10 El ruido de los pasos

Cuando dejé la oficina de los abogados de oficio, tenía la esperanza de dejar atrás también a Johnny Merton. No sabía con quién más hablar sobre Lamont Gadsden o Steve Sawyer. Busqué en algunas bases de datos legales y me alivió encontrar enseguida a Merton. Empezaba a pensar que ya no sabía buscar a la gente. El Martillo estaba en Stateville, cumpliendo condena de entre veinticinco años y cadena perpetua por homicidio, conspiración para matar y otros delitos demasiado horribles para hacerlos constar en un documento familiar.

Localicé al abogado de Johnny Merton. Si podía convencer al preso y a su abogado de que me dejasen formar parte del equipo legal de Johnny, tendría la oportunidad de verlo enseguida. En Stateville, un permiso para visitar a un recluso podía demorarse seis semanas o más.

El abogado se llamaba Greg Yeoman y tenía la oficina en la calle Cincuenta y uno. Así pues, Johnny había dejado los grandes bufetes de abogados del centro de la ciudad y había regresado a su base de operaciones para afrontar los problemas que lo acosaban en esta ocasión. Probablemente, el cambio tenía más que ver con sus ingresos que con su pensamiento político.

Redacté una carta para Johnny, con copia a Yeoman, y volví a concentrarme en otras indagaciones más acuciantes o, al menos, más lucrativas. Aunque estaba cansada después de una noche tan corta y un día tan largo, seguí trabajando hasta casi las siete para intentar ponerme al día con los papeles.

Estaba recogiendo para marcharme cuando sonó el timbre. Vi a mi prima en el monitor de vídeo y salí a recibirla. Elton Grainger también estaba allí, ofreciendo a Petra un ejemplar del periódico de los indigentes.

– Me salvó usted la vida, Vic. -Hizo una exagerada reverencia y me besó la punta de los dedos. Volvía a sostenerse en pie, pero olía a moscatel.

– ¿De veras? -A Petra se le iluminó el rostro. Tal vez me imaginaba delante de un francotirador o en alguna otra escena emocionante de Último aviso.

– No lo saqué de un edificio en llamas ni de un barco naufragado -expliqué secamente-. Se desmayó delante de mí y lo llevé al hospital.

– Me quedé inconsciente -me corrigió Elton-. Es el corazón. Los doctores dijeron que, si no hubiese recibido asistencia médica, habría muerto.

– Los doctores también dijeron que, si no deja de beber, quizá muera pronto, Elton. Y esta tarde he visto a la reverenda Lennon. Me ha comentado que le ha encontrado alojamiento.

– Pero yo ya tengo mi casa. Es particular y mucho más limpia y segura que esos albergues. Y después de estar tumbado dentro de un túnel en Vietnam con otros quince tipos, prefiero vivir solo. Así, nadie se me meará encima cuando esté a oscuras. ¿Ha estado alguna vez en un albergue? -preguntó, volviéndose a Petra-. Pues claro que no. Seguro que una joven como usted tiene unos padres que la cuidan, como tendría que haber hecho yo con mi hija pero, por una cosa o por la otra, no cumplí con ella.

Cerró los ojos, apretándolos con fuerza para ocultar una lágrima de borrachín, mientras Petra se apoyaba alternativamente en cada pie con aire nervioso. Elton ofreció el periódico a una pareja que había salido a correr y luego miró a Petra de nuevo.

– El problema de los albergues es que allí te roban hasta la camisa. Te duermes un minuto y te quitan los zapatos de los pies. Cuando no tienes casa, los zapatos son los mejores compañeros. Se camina mucho y hay que llevar unas buenas suelas bajo la planta de los pies, supongo que me entiende.

– ¿Dónde está su casa, Elton? -quise saber.

– Es un sitio privado y, si empiezo a decírselo a la gente, dejará de serlo.

– No se lo diré a nadie, ni siquiera a la reverenda, pero si no lo veo unos cuantos días seguidos, me gustará saber dónde buscarlo para saber si necesita atención médica otra vez.

– No es un lugar fácil de encontrar -Elton miró calle arriba y calle abajo-, por eso es un sitio tan bueno. Queda cerca del río. Bajando del autobús en Honore va a encontrar un camino. Y entonces verá una chabola, muy escondida, debajo del talud del ferrocarril. Pero no se lo cuente a nadie, Vic. Y su hija, tampoco.

– ¡Vic no es mi madre! -se rió Petra-. Somos primas. Pero le doy mi palabra de exploradora de que no diré nada.

Le di un dólar a Elton y cogí el periódico.

– Volveré dentro de diez minutos con un emparedado para usted -le dije.

– Que sea de jamón con pan de centeno, mayonesa, mostaza y sin tomate y le estaré eternamente agradecido, Vic.

