Rose abrió la puerta luciendo otro recatado vestido, en esta ocasión un modelo camisero azul marino con pequeños lunares blancos. Me miró con un destello de nerviosismo.
– ¿Ha averiguado algo de Lamont?
Resultó doloroso decirle que no y ver que la expresión apagada y triste volvía a adueñarse de su rostro.
– Necesito consejos, o ideas, sobre Johnny Merton o Curtis Rivers.
Rose soltó una carcajada de desprecio hacia sí misma.
– No sé nada de la vida. De ese modo, es imposible que me haya hecho alguna idea sobre esos hombres.
– Usted se subestima, señora Hebert -le dije con dulzura-. No tengo noticias que darle, pero he hablado con esos dos hombres y también con personas que conocían a Steve Sawyer. Se me ha indicado que tal vez Lamont delatara a Sawyer, que llevara la policía hasta él, que dijera que Sawyer era el asesino de Harmony Newsome.
– ¡Oh, no! Yo… Oh…
La campana de la casa empezó a sonar a su espalda y se volvió temerosa hacia el pasillo.
– Quiere saber quién ha venido, por qué me entretengo tanto.
– Aunque tenga noventa y tres años -dije, agarrándola por la muñeca para que bajara los escalones de piedra-, todavía tiene edad para aprender a controlar la frustración. ¿Dónde podemos sentarnos a hablar que usted se sienta cómoda?
Echó un vistazo a la casa pero finalmente murmuró que había una cafetería en Langley donde desayunaba antes de volver a casa al salir del turno de noche del hospital. Fuimos en mi Mustang hasta el restaurante de los Trabajadores de Pullman, donde las camareras saludaron a Rose, llamándola por el nombre, y me miraron con evidente curiosidad. Rose pidió café y tarta de arándanos y yo tomé un trozo de tarta de ruibarbo para acompañarla.
– No sé por dónde empezar -murmuró después de que nos sirvieran-. Es todo tan enrevesado… Steve, Harmony… Eso no me lo creo. Pero aun en el caso de que hubiera matado a la chica, Lamont… Oh, Lamont y Steve eran amigos íntimos, se habían criado juntos… Lamont no lo habría delatado nunca a la policía.
– ¿Vivía Harmony en el mismo barrio que usted?
– Sí, en la misma calle, un poco más arriba, pero su familia iba a una iglesia baptista de la que papá decía que no era una iglesia verdadera. Y eran ricos. El señor Newsome era abogado. Y el hermano de Harmony estudió en una escuela de leyes y luego fue profesor en una facultad del este. Harmony fue a la universidad de Atlanta y allí se involucró en el movimiento de los derechos civiles y, luego, cuando volvió a casa para las vacaciones de verano, dio charlas sobre ello al grupo de jóvenes de su iglesia y también habló en muchas otras iglesias de la zona, pero no en la de papá, porque él cree que las mujeres no tienen que hablar en la iglesia, como dice san Pablo. Y además, cree que los fieles de las parroquias no deben participar en las manifestaciones callejeras. Nuestro lugar son los bancos de la iglesia.
Se inclinó sobre el café y lo removió con tanta fuerza como si atacara a su padre, o a su propia vida.
– Esto no debería decirlo, pero yo estaba muy celosa de Harmony. Era muy bonita. Iba a una universidad elegante, Spelman, mientras yo tenía que escatimar en todo a fin de ahorrar para la escuela de enfermería. Y ella tenía a todos los chicos hechizados. Cuando me enteré de que había muerto, mi primera reacción fue de alegría.
Pasé la mano por encima de la mesa y le estreché la suya.
– Sus celos no la mataron -dije.
– Todos los chicos la seguían -levantó los ojos un instante con la cara contraída de dolor-, incluso los que venían a nuestra iglesia y, por eso no creí nunca que Lamont me quisiera de veras. Supongo que pensó que yo era una presa fácil, una chica grande y fea a quien nadie más quería. Si no podía conquistar a Harmony, tendría que conformarse conmigo. Pero no creo que ninguno de los chicos la matara, ni siquiera por celos, como dicen que hizo Steve. Harmony no salió nunca con él ni con ninguno de los chicos del barrio. Por lo que sé, sólo estaba enamorada del movimiento, ni siquiera salía con ningún universitario de Atlanta o alguien de su mismo entorno.
– Steve y Lamont, ¿acudieron a la manifestación de Marquette Park?
