Martes,
25 de septiembre
– No necesito perros guardianes -dijo Carrie Vaughn con considerable energía-. Sé cuidar de mí misma y no me gusta que haya gente merodeando por aquí.
– Nadie está merodeando, señorita Vaughn. Tengo un coche patrulla aparcado al otro lado de la carretera, en ese viejo camino de tierra. Casi no puede verles si mira por la ventana. -El sheriff Metcalf procuraba hablar con la mayor paciencia posible-. Sólo están vigilando, nada más.
– ¿Porque una adivina gitana dice que estoy en peligro? Santo cielo, sheriff.
– Debo actuar conforme a la información que recibo, señorita Vaughn, sobre todo teniendo en cuenta que ya hemos tenido un secuestro que acabó en asesinato.
– ¿Información procedente de una adivina? -Carrie no intentó ocultar su desdén-. Confío en que no esté pensando en volver a presentarse a las próximas elecciones.
El resto de la conversación fue breve y, un minuto o dos después, Metcalf colgó el teléfono con el ceño fruncido. Se volvió para mirar a Lucas, que estaba al otro lado de la mesa de reuniones, y dijo:
– Dime otra vez por qué le hacemos caso.
Lucas no tuvo que preguntar a quién se refería.
– Porque es auténtica, Wyatt.
– ¿Me estás diciendo que crees de verdad que puede ver el futuro antes de que suceda?
– Sí.
– Porque te lo ha demostrado otras veces.
Lucas asintió con la cabeza.
– En toda mi vida había conocido a un policía crédulo. ¿Seguro que eres un federal?
– Sí, si mal no recuerdo. -Lucas suspiró-. Sé que es difícil de aceptar, sobre todo teniendo en cuenta su papel en esa feria ambulante.
– Ni que lo digas. Creo que la falta de credibilidad acompaña de algún modo al turbante morado.
– Pero te advirtió sobre Callahan.
– Eso fue un golpe de suerte. Una coincidencia. El único acierto, y de chiripa, entre un millar de errores.
– ¿Y si acierta con Carrie Vaughn?
– Pues será el segundo acierto de chiripa. -Metcalf hizo una mueca al ver que Lucas levantaba una ceja-. Está bien, otro acierto tan preciso sería demasiado. Pero no vas a convencerme de que esa chica puede ver el futuro.
Lucas había oído tan a menudo aquella nota peculiar en las voces de otras personas que la reconocía de inmediato: para Wyatt Metcalf, creer que era posible ver el porvenir por anticipado suponía un desafío directo a una convicción profunda y antigua. Haría falta una prueba contundente para convencerlo de ello y, si esa prueba se presentaba, el sheriff, más que alegrarse, se enfadaría.
Así que Lucas se limitó a decir:
– Entonces trata la información que te ha dado Samantha del mismo modo que tratarías un soplo anónimo. Toma precauciones y compruébalo.
– En este caso, eso significa vigilar a Carrie Vaughn y esperar.
– Yo diría que sí. A no ser que consigamos otra pista o alguna información más útil que todo esto. -Señaló las fotografías, los archivos, los informes diseminados por la mesa de reuniones.
– ¿En Quantico no han sacado nada en claro?
– De momento, no. Tu gente es muy minuciosa y está bien entrenada, como dijiste. No pasaron nada por alto. Lo que significa que no disponemos de muchas pruebas.
– ¿Qué hay de ese pañuelo que Zarina dice que provocó su visión?
Lucas se aclaró la garganta.
– Está siendo analizado en Quantico. Deberíamos tener los resultados mañana.
Metcalf lo miró fijamente.
– ¿Te preocupa algo?
– Yo no seguiría llamándola Zarina si fuera tú.
– ¿Qué pasa? ¿Es que va a lanzarme una maldición gitana?
– No es gitana.
Metcalf esperó con las cejas levantadas.
Lucas no quería enzarzarse en una discusión con el sheriff, y esa reticencia se reflejó en su tono de voz cuando dijo:
– Mira, no se merece que la desprecien, ni que la ridiculicen. Tú no crees que sea una vidente. Estupendo. Pero no la trates como si fuera risible.
– No puedo olvidarme del turbante -reconoció Metcalf.
– Inténtalo.
– Creo recordar que tú comentaste en tono burlón que el circo estaba en el pueblo.
– Sí, pero a mí se me permite -dijo Lucas irónicamente mientras se preguntaba si Samantha estaría de acuerdo con él.
– ¿Ah, sí?
– Creo que no voy a enseñarte mis cicatrices, si no te importa.
