4 Una cliente de mil demonios

Durante la cena con Lotty, le conté que había rescatado a Elton y cómo había aparecido Karen Lennon en mi vida.

– Max sabe más que yo sobre los centros que dependen del hospital y el personal que trabaja en ellos -respondió cuando le pregunté si conocía a Karen Lennon y el Lionsgate.

Max Loewenthal, amigo y amante de Lotty desde hacía mucho tiempo, era el director ejecutivo del hospital Beth Israel y pertenecía al consejo de administración de la empresa propietaria. Lotty me llamó al día siguiente con la respuesta: «Lennon forma parte del comité ético de Beth Israel. Max dice que es muy joven, pero que la considera muy sensata. En lo que se refiere a la pregunta de si existen fondos discrecionales, tenemos todo tipo de fondos insólitos para fines insólitos, pero no tenemos ninguno para pagar detectives privados a fin de que busquen a los hijos desaparecidos de los residentes de nuestra institución. Tú verás lo que haces, querida.»

Podría -debería- haberme olvidado de Karen Lennon y de sus ancianas pero, a fin de cuentas, Lennon había intervenido para ayudar a Elton. Al cabo de tres días, cuando encontré un hueco en la agenda, recorrí Roosevelt Road y pasé por delante de los monstruosos edificios que el gigante hospitalario del South Side estaba edificando, hasta llegar a Lionsgate, una construcción algo desvencijada. Era un edificio de quince pisos, cuyas dos plantas superiores ocupaban pacientes con alzheimer y demencias varias; el resto eran apartamentos y zonas de residencia. ¡Qué manera tan triste de vivir, pensé, sabiendo que un día el ascensor podía llevarte a las alturas y que ya sólo volverías a bajar metido en el ataúd!

El vigilante de seguridad de la puerta me encaminó a la oficina de Karen Lennon. El lugar era tan laberíntico que me perdí un par de veces y tuve que preguntar. Por lo menos, todo el mundo parecía saber dónde estaba la reverenda, lo cual significaba que estaba haciendo un buen trabajo con los miembros de su comunidad.

Lionsgate Manor estaba limpio, pero habían pasado muchos años desde que viera la última reforma. La pintura de las paredes estaba desconchada y en el agrietado suelo de linóleo se veían las marcas dejadas por las sillas de ruedas y los bastones. En los pasillos había pocas bombillas fundidas o que faltasen, pero la dirección usaba las de menos potencia, de modo que, incluso en un radiante día de verano, el aire tenía un tono verde deslustrado, lo cual me hizo sentir como si estuviera en el fondo de un océano sucio.

Cuando llegué por fin a su oficina, Lennon hablaba con una mujer mayor que ella, una empleada del centro, pero terminó la conversación al momento y se puso en pie para acompañarme al apartamento de Della Gadsden.

Mientras nos dirigíamos al ascensor, le mencioné a la reverenda el nombre de Max Loewenthal y su rostro resplandeció.

– Hay muchos directores ejecutivos que sólo piensan en los beneficios. Max sabe que el hospital sólo existe porque su misión es aliviar el sufrimiento humano.

Nos detuvimos en la novena planta y Lennon me llevó por el pasillo con paso veloz. Mientras caminábamos, me advirtió de que las maneras de la señorita Della podían parecer bruscas.

– No se lo tenga en cuenta. Como ya le dije en su oficina, ha pasado por situaciones muy duras y, a veces, adopta una actitud grosera como forma de protección.

Karen Lennon llamó a la puerta del apartamento y, al cabo de unos minutos, después de oír los pasos pesados de alguien que caminaba con bastón y el chirrido de la cerradura, se abrió la puerta.

La señorita Della era una mujer alta y, pese al bastón, se sostenía erguida como un palo. Sola en casa a media tarde, todavía llevaba calcetines y un vestido azul marino de corte austero.

