El domingo por la tarde, fui a Lionsgate Manor para reunirme con la señorita Claudia. Estaba harta de que tanto su hermana como Karen Lennon me dieran largas acerca de cuándo estaría en condiciones de hablar conmigo.
La recepcionista del edificio me mandó a la planta de ancianos dependientes, donde la jefa de enfermeras me indicó que habían llevado a la señorita Claudia al jardín de la azotea. También me advirtió de que cada vez estaba más débil y desorientada. Aquella mañana, no había podido ir a la iglesia y se había pasado casi todo el día durmiendo.
– Los domingos, como no hay terapia, me gusta que los pacientes con embolias o demencias varias tengan la oportunidad de salir del edificio. Aunque le parezca que reacciona poco a sus preguntas, probablemente comprenda más de lo que usted piense. ¿Es usted de los servicios sociales?
– No. Intento encontrar a su sobrino, Lamont, porque ella me lo ha encargado.
– Eso es muy bondadoso -la jefa de enfermeras me dio unas palmaditas en la mano-, muy bondadoso por su parte. Se pasa la vida hablando de él, al menos lo que entiendo de lo que dice.
El «jardín» lo componían unos diez o doce árboles en macetas y todo el recinto estaba cerrado con una valla baja. La institución había hecho cuanto había podido con su apretado presupuesto: parterres con flores y algunas verduras que se encaramaban a la valla, grandes sombrillas que daban un aire casi alegre al lugar, como si fuera una terraza donde tomar unas copas, y, en un rincón, debajo de un toldo, había un televisor que transmitía el partido de los White Sox.
Dos mujeres trabajaban con los tomates y los pimientos de uno de los parterres. Otro grupo de mujeres se había congregado alrededor de un gatito y todas trataban de atraerlo hacia ellas. La auxiliar que me llevaba a la señorita Claudia explicó que de vez en cuando traían animales como forma de terapia.
– El gatito se quedará a vivir aquí, pero tenemos que ir con cuidado. Estas ancianas se sienten tan solas que se enzarzan en terribles peleas por quién se llevará el gatito esa noche a su habitación, así que el gatito duerme en las dependencias de la reverenda Lennon. Para las terapias, es más fácil traer perros, porque las mujeres entienden que los perros tienen que vivir en el exterior.
La señorita Claudia estaba en un rincón umbrío, dormitando en la silla de ruedas. Su hermana se había sentado cerca y tejía. Incluso teniendo en cuenta la mala salud de Claudia, las dos mujeres no parecían en absoluto hermanas: la señorita Della, alta, delgada, erguida y estirada; su hermana menor, más redonda y dulce. Aunque estaba devastada por la enfermedad, la señorita Claudia todavía tenía un rostro regordete debajo de su canoso pelo afro y alrededor del ojo izquierdo, su ojo bueno, se veían las arrugas de la sonrisa.
Cuando la auxiliar se inclinó sobre la señorita Claudia y le dio una leve sacudida para despertarla, la señorita Della me miró con una horrible majestuosidad.
– Hoy mi hermana no se encuentra nada bien. Tenía que haber llamado antes de venir a molestarla de este modo.
– Ya sé que no se encuentra bien -dije, tratando de no dejarme llevar por el mal genio-. No quiero desaprovechar la oportunidad de hablar con ella. Eso es todo.
La auxiliar hablaba en voz alta y alegre con la señorita Claudia, como si fuera un bebé al que le ofreciera una golosina, y le decía que tenía visita y que era hora de que despertase de la siesta. La señorita Claudia tenía en el regazo una gran Biblia con la encuadernación roja gastada y descolorida en los bordes por donde la había sujetado tantos años, y de repente la Biblia cayó al suelo. De él salieron puntos de libro con versículos anotados que se esparcieron alrededor de la silla.
– Iblia -gritó la señorita Claudia-. Caído… No…
Me agaché para recogerlo todo y metí los puntos de libro en la primera página. Las tapas eran gruesas y estaban abombadas, como si hubiesen sufrido humedad.
– Siempre se te cae esa cosa grande -dijo la señorita Della con dureza-. ¿Por qué no la dejas en el apartamento y llevas encima una que sea pequeña y más manejable?
– No. -El ojo izquierdo se le llenó de lágrimas-. Siempre conmigo.
Acerqué una silla a su lado izquierdo y deposité la Biblia en su regazo para que pudiera tocarla.
– Señorita Claudia, me llamo V.I. Warshawski… Vic. Soy la detective que busca a Lamont.
– ¿…tive? -dijo volviendo la cabeza hacia mí y pronunciando las sílabas con dificultad.
– Sí, es la detective -respondió la señorita Della en voz alta-. Es la señora que se queda con nuestro dinero pero que no encuentra a Lamont, así que, si te dice por qué no puede dar con él, tal vez te olvides de la idea.