El hombre cruzó la calle con pies ligeros en dirección a un café donde había gente sentada en las mesas de fuera.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le pregunté a Petra-. ¿Has vuelto a dejarte las llaves dentro de casa?

– Iba para casa, he visto que tu coche aún estaba en el aparcamiento y he pensado que podrías dejarme tu ordenador un rato. Una media hora, tal vez. Mientras vas a comprarle el emparedado.

– ¿En la campaña de Krumas os han dejado sin conexión a internet?

– No, pero quiero poner al día mis asuntos particulares y la red inalámbrica que utilizaba en mi casa ha desaparecido.

– ¿Has estado robando la señal de un vecino?

– La señal está ahí, eso no es robar -dijo con vehemencia.

Estaba demasiado cansada para discutir y, en realidad, no me importaba. Le di el código que tenía que teclear para abrir la puerta y me aseguré de no haber dejado ningún documento confidencial en el escritorio.

– Acuérdate de apagar las luces cuando salgas, ¿vale? La puerta exterior se cerrará automáticamente, no debes preocuparte de eso.

Me dedicó su sonrisa más grande y radiante y me dio las más efusivas gracias.

– ¿De veras salvaste a ese Elton? ¿Le salvaste la vida?

– Quizá -respondí, avergonzada-. No lo sé. Lo llevé al hospital, pero tal vez se habría recuperado solo. El alcohol le perjudica. Y luchó en Vietnam, lo cual ignoraba hasta que lo recogí de la acera la semana pasada. La guerra destroza la mente de la gente.

– Sí, lo sé. Estrés postraumático. Lo estudié en psicología.

– ¿Brian tiene algún plan para los veteranos?

– Pues claro que lo tiene. -Petra asintió con solemnidad, sintiéndose responsable de su candidato-. Tiene que ser presidente. Cuando Barack Obama termine su mandato, quiero decir, pero si conseguimos que lo elijan senador, hará todo lo que pueda por las personas como Elton.

Había algo en su juventud, en su solemnidad y su fe en Brian Krumas, que me hizo sentir nostalgia de mi propia juventud. Le di un rápido abrazo y fui a comprarle el emparedado a Elton.

Al día siguiente, empecé el baile con el abogado de Johnny Merton. No había en la actitud de Greg Yeoman nada que inspirase confianza, pero traté de proceder cautelosamente. Él era el conducto que me llevaría a entrevistar al jefe de los Anacondas. Cuando me encontré con Yeoman en su despacho del South Side, actuó como alguien que conocía los entresijos del mundo de las bandas y que haría de intermediario por un precio.

– No voy a pagar por el privilegio de hablar con Johnny. Lo único que quiero saber es si accedería a hablar conmigo. Y habida cuenta de las dificultades para las visitas en Stateville, sería mucho más fácil que él me dejara entrar como parte de su equipo de abogados. De esa forma, podríamos reunirnos más fácilmente y hablar con una mínima confidencialidad.

– Sí, señora detective, pero ese tipo de encargos cuesta dinero. Si quiere ver a Johnny enseguida, convendría que usted y yo nos hiciéramos amigos.

Oh, sí, hacernos amigos. Un eufemismo que se utiliza en Chicago para el soborno.

– Al fin y al cabo, los Anacondas aún tienen presencia en la calle y a usted no le gustaría que corriera la voz de que está amenazando a Merton -añadió Yeoman.

– Pero si eso ocurriera, yo sabría adónde acudir en busca de ayuda, ¿no es cierto? -le dediqué una dulce sonrisa.

Él esbozó una que daba a entender lo satisfecho que se sentía de que una mujercita comprendiera lo poderoso que era.

– Si Johnny se entera de que somos amigos, no creo que se llegue a eso, pero no puedo ayudarla a cambio de nada.

– Entonces, esperemos que no se llegue a eso. Y, por supuesto, Lamont Gadsden era muy amigo de Johnny años atrás, cuando protegían al doctor King. A Johnny no le gustaría saber que su propio abogado le impide ayudar a la madre de Lamont en la búsqueda de su hijo desaparecido. -Me puse en pie para marcharme-. Mire, escribiré a Johnny y le pediré que me incluya en su lista de visitas. Si él está dispuesto a darme credenciales de letrada, todo será más fácil. A fin de cuentas, sigo siendo abogada. Pero usted no tendrá que hacer un trabajo que no quiere hacer, así que, no se preocupe. Lo pondré todo por escrito.

Yeoman me miró de una manera que hizo que me alegrara de encontrarme cerca de la puerta, pero dijo que no había ninguna necesidad de tomarse las cosas de una manera tan literal y que cuando fuera a Stateville, el lunes, hablaría con Johnny.