– Ésta es la señora Warshawski, señorita Della. Ha venido a hablar con usted sobre su hijo.

La señorita Della inclinó la cabeza una décima de segundo, pero hizo caso omiso de la mano que yo le tendía.

– Llámeme luego y cuénteme qué tal se llevan. -Karen dejó aquel comentario suspendido entre la señorita Della y yo. Después de unas cuantas preguntas sobre el estado de la «señorita Claudia», la reverenda se marchó.

Tan pronto entré, supe que los comienzos serían difíciles. La habitación era diminuta y estaba atestada de recuerdos de la vida de la mujer: mesas y estanterías repletas de figuritas Hummel, jarros de porcelana, animales de cristal y una gran cabeza de bronce de Martin Luther King. Tropecé con una mesa inestable y rocé un retablo de gacelas y cebras de porcelana. No se cayó nada, pero la señorita Della gruñó entre dientes y añadió en voz alta: «Como un elefante en una cacharrería». Sólo una mesita redonda cerca de la cocina estaba libre de objetos frágiles, pero la señorita Della tenía en ella el cesto de las labores, un trasto enorme de mimbre del que salían agujas de tejer como si fueran las púas de un puercoespín.

A cada lado del televisor, colgados en la pared, había sendos retratos de Martin Luther King y Barack Obama, y entre las figuritas había textos religiosos enmarcados. «Durante los momentos difíciles y de sufrimientos, cuando sólo veías las pisadas de unos pies. Yo te llevaba en brazos», leí. «Intentaré vivir todos los días que Él me mande / al servicio de los fines de mi Compasivo Señor.»

Los mensajes parecían no guardar mucha relación con el tono duro y algo grosero de la señorita Della, pero en la soledad de su casa tal vez fuera más suave y dócil. Me señaló una silla de madera junto a las púas de puercoespín y acercó otra para sentarse delante. Cuando quise ayudarla, me lanzó una mirada que habría podido rajar la tapicería, al tiempo que me indicaba que tomara asiento.

Los primeros minutos sólo ofreció unas respuestas muy lacónicas a mis preguntas.

– Me han dicho que busca a su hijo.

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Lamont Emmanuel Gadsden.

– ¿Cuántos años tiene?

– Sesenta y uno.

– ¿Y cuándo lo vio por última vez, señora Gadsden?

– El veinticinco de enero de 1967.

La sorpresa me dejó muda. No era de extrañar que Karen Lennon no hubiese querido contármelo. Eso no era llevar desaparecido mucho tiempo, sino llevar desaparecido dos vidas.

Al cabo de un rato, pregunté a la señorita Della si lo había buscado en el momento de su desaparición y la anciana asintió con tristeza, pero no añadió nada más.

– ¿Qué hizo para buscarlo? -pregunté tratando de contener un suspiro de exasperación.

– Hablamos con sus amigos y éstos dijeron que se había esfumado, sin más. -Encajó las mandíbulas, pero al cabo de un momento las aflojó para añadir-: Esos amigos no me gustaban. Abordarlos fue difícil y se mostraron muy poco respetuosos, pero creo que decían la verdad.

– ¿Y en 1967 denunció la desaparición?

– Fuimos a la policía. Allí nos presentamos, dos buenas cristianas con nuestras mejores ropas de los domingos, y nos trataron como si fuéramos esclavas salidas de una plantación.

– Mi padre era policía -le espeté.

– ¿Y eso qué significa? -La señorita Della movió las mandíbulas alrededor de los dientes postizos como si rumiara-. ¿Que los policías son hombres honrados y agradables que se ponen de pie y dicen «¿En qué puedo servirla, señora?», cuando una negra entra en comisaría pidiendo ayuda?

– No, señora, claro que no -repliqué en voz baja-. He creído que sería mejor decírselo de entrada por si lo descubría más tarde y pensaba que le había ocultado algo.

