En mi oficina, encontré un papel en el que Petra había escrito GRACIAS, con rotulador y en grandes letras mayúsculas, y al que había pegado con cinta adhesiva una gran galleta de la cafetería del otro lado de la calle. El ingenuo mensaje me hizo sentir algo mejor, aunque le di la galleta a Elton, que volvía a deambular por allí.
También encontré un mensaje de la agencia de empleo temporal en el que me decían que me habían buscado a una tal Marilyn Klimpton, que cumplía con los requisitos, incluido el conocimiento del manejo de las bases de datos legales. Empezaría al día siguiente. La noticia fue todo un alivio.
Con todo, lo único que de verdad me habría hecho sentir mejor habría sido comprender por qué Rivers se había enfurecido tanto conmigo. Pasé el resto del día tratando de averiguar más sobre él y Sawyer. Mi primera búsqueda había sido superficial, y esta vez profundicé más en bases de datos que no eran gratuitas. No podía cargarle aquellos gastos a la señorita Della, pero necesitaba saber qué se ocultaba tras la rabia de Rivers.
No encontré nada que vinculara a ninguno de los dos conmigo. Rivers había servido en el Ejército desde mayo de 1967 hasta julio de 1969 y había pasado el año en Vietnam casi al principio de ese periodo. Había estado casado y su mujer había muerto hacía tres años. No habían tenido hijos. Tenía una hermana y dos hermanos que vivían en el área metropolitana de Chicago. Anoté sus teléfonos en el expediente que había hecho del caso. Rivers no había estado nunca detenido y sus hermanos no tenían relación con nadie cuya detención yo hubiera propiciado, al menos durante los últimos seis años. Amy Blount había creado una base de datos de todas las personas con las que yo había tratado durante ese tiempo, por lo que resultaba fácil buscar el nombre y la dirección de Rivers para ver si aparecía en mis casos más recientes.
Cuando agoté la Red, saqué las cajas que me había traído de mis tres años en la oficina de los abogados de oficio. La mayor parte del material se había quedado en el local que tenían en la Veintiséis con California pero, cuando vacié las cajas encima de mi gran mesa de trabajo, mis notas y expedientes todavía formaban una abultada y ordenada pila. Sería imposible comprobar todos aquellos informes de casos viejos, pero saqué las fichas que tenía sobre Johnny Merton. El nombre de Curtis no aparecía ninguna vez, ni tampoco el de Steve Sawyer.
Llamé a un amigo que tenía contactos en la Fiscalía del Estado y pregunté si podían localizar una transcripción del juicio de Sawyer. Y sí, sabía lo que me costaría conseguir una copia, y sí, estaba dispuesta a pagarlo.
Volví a meter todos los papeles en las cajas e intenté concentrarme en otros trabajos. Cuando ya recogía para marcharme, me llamó mi amigo de la Fiscalía del Estado.
– No hay registros de Steve Sawyer en 1966 o 1967, pero en aquellos tiempos reinaba un cierto desorden. ¿Sabes la fecha exacta del juicio?
Miré las notas que había tomado en la biblioteca de la universidad.
– La víctima se llamaba Harmony Newsome, pero desconozco la fecha del juicio.
Me prometió que, a la mañana siguiente, echaría otro vistazo. Inmediatamente después de colgar, llamó mi prima Petra.
– ¡Vic, me salvaste la vida, dejándome utilizar tu ordenador! ¿Has encontrado la galleta? ¿Recuerdas que, la semana próxima, el tío Sal y tú vais a asistir a una fiesta de recogida de fondos? Tengo que hacer una lista con los nombres, ya que es posible que venga el presidente.
– Sí, por supuesto. Tu tío Sal cuenta los minutos que faltan para la fiesta. Warshawski. Uve doble, a…
– Sí, sí, lo sé. Es como Washington montado en un rickshaw practicando el ski. ¿Cómo crees que aprobé el primer grado? Era la única niña del colegio que sabía lo que era un rickshaw.
Nos reímos las dos y, cuando colgué, me sentí mejor. Quizás el señor Contreras tenía razón. Tal vez tenía que parecerme más a mi prima y aprender a seducir.
Al día siguiente, aparté por completo de mi mente todo el caso Gadsden. Aquella noche, Lotty y yo cenaríamos juntas, como hacíamos una vez por semana. Llegué un poco tarde, ya que un trabajo me había llevado a los tribunales de DuPage County y el tráfico de regreso a la ciudad era, como siempre, muy denso. Cuando Lotty abrió la puerta de su apartamento, me extrañó oír voces de fondo. No me había dicho que hubiese invitado a alguien más.
Max Loewenthal estaba en el balcón que daba a Lake Shore Drive y al lago Michigan. Karen Lennon y él tenían en la mano sendas copas de vino. La reverenda se reía de algo que él decía.
– ¡Ah, Victoria! -Max se acercó a darme un beso. Desde mi regreso de Italia no habíamos coincidido-. Cuánto me alegro de verte de nuevo y de encontrarte tan revigorizada después del viaje.
Aquello era típico de Max. Yo me sentía tan revigorizada como unos dientes de león que llevasen un mes en un jarro. Me sirvió vino. Lotty no bebe, a excepción de alguna esporádica copa de coñac con propósitos medicinales, pero Max guarda buena parte de su bodega en el apartamento de ella. Charlamos, saboreamos el echézeau y, entretanto, Lotty calentó el pato que había comprado en una tienda de comida para llevar cercana al hospital.