– Ah, entonces hubo algo entre vosotros.
– Para adivinar eso no se necesita una bola de cristal -masculló Lucas al tiempo que miraba ceñudo el informe de la autopsia de Mitchell Callahan.
– No, es bastante obvio. Y muy sorprendente. No me pareces de los que frecuentan ferias ambulantes.
– No.
– Entonces, ¿estuvo ella implicada en algún caso anterior? -Metcalf no intentó disimular su curiosidad.
– Algo parecido.
– Deduzco que acabó mal.
– No, el caso acabó bien. Atrapamos al culpable.
– Fue sólo vuestra relación la que hizo aguas, ¿eh?
Lucas se salvó de contestar cuando Lindsay dijo desde la puerta abierta:
– Dios mío, Wyatt, eres peor que una mujer.
– Estaba investigando -contestó él.
– Estabas cotilleando. -Ella entró en la sala sacudiendo la cabeza-. Luke, Jaylene viene de camino. Dice que no ha conseguido nada nuevo de la mujer de Callahan.
– Bueno, era de esperar -repuso él-. Pero había que intentarlo.
– Entonces, ¿esto es lo que lleváis haciendo un año y medio? -preguntó ella con curiosidad-. ¿Cruzar el país en ese avión privado en cuanto se recibe la denuncia de un secuestro? ¿Comprobarlo todo dos veces, revisar los informes, hablar con la familia y los compañeros de trabajo de las víctimas?
– Cuando nos llega a posteriori a la noticia de un caso, sí. -Sabía que la frustración se reflejaba en su voz, pero no trató de ocultarla. Después de más de veinticuatro horas en Golden, trabajando juntos, Wyatt y Lindsay tenían mucha más información acerca de los secuestros en serie, y gracias a ello Lucas se sentía más cómodo.
No les había contado, sin embargo, la historia completa de la Unidad de Crímenes Especiales, ni les había hablado de las facultades de Jaylene o de las suyas, omisión ésta que le molestaba menos por su compañera o por él mismo que por Samantha.
Lo cual le daba que pensar.
– ¿Qué ocurre cuando recibís el caso inmediatamente, después del secuestro pero antes de que se pague el rescate o de que aparezca el cuerpo? -preguntó Lindsay con curiosidad.
– Eso sólo ha ocurrido dos veces, y en ambas ocasiones fuimos en todo momento un paso por detrás del secuestrador. -Lucas titubeó un momento y luego añadió-: De hecho, tuve la clara sensación de que nos manejaba a su antojo.
– Lo cual -dijo Lindsay- presta credibilidad a la teoría de Sam de que ese tipo está jugando una especie de partida contigo, y de que lleva haciéndolo algún tiempo.
– Parece que Samantha y tú hacéis muy buenas migas -dijo Metcalf.
– ¿Dices eso porque no la trato como si fuera una leprosa, como hacéis los demás? ¿Porque estoy dispuesta a sentarme a tomar una taza de café y a hablar con ella?
– No sé a qué te refieres.
– Claro que lo sabes. -Lindsay sacudió la cabeza-. Se ofrece a quedarse aquí, en jefatura, delante de tus ojos y de los de todo el mundo, y sigues comportándote como si te hubiera robado al perro.
– Maldita sea, Lindsay, me están haciendo muchas preguntas y tú lo sabes. No puedo retenerla legalmente, y explicar que está aquí voluntariamente sería como abrir otra lata de gusanos.
– No veo por qué -respondió ella-. Tiene un catre en una de las salas de interrogatorio y se paga su comida, así que no es una carga más para el contribuyente. La prensa, desde luego, entiende lo que intenta hacer.
– Ah, sí -dijo el sheriff sardónicamente-, ya tienen titulares para hoy. «Cíngara intenta probar su inocencia quedándose bajo custodia policial.» Lo malo es que los periodistas más avispados han descubierto que el único modo de demostrar su inocencia de ese modo es que haya otro secuestro mientras ella esté aquí.
– El titular de mañana -murmuró Lucas.
Metcalf asintió con la cabeza.
– A juzgar por las preguntas que me han hecho, yo diría que sí. Naturalmente, se preguntan cómo es posible que esperemos otro secuestro. Como Luke y Jaylene dijeron ayer, la mayoría de los secuestradores no lo intenta dos veces, y muy pocos se quedan en el mismo sitio tras la entrega del rescate.
Lindsay hizo una mueca.
– No lo había pensado -dijo-. Pero es lógico que se lo pregunten, ¿no crees?