Tomé la mano izquierda de Claudia y la sostuve entre las mías. Le expliqué, lo más despacio y claramente que pude, con quién había hablado y qué había averiguado, o no había averiguado, sobre su sobrino. Ella parecía seguirme, o al menos seguir una parte de lo que decía, intercalando algunas sílabas de vez en cuando, como si intentase repetir los nombres que yo citaba.
– He buscado a Steve Sawyer -dije-. Era amigo de Lamont. La noche en que Lamont se marchó de casa, estuvieron juntos.
– ¿Tive no? -La señorita Claudia frunció el ceño.
– ¿No quiere una detective? ¿Desea que deje de trabajar en el caso?
– ¡No, no! -Sacudió la cabeza-. Busque a Mont. Hablo mal. Teve… Ssssteve… no nombe.
– Cree que Steve no es su nombre. -La señorita Della esbozó una sombría sonrisa al ver mi confusión-. Pero por supuesto que lo es.
– ¿Qué ocurre? -pregunté a la señorita Claudia.
– No cuerdo. No Teve.
La auxiliar trajo un vaso de zumo de manzana y yo se lo sostuve a la señorita Claudia para que bebiera.
– ¿Rose sabrá su nombre?
La anciana sonrió agradecida con el lado izquierdo de su cara.
– Ose. Amaba a Mont.
Sí. Rose había amado a Lamont.
– ¿Conocía a otros amigos de Lamont?
Claudia sacudió la cabeza despacio.
La dejé descansar un par de minutos y luego le pregunté si se acordaba de Harmony Newsome. El ojo bueno de Claudia brilló y entonces intentó hablarme de Harmony y el barrio. No entendí mucho de aquel batiburrillo de sílabas salvo que el padre de Harmony era abogado. Creo que la anciana quería decirme que el hombre tenía dinero y podía costearle a la hija la carrera universitaria, pero no lo supe seguro.
Cuando llegué a la muerte de Harmony y le recordé a la señorita Claudia que Steve Sawyer había sido condenado por haberla matado, saqué a relucir lo que George Dornick me había dicho.
– ¿Cree que Lamont le dijo a la policía que Steve Sawyer había matado a Harmony Newsome?
– No, Mont no. Teve amigo, niños, escuela, amigos. Mont buen chico. No malo, buen chico. -De su ojo bueno brotaron nuevas lágrimas.
– ¿Ve lo que ha hecho? -dijo la señorita Della con una suerte de sombría satisfacción-. Mi hermana no puede ayudarla. Tiene que marcharse, señora detective. Deje de molestarnos.
Antes de que pudiera dar rienda suelta al enfado -ella me había contratado, no había sido idea mía ir hasta Stateville o ser insultado por Curtis Rivers en las últimas semanas-, la señorita Claudia dijo:
– No. Della. Busque a Mont. -Me dio unas palmadas en la mano con la suya buena-. Mont no Conda. Johnny amigo sí, Conda no. Se va, da… -Se atascó con la palabra y, finalmente, cogió la Biblia y me la mostró. Los puntos de libro cayeron de nuevo al suelo.
– Mont… Della da bibia a Mont, él me la da a mí. Se va, ve a Johnny, éste dice «guárdala, sitio seguro». -Cerró los ojos y se debatió con las palabras-. Guardo. Si Mont viene, se la doy.
– La noche que se marchó de casa, ¿le dijo que iba a ver a Johnny?
– Sí -respondió.
– ¿Y le dio esta Biblia y le dijo que se la guardara, que ya se la llevaría otra vez cuando volviera a casa? -traduje.
La mujer sonrió aliviada de que la hubiera entendido pero no intentó seguir hablando. Cogí los marcadores y los metí en la Biblia. Antes de devolvérsela, pasé las gastadas páginas para ver si Lamont había dejado algo dentro.
– Haré todo lo que pueda por usted, señorita Claudia -le prometí.
Me apretó de nuevo los dedos con su débil mano y, cuando sonrió, vi a la hermosa mujer que había sido antes de la embolia. La señorita Della fruncía el entrecejo más que nunca pero, cuando me marché, me sentí más optimista respecto al caso. No porque tuviera buenas ideas sobre cómo enfocarlo sino porque entendía cuánto significaba para la señorita Claudia encontrar a su sobrino.
Aquella noche, después de hablar con Rose, mi optimismo se desvaneció. Rose no sabía qué quería decir Claudia con eso de que Steve Sawyer no era el nombre del amigo de Lamont.
– Pues claro que se llamaba Steve. Tal vez, en ambientes más formales, se hacía llamar Steven, pero no entiendo lo que ha querido decir la señorita Claudia.