Max conoce muy bien Italia. Durante la cena, hablamos de los vinos del Torgiano y de los frescos de Piero della Francesca en Arezzo. Cuando describí el teatro de Siena donde mi madre había estudiado y cantado, Lotty y Max se enzarzaron en una discusión sobre la representación de Don Carlos que habían visto allí, en 1957.
Después, con el café, Max fue directo al grano.
– Esta tarde he visto a Karen en una reunión del comité ético y, al decirme que necesitaba hablar contigo, le he pedido a Lotty que la invitara a cenar con nosotros.
– No es que ponga objeciones, pero no soy una persona tan difícil de encontrar. ¿O es que la señorita Della te ha pedido que pongas veneno en mi plato? -Después de la cena Karen y Victoria habían empezado a tutearse.
Karen había bebido su parte del fuerte borgoña y se rió con más hilaridad de la que mi comentario merecía.
– Creo que, ayer por la mañana, tú y ella tuvisteis desavenencias.
– Si quieres llamarlo así… Está molesta conmigo porque intento encontrar a uno de los amigos de su hijo y yo estoy molesta con ella porque obstruye la investigación y me impide ver a su hermana.
– Creo que a la señorita Claudia le gustaría hablar contigo si pudiera pronunciar bien las palabras y hacerse entender. Ella también se peleó con su hermana después de que hablara contigo, y debió de ser por lo de ese amigo de Lamont. Por eso quería verte cuanto antes y hablar contigo de ese hombre.
– ¿Has encontrado a Steve Sawyer? -no pude disimular la sorpresa.
– No, pero uno de mis proyectos es participar en el Comité para la Abolición de la Pena de Muerte y la presidenta es una monja dominica llamada Frankie…, Frances Kerrigan. Quizás ella sepa algo.
– No creo que le cayera la pena de muerte, pero tal vez fuese ejecutado y no haya registros.
Quizá fuera por eso por lo que Curtis Rivers se había puesto tan furioso.
– No, no. -Karen sacudió la cabeza-. Hoy es mi día de andar corriendo de un lado a otro de Chicago haciendo buenas obras… Pena de muerte por la mañana, comité de ética del hospital por la tarde… Acabo de ver a la señorita Della, por eso la tengo tan presente. Y mientras esperábamos a que llegase el resto del grupo, le dije a Frankie lo frustrada que me sentía por haberte implicado en el caso y lo imposible que era entender qué le ocurría a la señorita Della. Frankie me hizo algunas preguntas al respecto por cortesía, es lo que hace la gente cuando la ve a una preocupada, pero cuando supo que el caso estaba relacionado con la época de la lucha por los derechos civiles, le picó la curiosidad. Y resulta que ella estuvo en Marquette Park el día que mataron a esa muchacha, a la chica por cuya muerte arrestaron a Steve Sawyer.
– ¿Qué? -Me quedé tan asombrada que derramé café encima de la servilleta de lino de Lotty.
– Sí. Frankie fue realmente una punta de lanza del South Side. Su familia vivía en Gage Park y, cuando ella se interesó por los derechos civiles, su padre se enfureció, pero su madre la apoyó en silencio. Fue entonces cuando descubrió su vocación de monja. Eran tan valientes, esas hermanas… Y aún lo son, ciertamente. Frankie vive y trabaja en una cosa llamada Centro Libertad Aguas Impetuosas.
– Harmony Newsome -la interrumpí, tratando de que la conversación siguiera su rumbo.
– Perdona, sí. Frankie estuvo en Selma con Ella Baker y se manifestó con King y los otros líderes en Chicago. Y estaba con Harmony Newsome cuando mataron a la chica. ¿No te parece increíble?
– Es extraordinario. ¿Y qué…? ¿El asesino…? ¿Lo vio?
– Ignoro lo que sabe de todo eso. Lo único que me ha dicho es que la detención de Steve Sawyer siempre la preocupó y que quiere hablar contigo de ello.
Bombardeé a Karen con preguntas. ¿Por qué a la monja le había preocupado la detención? ¿Había presenciado el asesinato? ¿Había mantenido contacto con Sawyer?
– Pregúntale a Frankie -dijo Karen, alzando las manos-. Yo no sé nada de eso.
Max se echó a reír y dijo:
– Victoria, rara vez te veo cuando trabajas, pero ahora comprendo por qué tienes tanto apego a ese perrazo tuyo. Eres como un perro cobrador que intenta que salte la liebre, ¿sabes?
Me uní a las risas generales y a los esfuerzos de Lotty para llevar la conversación a otros temas. Max trajo una botella de armagnac e incluso Lotty bebió un poco. Nos quedamos charlando hasta muy tarde, resistiéndonos a abandonar la calidez de la mesa de Lotty y a volver al mundo de frío, indigencia y desesperación en el que Karen y yo trabajábamos.
– Le he conseguido una habitación individual a tu amigo sin techo, pero no se ha presentado y me ha extrañado. No fue fácil encontrarle esa habitación. Las viviendas de renta baja desaparecen más deprisa que la selva pluvial.
– Has sido muy amable y te agradezco el esfuerzo, pero parece ser un tipo que tiene alergia a la gente, de modo que prefiere correr el riesgo de vivir en la calle.
Llegamos a su coche. Mientras montaba, comenté lo colmada que estaba su vida, el trabajo en Lionsgate, con los indigentes, contra la pena de muerte…
– ¿No te relajas nunca?
– ¿Y tú? -replicó con descaro-. A excepción de tu periplo italiano, das el callo por la mañana, por la tarde y por la noche.
Solté una carcajada pero, mientras recorría las dos manzanas que me separaban de mi coche, me di cuenta de que tenía razón. En aquellos tiempos, no estaba teniendo precisamente una buena vida.