Cinco años atrás
– Shhhhh.
Emitió aquel sonido en voz alta, consciente sólo a medias.
– Shhhhh. -Era, sin embargo, apenas un susurro. Menos que eso.
Tenía que quedarse callada.
Él podía oírla.
Podía enfadarse con ella.
Podía cambiar de idea.
Se quedó muy quieta y procuró hacerse muy pequeña. «No llames su atención. No le des motivos para cambiar de idea.»
De momento había sido afortunada. Afortunada o lista. Porque él se lo había dicho, le había dicho que era una buena chica y que por eso no le haría daño. Lo único que tenía que hacer era tomarse la medicina y dormir un rato y luego, cuando se despertara, quedarse quieta y callada un poco más.
«Cuenta hasta quinientos cuando te despiertes -había dicho él-. Cuenta despacio.» Y cuando acabara…
– Cuando acabes, yo me habré ido. Entonces puedes moverte. Puedes quitarte la venda. Pero hasta entonces no, ¿entendido? Si te mueves o haces algún ruido antes, lo sabré. Y tendré que hacerte daño.
Pareció tardar una eternidad en contar hasta quinientos, pero por fin acabó. Entonces dudó un momento. Y contó hasta seiscientos, sólo para asegurarse. Porque era una buena chica.
Él la había tumbado de espaldas, de modo que tuviera las manos bajo las nalgas y su propio peso las sujetara, planas e inmóviles. Así no tendría que atárselas, le había dicho él. Ella podía poner las manos debajo del cuerpo como una buena chica, o si no él la ataría.
Tenía una pistola.
Ella pensó que seguramente ya se le habrían dormido las manos; tenía la impresión de que la medicina la había hecho dormir mucho tiempo. Sin embargo, seguía dándole miedo moverse: temía que él estuviera cerca, en alguna parte, vigilándola.
– ¿Está… está ahí? -susurró.
Nada. Sólo el sonido de su propia respiración.
Se estremeció, no por primera vez. Hacía mucho frío y algo de humedad. El aire que respiraba olía a rancio. Y en un rinconcito de su cabeza, al fondo, en la oscuridad, donde yacía agazapada una niña aterrorizada, se agitaba una idea que ni siquiera se atrevía a contemplar.
No. Eso no.
No era eso.
Comenzó a sacar con cautela la mano derecha de debajo del cuerpo, muy lentamente. Se le había entumecido, sentía pinchazos y un hormigueo intenso, una sensación tan escalofriante como de costumbre. Apoyó la mano junto a la cadera y flexionó los dedos despacio mientras la sangre volvía a ellos. Le dieron ganas de llorar o reír. Sacó la mano izquierda y también la flexionó.
Sin querer admitir por qué lo hacía, deslizó las manos hasta la parte alta de los muslos y las subió luego por el torso, sin alargar los brazos, sin extenderlos de manera natural. Las deslizó hacia arriba, hasta que tocó la venda que le cubría los ojos.
Oyó que su aliento se quebraba en un pequeño sollozo.
No. No era eso.
Porque ella era una buena chica.
Empujó la venda hacia arriba, sobre su frente, sin abrir los ojos. Respiró hondo y procuró no pensar en lo estancado y denso que parecía el aire.
Por fin abrió los ojos.
Oscuridad. Una negrura tan completa que tenía peso y sustancia.
Parpadeó, volvió la cabeza adelante y atrás, pero no vio nada. Sólo… negrura.
En aquel remoto rincón de su cabeza, la niña gemía.
Lentamente, centímetro a centímetro, alargó las manos. Todavía tenía los codos doblados cuando sus manos tocaron algo sólido. Parecía… madera. La empujó. Con fuerza. Con más fuerza aún.
No cedió un ápice.
Intentó no dejarse dominar por el pánico, pero para cuando sus manos acabaron de explorar la caja en la que yacía, un grito acechaba ya al fondo de su garganta. Y cuando la niña agazapada en aquel rinconcito de su mente le susurró la verdad, el grito escapó por fin.
«Te ha enterrado viva.»
«Y nadie sabe dónde estás.»
