No conocía ninguna forma de entrar en mi edificio que no llamara la atención. La salida que da a la calle trasera sólo se abre desde dentro y las ventanas están a cuatro metros del suelo. Tendría que entrar por la puerta principal.
A aquellas horas de la madrugada, todos los bares y cafés de moda de la zona estaban cerrados. La cafetería de enfrente abriría al cabo de unas horas, pero, en aquellos momentos, la cristalera relucía como un lago negro a la luz de las farolas.
Avancé cautelosamente calle abajo, pistola en mano. No vi a nadie, pero si había profesionales realizando vigilancia, tal vez lo hicieran a distancia. No tenían por qué estar en la calle.
Una rata saltó de un cubo de basura y estuve a punto de gritar. Tuve que detenerme y frenar la oleada de pánico que me había invadido. Sin embargo, no pude contener un pequeño grito. Pasó un coche que dobló a la izquierda por Cortlandt. Le faltaba una luz trasera. Dornick parecía el tipo meticuloso que no te permitiría trabajar para él si a tu coche le faltaba un piloto. ¿O quizás utilizaba un coche como aquél para que pensara que no me estaba espiando?
O quizás… ¡Basta! La Era del Miedo te vuelve loco. Respiré hondo, crucé la calle e introduje el código nuevo en la almohadilla de la puerta. El mecanismo del cierre resolló, como era habitual, y sonó con fuerza en el silencio nocturno. Sin embargo, ya estaba harta de miedo y me dediqué a abrir la puerta con audacia, haciendo una pausa bastante larga entre los números que tecleaba, de modo que si alguien había utilizado un spray ultravioleta, no podría saber cuáles abrían la puerta. Encendí las luces sin preocuparme de que iluminaran la calle y delatasen mi presencia.
La zona de mi oficina todavía tenía un precinto policial en la puerta, pero lo rompí y me sumí en el caos de mi despacho. Por un momento, al ver de nuevo el desorden y la confusión, las fuerzas me flaquearon. Hice un débil intento de arreglar un poco las cosas, metiendo los cajones de nuevo en el escritorio y devolviendo los mapas a las estanterías, pero el caos era tal que me sentí abrumada. Me pregunté a quién podría contratar para que me ayudara, ya que la agencia temporal se había distanciado de mí a la velocidad de la luz.
Intenté recordar la fecha en que Petra había estado en la oficina para utilizar el ordenador, pero sólo tenía una vaga idea. Había sido unas dos semanas antes de la fiesta de recogida de fondos de Navy Pier. Bajé un programa que buscase todos los sitios internet visitados durante esas semanas.
Mientras el programa se ejecutaba, me arrodillé a recoger papeles del suelo. Los agrupé en un montón y los dejé encima del sofá. Uno de los documentos era la transcripción del juicio de Steve Sawyer. Lo hojeé para buscar el nombre de mi padre, pero la palabra Lumumba saltó ante mis ojos.
«Lumumba tiene mi foto», había dicho Steve Sawyer en el estrado.
Lumumba: Lamont, en el código secreto de los Anacondas. Lamont tenía la foto de Sawyer. ¿Qué significaba eso? ¿Era una manera críptica de decir que Lamont lo había delatado? ¿O quería decir que esperaba que Lamont testificara a su favor? Como si decir «Lamont tiene mi foto» significase que Lamont lo apoyara.
Me pregunté si Curtis Rivers interpretaría… ¡Curtis Rivers! Me di una palmada en la frente. Nombres africanos. Kimathi. Así había llamado Rivers al hombre que barría la calle frente a su tienda. Mientras mi programa de búsquedas de internet se ejecutaba, abrí otra ventana del navegador y busqué Kimathi.
Dedan Kimathi, un líder rebelde de Kenia de los años cincuenta. Con una suerte de pavor nervioso, introduje el nombre en las bases de datos del sistema penitenciario de Illinois. Ahí estaba: enero de 1967, condenado por el asesinato de Harmony Newsome, había cumplido cuarenta años y había salido libre en enero del año pasado. No se había beneficiado de la reducción de condena por buena conducta, y se lo aislaba a menudo por episodios violentos sin especificar. Desde que había salido en libertad, vivía en Seventieth Place, en la misma dirección que A medida para sus pies.