– Papá ordenó a los fieles de la iglesia que no acudieran, pero Steve y Lamont no le hicieron caso. Johnny Merton participó en el trato que el doctor King hizo con las bandas. Aquel verano, no se pelearían y, a cambio, proporcionarían protección en los recorridos de las manifestaciones.
Respiró hondo, recordando, y luego siguió hablando en voz muy baja.
– Papá se enfadó mucho. No soportaba que se cuestionara su autoridad. Cuando Steve y Lamont hicieron lo que Johnny quería, no lo que decía el pastor, los expulsó de la congregación. Fue un domingo realmente terrible y, después de la iglesia, papá me dijo que, si volvía a hablar con Lamont Gadsden, mi alma corría el peligro de condenarse. Aun así, cuando tenía que ir a la tienda o a algún recado, tomaba una ruta que me llevara por delante de su casa, o del Carver's Lounge, donde se juntaba con los otros Anacondas para jugar al billar… -Se interrumpió.
Aquella mañana, George Dornick me había contado que Lamont había delatado a Steve y que él y el detective Alito recibieron el soplo. Recordé la cara curiosa con que me había mirado cuando se lo había preguntado. Quizá lo había delatado el pastor Hebert, furioso con sus dos fieles, pues quería que la policía se hiciera cargo de ellos.
– ¿Estaba muy enojado su padre con Steve y con Lamont? -le pregunté a Rose de repente-. ¿Como para entregarlos a la policía?
– ¡Qué insinuación tan terrible! ¿Cómo se atreve siquiera a pensar algo así? -Separó la silla de la mesa-. ¡Papá es la persona más santa del South Side!
¿Igual que Tony había sido el mejor poli del South Side? Las hijas, ¿éramos siempre así, siempre dispuestas a saltar en defensa de nuestro padre incluso cuando las evidencias estaban en contra?
– Señora Hebert -dije, mirando su rostro ruborizado-, lamento haber hablado de una forma tan contundente. No tenía que haber dicho el primer pensamiento que me pasaba por la cabeza. Dice que no cree que Lamont fuese informante de la policía y que, ciertamente, su padre no lo era. ¿Quién, entonces?
– ¿Tiene que ser el uno o el otro? -Se retorció los dedos.
– No. Puede ser alguien de quien yo ni siquiera haya oído hablar, un miembro poco importante de los Anacondas. Sin embargo, he ido a Stateville a ver a Johnny y éste finge que no ha oído hablar nunca de Lamont. Eso me lleva a pensar que… Bueno, siento tener que darle de nuevo las ideas sin digerir de mi mente pero…
– ¿Cree que Johnny mató a Lamont? Eso mismo me pregunté yo cuando desapareció. Pero me cuesta encontrar un motivo… A menos que Lamont delatara a Steve… Sí, eso podría ser un motivo… Pero…
Sus palabras se retorcían con la misma agitación que sus dedos.
– Pero… de ese Johnny Merton yo no me creería nada. Y, sin embargo, montó una clínica en nuestro barrio y consiguió que el gobierno diera a nuestros niños la misma leche que daba en las escuelas de los blancos. Cuidaba a su niñita como si fuese una joya. Dayo… Así la llamaba Johnny. Y aquello también enfureció a papá porque era un nombre africano. Significa «llega la alegría». Papá me habría mirado y habría dicho «se marcha la alegría» -soltó una seca carcajada-, así que, ¿qué demonios hago defendiéndolo?
– ¿Dónde estaba su madre, cuando era pequeña? -inquirí.
– Mamá murió cuando yo tenía ocho años. Viví un tiempo con mi abuela, pero era una mujer de mal corazón. Y, en cualquier caso, papá me quería en casa para poder controlarme.
Pagué las tartas y el café y llevé a Rose en coche a su casa. Durante el breve trayecto, intentó secarse la cara con un pañuelo de celulosa. Su padre no podía verla con aquel desasosiego.
– Pensará que está relacionado con el sexo. A mi edad, con la vida que llevo, todavía cree que voy por ahí teniendo relaciones sexuales con hombres.
– Pues a por ello -le dije con malicia, deteniéndome delante de su casa-. No es demasiado tarde, ¿sabe?
Me miró asustada, casi temerosa.
– Es usted una mujer muy extraña. ¿Dónde voy a encontrar a un hombre que me mire dos veces?
Mientras se apeaba del coche, le formulé la última pregunta.
– Por cierto, ¿sabe dónde está ahora Steve Sawyer? Me parece que Curtis Rivers y Merton lo saben pero no quieren decirlo.