– Te digo que es inútil. -La voz del teniente Pete Edgerton era de una suavidad y una afabilidad poco frecuentes en un detective de crímenes violentos, pero en ese momento sonaba áspera. Y llena de reticente certeza-. Está muerta.
– Enséñame un cuerpo.
– Luke…
– Hasta que puedas enseñarme un cuerpo, no voy a dar por perdida a esa chica. -La voz de Lucas Jordan era, como siempre, calmada, pero en ella acechaba, también como siempre, cierta intensidad. Cuando Lucas se dio media vuelta y salió de la sala de reuniones, fue con el paso vivo y rápido de un hombre en excelente forma física que poseía energía suficiente para otros dos hombres. Quizá para tres.
Edgerton exhaló un suspiro, se volvió hacia los otros inspectores repartidos por la habitación y se encogió de hombros.
– La familia lo contrató y tiene el respaldo del alcalde, así que no tenemos autoridad para decirle que se largue.
– Dudo que nadie pudiera decírselo -dijo Judy Blake en un tono entre admirado y escéptico-. No dejará de buscar hasta que encuentre a Meredith Gilbert. Viva o muerta.
Un detective que estaba inspeccionando el montón de archivos que tenía delante sacudió la cabeza cansinamente.
– En fin, tenga el don que dicen que tiene o no lo tenga, trabaja por su cuenta y puede dedicarse a un solo caso el tiempo que haga falta. Nosotros no podemos permitirnos ese lujo.
Edgerton asintió con la cabeza.
– Ya hemos invertido más tiempo y muchos más agentes de los que podemos dedicar a un solo caso de desaparición en el que no hay ni una sola pista, ni una sola prueba de que esa chica fuera secuestrada contra su voluntad.
– Su familia está segura de que así fue -le recordó Judy-. Y Luke también.
– Lo sé. Yo también estoy seguro, o al menos tan seguro como pueda estarlo de una corazonada. -Edgerton volvió a encogerse de hombros-. Pero tenemos otros casos atrasados y yo tengo órdenes que cumplir. La investigación sobre Meredith Gilbert queda oficialmente archivada.
– ¿Ésa es también la conclusión de los federales? -preguntó Judy, y levantó las cejas al mirar a un hombre alto y moreno que permanecía apoyado tranquilamente contra un archivador, en una postura que le permitía observar a todos los que ocupaban la sala.
El agente especial Noah Bishop negó con la cabeza una sola vez.
– La conclusión oficial del FBI es que no se ha cometido ningún delito federal. No hay pruebas de secuestro… ni de ninguna otra cosa que pueda implicar a la agencia. Y no se nos ha pedido que participemos oficialmente en la investigación. -Su voz era fría, como sus pálidos ojos grises de centinela. Lucía una media sonrisa, pero la cicatriz que zigzagueaba nítidamente por su mejilla izquierda hacía que aquella mueca resultara, más que agradable, amenazante.
– Entonces, ¿qué hace usted aquí? -preguntó con suavidad el mismo inspector de aire cansino.
– Le interesa Jordan -dijo Theo Woods-. Es eso, ¿no, Bishop? Ha venido a ver el numerito del médium. -El inspector tenía una actitud hostil, y se notaba, aunque resultaba difícil decir qué despreciaba más, si a los presuntos médiums o a los agentes federales.
El agente contestó con tranquilidad:
– He venido porque cabía la posibilidad de un secuestro.
– Y supongo que es una mera coincidencia que haya estado vigilando a Jordan como un halcón.
Con una risa suave y desprovista por completo de humor, Bishop afirmó:
– Las coincidencias no existen.
– Entonces, está interesado en él.
– Sí.
– ¿Porque dice ser un médium?
– Porque es un médium.
– Eso son bobadas y usted lo sabe -dijo Woods-. Si de verdad tuviera poderes, ya habría encontrado a esa chica.
– Las cosas no funcionan así.
– Ah, claro, lo olvidaba. No se puede pulsar simplemente un interruptor para obtener todas las respuestas.
– No. Por desgracia, eso ni siquiera puede hacerlo un médium auténtico y con un don especial.
