirección a la sala de reuniones, tirando de Samantha.
Ella se dejó llevar, algo divertida y no poco interesada en aquella faceta, mucho menos contenida, del carácter de Lucas. Él, sin embargo, no tenía por qué saberlo. Así que, en cuanto entraron en la sala de reuniones, Samantha apartó el brazo bruscamente.
– ¿Te importa?
Jaylene, que estaba inclinada sobre un mapa extendido sobre la mesa, los miró con leve sorpresa y se sentó luego en la silla que tenía detrás de ella.
– Hola, Sam. Creía que te habías ido.
Era buena actriz, pensó Samantha con admiración mientras decía:
– Me han obligado a volver… y me han regañado como si fuera una niña delante de todo el departamento del sheriff. Cosa que no me ha hecho ninguna gracia, por cierto.
– Tienes suerte de que no te haya detenido en el acto -replicó Lucas-. Podría acusarte de obstrucción, Sam. Será mejor que lo recuerdes.
– Quizá consiguieras mantener la acusación hasta el momento del juicio, pero te resultaría muy difícil probarla -le espetó Samantha-. No soy una empleada del departamento del sheriff, ni del gobierno federal, lo que significa que soy libre de decirle a la prensa lo que quiera. Y no he hecho nada, absolutamente nada, que una persona en su sano juicio pueda considerar obstrucción a la justicia.
– No tenías derecho a hablarle a la prensa sobre la investigación.
– No les he dicho nada que no supieran ya.
– Eso no es lo que importa, Sam.
– Te equivocas, es precisamente lo que importa. Lo único que he hecho ha sido pararme por fin un minuto y responder a un par de preguntas sobre mí misma. Sobre mí, personalmente. Lo cual es asunto mío y de nadie más. Y probablemente beneficiará a mi negocio, ahora que lo pienso.
Lucas se negó a desviarse de la cuestión.
– ¿Sobre ti? ¿Qué demonios les has dicho?
– Les he dicho que a veces tengo visiones cuando toco cosas y que el asesino dejó un objeto en el apartamento de Lindsay que yo toqué. Y que me convenció de que el asesino es un canalla desalmado que se alimenta del miedo.
– Dios mío. -Lucas estaba muy serio.
– Como te decía, quiero que sepa de lo que soy capaz.
– ¿Qué te hace pensar que no lo sabe ya?
Samantha se limitó a decir:
– Si es así, no he hecho nada malo, ¿no?
– ¿Nada malo? Dios, me estás volviendo loco.
– Bien. -Samantha dio un paso hacia él y, con la misma vehemencia, preguntó-: ¿Dónde está Wyatt?
– ¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa? -Lucas respondió con la misma agresividad, dividido entre la ira por la irresponsabilidad de Samantha al hablar con la prensa y la sorpresa porque hubiera hecho algo tan temerario. Apenas sabía lo que decía.
– Tú sabes dónde está -replicó ella-. Piénsalo. Siéntelo. ¿Dónde está? ¿Dónde está Wyatt?
– Maldita sea, ¿cómo voy a…?
«Quedan seis horas. Seis putas horas…»
Lucas se quedó muy quieto y, llevado por su instinto, intentó escuchar aquel susurro en su cabeza.
«… no hay modo de soltarse… maldita guillotina…»
– Es la guillotina -murmuró-. Wyatt está atado a una guillotina.
– ¿Dónde? -preguntó Samantha en tono todavía ferozmente insistente.
– No lo sabe.
– ¿Qué siente? ¿Qué hay a su alrededor?
– Espacio. Oscuridad. Un sótano, quizá.
– Una parte de él tuvo que sentirlo cuando el secuestrador lo trasladó, aunque estuviera inconsciente. ¿Qué sintió? ¿Dónde está?
– No lo sabe.
– Escucha. Siente. Recuerda lo que él no puede recordar.
– Agua. Agua corriente. Un arroyo.
– ¿Qué más? ¿Era de noche cuando lo llevaron allí?
– Sí.
– ¿Estaba a punto de amanecer? ¿Oyó pájaros?
– Pájaros. Un gallo.