La señorita Della apretó los labios en una expresión de amargura bien ensayada. Razón no le faltaba. Imaginé la escena: la comisaría del distrito de South Side en 1967, cuando los comentarios racistas estaban a la orden del día y casi todos los polis eran blancos. Mi padre, sin embargo, no había sido de ésos. Cada vez que alguien considera que todos los policías son unos cerdos o unos brutos, me pongo belicosa. No obstante, discutir con los clientes no es una buena táctica.

– Habla en plural. ¿Usted y quién más?

– Mi hermana. Vino a vivir conmigo después de que falleciera mi marido. Por entonces, Lamont tenía trece años y siempre he dicho que fue a esa edad cuando empezó a descarriarse. Mi hermana lo mimaba demasiado y el chico perdió el rumbo. Pero ha llovido mucho desde entonces. Ahora, mi hermana está enferma, tan enferma que no vivirá mucho, y desea saber qué le ocurrió a Lamont. Sólo es por esa razón que voy a abrir esa caja después de tanto tiempo. La reverenda Karen dice que tiene usted muy buenas referencias. -En la voz de la señorita Della no había nada que indicase que hubiera depositado la menor confianza en las palabras de Karen Lennon.

– Muy amable por su parte. ¿Le ha hablado de mis honorarios?

La señorita Della se puso en pie con esfuerzo. Cruzó despacio el laberinto de muebles hasta un aparador. Con un sonoro gemido, se inclinó para abrir un cajón y sacó una pequeña caja de caudales, que abrió con una llave que llevaba colgada al cuello de una cadena.

– El seguro de vida de mi hermana. Tiene un valor nominal de diez mil dólares. Cuando fallezca, le pagaré lo que no haya gastado en el funeral. A menos, claro, que encuentre a Lamont. Entonces, el dinero será de Lamont y podrá hacer lo que le apetezca con él.

Me tendió la póliza para que leyera la página de declaraciones. Claudia Marie Ardenne había suscrito una póliza con la Aseguradora Ajax. Lamont Emmanuel era el beneficiario y Della Anastasia Ardenne Gadsden figuraba como la sucesora de su hijo. Fue un momento horrible, pues experimenté la sensación de ser una necrófaga a la espera de darse un festín de los restos de su hermana. Estuve a punto de levantarme y marcharme, pero algo en la expresión de mi posible cliente me hizo notar que esperaba una reacción o incomodarme tanto que renunciara a mis honorarios.

Saqué un bloc de notas y empecé a anotar los escasos detalles que pudiera ofrecerme. Quién era el pastor de su iglesia cuando Lamont era chico. Quién fue su profesor de física, el que pensó que el chico prometía y tenía que ir a la universidad.

– ¿Y sus amigos? -pregunté-. ¿Esos que a usted no le gustaban?

– No recuerdo cómo se llamaban. Han pasado cuarenta años.

– Ya sabe cómo son estas cosas, señorita Della; a veces, los nombres vuelven a la memoria a medianoche. -Sonreí blandamente para darle a entender que sabía que me mentía-. Si los recuerda, anótelos y llámeme. Y el último día que lo vio, ¿qué hacía, adónde iba?

– Fue a la hora de cenar. No venía a casa a cenar con frecuencia, pero allí estaba, comiendo sopa y leyendo el periódico. En aquella época había un diario vespertino y lo leyó de cabo a rabo mientras mi hermana y yo charlábamos. Y, de repente, dejó el periódico y se encaminó a la puerta sin despedirse. «¿Eso es lo que haces? ¿Cenar y ni siquiera dar las gracias por la comida?», le pregunté. Claudia siempre pensó que yo era demasiado dura con Lamont, pero a mí no me cabía en la cabeza que no hubiera aprendido modales. No tenía trabajo y allí estábamos Claudia y yo: yo, montando teléfonos en una fábrica; Claudia, limpiando lo que los blancos ensuciaban. ¡Y Lamont pensaba que vivíamos para servirlo!