– Y no son los únicos -contestó el sheriff-. Han llamado el alcalde y dos concejales exigiendo saber por qué creo que va a haber otro secuestro y si sé quién será la víctima.
– Supongo que no se lo dijiste.
– Claro que no se lo dije. No pienso admitir delante de nadie que los desvaríos de una pitonisa chiflada están dictando parte de esta investigación.
Lucas se refrenó para no hacer una mueca ante la vehemencia de Metcalf, pero aquello le recordó nuevamente que Bishop no se había equivocado de rumbo al formar la unidad. Por increíbles que parecieran a menudo las facultades parapsicológicas, la gente era mucho más proclive a aceptar al menos la posibilidad de que existieran cuando quienes decían poseerlas tenían trabajos «serios» y se apoyaban en explicaciones científicas (aunque extraídas de ciencias especulativas) para describir y definir sus capacidades.
Y tener una placa federal no venía mal.
– Wyatt, Samantha no es una chiflada, ni desvaría -contestó Lindsay-. Además, con todas las cosas que se ven en la televisión y el cine últimamente, la gente está mucho más dispuesta a creer en los videntes de lo que puedas pensar. La mayoría de la gente, al menos.
– Si te refieres a ese tipo de la tele que asegura que puede leer el pensamiento, lo único que puedo decir es que eres mucho más ingenua de lo que imaginaba, Lindsay.
– Es muy convincente.
– Es un farsante. Lo suyo se llama intuición, y sea cual sea la habilidad que requiere, te aseguro que no es paranormal.
– De eso no puedes estar seguro -repuso ella.
– ¿Quieres que apostemos algo?
La discusión podría haber continuado indefinidamente si uno de los agentes más jóvenes no hubiera llamado al quicio de la puerta y se hubiera asomado a la sala de reuniones con expresión angustiada.
– ¿Sheriff? Si no le importa, tengo que irme a casa unos minutos. Ya he descansado para almorzar, pero…
– ¿Qué ocurre, Glen?
– Es que… quiero asegurarme de que Susie y la niña están bien. He llamado, pero no contesta.
– Puede que haya salido con el bebé -dijo Lindsay-. Hace buen día.
– Sí, puede ser. Pero prefiero asegurarme. -Sonrió con nerviosismo-. A lo mejor es porque soy padre primerizo, pero…
– Anda, vete -le dijo Metcalf-. No vas a quedarte tranquilo hasta que te asegures.
– Gracias, sheriff.
Cuando el agente se hubo ido, Lucas no les dio ocasión de reanudar la discusión. Al menos, en su presencia.
– Dado que estamos de acuerdo en repartirnos el trabajo todo lo posible, ¿por qué no os vais a comer? Yo esperaré a que vuelva Jaylene. Luego iremos nosotros.
– Por mí, bien -dijo Metcalf.
Lindsay asintió con la cabeza y los dos se marcharon.
Posiblemente no habían pasado más de cinco minutos cuando Lucas comenzó a maldecir en voz baja al darse cuenta de que había leído tres veces el mismo párrafo y seguía sin saber qué ponía. En lugar de intentarlo de nuevo, se recostó en la silla y se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa mientras discutía en silencio consigo mismo.
Por fin admitió la derrota, también en silencio, y se levantó. Salió de la sala de reuniones y bajó a la planta inferior del edificio, donde se encontraban las celdas y las salas de interrogatorio.
El agente de guardia lo saludó con una inclinación de cabeza y volvió a fijar la mirada en la revista que tenía en las manos. El único ocupante de las celdas era un joven muy afligido al que habían detenido por vandalismo y que, concentrado en compadecerse a sí mismo, no causaba ningún problema, de modo que la única obligación del agente consistía en vigilar los calabozos y la puerta cerrada de la sala de interrogatorios número tres.
En la que se alojaba temporalmente Samantha Burke.
La puerta no estaba cerrada con llave. Lucas vaciló; luego llamó una vez y entró.
El cuartito era, por lo general, espartano, con una mesa y unas sillas, una cámara de seguridad en un rincón del techo y un pequeño televisor enfrente. La adición de un camastro y de la mochila que contenía las pertenencias de Samantha reducía el espacio considerablemente y no bastaba para que su alojamiento temporal pareciera algo más confortable.
Ella estaba sentada a la mesa; tenía delante de sí un refresco y una caja de espuma de poliestireno con una ensalada comida a medias.
– Veo que sigues comiendo como un conejo -dijo Lucas por decir algo.