– ¿Carreteras de tierra o asfaltadas?
– Asfaltadas, sólo unos minutos. Luego, de tierra. Un camino de tierra muy malo. Pasó mucho tiempo hasta que pararon.
Jaylene, que lo observaba fascinada mientras tomaba rápidas notas, casi contuvo el aliento. Después de cuatro años trabajando con él, creía ser tan buena como el que más a la hora de encauzar y focalizar las facultades de Lucas, pero tuvo que reconocer para sus adentros que el método de Samantha era magistral. Al menos, en esa ocasión.
La cuestión era, ¿qué le costaría a Luke?
– ¿En qué dirección se movía? -preguntó Samantha.
– No lo…
– Sí lo sabe. En alguna parte de su ser, lo sabe. Tiene una brújula interna, todos la tenemos. Encuéntrala. ¿En qué dirección?
Pasado un momento, Lucas contestó:
– Noroeste. Siempre noroeste.
– ¿Al noroeste de su casa?
– Sí.
«Menos de seis horas… Oh, dios…»
Lucas regresó bruscamente en sí. El fino hilo de la conexión se había roto. Parpadeó mirando a Samantha y luego se sentó, apenas consciente de que Jaylene le había acercado una silla.
– Menos de seis horas -dijo lentamente-. Le quedan menos de seis horas. Hay un reloj contando el tiempo. Puede verlo. -Estaba un poco pálido.
Y Samantha también. Pero, al reunirse con ellos junto a la mesa, su voz sonó perfectamente serena, incluso fría.
– No ha sido tan difícil, ¿no?
Jaylene esperaba a medias que Lucas estallara, pero él miraba a Samantha con curiosa intensidad.
– Por eso has estado provocándome toda la mañana.
Ella no lo negó. Se limitó a decir:
– Ya me has dejado al margen otras veces. ¿Crees que voy a dejar que ocurra de nuevo? Prefiero que te enfades y que me abofetees a que me mires sin verme. Además, si hay alguna esperanza de encontrar vivo al sheriff, eres tú.
– Dijiste que no podía ganar esta partida sin ti.
– Y tal vez sea por esto. Porque yo puedo sacarte de quicio. Un talento dudoso, pero mío. -Se encogió de hombros y añadió enérgicamente-: En todo caso, ahora tenemos un área algo más pequeña en la que buscar. Y sabemos cuánto tiempo queda.
Jaylene se había inclinado de nuevo sobre el mapa desplegado sobre la mesa de reuniones. Señaló con una chincheta la casa del sheriff y dibujó a continuación una línea recta hacia el noroeste, partiendo de ella.
– ¿Hasta dónde la llevo? ¿Hasta el límite de Tennessee?
Lucas apartó por fin la mirada de Samantha y se levantó para reunirse con su compañera.
– Sí. Por ahora. Puede que tengamos que alargarla, pero con eso cubrimos una zona muy extensa.
Jaylene frunció los labios pensativamente.
– Y si empezamos con, pongamos, cuarenta kilómetros a ambos lados de la línea… -dijo, y marcó aquellos límites arbitrarios en el mapa.
Ambos miraron la extensa zona de búsqueda y el único consuelo que encontraron en ella fue el hecho de que contuviera al menos la mitad de las banderitas rojas que marcaban zonas concretas ya incluidas en su lista de búsqueda.
– Podría ser peor -murmuró ella.
Antes de que Lucas respondiera, Samantha tomó la palabra para decir:
– Había un arroyo. Eso debería reducir la zona un poco más.
– Y gallos por el camino -dijo Jaylene-. Así que tendría que ser muy lejos del pueblo, al menos por lo que he visto. Y el hecho de que fuera casi todo el tiempo por caminos de tierra en mal estado significa que tendremos que apartarnos de las carreteras principales de la zona.
Glen Champion apareció en la puerta con un portafolios en la mano.
– Los equipos de búsqueda están listos -dijo-, pero quería consultar con vosotros antes de que acabemos de asignar las zonas de rastreo.
– Bien -dijo Lucas, y le indicó que se acercara-. Queremos concentrarnos en esta área.