Hizo una pausa y respiró con dificultad, reviviendo el resentimiento que no se había suavizado en cuarenta años.

– Así que -continuó-, aquella noche, cuando dije lo que dije, me besó los dedos e hizo algún comentario sarcástico sobre la «deliciosa cena» antes de salir, con aquella chaqueta fina que llevaban en aquella época todos los chicos modernos. Al día siguiente, cayó la gran nevada. Al ver que no volvía a casa, creíamos que se había refugiado en algún sitio. Con aquella chaqueta, no habría sobrevivido a la ventisca.

Oh, sí, la gran tormenta de nieve del sesenta y siete. A la sazón, yo tenía diez años y me pareció un cuento de hadas invernal. Cayeron sesenta centímetros de nieve y, en algunas partes, la ventisca la amontonó hasta la altura de las azoteas de los edificios. La nieve cubrió brevemente las manchas amarillas de la carrocería del coche y de las paredes de la casa, debidas a los humos de las acererías, y lo pintó todo de un blanco resplandeciente. Para los adultos, fue una pesadilla. Mi padre se quedó aislado en comisaría casi dos días y mi madre y yo tuvimos que abrir un camino en la acera para llegar hasta la tienda de comestibles. Las acererías, por supuesto, no cerraron y, al cabo de una semana, las acumulaciones de nieve se veían sucias, viejas y deprimentes.

– Nos empezamos a preocupar al cabo de dos días. -La voz dura de la señorita Della me trajo de vuelta a su salita de estar-. Sólo entonces pudimos salir a preguntar, pero nadie lo había visto.

Le pedí una foto del muchacho y la señorita Della pareció sobresaltarse. A mí me había sorprendido que entre los lemas enmarcados y las fotos del doctor King, Malcolm X y otros líderes negros no hubiera ninguna de su familia.

– ¿Para qué la quiere?

– Si tengo que buscarlo, necesito saber cómo era hace cuarenta años. Puedo escanear la foto, envejecerla y hacerme una idea de su apariencia con sesenta años.

La señorita Della volvió al aparador y hurgó en su interior hasta sacar un álbum de fotografías. Lo hojeó despacio y extrajo una foto de un joven negro vestido con la toga amarilla de su graduación de la enseñanza media. Llevaba el pelo muy corto, al estilo de aquella época anterior a los peinados afro. Miraba a la cámara muy serio, con ojos duros y tristes.

– Ahí fue cuando se graduó del instituto. Aunque ya había empezado a darse a la mala vida, lo obligué a seguir yendo a clase hasta que terminó la secundaria. Las demás fotos son de cuando era pequeño y cosas así. Quiero que me la devuelva. Y en el mismo estado en que se la he prestado.

Metí la foto en una funda de plástico y la guardé en una carpeta. Le dije que se la devolvería a finales de semana, después de hacer unas cuantas copias y unas pesquisas preliminares.

– Pero no quiero que su hermana crea que esto será fácil. No garantizo nunca los resultados. Y, en este caso, tal vez terminemos en tantos callejones sin salida que ustedes no quieran continuar.

– Pero usted espera cobrar sus honorarios aunque no lo encuentre.

– Sí. Igual que la reverenda espera su recompensa aunque no pueda garantizar que le salvará el alma -repliqué con una radiante sonrisa.

La señorita Della me miró con recelo:

– ¿Y cómo sabré que no la está engañando? A mi hermana, me refiero. Y a mí.

Asentí. Tenía derecho a saber.

– Les daré un informe por escrito. Usted, o la reverenda Lennon, pueden hacer comprobaciones in situ para saber si mi informe se ajusta a la realidad de lo que he investigado. Pero si no me dice los nombres de los amigos de su hijo, podré hacer muy poco.

Al cabo de un minuto, cuando me marché, oí que se cerraban todos los cerrojos de la puerta en orden inverso. Me quedé en el pasillo, deprimida ya con la investigación que tenía por delante.