– Viejas costumbres. -Samantha bebió un sorbo de refresco mientras lo miraba fijamente. Luego dijo-: Dudo que sea el interés por mi almuerzo lo que te ha traído aquí. ¿Qué he hecho ahora, Luke?
– Ese agente, Champion. Ha sido él quien te ha traído la comida, ¿verdad?
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Se le ha caído algo? ¿Le tocaste la mano?
– No sé de qué estás hablando -contestó ella con tranquilidad.
– Estoy hablando de que ha salido de aquí casi aterrorizado y se ha marchado corriendo a su casa a ver cómo estaban su mujer y su hija.
– Tengo entendido que los padres primerizos se preocupan mucho. -Su voz seguía siendo serena-. Y él es un padre muy orgulloso. Me enseñó una foto. Tiene una mujer muy guapa y una niña preciosa. Es lógico que esté orgulloso de ellas.
– Entonces fue eso. Tocaste la foto. ¿Y?
Samantha se recostó en la silla con un suspiro.
– Y le dije que debía irse a casa y desenchufar la secadora hasta que alguien la revise. Porque podía provocar un incendio.
– ¿Cuándo?
– Hoy. -Samantha sonrió con sorna-. Su mujer seca la ropa por la tarde, cuando hay menos demanda de energía. Además, a la niña le gusta el ruido que hace, la ayuda a dormir. Pero secar la ropa hoy no sería buena idea. Así que se lo dije. Y aunque no quería creerme, espero que haya ido a desenchufar la secadora. Sólo por si acaso.
Llevaba algún tiempo vigilándola, de modo que conocía su rutina al dedillo. Sabía cuándo debía raptarla y cómo. A esas alturas, esa parte le salía casi automáticamente; podía llevarla a cabo como un autómata.
Aquello no era lo divertido. Ya no.
Lo divertido era esto, y estaba disfrutando aún más sabiendo que por fin todos los jugadores necesarios habían ocupado sus puestos y estaban alerta.
Había empezado a pensar que nunca se darían cuenta.
Pero ahora… ahora empezaban por fin a comprender, y aquellos largos meses de planificación, de movimientos cautelosos y calculados, habían puesto todas las piezas sobre el tablero de juego.
A decir verdad, estaba saliendo todo tan bien que se preguntaba si de veras habría un dios.
Canturreaba para sí mismo mientras comprobaba los sellos para asegurarse de que no había filtraciones. Los repasaba meticulosamente: se negaba a cometer errores.
Si cometía alguno, aquello no sería una verdadera prueba acerca de cuál de los dos era más listo.
Así que comprobó cada centímetro, cada detalle, y revisó una y otra vez el plan hasta que estuvo absolutamente seguro de que no había pasado nada por alto, de que no había olvidado nada ni cometido ninguna equivocación.
Sacó brillo al cristal y al metal hasta que no quedó ni el asomo de una huella dactilar, ni una mancha, pasó el aspirador por tercera vez y separó minuciosamente todas las juntas para limpiar cada componente por separado.
Encontrarían sólo los indicios que él quisiera que encontraran.
Al acabar, se retiró y observó la habitación mientras imaginaba cómo sería. Ella era dura, así que no creía que al principio se asustara. Lo cual convenía a sus propósitos.
Nada más descubrir que era el miedo lo que atraía a Jordan, había elegido sus cebos aún con mayor cuidado. Le gustaban los duros, los que no se asustaban fácilmente. Porque eso hacía aún más dulce el instante en que comprendían lo que iba a ocurrirles y lo desvalidos que se hallaban para impedirlo.
Aquélla, se dijo, sería una de las mejores. Cuando por fin se derrumbara, su terror sería extremo. Él ignoraba si Jordan podría sentirlo u olerlo, pero en cualquier caso le golpearía como un puñetazo en el estómago.
Estar tan cerca.
Haberse dejado robar a una víctima inocente delante de las narices.
Y empezar a comprender el juego.
– Dios mío, Sam.
– ¿Qué? ¿Qué querías que hiciera, Luke? ¿Ignorar lo que vi? ¿Dejar que la chica y el bebé murieran?
– Claro que no.