El ayudante del sheriff no preguntó por qué, pero se limitó a inclinarse sobre el mapa y a observarlo con el ceño fruncido.
– En esa zona hay por lo menos ocho lugares de la lista. Tengo cinco equipos listos para salir… Seis, si queréis volver a acompañarnos.
Jaylene contestó inmediatamente:
– Luke, ¿por qué no vais Sam y tú con Glen y yo me uno a algún otro equipo?
– Yo no soy policía -dijo Samantha, no tanto por protestar como por afirmar un hecho indiscutible.
– Podemos nombrarte ayudante -dijo Glen, indeciso.
Ella esbozó una sonrisa tenue.
– No creo que a los demás agentes les hiciera mucha gracia.
– Yo asumo oficialmente la responsabilidad de que Sam nos acompañe -dijo Lucas. Luego añadió dirigiéndose a Jaylene-: ¿Crees que podrás captar algo?
– No lo sé, pero será mejor que extendamos nuestros recursos todo lo que podamos. Está claro que Sam puede mantenerte concentrado si consigues entablar contacto, y puede que yo sea de más ayuda en otra parte. -Miró a Glen-. Aunque preferiría estar en un equipo que estuviera dispuesto a aceptar un cambio de rumbo, si da la casualidad de que capto algo.
Él miró su portafolios y dijo:
– Entonces te sugiero que vayas con el grupo de John Prescott. Su abuela es vidente, y John ha hablado mucho a favor de la señorita Burke.
– ¿Ah, sí? -preguntó Samantha, algo sorprendida.
– No todos pensamos que eres una bruja -dijo Glen con franqueza.
Ella hizo una mueca.
– Me alegra saberlo.
Lucas sonrió levemente.
– Entonces, si no te importa, Glen, Sam y yo iremos contigo.
– Por mí, bien. ¿Cómo queréis dividir la zona de búsqueda? Quiero decir que dónde queréis buscar.
Desde la puerta, Caitlin Graham dijo con una voz que contenía más indecisión que certeza:
– Quizá yo pueda ayudaros en eso.
Menos de seis horas.
Wyatt notó que empezaba a sudar. Aquel lugar, estuviera donde estuviese, era húmedo y frío, pero pese a todo gotas de sudor mojaban su frente y sus sienes y corrían por entre su pelo.
Intentaba no mirar el reloj, pero éste estaba colocado de tal modo que casi se veía obligado a mirarlo.
Cinco horas y media.
Cinco malditas horas y media.
Aquellos segundos rojos seguían descendiendo inexorablemente. Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete… Y luego, cuando llegaban a cero, ver pasar y consumirse un minuto y el siguiente con inexorable indiferencia: cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete…
«¡Es mi puta vida!», quería gritarle Wyatt. Sabía que era irracional ver el reloj como algo vivo que le observaba y que medía caballerosamente el tiempo que le quedaba, pero no podía evitar sentirse así.
Desesperación, eso era lo que sentía. Un terror profundo y corrosivo.
Se preguntaba de pronto si debía dejar de intentar sofocar aquel miedo enfermizo, de retenerlo dentro de sí. ¿Debía dejarlo salir, liberarlo? ¿Gritar su miedo y al diablo con su estúpido orgullo? Porque si de veras Luke podía sentir el temor…
Apretó los dientes y masculló una maldición. No podía hacerlo. Al menos, deliberadamente. Entregarse al miedo iba contra su naturaleza. Si cedía a él, el cabrón que le estaba haciendo aquello vencería.
Miró la reluciente guillotina y una vez más intentó aflojar las amarras que sujetaban sus muñecas desolladas.
– No estoy segura -dijo Caitlin-. Quiero decir que, incluso asumiendo que esa nota sea de verdad de Lindsay, el hecho de que ésta sea la única zona del mapa que me resulta familiar no significa nada. En serio. -Había recurrido, inquieta, a aquella misma excusa dos veces desde que habían salido de la comisaría.
– De todos modos íbamos a rastrear esta zona -le dijo Lucas-. Y seguramente tus corazonadas son tan buenas o mejores que las nuestras.