– No. -Sacudió la cabeza-. Estuvo en la cárcel mucho tiempo y sé que Curtis lo visitaba. Pero, por lo que he oído, tal vez murió en prisión. No espere que Curtis me lo diga. Le gusto tan poco como usted. Cree que, cuando estábamos en el instituto, yo siempre corría a contarle historias a papá y eso no me lo perdona.
Dudó unos instantes y volvió a inclinarse hacia el coche.
– Usted sabe escuchar y se lo agradezco mucho. Me gustaría expresarle mi gratitud.
– Eso es bueno, me alegro de ello. -Yo sabía escuchar porque necesitaba que me contara cosas, un pensamiento que me avergonzó de tal manera que añadí-: Llámeme cuando quiera, hable conmigo. La escucharé.
Subió los peldaños con pasos pesados y los hombros caídos. «Nadie te mirará con amor, ni siquiera con lascivia, si caminas tan doblada», pensé, pero eso no necesitaba decírselo.
Di media vuelta y cogí la autopista. Era la hora punta de la tarde y la Ryan era una vía tan rápida como una tortuga. Estaba detenida en un paso elevado sobre el canal Sanitary cuando sonó el móvil. Pensé que los riesgos de hablar mientras se conduce no se extendían a hacerlo estando parada y, cuando la mujer que hablaba al otro lado del hilo me dijo que era la secretaria del juez Coleman y que iba a pasármelo, casi golpeé el coche que tenía delante.
– ¡Juez! Gracias por devolverme la llamada. Me gustaría pasar a verle para hablar de un viejo cliente suyo.
– Podemos hacerlo por teléfono. La otra noche te dije que dejaras en paz a Johnny Merton.
– No me refiero al Martillo, juez -apreté los dientes-, sino a uno de sus primeros clientes.
No dijo nada.
– El homicidio de Harmony Newsome. ¿La recuerda?
Se quedó tan callado que lo primero que pensé fue que la conexión se había cortado. Alguien tocó el claxon detrás de mí. Delante, se había abierto un espacio de metro y medio. Avancé, mirando la grasienta superficie del canal. El tiempo era cálido y húmedo y el aspecto del agua hacía pensar que todas las personas asesinadas en Cook County en el último siglo se habían podrido allí dentro.
– ¿Qué es todo este interés por la historia antigua, Warshawski?
Pensé bien mi respuesta. Si hubiese podido entrevistarme con Coleman en persona, habría llevado la transcripción del juicio y habría intentado que llenara todos los huecos que había en el expediente. ¿Por qué no había averiguado el nombre del chivato, por qué permitió que se diera la habitual confabulación entre la policía y el fiscal del Estado sin plantarles cara? Sin embargo, por teléfono no tenía forma de presionarlo.
– El nombre de Steve Sawyer aparece una y otra vez en la investigación de una persona desaparecida que estoy haciendo, pero él también ha desaparecido. En realidad, después del juicio no hay ningún documento sobre él. Esperaba que conservase sus notas antiguas. Intento averiguar a qué prisión lo enviaron.
– El juicio fue hace cuarenta años, Warshawski. Lo recuerdo, fue mi primer caso importante. -Rió por lo bajo al otro lado del hilo-. En ese juicio aprendí mucho, pero no sigo el rastro de todos los delincuentes que pasaron por la Veintiséis con California el tiempo que trabajé allí.
– Claro que no, juez -había llegado por fin al otro lado del canal-, pero la transcripción suscita un interesante número de cuestiones procesales.
– ¿Por qué has leído la transcripción? -quiso saber.
De todas las preguntas que podía haber formulado, aquélla era la más extraña.
– Buscaba pistas de Steve Sawyer, juez. Fue emocionante ver allí el apellido de usted. Y el mío también. Mi padre fue el policía que practicó la detención.
Los teléfonos móviles no proporcionan una buena recepción, pero me pareció que respiraba hondo, casi como si contuviera una exclamación.
– Si tienes preguntas sobre el juicio, pregúntale a tu padre.
– Lleva años muerto, juez, y no creo en las sesiones de espiritismo.
– Cuando trabajabas en los juzgados, eras una señorita sabelotodo, Warshawski, y me parece que no has cambiado nada. No estoy en deuda contigo, pero aun así voy a decirte que, por tu propio bien, dejes descansar esa historia en los archivos. Merton, Newsome, el chico que la mató. Déjalos en paz.
Cortó la llamada antes de que pudiera darle las gracias. Mejor. No habría podido contener la rabia de mi voz mucho más tiempo.