Miré la pantalla un buen rato, recordando la furia de Rivers cuando le pregunté dónde podía encontrar a Steve Sawyer y el desdén del Martillo Merton al formularle la misma pregunta.
Tenía el cerebro congelado. No podía concentrarme en esos viejos Anacondas o en las necesidades de la agonizante señorita Claudia. Si Petra no hubiese desaparecido, habría corrido a la tienda de Curtis Rivers y habría esperado hasta que apareciera Kimathi Sawyer. Y entonces los habría convencido enérgicamente de que me contaran lo que le había ocurrido a Lamont Lumumba, pero Petra me fragmentaba la mente y me minaba la energía.
Cerré la ventana del navegador. El programa de búsquedas había terminado, compilando más de mil URL para los diez días que había elegido. Hice avanzar el texto que aparecía en la pantalla, asombrándome de la gran cantidad de tiempo que había pasado en internet.
Tardé unos veinte minutos en encontrar dónde había estado Petra, pero una vez lo logré, seguirla fue pan comido. Había actualizado sus páginas de MySpace. Pero no se había registrado como Petra Warshawski. Su página se llamaba «La Chica de la Campaña».
Tuve que crearme un perfil de MySpace para poder ver el de Petra. Me registré con el nombre completo de Peppy, Princesa Sheherezade of DuPage, e incluso creé una cuenta de correo para ella. Empecé a comprender por qué a la gente le gustaba utilizar aquel sitio. El proceso de inventar una biografía y unos intereses de Peppy, la música que escuchaba -en la actualidad, «You Ain't Nothing But a Hound Dog»-, [2] me llevó lejos de aquella oficina oscura y plagada de desastre y me hizo olvidar mis temores por la seguridad de mi prima. Durante veinte minutos, estuve en un mundo de fantasía de creación propia.
A la Chica de la Campaña le gustaba Urban Angel, de Natalie Walker. Tenía quinientos amigos. Para leer los mensajes que éstos le enviaban necesitaba la contraseña de Petra. Para ello necesitaría unos conocimientos de rastreo informático de los que carecía o más conocimiento del que tenía de la personalidad de mi prima, así que me concentré en las entradas que había escrito en su perfil.
Empezaba explicando que tenía que escribir anónimamente porque trabajaba en una importante campaña para el Senado y que, si decía algo con su propio nombre, o el de su candidato, podían tener problemas los dos.
«Así que, de momento, sólo soy la Chica de la Campaña. Y todos vosotros, amigos míos que estáis ahí afuera, no me jodáis llamándome por mi nombre auténtico a menos que queráis que pierda el empleo. Y eso te lo digo a ti, Hank Albrecht, tú que quieres que gane el viejo y estirado Janowic, por quintuplicado: Mi chico va a ganar al tuyo sin despeinarse. Me he apostado una botella de cerveza.
Busqué a Hank Albrecht, uno de los «amigos» de Petra. Había ido a la universidad con mi prima y estaba en Chicago trabajando para el senador que se presentaba a la reelección.
Al cabo de unos días, Petra escribía sobre el trabajo que realizaba para Brian, al que escrupulosamente sólo llamaba «mi candidato».
Sé que todos los veganos que pasáis por aquí creéis que soy la persona más malvada del planeta, pero me encanta ser la reina de la carne y presentarme en la barbacoa de los domingos bien cargada de chuletas y salchichas. Pero básicamente lo hago por mis compañeros de la campaña. ¿Quién habría pensado que trabajar fuese tan divertido? Rastreo los blogs para ver quién escribe cosas en contra de mi candidato, algo que podría hacer cualquiera sin que el mundo entero se diera cuenta de que eran absolutas mentiras. Pero todas las personas que conocen a mi candidato lo ven como presidente dentro de cuatro años, por lo que tenemos toneladas de medios, dinero y demás. Y yo soy como santa Juana de Arco montada en un corcel, buscando dragones que quieren atacarnos.