– Pero yo nunca he vivido por aquí. Es sólo que a Lindsay le gustaba más mandar una tarjeta con una nota, o escribir una carta, que llamar por teléfono. Y me hablaba de esta zona, del campo. Una vez mencionó que había ido de excursión cerca del arroyo Six Point, y el nombre me chocó tanto que lo retuve en la memoria. Nada más.
– Puede que sea eso lo que Lindsay quería que recordaras -dijo Samantha.
– Entonces, ¿por qué no escribió simplemente: «Wyatt está en el arroyo Six Point»?
– Nunca lo hacen -murmuró Lucas.
– Puede que el universo no se lo permita -sugirió Samantha-. Demasiada ayuda del más allá nos pondría las cosas demasiado fáciles.
– ¿Y por qué demonios no pueden ser fáciles? -preguntó Caitlin.
Samantha sonrió.
– Eso tendrías que preguntárselo al universo. Lo único que sé es que mis visiones tienden a complicar mi vida, más que a simplificarla. Después de un tiempo, te acostumbras.
Glen, que se aferraba con decisión a lo normal antes que a lo paranormal, dijo:
– Sabemos que en ese arroyo hay un molino abandonado que no se usa desde hace siglos, pero la última vez que estuve de excursión por allí parecía en bastante buen estado. Hay un sótano muy grande cortado en el granito, apartado del arroyo, donde la gente que vivía en esa zona solía guardar la comida. Era una especie de almacén comunitario. A la gente de allá arriba no le iban muy bien las cosas.
– En todo caso -dijo Lucas-, todas esas características podrían hacer de ese molino un lugar idóneo para alguien que necesitara un sitio apartado, intimidad y un espacio cerrado y prácticamente insonorizado en el que retener a alguien, aunque no estuviera en nuestra lista. Así que vamos a inspeccionarlo.
– Un ayudante del sheriff, un federal y dos civiles -dijo Samantha con sorna-. Esto le encantaría a la prensa.
– Con un poco de suerte, no se enterarán -dijo Lucas-. Se les dijo con toda claridad que se quedaran en el departamento del sheriff, y dos ayudantes del sheriff se aseguraron de que no se movieran de allí mientras los demás nos íbamos. No necesitamos que los periodistas vengan pisándonos los talones, sobre todo en un terreno como éste.
– Sí, es un terreno muy agreste -dijo Glen, que aferraba con fuerza el volante del todoterreno mientras el vehículo cruzaba entre zarandeos un tramo de camino cuya tierra había arrastrado el agua-. No olvidéis que aquí se han escondido durante muchos años fugitivos federales.
– Imagino que nuestro asesino lo tuvo en cuenta cuando escogió Golden -dijo Luke-. Ésta es la zona perfecta para él, con un montón de zonas aisladas, muchas con asentamientos abandonados, cabañas y establos derruidos, y hasta unas cuantas minas cegadas. Hay montones de escondites a los nos costaría un gran esfuerzo llegar. Lo tenía todo muy bien planeado, desde luego. Y no tiene ninguna duda de que conseguirá todo lo que se proponga.
Desde el asiento de atrás, junto a Samantha, Caitlin dijo:
– ¿Y qué ha conseguido, aparte de matar gente?
– A su modo de ver, está ganando la partida -le dijo Luke-. Cada víctima a la que no pudimos salvar le ha demostrado que es más listo que nosotros.
– Maldito cabrón -masculló ella.
– Mentes rotas -dijo Samantha-. Me preguntó qué rompió la suya. Si no nació así, claro. Luke, ¿sacaste alguna otra conclusión de esa nota que te mandó esta mañana?
– Siente que domina por completo la situación, en eso tenías razón -contestó Lucas-. Su confianza en sí mismo roza la chulería, es incluso una especie de enajenación. Es como si… como si estuviera llegando al final de un largo camino y sintiera que puede empezar a relajarse. Ese comentario acerca de que sólo había una regla, y esa frase, «Adivina cuál es», suenan casi juguetonas.
Samantha se quedó callada un momento. Luego dijo:
– ¿Por qué ha secuestrado al sheriff?
– Para subir la apuesta, quizá.