– Pues entonces. Le advertí con toda la calma y la discreción que pude, aunque fuera a bote pronto. Estoy segura de que a ti se te habría dado mejor disfrazar el origen parapsicológico de la información, con todo tu entrenamiento y tu experiencia en estas cosas, pero…
– ¿Quieres dejar de una vez ese rollo? Las normas no las inventé yo, Sam. No fui yo quien decidió que nada que oliera a ferias ambulantes o a espectáculos de medio pelo podría formar parte de la unidad. Pero ¿sabes una cosa? Para tu información, en eso estoy de acuerdo con Bishop. He tenido que vérmelas con muchos policías escépticos y duros de mollera como Wyatt Metcalf y he llegado a la conclusión de que tenemos que parecer serios y actuar como tales, si queremos tener siquiera la esperanza de que nos acepten por lo que somos y nos crean. Para poder hacer nuestro trabajo.
– No me cabe duda de que tienes razón. A fin de cuentas, sueles tenerla. -Samantha cerró el recipiente de la ensalada y lo apartó-. Ya no tengo apetito. No me explico por qué.
A Lucas le dieron ganas de dar media vuelta y marcharse, pero se resistió a aquel impulso. Apartó la otra silla y se sentó frente a ella.
– Por favor -dijo Samantha-, siéntate.
– Gracias, eso pensaba hacer. -Él mantuvo una voz firme-. ¿Crees que seremos capaces de hablar como dos personas racionales un minuto?
– Puede que un minuto. Aunque yo no pondría la mano en el fuego.
– Dios mío, Sam…
– Eso ya lo has dicho.
Lo que Lucas dijo a continuación fue algo que no quería ni pretendía decir.
– Nunca quise hacerte daño.
Samantha se echó a reír.
Él supuso que se lo merecía, pero ello no hizo que le fuera más fácil aceptarlo.
– Es cierto. Sé que no me crees, pero es la verdad.
– En realidad te creo. ¿Y qué?
Lucas no era hombre que se dejara sorprender fácilmente, pero tuvo que admitir, al menos en su fuero interno, que Samantha conseguía desconcertarle.
– Entonces, ¿podemos dejar de pelearnos?
– No lo sé. ¿Podemos?
– Santo cielo, qué terca eres.
– Esto no es una conversación imparcial.
– ¿Tengo que recordarte otra vez que estoy investigando una serie de secuestros y asesinatos?
– Estamos. Yo también estoy aquí, Luke.
– El hecho de que estés aquí es sólo… -Se detuvo y luego concluyó lentamente-:… una casualidad.
Samantha contestó.
– Una circunstancia azarosa. Una coincidencia.
Ella cogió su refresco y bebió.
Lucas sintió de nuevo ganas de levantarse y salir de la habitación, y esta vez estuvo a punto de obedecer aquel impulso. Pero respiró hondo, exhaló lentamente y añadió:
– La feria no está en Golden porque un circo acabara de pasar por el siguiente pueblo de vuestra ruta normal. Está en Golden porque tú querías que estuviera.
– Yo no quería estar aquí, Luke, créeme. De hecho, habría hecho casi cualquier cosa por no estar aquí ahora mismo. Pero los dos sabemos que algunas de las cosas que veo no pueden evitarse, es así de sencillo. Y, por desgracia para ambos, ésta es una de ellas. Es el chiste clave de esta broma cósmica. En esa visión en la que te veía jugando al ajedrez con el secuestrador, también me veía a mí misma detrás de ti. No puedes ganar la partida sin mí.
Lindsay se estiró lánguidamente y bostezó.
– Dios, ¿tenemos que volver a jefatura?
Metcalf miró su piel tersa, que conservaba aún el moreno casi dorado del verano, y alargó la mano para tocarla.
– Puede que alguien se extrañe si no regresamos de comer -comentó distraídamente.
– Mmmm. ¿De comer? Con estos almuerzos nuestros, he perdido ya cinco kilos.
– Podemos parar a comprar una hamburguesa en el camino de vuelta.
– Siempre dices lo mismo, pero a la hora de la verdad ninguno de los dos tiene hambre.
– Así que perdemos unos cuantos kilos y volvemos al trabajo relajados y sin estrés. Yo diría que eso es un estupendo descanso para comer.
Lindsay hizo ademán de alargar el brazo hacia él, pero vio el reloj de la mesilla de noche por encima de su hombro y gruñó:
– Llevamos fuera casi una hora.
– Soy el sheriff. Puedo llegar tarde.
– Pero…
– Y tú también.
Regresaron muy tarde a la comisaría y, en vista de que nadie decía nada, Lindsay comenzó a preguntarse si su aventura secreta era tan secreta como ella creía.
La gente parecía muy empeñada en no hacer comentario alguno.
Encontraron a Lucas y a su compañera en la sala de reuniones. Él se paseaba de un lado a otro con la energía reconcentrada de un gato enjaulado. Sentada a un extremo de la mesa, Jaylene lo observaba meditativamente.