Con aquellas entradas, no se necesitaba un libro de claves demasiado sofisticado para saber quién era Petra y su candidato. En realidad, mientras leía los comentarios, me quedó claro que muchos de sus amigos de MySpace sabían que su candidato era Brian. Había comentarios hostiles de Hank Albrecht, el chico que trabajaba para el senador que buscaba la reelección. Había comentarios a favor de Brian escritos con una gran pasión. Y luego había gente que escribía sobre cosas que no tenían ninguna relación: perros, ropa, restaurantes favoritos.
Petra había escrito sobre mí y sobre el señor Contreras. Mi nombre en código era PD, «prima detective».
De vez en cuando voy a ver al tío Sal, aunque no estamos emparentados, y a PD, que es prima mía. Tiene casi la misma edad que mi madre, ¿no es extraño? El tío Sal, a la que mi prima detective sólo llama «señor C.» no se cansa nunca de mí ni de las chuletas de la empresa de mi padre. Y mi prima está celosa, ¿no es divertido? Al tío Sal le gusta coquetear conmigo, y antes lo hacía con ella. A veces parecen una pareja de viejos discutiendo por las mismas cosas que discuten nuestros padres. Oh, Dios mío, todos terminaremos como nuestros padres. Qué monstruosidad, ¿no?
Ayer pasé por allí y el tío Sal regañaba a PD porque quiere ir a hablar con el viejo líder de una banda que cumple una condena de tropecientos años por un asesinato o algo así. Y me molesta que la gente se cabree tanto conmigo que no responda a las preguntas más simples, y yo le dije algo así como «ponte tus bragas de vieja y lárgate». Y el tío Sal pensó que aquello era histérico y se partió de risa. Y PD se puso de mal humor pero intentó que no se le notara. Lo que quiero decir es que yo creía que ser detective era algo más espectacular, que se trataba de resolver asesinatos, buscar pistas, en vez de ir a la cárcel a hablar con un pandillero negro e ignorante.
Recordé aquel episodio y me enojó que Petra lo hubiera contado en internet para que todo el mundo lo viera. «Ahora, V.I., ponte las bragas de vieja», murmuré con el ceño fruncido y seguí leyendo.
Me concentré en las entradas donde explicaba el trabajo que había hecho para Brian y me pregunté si los dragones a los que le habían ordenado matar no querrían desquitarse, pero todo parecía muy inocuo. Petra había rastreado un rumor según el cual alguien había visto a Brian en un bar de gays leather de Rush Street. También tuvo que desmontar el bulo de que el candidato se había dejado sobornar por alguien que había sido detenido por vender pornografía infantil.
También explicaba que la PD había forzado la puerta de su apartamento una noche en que se había dejado las llaves dentro. Y luego llegué al acto de Navy Pier.
Hemos celebrado una gran fiesta de recogida de fondos y me he convertido en una especie de superestrella porque mi candidato eligió a uno de mis invitados para hacerse la foto mediática. Mi invitado era un héroe de la Segunda Guerra Mundial, y llevaba todas las condecoraciones y demás, y salió en portada de un montón de diarios, entre ellos el Washington Post, que, según mi padre, es un periodicucho progresista, pero es tan importante… En cualquier caso, me he convertido en la estrella de la campaña, aunque todo fue por chiripa, y el jefe de la campaña, a quien llamamos el Estrangulador de Chicago, se quedó superimpresionado conmigo y me sacó del Ciberbatallón para que recibiera órdenes directamente de él. Algunos compañeros se lo han tomado mal, porque llevan con el candidato desde el primer día, y yo soy una recién llegada. Pero así es la vida.
Hasta aquella entrada, el tono de Petra era igual que su voz: alegre y confiado. A partir de entonces había escrito de una manera más sobria.