EN AUSENCIA DE LA DETECTIVE I


– Hola, señorita Della. Hoy su hermana se ha pasado una hora en la silla. Mañana intentaremos que se ponga en pie -dijo la auxiliar de enfermera con una radiante sonrisa-. ¿Ha venido a darle la cena? Hoy está cansada porque ha trabajado mucho en su terapia.

La señorita Della asintió pero no dijo nada. Claudia, la belleza de la familia… Resultaba duro verla en aquel estado. Que Claudia estuviera en la cama, incapacitada para moverse o hablar, llevando pañales como un gran bebé, ¿era un castigo que las dos habían recibido? El reverendo Hebert diría que sí, pero la reverenda Karen discreparía. La reverenda Karen decía que Dios no es un viejo enfadado que impone castigos como el alcaide de una cárcel o como un capataz.

– Pero es como si lo fuera, Señor -murmuró la señorita Della, que no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que la auxiliar le preguntó:

– ¿Qué ha dicho, señorita Della?

Últimamente, cada vez le ocurría con más frecuencia que hablaba en voz alta sin percatarse de ello. No era un delito, ni siquiera un pecado, sólo una molestia, una de las muchas que conllevaba envejecer.

La auxiliar llevó una bandeja de comida blanda a la habitación de Claudia. La televisión estaba encendida, como si las pacientes necesitaran un parloteo de fondo las veinticuatro horas del día. La mujer que compartía habitación con Claudia restregaba la punta de la manta entre los dedos, mirando al frente con expresión vacía. Claudia dormía y emitía unos pequeños ronquidos. Llevaba el pelo sucio, advirtió con tristeza la señorita Della, preparando su lista de quejas a la encargada de la sección. Aquel cabello negro, cómo se le rizaba y se le movía de joven, y así había sido hasta la mediana edad, cuando se le volvió canoso y decidió cortárselo. Se lo había dejado al estilo afro, una corona de suaves rizos canosos, mientras que Della se entregaba a una vida de férrea disciplina, sometiendo sus cabellos a la química y a los hierros calientes una vez al mes.

Della se sentó a la izquierda de su hermana. En la mitad izquierda del cuerpo todavía tenía sensibilidad y movimiento. La mano derecha de Claudia se veía tersa y joven, seguía siendo la de la hermosa muchacha de la que Della había estado celosa hacía tantos años, pero la mano izquierda estaba tan nudosa y torcida por la edad como la de Della.

– Hoy ha venido la detective -dijo Della-. Se ha llevado una foto de Lamont y ha dicho que preguntará a la gente, que hará pesquisas. ¿No te alegra saberlo?

Claudia apretó la mano de Della:

Sí, gracias, me alegra de veras saberlo.

– Quizás encuentre a nuestro chico. Y si lo hace, ¿qué ocurrirá?

– Oio y amagura -Claudia hablaba con dificultad-. Oio y amagura siempe mal, Dellie-. Te estuirá.

Le costaba mover los labios para formar las consonantes. La terapeuta la hacía trabajar con ellas todo el día pero, por la noche, cuando estaba con su hermana, se relajaba y las decía como mejor le salían.

Odio y amargura. Siempre mal, te destruirá. Della sabía que estaba diciendo aquello porque lo había dicho infinitas veces en los ochenta y cinco años de vida que llevaban juntas. La reverenda Karen creía que entre Della y Claudia había un don especial de empatía que permitía a Della comprender a su hermana, pero sólo se debía a la costumbre. Subió la cama de Claudia con la manivela y la ayudó a comer una pequeña albóndiga de carne, unas cuantas cucharadas de puré de patatas y un mordisco de un llamativo flan de gelatina.

– Acias, Dellie. -Claudia se recostó y Della se quedó sentada a su lado hasta que su hermana le soltó la mano y se durmió.

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