– Disculpad -dijo Lindsay cuando entraron.
Lucas se detuvo y la miró.
– ¿Por qué?
– Por la comida. Llegamos tarde.
– Ah, eso. -Lucas reanudó su paseo-. No tengo hambre.
Jaylene señaló dos recipientes de poliestireno que había tras ella, sobre la mesa, y dijo:
– Le he traído algo, pero está un poco… preocupado.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Metcalf.
– No -dijo Lucas. Miró a Jaylene y añadió-: Nada ha cambiado.
Metcalf miró a Lindsay.
– ¿Eso ha sido una evasiva? A mí me lo ha parecido.
– No preguntes -le dijo Lucas-. No te gustaría la respuesta, créeme.
– Es por Samantha -dijo Jaylene-. Cree que estaba destinada a estar aquí, a involucrarse en la investigación. A ayudar a Luke a ganar la partida.
– Mierda -dijo Metcalf.
– ¿Ayudarle cómo? -preguntó Lindsay.
– Si lo sabe, no lo dice.
– No creo que lo sepa -dijo Lucas-. Sólo sabe que está involucrada en esto de algún modo.
– Lo que yo decía -les recordó el sheriff.
Lucas dejó de pasearse y se sentó en una silla.
– Involucrada en la investigación. De nuestro lado.
– De tu lado -murmuró Jaylene.
– ¿Hay alguna diferencia? -preguntó él.
– Puede que sí.
Él hizo un gesto vago con la mano, como si hiciera a un lado aquel comentario y dijo:
– El que Sam esté implicada no cambia el hecho de que no tenemos nada sobre lo que apoyarnos. Ninguna prueba, nada que identifique a ese tipo ni que nos ponga siquiera tras su rastro. Si ese canalla sigue su pauta habitual, ya estará en otro estado, planeando su siguiente secuestro.
Lindsay dijo:
– Pero Sam dice que su siguiente secuestro será aquí, en Golden. -Frunció el ceño-. Si damos por supuesto por un instante que tenga razón, ¿por qué iba a cambiar él su modus operandi precisamente ahora? Quiero decir que por qué planear dos secuestros en la misma zona. ¿No es buscarse complicaciones?
– Puede que esté buscando a Luke -respondió Jaylene-. Tal vez parte del juego consista en acabar colocándonos en nuestros puestos antes de que se consume el hecho. Sería la primera vez.
– Y es el único modo en que podría hacerlo -dijo Lucas lentamente-. Estamos aquí investigando su último secuestro, así que, si quería tenernos en el escenario de los hechos antes de actuar de nuevo, tiene que planear su siguiente secuestro en esta zona, mientras estamos aquí.
Jaylene miró el montón de archivos y fotografías que había sobre la mesa.
– Entonces… si nos ha hecho venir aquí antes del secuestro y esto forma parte del juego, en ese caso es al menos posible que nos haya dejado una… pista, a falta de una palabra mejor. Algo que ofrezca a Luke al menos una oportunidad de luchar contra él. Si no, el ganador del juego está predeterminado. Y no hay competición.
Metcalf arrugó el ceño.
– Odio admitir que Zarina tenga razón, pero ese comentario acerca de las mentes rotas tiene en parte su lógica. Es decir, ¿podemos esperar razonablemente que ese tipo juegue siguiendo algún tipo de norma?
– Jugará conforme a sus normas -contestó Lucas lentamente-. Tiene que hacerlo. Para él, la cautela y la meticulosidad han sido hasta ahora cuestión de honor, así que esto también lo será. Los juegos tienen sus reglas. Y él se atendrá a ellas. En nuestro caso, el truco consiste en… descubrir cuáles son.
– Lo cual nos devuelve a mi argumento -dijo Jaylene-. El secuestrador no puede esperar lógicamente que le sigas el juego a menos que las normas estén claras. Así que en algún momento tienen que estarlo. Puede que éste sea el momento. Y dado que no nos ha mandado una lista impresa, tienen que estar aquí. -Señaló los papeles diseminados sobre la mesa-. En alguna parte.
– ¿Hablas en serio? -preguntó Metcalf-. Eso sería como buscar una aguja en un pajar.