Creía que me habían ascendido porque había hecho un buen trabajo y resulta que ha sido porque no puedo mantener la boca cerrada. Dije algo sobre un asunto que el Estrangulador quiere conocer más a fondo, algo que ocurrió hace un millón de años y que podría perjudicar a mi candidato. Es todo tan desconcertante… Se trata de algo que dije, pero no sé qué, pero ahora el Estrangulador dice que tengo que escarbar en el pasado, aunque ignoro lo que ocurrió o lo que realmente estoy buscando.
Es como ese videojuego, Spy vs. Spy, y yo tengo que espiar a mi PD, lo cual, en cierto modo, es divertido. Es divertido saber si puedo ser más lista que una persona que trabaja de detective desde hace veinte años. El Estrangulador me dice que si le digo a alguien lo que busco, habría personas que podrían morir, sobre todo si se lo cuento a mi prima detective. Dice que ella se esforzará todo lo que sea necesario para hacer daño a personas a las que yo quiero, y sé que cuando se enfada, enloquece y no controla sus emociones. Salvó la vida a un indigente, pero a mí casi me mata por no respetar el traje de su madre. Así que atención, mirad cómo la Chica de la Campaña se convierte en la Chica Encubierta.
Una semana más tarde, Petra había escrito la última entrada.
Si has dicho algo que pone en peligro a los seres queridos pero tú no sabías que era un gran secreto, ¿pueden echarte la culpa de ello? Y entonces, ¿cómo sabes quién es tu amigo y quién tu enemigo? Yo ya no lo sé. Ojalá no hubiese venido nunca a Chicago, pero ahora ya es demasiado tarde. No puedo regresar a casa.
Me recosté en la silla y me froté los ojos. Petra, con su alegre retransmisión permanente de todo lo que sabía, había dicho algo que había puesto en alerta a los poderosos para los que trabajaba. Estado de alarma 3 y subiendo. Casi oí sonar las sirenas en la oficina de Les Strangwell.
No sabía qué cosas había comentado Petra en la oficina -era evidente que había hablado de que había forzado la puerta de su apartamento para que entrase o que había ido a visitar a Johnny Merton- puesto que lo contaba en una de sus entradas de MySpace y porque también lo había soltado en la fiesta de recogida de fondos de Navy Pier. Cualquiera que leyera lo que escribía en su perfil sabría lo que estaba haciendo. Imaginé al Estrangulador leyéndolo con toda frialdad detrás de ella. Podía ser uno de esos quinientos amigos invisibles, como un tiburón flotando bajo sus pies.
Tenía un incómodo recuerdo de la mañana en que había perdido los nervios porque había revuelto el baúl. Mi ira la había asustado y se había creado un abismo entre las dos. Pensé de nuevo en las innumerables veces que mi padre me había dicho que el mal genio me traería problemas. Dios mío, cuánta razón tenía, pero yo no me había tomado nunca en serio sus palabras.
Tenía que encontrar a Petra pero no sabía siquiera por dónde empezar. Me sentía como si fuera algo grande y torpe, un rinoceronte, que era fácil de localizar mientras se abría paso entre la maleza e igual de efectivo como aliado en momentos peligrosos.
Confeccioné una lista de las cosas que había dicho y hecho y que creía que habían despertado el interés de Petra.
1. Johnny Merton y los Anacondas.
2. La casa de Chicago Sur, donde Petra estuvo vigilando mientras los matones lanzaban la bomba de humo por la ventana.
3. La pelota de béisbol de Nellie Fox.
4. Su obsesión por saber si mi padre había dejado un diario.
5. Su llegada al Centro Libertad la noche en que fui a recoger pruebas.
6. Los susurros nerviosos con los que me había contado que no podía buscar a la empresa que había tirado abajo los tabiques del apartamento de la hermana Frankie.
Eran las cuatro de la madrugada. Había dormido siete horas hasta que la llamada de Rose Hebert me había despertado, pero la fatiga debida al estrés, a mi cuerpo todavía convaleciente y a mis noches sin dormir, me estaba pasando factura. Fui a la parte trasera y monté el camastro con el colchón de aire. Ajena al riesgo de que alguien volviera a entrar en mi oficina, caí en un profundo sueño.