– Como usted bien sabe.
– Sí. Como yo bien sé.
Edgerton, consciente tanto de la irritación que bullía en la sala como del resentimiento que al menos algunos de sus inspectores sentían hacia el FBI y sus agentes, intervino para decir con calma:
– Eso ahora no importa, al menos en lo que a nosotros respecta. Como decía, la investigación sobre el caso Gilbert queda cerrada. Hay que pasar página.
Judy mantenía la mirada fija en Bishop.
– ¿Y usted? ¿También va a pasar página? ¿Va a volver a Quantico?
– Yo -contestó Bishop- voy a hacer lo que vine a hacer aquí. -Salió de la sala sin apresurarse, tan aparentemente tranquilo y despreocupado como Lucas Jordan, tenso y reconcentrado.
– No me gusta ese tipo -anunció Theo Woods innecesariamente-. Tiene unos ojos que te taladran. Eso sí que es una mirada de largo alcance.
– ¿De veras creéis que anda detrás de Luke? -preguntó Judy a la sala en general.
Edgerton dijo:
– Puede ser. Mis fuentes afirman que Bishop está formando una unidad especial de investigación, pero no he podido averiguar por qué es tan especial.
– Santo cielo, ¿no creerás que está reuniendo a un montón de falsos médiums? -preguntó Woods, incrédulo.
– No -contestó Edgerton con una última mirada hacia el agente federal-. No creo que nada falso le interese.
Bishop supuso que las especulaciones se desatarían a su espalda en cuanto saliera de la sala de reuniones, pero, aparte de anotar mentalmente que debía añadir a Pete Edgerton a su lista creciente de policías que en el futuro podían sentirse inclinados hacia su Unidad de Crímenes Especiales, no pensó más en ello. Fue en busca de Lucas Jordan y, tal como esperaba, lo encontró en el pequeño despacho sin ventanas que le habían cedido a regañadientes.
– Te dije que no estaba interesado -dijo Lucas en cuanto Bishop apareció en la puerta.
Bishop se recostó en la jamba y observó cómo Lucas guardaba sus copias de los innumerables papeles que acompañaban siempre a un caso de desaparición.
– ¿Tanto te gusta ir a tu aire? -preguntó cálidamente-. Trabajar solo tiene sus desventajas. Nosotros podemos ofrecerte apoyo y recursos que difícilmente encontrarías en otra parte.
– Es posible. Pero odio la burocracia y el papeleo -contestó Lucas-. Y de eso tiene el FBI en abundancia.
– Ya te dije que mi unidad es distinta.
– Pero sigues teniendo que informar al director, ¿no?
– Sí.
– Entonces no es tan distinta.
– Pretendo asegurarme de que lo sea.
Lucas se detuvo un momento y miró a Bishop con el ceño ligeramente fruncido, más curioso que incrédulo.
– ¿Sí? ¿Y cómo piensas hacerlo?
– Mis agentes no tendrán que implicarse en el funcionamiento interno de la agencia; de eso me ocuparé yo. Llevo años labrándome una reputación, haciendo y pidiendo favores, y apretando alguna que otra tuerca para asegurarme de que tengamos toda la autonomía que sea posible para llevar a cabo nuestras investigaciones.
Lucas dijo con tono algo burlón:
– ¿Y qué? ¿No hay normas?
– Tú sabes que sí. Pero normas razonables, aunque sólo sea para tranquilizar a los peces gordos y convencerlos de que no estamos actuando bajo cuerda. Tendremos que ser cautelosos al principio, muy discretos, al menos hasta que tengamos un historial sólido de casos resueltos con éxito.
– ¿Tan seguro estás de que habrá éxitos?
– No estaría haciendo esto, si no estuviera seguro.
– Sí, ya. -Lucas cerró su maletín con un chasquido-. Te deseo suerte, Bishop, de veras. Pero yo trabajo mejor solo.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro si nunca has trabajado de otro modo?
– Porque me conozco.
– ¿Qué me dices de tu don?
– ¿Qué pasa con él?