– ¿Secuestrar a un oficial de las fuerzas del orden delante de las narices de todo el mundo? -Samantha frunció el ceño-. Pero eso ya lo hizo con Lindsay. ¿Por qué repetirse, ahora que tú ya sabes que es un juego, una competición? ¿Crees que haría eso?
Lucas se volvió en el asiento para mirarla.
– No, no lo haría.
– De acuerdo. Entonces, ¿por qué secuestrar al sheriff? Si no se está repitiendo, tiene que haber otra razón. Algo personal, quizá.
– No lo sé.
Samantha dijo con portentosa cortesía:
– Éste es el punto en el que debes recurrir a tus otras facultades.
– Volver a pincharme no te servirá de nada, Sam.
– ¿Tú crees?
– ¿Tú también eres vidente? -le preguntó Caitlin a Lucas con cierta sorpresa.
– A veces -le dijo Samantha-. Cuando se deja serlo. Es algo relacionado con el autocontrol. Ya sabes cómo son esas cosas.
– Corta el rollo, Samantha.
– Eso significa que se está cabreando conmigo. Sólo usa mi nombre completo cuando hago que se enfade.
Lucas no hizo caso, miró su reloj y dijo:
– Nos quedan menos de cuatro horas. Glen, ¿hay un camino más corto?
– Sólo si eres un pájaro. Los que vamos por tierra tenemos que seguir esta carretera de mala muerte, que lleva a un camino de leñadores todavía peor. Tardaremos todavía una hora, fácilmente.
Caitlin dijo, desesperada:
– Pero ¿y si me equivoco? Antes de que yo apareciera, habías decidido buscar en otra zona, ¿verdad? ¿En un sitio que ya estaba en vuestra lista?
Todavía girado en el asiento para verla, Lucas contestó:
– No me había decidido, Caitlin. Pero, como te decía, tu corazonada es posiblemente tan buena como la de cualquiera, y ese molino del arroyo parece un lugar probable.
– Y -dijo Samantha con aquel mismo tono cortés y fingido- seguir tu corazonada en vez de una de las suyas le descarga en cierto modo de responsabilidad, ¿comprendes?
Lucas contestó al instante:
– Sabes perfectamente que eso no es cierto. Si no creyera que podemos encontrar a Wyatt allá arriba, no habría venido. Pero, si no le encontramos, no será culpa de Caitlin, desde luego.
– No, claro que no. Entonces, ¿quién será el responsable, Luke? ¿Quién cargará con las culpas si Wyatt Metcalf muere porque no hemos podido encontrarlo a tiempo?
– Yo. Yo cargaré con las culpas. ¿Es eso lo que quieres oír?
– No, quiero oír que sientes lo que siente él, ahora mismo, en este preciso instante.
– ¿Crees que no lo estoy intentando?
– Pues sí, no lo creo.
– Te equivocas.
– No, no me equivoco, porque sigues cerrado sobre ti mismo. ¿Crees que no lo noto, Luke? Miéntete a ti mismo, si quieres, pero a mí no puedes engañarme en esto.
Caitlin, que seguía el vertiginoso flujo de la conversación, casi esperaba que llegaran a las manos. Nunca les había visto tan agresivos, pero apenas conocía a Lucas y no sabía hasta qué punto era aquello raro en él. Era la implacable determinación de Samantha lo que la asombraba; nunca hubiera esperado tanta vehemencia de la mujer callada, delicada y vigilante que creía conocer.
Aparentemente transformada por la rabia, Samantha se había inclinado hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad y con una mano se agarraba a la tira del hombro mientras con la otra se aferraba al asiento. Tenía el rostro crispado, los ojos de densos párpados entornados y los labios, normalmente carnosos, adelgazados. Cada una de sus palabras parecía morder con dientes afilados cuando repitió:
– En esto, no.
– Tú no eres telépata, Sam -replicó Lucas.
– No hace falta que lo sea. ¿Crees que no sé lo que te pasa, Luke? ¿Que no lo he sabido siempre, que no te veo hasta la médula de los huesos, hasta el alma? Pues desengáñate.