– El pajar no es tan grande -le recordó Lucas-. Después de un año y medio, tenemos muy pocas pruebas. Tenemos la causa de las muertes; tenemos informes forenses, pero sólo de los lugares donde se encontraron los cuerpos, nunca del sitio donde fueron asesinadas las víctimas; tenemos la declaración de la única superviviente, que sólo revela que hablaba con ella, que parecía inteligente y que, por utilizar sus propias palabras, «daba un miedo de cojones»; tenemos declaraciones de amigos, familiares y compañeros de trabajo de las víctimas; tenemos algunas pruebas físicas de escasa importancia, pelos y fibras que pueden o no pertenecer al secuestrador; tenemos las notas pidiendo el rescate, hechas con una impresora de inyección de tinta de una marca muy corriente… y nada más.
– Muchos papeles -dijo Lindsay-. Pero como pajar no es gran cosa.
– Sí, pero tiene que servir -puntualizó Jaylene-. ¿No? Él está aquí y nosotros también. Después de seguirlo durante un año y medio, por lo visto hemos alcanzado la siguiente fase del juego.
– Si es que Zarina tiene razón -les recordó Metcalf.
– Su nombre -dijo Lucas- es Samantha.
– Eso no es lo que dice en los carteles.
– Wyatt… -murmuró Lindsay.
– Es que no es lo que pone. Se hace llamar Zarina, ¿no?
– Sólo cuando trabaja -contestó Lucas-. Wyatt, por favor. En todo caso, el problema de dar por válida la predicción de Sam es que tenemos que esperar. No sabremos si el secuestrador sigue en esta zona a no ser que secuestre a otra persona. Ahora bien, podemos dar por sentado que ya se ha ido y esperar a que se denuncie un secuestro en algún otro lugar de la costa Este, o suponer que sigue aquí y que está a punto de raptar a su próxima víctima… y esperar a que eso ocurra.
– Nuestra parte del plan de juego apesta -comentó Metcalf.
– O -prosiguió Lucas- podemos esperar a que secuestre a alguien mañana por la noche o el jueves por la mañana, a Carrie Vaughn, si Sam tiene razón, y podemos invertir ese tiempo en intentar descubrir sus malditas normas y en vigilar muy de cerca a su víctima potencial.
– Ya sabemos una de sus normas -dijo Lindsay-. Cuándo secuestra a sus víctimas. Entre el mediodía del miércoles y el mediodía del jueves. ¿No?
Jaylene asintió con la cabeza.
– Exacto. Todas las víctimas fueron secuestradas durante ese lapso de veinticuatro horas.
– Regla número uno -dijo Lucas. Alargó el brazo para acercar un archivo-. Empecemos a buscar la número dos.
Miércoles,
26 de septiembre
Metcalf dijo escuetamente al entrar en la sala de reuniones:
– Carrie Vaughn tiene un inspector en el cuarto de estar y un coche patrulla a la entrada de su casa. Está a salvo. No está muy contenta, pero está a salvo.
Lucas miró su reloj.
– Falta poco para las doce de la mañana. Si ese tipo sigue en Golden y ha planeado otro secuestro tan pronto, hará su siguiente movimiento de aquí a mañana a mediodía.
– Si no nos hemos equivocado de regla -dijo Lindsay.
– Sí, si no nos hemos equivocado.
– Para vuestra información -dijo Metcalf-, he encerrado a Zarina en su cuarto.
Lucas frunció ligeramente el ceño, pero no levantó la mirada al decir:
– ¿Es una precaución sensata, desde tu punto de vista?
– Creo que sí. Y a ella no ha parecido importarle.
– Seguramente porque no la llamaste Zarina a la cara.
Metcalf se encogió de hombros y se sentó a la mesa.
– Todavía me sorprende que sus amigos de la feria no se hayan presentado aquí.
– Seguramente les dijo lo que pensaba hacer y les pidió que se mantuvieran al margen. Son un grupo muy unido. Harán lo que ella les pida.
– Casi parece que les respetas.
– Les respeto. Muchos de ellos han tenido que arreglárselas solos desde que eran unos críos y aun así han logrado ganarse el sustento sin quebrantar la ley ni hacer daño al prójimo. En mi opinión, eso los incluye en la lista de la gente decente.
Lindsay notó que a su terco amante no le hacía gracia oír aquello. Lo dicho por Lucas ponía rostro humano a blancos fáciles y hacía más difícil que Wyatt metiera a todos los feriantes en el mismo saco, bajo una misma etiqueta. También le hacía consciente de lo que se proponía, y ello, naturalmente, le irritaba.
Lindsay no pudo evitar sonreír con ironía, pero se limitó a decir:
– Supongo que hoy vamos a comer todos aquí. ¿Qué queréis? Iré a comprarlo.