Bishop sonrió ligeramente.
– ¿Hasta qué punto lo conoces? ¿Entiendes lo que es, cómo funciona?
– Lo entiendo lo suficiente como para usarlo.
Bishop dijo con premeditación:
– Entonces, ¿por qué no encuentras a Meredith Gilbert?
Lucas no mordió el anzuelo, pero se le crispó un poco el semblante.
– No es tan sencillo y tú lo sabes.
– Quizá debiera serlo. Quizá sólo haga falta la práctica y el entrenamiento adecuados para que un médium sea capaz de controlar y utilizar sus habilidades más eficazmente como herramientas de investigación.
– Y quizás estés desbarrando.
– Demuéstrame que me equivoco.
– Mira, no tengo tiempo para esto. Tengo que encontrar a la víctima de un secuestro.
– Muy bien. -Bishop apenas vaciló antes de añadir-: Es el miedo.
– ¿Qué?
– Es el miedo lo que captas, lo que intuyes. La señal electromagnética específica del miedo. El miedo de la víctima. Eso es lo que tu cerebro está equipado para percibir, telepática o empáticamente.
Lucas se quedó callado.
– ¿Qué es lo que captas, sus pensamientos o sus emociones?
– Ambas cosas -contestó Lucas de mala gana.
– Entonces, sientes su miedo y conoces sus pensamientos.
– El miedo es más fuerte. Más seguro. Los pensamientos, si los capto, son sólo susurros. Palabras, frases. Energía mental estática.
– Como una emisora de radio que se sintonizara y se desintonizara.
– Sí. Algo así.
– Pero es el miedo lo que primero te conecta con ellos.
Lucas asintió con la cabeza.
– Cuanto más fuerte es el miedo, más intensa es la conexión.
– Generalmente, sí. La gente se enfrenta al miedo de modos distintos. Algunos lo entierran o lo refrenan hasta tal punto que nada se escapa. A ésos, tengo problemas para captarlos.
– ¿Es el miedo a estar… perdido?
Lucas sostuvo la mirada fija del agente federal. Por fin se encogió de hombros y dijo:
– El miedo a estar solo. A que te cojan, a estar atrapado. Indefenso. Sentenciado. El miedo a morir.
– ¿Y cuando dejas de sentirlo?
Lucas no respondió.
– Es porque están muertos.
– A veces.
– Sé sincero.
– Está bien. Normalmente, sí. Normalmente, dejo de captarlos porque ya no hay miedo que sentir. Ni pensamientos. Ni vida. -El solo hecho de decir aquello en voz alta le hizo enfadar, y no intentó ocultarlo.
– Como ahora. Con Meredith Gilbert.
– La encontraré.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¿A tiempo?
La pregunta quedó suspendida en el aire, entre los dos, durante un largo silencio; luego, Lucas recogió su maletín y dio los dos pasos necesarios para llegar a la puerta.
Bishop se apartó sin decir nada.
Lucas pasó a su lado, pero se volvió antes de llegar a la escalera. Bruscamente, dijo:
– Lo siento. No puedo encontrarla por ti.
– ¿Por mí? Meredith Gilbert está…
– A ella no. A Miranda. No puedo encontrar a Miranda por ti.
La expresión de Bishop no se alteró, pero la cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda palideció, haciéndose más visible.
– Yo no te lo he pedido -dijo después de una pausa momentánea.
– No hacía falta. Capto el miedo, ¿recuerdas?
Bishop no dijo ni una palabra. Se quedó allí y vio alejarse a Lucas hasta que éste se perdió de vista.
– He estado a punto de no llamarte -dijo Pete Edgerton cuando Bishop se reunió con él en la carretera que pasaba por encima del barranco-. Si te soy sincero, me sorprende que todavía andes por aquí. Hace tres semanas que cerramos la investigación.
Bishop no comentó nada al respecto. Se limitó a decir:
– ¿Jordan está ahí abajo?
– Sí, con ella. Aunque no queda gran cosa. -Edgerton miró con fijeza al agente federal-. No tengo ni idea de cómo la encontró. Ese don especial suyo, supongo.