– Sam…
Bruscamente, con una voz suave que, sin embargo, se oyó por encima del ruido forzado del motor del todoterreno, Samantha dijo:
– Hasta sé lo de Bryan, Luke.
Por pura casualidad, Caitlin estaba mirando a Lucas cuando Samantha dijo aquello, y al instante deseó apartar la mirada de lo que veían sus ojos: una expresión de estupor y, a continuación, un destello de sufrimiento, intenso, descarnado, que borraba el color de la cara del agente federal. Lucas parecía un hombre al que acabaran de dar una puñalada en el estómago.
– ¿Cómo has podido…?
– Siente -le espetó ella con voz de nuevo intensa-. Maldita sea, ábrete y siente.
Visiblemente incómodo, Glen Champion dijo:
– Eh, chicos, ¿creéis que éste es momento para eso? Quiero decir que…
– Tú limítate a conducir -le ordenó Samantha sin apartar los ojos de Lucas-. Siente, Luke. Libérate. Ábrete. Wyatt Metcalf morirá si no consigues contactar con él. ¿De veras crees que el secuestrador va a dejar a su víctima en un lugar en el que es probable que busquemos? No, esta vez, no, otra vez, no. Quería que encontraras a Lindsay, pretendía que muriera antes de que llegaras allí, pero no se arriesgará a que encuentres a Metcalf a tiempo, así que le ha escondido de ti a conciencia.
– No puedo…
– ¿Dónde está, Luke? No está en ningún sitio marcado en el mapa, en esa lista que habéis hecho. No está en ningún sitio donde esperas que esté. Y cuando el tiempo se agote y Metcalf muera, recibirás otro mensaje provocador diciéndote dónde puedes encontrar el cadáver. ¿Quieres eso? ¿Lo quieres?
– Para.
Glen pisó el freno, obedeciendo instintivamente aquella orden cargada de aspereza.
Samantha repitió suavemente:
– ¿Dónde está, Luke?
– Al norte -contestó él despacio.
– ¿En el viejo molino?
– No. Al norte.
– Este camino va derecho al noroeste -dijo Glen, confuso-. No hay otro, por lo menos hasta dentro de unos kilómetros.
– Al norte -repitió Lucas.
Caitlin pensó que parecía casi hipnotizado, como si no estuviera allí, con ellos, sino en otra parte. Al mismo tiempo su mirada estaba fija en Samantha y sus ojos dejaban traslucir la conciencia de su presencia en el coche.
– ¿A qué distancia? -le preguntó ella.
– A un kilómetro y medio, quizá.
– Glen, ¿cuánto podemos tardar en recorrer esa distancia con este terreno? -Samantha no apartó los ojos de Lucas.
– Dios mío, no lo sé… Un escalador experto, en buena forma y con el equipo adecuado podría tardar cerca de una hora. Pero no sé en vuestro caso, chicos. Al norte de aquí no hay más que monte.
– Tendremos que hacerlo lo mejor que podamos -contestó Samantha lacónicamente-. Vamos.
Caitlin se sintió no poco sorprendida al hallarse fuera del vehículo, trepando por una abrupta ladera con ayuda del ayudante del sheriff mientras Lucas y Samantha abrían la marcha. Nadie le había dicho que fuera o se quedara. Se limitó a acompañarles y a mirar fascinada, cuando podía, a la pareja que iba delante.
Samantha y Lucas ya no se miraban; estaban, sin embargo, conectados. Se cogían de la mano cuando era posible, pero se hallaban además vinculados de un modo menos tangible y acaso más fuerte mientras Samantha mantenía obstinadamente a Lucas concentrado. De vez en cuando, Caitlin oía su voz serena y pese a todo curiosamente implacable, haciendo la misma pregunta una y otra vez.
– ¿Qué siente, Luke?
Caitlin oyó aquella pregunta una vez y otra, pero sólo en una ocasión logró oír la respuesta de Luke. Con voz baja y atormentada, él contestó:
– Terror. Está asustado. Sabe que va a morir.
Caitlin se estremeció y, agarrándose a un arbolillo con una mano, se impulsó con decisión por la pedregosa y empinada ladera.