Pasaron el resto del día entrando y saliendo de la sala, repasando los papeles una y otra vez y debatiendo acerca de los secuestros y los asesinatos anteriores. Sin llegar a ninguna conclusión.
Incluso lo que parecía una pista prometedora, el pañuelo que Samantha había recogido en la feria, resultó inútil, según el informe de Quantico. Fabricado en serie y vendido en cualquier establecimiento al por menor, el pañuelo contenía unas cuantas partículas de polvo, que sin duda se le habían adherido al caer al suelo, pero ningún indicio de secreciones humanas.
El técnico de laboratorio reconocía que había un leve rastro que contenía un residuo aceitoso todavía sin identificar, pero haría falta más tiempo para determinar qué era.
– Diez a uno -dijo Metcalf- a que resultará ser aceite de palomitas. Y hay… ¿cuántas?… por lo menos dos casetas en la feria que las venden.
– Cuatro, las noches de mucho jaleo -dijo Lucas con un suspiro.
– Otro callejón sin salida -murmuró Jaylene.
No había razón para que se quedaran en jefatura esa noche y sí para que descansaran mientras pudieran, de modo que mucho antes de medianoche decidieron poner fin a la jornada e irse a sus respectivas casas y habitaciones de hotel.
La mañana del jueves resultó ajetreada; numerosos avisos hicieron ausentarse a Metcalf y a Lindsay durante considerables periodos de tiempo, y Lucas y Jaylene se encontraron a menudo solos en la sala de reuniones.
– ¿Es una impresión mía -dijo él a eso de las diez y media- o el tiempo pasa muy despacio?
– Más que pasar, se arrastra. -Ella levantó la vista y lo miró pasearse de un lado a otro, lleno de nerviosismo, por delante de los tablones de anuncios en los que habían ido colgando la información y la línea temporal de los secuestros y asesinatos-. Y al mismo tiempo se nos agota. Si va a actuar esta semana…
– Lo sé, lo sé. -Lucas vaciló y luego añadió-: Tú hablaste con Sam esta mañana.
– Sí.
– ¿Y no tenía nada más que añadir?
– No. Pero está tan inquieta y susceptible como tú.
Lucas frunció el ceño y volvió a sentarse a la mesa de reuniones.
– Me pone enfermo saber que preferiría que ese tipo actuara de una vez e hiciera lo que se proponga hacer para que tengamos algo nuevo con lo que trabajar. No quiero que haya más víctimas, pero…
– Pero, si hubiera otra víctima, eso significaría que vamos por el buen camino. Más o menos.
– Sí. Maldita sea.
Metcalf entró en la sala y se sentó con un suspiro.
– ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco de repente? Es jueves, por el amor de dios, y cualquiera diría que es sábado por la noche. Accidentes de tráfico, allanamientos de morada, riñas domésticas… Y un cretino ha intentado robar uno de los tres bancos del pueblo.
– Sin éxito, supongo -dijo Lucas.
– Sí, pero no gracias a mis hombres. El tipo llevaba una pistola de bengalas. ¡Una pistola de bengalas! Me dieron ganas de pegarle un tiro sólo por una cuestión de principios. Y porque me ha fastidiado la mañana.
Jaylene se echó a reír.
– Cuánta acción para un pueblo tan pequeño -dijo-. Puede que las historias que cuentan los periódicos estén trastornando a la gente.
– Sí, vamos a echarles la culpa a ellos. -Metcalf suspiró-. Bueno, ¿habéis hecho algún progreso?
– No -contestó Lucas lacónicamente.
– Está un poco irritado -explicó Jaylene.
– ¿Y no lo estamos todos? -Metcalf levantó la vista con el ceño fruncido cuando uno de sus ayudantes entró y le entregó un sobre-. ¿Qué narices es esto?
– No sé, sheriff. Stuart me ha dicho que se lo diera. -Stuart King era el agente que ese día se ocupaba del mostrador de recepción.
Lucas miró por encima de la mesa mientras el agente se iba y Metcalf abría el sobre. Notó que un temblor agitaba los largos dedos del sheriff. Vio que su cara se ponía mortalmente blanca.
– Dios mío -musitó Metcalf.
– ¿Wyatt? -Al no obtener respuesta, Lucas se levantó de la silla y rodeó la mesa para acercarse al sheriff. Vio la carta impresa dirigida a Metcalf. Vio una fotografía. Miró la fotografía, consciente de la profunda impresión que se había apoderado de él.
– Dios mío -repitió Metcalf-, ese cabrón tiene a Lindsay.