– ¿Causa de la muerte?
– Eso tendrá que dictaminarlo el forense. Como te decía, no queda gran cosa. Y lo que queda ha estado expuesto a los elementos y a los depredadores. No sé cómo murió, ni por lo que tuvo que pasar antes de morir.
– Ni siquiera estás seguro de que fuera secuestrada, ¿verdad?
Edgerton movió la cabeza de un lado a otro.
– Por lo poco que hemos encontrado ahí abajo, podría haber ido caminando por el borde de la carretera, haber resbalado y haberse caído. Puede que se diera un golpe en la cabeza o que se rompiera algún hueso y no pudiera volver a subir. Por aquí hay mucho tráfico, pero nadie se para. Podría haber estado ahí todo este tiempo.
– ¿Crees que el forense será capaz de determinar la causa de la muerte?
– Me sorprendería. ¿A partir de huesos, unos cuantos jirones de piel y un poco de pelo? No habríamos podido identificarla tan pronto, o quizá nunca, si no fuera porque su mochila estaba casi intacta y dentro había muchas cosas con su nombre. Además, encontramos entre los huesos esa extraña pulsera de peltre que llevaba. Los análisis de ADN confirmarán que son sus restos, estoy seguro de ello.
– Entonces, no le robaron nada y el asesino no se llevó ningún trofeo.
– Si es que hay un asesino, no parece que se llevara ninguna de sus pertenencias, no.
Bishop asintió con la cabeza; luego se dirigió hacia un ancho hueco del guardarrail, que alguien debería haber reparado hacía tiempo.
– Te vas a estropear ese traje tan bonito -le advirtió Edgerton.
Bishop no respondió; se limitó a bajar por la empinada ladera y a internarse en el barranco. Pasó junto a un par de investigadores, pero no se detuvo hasta reunirse con Lucas Jordan en una zona pedregosa, a la sombra de un arbolillo torcido.
Lucas parecía muy distinto al hombre al que Bishop había visto por última vez. Estaba desaliñado, sin afeitar, enflaquecido, con la ropa informal arrugada como si hubiera dormido con ella. Si es que había dormido, naturalmente. Permanecía de pie, con las manos en los bolsillos de su cazadora vaquera, y miraba fijamente el suelo salpicado de piedras.
Lo que retenía su mirada eran restos dispersos que sólo un experto habría reconocido como humanos. Pedazos de hueso y jirones de ropa. Un mechón de pelo marrón chocolate.
– Ya se han llevado la mochila -dijo-. Se la entregarán a sus padres, supongo.
– Sí -contestó Bishop.
– Tú lo sabías. Desde que llegaste aquí, sabías que estaba muerta.
– No desde que llegué.
– Pero sí desde ese día.
– Sí.
Lucas volvió la cabeza y miró a Bishop con incredulidad.
– ¿Y no dijiste nada?
– Sabía que estaba muerta. Pero no sabía dónde estaba. La policía no me habría creído. Su familia no me habría creído.
– Quizá yo sí.
– Tú no querías creerme. Tenías que encontrarla por ti mismo. Así que esperé a que lo hicieras.
– Sabiendo desde el principio que estaba muerta.
Bishop asintió con la cabeza.
– Dios mío, eres un cabrón despiadado.
– A veces.
– No digas que no te queda más remedio.
– Está bien. No lo diré.
Lucas hizo una mueca y volvió a fijar su mirada atormentada en el suelo y en los restos desperdigados de Meredith Gilbert.
– Esto acaba así muy a menudo. -Su voz sonaba infinitamente exhausta-. Con un cadáver o lo que queda de él. Porque no fui lo bastante rápido. Porque no fui lo bastante bueno.
– Murió una hora después de que ese tipo le pusiera las manos encima -dijo Bishop.
– Esta vez, puede ser. -Lucas se encogió de hombros.
Bishop juzgó el momento oportuno para añadir:
– Según las leyes de la ciencia, es imposible ver el futuro, saber de antemano lo que va a ocurrir. Es imposible que un investigador posea ese instinto. Yo no lo creo. Creo que la telepatía y la empatía, la telequinesia y la precognición, la clarividencia y todas las demás así llamadas facultades extrasensoriales pueden servirnos para afinar nuestras herramientas. Para hacernos, quizá, mejores. Para hacernos más rápidos.