– En ese caso, puedo enviarle esta carta sin corregir ni cambiar nada. -Le tendí una copia de la misiva que había escrito a su cliente. No le dije, por supuesto, que Johnny era la última persona que había visto a Lamont con vida. Me limité a explicar que estaba investigando, contratada por Della Gadsden y su hermana Claudia, y que, dado que Johnny conocía a todo el mundo en West Englewood, esperaba que pudiera darme los nombres de algunas personas con las que hablar.

De regreso a la oficina, me detuve en A medida para sus pies. El hombre al que había visto en mi primera visita barría la acera de nuevo, cantando entre dientes. Tan pronto me vio, sus ojos se agrandaron de pánico y corrió hacia la tienda como una bala.

Cuando entré en el local, lo vi agarrado al delantal de cuero de Curtis Rivers.

– Viene a hacerme daño. Quiere cortarme la virilidad -decía el tipo.

– No, Kimathi, no lo hará porque yo no voy a permitírselo. -Curtis dobló el periódico bajo el brazo y llevó al despavorido individuo a una especie de trastienda.

– ¿Qué le ha dicho a Kimathi para asustarlo tanto? -me preguntó Rivers al regresar, mirándome enfurecido.

– Nada. -Yo estaba atónita-. Me vio y salió corriendo a refugiarse aquí. ¿De qué tiene miedo?

– Si no lo sabe, no le importa en absoluto, así que deje de hacer preguntas, no es cosa suya. ¿Qué quiere, realmente, señora detective Warshawski? ¿A quién protege, a quién quiere hacer daño, a quién encubre?

En la tienda no había nadie más. Me senté en uno de los pequeños taburetes que había junto al tablero de ajedrez.

– ¿A qué viene eso? Ya le dije lo que quería y a quién buscaba. ¿Por qué cree que mis objetivos son otros?

– Bien dicho. La indignación del inocente. Estoy impresionado.

Entrelacé los dedos debajo de la barbilla y lo miré fijamente.

– Usted protege a ese tipo que ronda por su tienda. Me gustaría convencerlo de que no estoy aquí para hacer daño a nadie.

Rivers descargó un golpe con el periódico en el pequeño espacio que nos separaba.

– No puede convencerme.

– Pero empiezo a pensar que sabe adónde fue Lamont Gadsden hace tantos años. ¿Es su madre la que lo ha enojado a usted? Es una mujer difícil, lo sé. ¿Existe algún secreto de los viejos tiempos que yo desconozca?

– Me parece que he dicho más de lo que usted necesita saber. -Se puso en pie y pasó al otro lado del mostrador.

– Rose Hebert lo vio entrar en el Waltz Right Inn después de que Lamont lo hiciera con Johnny Merton, la noche antes de la gran nevada. Ésa fue la última vez que sus conocidos lo vieron con vida.

– ¡Sé que miente! -Golpeó el mostrador con un puñado de herramientas-. ¿Rose Hebert en el Waltz Right Inn? Ahí se ha pasado, señora.

– Si escuchase con más atención, no sacaría conclusiones precipitadas -repliqué con una sonrisa de mis finos labios-. Yo no he dicho que la señora Hebert estuviera en el bar. He dicho que lo vio entrar. Igual que vio que Lamont y el Martillo entraban unos minutos antes; lo vio, deseando poder participar de los buenos momentos como todos los demás.

Rivers sostenía unas tenazas y las hizo saltar de una mano a la otra, tomándome la medida. Al menos, parecía darle vueltas a lo que yo había dicho.

– No voy a contradecir la palabra de una dama, y mucho menos la de una dama tan santificada como la señorita Ross, pero en aquella época yo iba mucho por el Waltz Right Inn y veía a Lamont casi todas las noches. La víspera de la nevada no destaca en mis recuerdos, señora detective.

– ¿Tiene miedo de Johnny Merton? No me extraña. A mí también me asusta. Entre Della Gadsden y él, no sé quién me pone más nerviosa.

– Quizás usted se asuste más fácilmente que yo y haya una razón para ello.

– ¿Y qué hay de Steve Sawyer? Sé que lo condenaron por homicidio pero él también desapareció. No hay historial suyo en el sistema penitenciario. ¿Es él la persona a la que trata de proteger?

La ira de su rostro era pasmosa. Separé las cuerdas cargadas de bolsos e intenté caminar con naturalidad, sin que se me notara que me temblaban las piernas. Me había olvidado del silbato del tren y, al abrir la puerta y oírlo, trastabillé del susto.

Me crucé con una mujer que llevaba un par de mocasines gastados en la mano.

– A mí también me pone nerviosa ese ruido -dijo.

Traté de sonreír, pero la furia de Rivers hizo que me temblaran los labios. Conduje despacio hasta la oficina, evitando la Ryan. No me sentía con la firmeza suficiente para enfrentarme a una flota de camiones rugiendo a mi alrededor.

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