Al cabo de un momento, Lucas volvió la cabeza y sostuvo la mirada fija de Bishop.
– Está bien. Te escucho.
Dos días después, tras dormir veinticuatro horas y darse un par de duchas, Lucas se sentía considerablemente mejor y aparentaba estarlo.
– No hace falta que me hagas de niñera, ¿sabes? -dijo, empujando su plato y cogiendo su taza de café-. No voy a dejarte en la estacada. Dije que le daría una oportunidad a esa nueva unidad tuya y voy a hacerlo.
– Lo sé. -Bishop bebió un sorbo de café y se encogió de hombros-. Pero he pensado que, ya que vamos a ir al este, podíamos marcharnos temprano. El avión nos espera con los motores en marcha.
Lucas levantó las cejas.
– ¿El avión? -dijo-. ¿Dispones de un avión del FBI?
Bishop sonrió ligeramente.
– Es un jet privado.
– ¿Tienes un jet privado?
– No sólo estoy intentando montar una unidad en el FBI -contestó Bishop, muy serio-. También trato de organizar una estructura de apoyo ciudadano, una red de gente de fuera y dentro de las fuerzas de seguridad que crea en lo que intentamos conseguir. Ellos nos ayudarán de diversos modos, como facilitándonos medios de transporte rápidos y eficaces.
– De ahí el jet.
– Exacto. No es una carga para la unidad ni para la agencia, ni tampoco para el contribuyente. Sólo es una contribución generosa de un ciudadano de a pie que quiere echar una mano.
– Un día de éstos -dijo Lucas-, tienes que contarme cómo surgió todo esto. A fin de cuentas, yo también entiendo de obsesiones.
– Tendremos tiempo de sobra para hablar.
Lucas dejó su taza sobre la mesa y murmuró:
– Pero me pregunto si lo haremos.
Bishop no contestó a su comentario; sólo dijo:
– Si has hecho las maletas y estás listo, ¿por qué no nos vamos?
– ¿Antes de que cambie de idea?
– Bueno, no creo que vayas a hacerlo. Como tú mismo dices, los dos entendemos de obsesiones.
– Ya. Tengo la impresión de que el FBI no sabe en qué se está metiendo en realidad.
– El tiempo lo dirá.
– ¿Y si, cuando se den cuenta, cierran la unidad?
– No permitiré que eso pase.
– ¿Sabes? -dijo Lucas con sorna-, casi te creo.
– Bien. ¿Nos vamos?
Salieron de la pequeña cafetería. Una hora después, iban en el coche alquilado de Bishop por la carretera del aeropuerto. Al principio, apenas hablaron. Casi habían llegado cuando Bishop preguntó por fin lo que sentía la necesidad de preguntar.
Con voz comedida dijo:
– ¿Por qué no puedes encontrarla?
Lucas contestó inmediatamente; era evidente que esperaba la pregunta.
– Porque no está perdida. Se está escondiendo.
– ¿Escondiéndose de mí? -Saltaba a la vista que a Bishop le costaba formular aquella pregunta.
– Sólo indirectamente. Tú sabes de quién se esconde realmente.
– Tiene miedo. Eso puedes sentirlo.
– Vagamente, a través de ti. Estuvisteis unidos en algún momento, supongo. Tu miedo por ella es el más intenso. Lo que capté de ella fue breve y muy tenue. Tiene miedo, pero es fuerte. Muy fuerte. Y segura de sí misma.
– ¿Está a salvo?
– Tanto como puede estarlo. -Luke lo miró-. No puedo predecir el futuro. Eso también lo sabes.
– Sí -repuso Bishop-. Lo sé. Pero en algún lugar hay alguien que puede.
– Entonces, espero que encuentres a ese alguien -dijo Luke mientras volvía a fijar la vista en la carretera que se extendía ante ellos-. Igual que me encontraste a mí.