17 El hombre cordial de Mountain Hawk

Para volver a casa, conduje hacia el este todo el camino hasta el gran lago antes de doblar hacia el sur. Tomé carreteras locales. El viaje sería más largo debido a los semáforos de las pequeñas poblaciones, pero la brisa del lago Michigan era fresca y resultaba más fácil pensar sin la congestión y la impaciencia que reinaban en la autopista de peaje.

Cuando ya llevaba recorrida la mitad de la carretera costera, me detuve y caminé hasta el lago. A la luz del crepúsculo veraniego, el agua era de un gris púrpura. Veía faros de coches a lo lejos, pero en la playa no había nadie. Los grillos cantaban y las ranas croaban a mi alrededor.

A Alito no le había sorprendido mi visita. ¿Quién lo había avisado? No quería pensar que había sido Bobby. Aquello abría la puerta a una desagradable posibilidad que no deseaba contemplar: el mejor amigo de mi padre confabulado con un poli borracho y abusador.

Quizás Arnie Coleman lo había llamado después de verme en la fiesta de recogida de fondos de Krumas. Recordé lo que había dicho en los golpes dialécticos que habíamos intercambiado junto a la mesa del candidato. Había sido Petra la que había explicado que trabajaba en un caso ocurrido en Gage Park en los años sesenta. Y yo había mencionado a Johnny Merton. Si el juicio de Sawyer era un peso en la conciencia de Coleman, tal vez había establecido la relación, pero me extrañaba que a mi ex jefe le pesara algo en la conciencia.

Otra cosa que había demostrado la entrevista con Alito era que conocía el nombre de Lamont Gadsden. ¿Habría sido él su informante? ¿Merton habría matado a Lamont como castigo por haber delatado a Sawyer? el Martillo era capaz de cualquier cosa. Y, en su agenda, las muertes estaban a la orden del día.

Alito había afirmado que Tony habría dicho lo mismo, que un prisionero que estaba a su cargo tenía un ojo amoratado y le sangraba la nariz porque se había golpeado con los barrotes de la celda.

«No lo habría dicho, cabronazo. Como Tony está muerto, crees que puedes hundirlo, pero no lo harás, maldita sea.»

El corazón me latía con fuerza y pensé que podía morir asfixiada, allí a orillas del lago Michigan. De repente, recordé una Nochebuena. Era Nochebuena, yo estaba en la cama, mis padres en la cocina y sus tranquilizadoras risas llegaban hasta el piso de arriba. ¿Estaba Bobby con ellos? Alguien, un amigo, tomaba un vaso de vino con mis padres y Alito pasó por casa. Mi padre y él discutieron.

«Te han ascendido. Con eso basta, ¿no?», dijo mi padre. Y Alito replicó: «¿Querías verlo entre rejas?»

Nerviosa, yo había bajado la escalera sin hacer ruido, y oí que mi madre gritaba mi nombre. Me escabullí escaleras arriba y me tumbé en el suelo del desván, tratando de oír lo que decían, pero mi padre y Alito bajaron la voz.

¿Quién había ido a prisión? ¿Por qué se peleaban?

Todavía tenía la camisa mojada de la ducha que me había dado Hazel y la brisa nocturna me hizo temblar. Regresé despacio al coche, intentando rescatar más fragmentos de aquel huidizo recuerdo.

Me detuve a cenar en Highwood. Aquella pequeña población, a mitad de camino entre mi casa y la de Alito, la fundaron en el siglo XIX los artesanos italianos que construyeron las mansiones de la orilla norte. Ahora, se ha convertido en una especie de paraíso de los amantes de la buena mesa, pero yo elegí uno de los antiguos restaurantes italianos donde puedes pedir una sencilla pasta y el chef se llama cocinero. Hablé en italiano con el dueño, que estuvo tan contento que me invitó a una copa de amarone.

Hablamos de comida durante una hora y yo le conté la memorable cena -lechón asado con terrina de higos- que había comido en Orvieto, enfrente de la catedral. Con la charla, olvidé la ansiedad, pero, de regreso a casa, seguí preocupándome por mi padre, Larry Alito y Steve Sawyer, como si fueran un dolor de muelas.

Tanto Curtis Rivers como Johnny Merton creían que mi padre había pegado a Sawyer. Aquélla era la única explicación creíble de por qué ambos hombres habían reaccionado de aquella manera ante mi nombre y las preguntas que les había formulado. Sin embargo, Tony no habría hecho eso nunca, a menos que Sawyer lo atacara y tuviese que intervenir para reducirlo. Pero Sawyer estaba desorientado y, en el juicio, su abogado lo había representado muy mal. ¿Y si…?

– ¡Y si nada! -dije en voz alta-. Tony no pegaba a la gente. Nunca.

George Dornick había sido el detective que había dirigido la investigación de la muerte de Harmony Newsome. Al día siguiente, lo primero que haría sería llamarlo para ver si podía devolver la paz a mi mente.

Pese a las burlas de Bobby, conseguir una cita con Dornick resultó fácil. El apellido Warshawski no abre muchas puertas en el mundo, pero los hombres que habían servido en el cuerpo con mi padre casi siempre estaban dispuestos a recibirme. En todo caso, al menos una vez.

Cuando lo llamé a las ocho, después de haber salido a pasear a los perros, la secretaria de Dornick me dijo que podía encajarme entre las reuniones de las nueve y media y las diez. Me vestí apropiadamente, con una chaqueta ámbar sobre unos pantalones anchos beis -un estilo femenino pero serio y profesional- y tomé el metro hasta el Loop.

La sede central de la empresa de seguridad Mountain Hawk ocupaba cuatro plantas de una de las Torres de Cristal situadas en Wacker, a orillas del río Chicago. La zona de recepción daba directamente al río. Para más seguridad, llegué a las nueve y media y terminé esperando una hora. Me distraje un rato mirando las barcazas y los barcos para turistas mientras el personal de Mountain Hawk entraba y salía de los ascensores y cruzaba puertas de cristal que llevaban a despachos. Hablaban en un tono de apremio que acentuaba la importancia de su trabajo. Llegaron unos cuantos clientes y los hicieron pasar a las salas de reuniones.

Empezaba a aburrirme y, en la sala de espera, no había mucho que leer: el Wall Street Journal, el SWAT Digest y folletos publicitarios de la empresa. Hablé quince minutos por teléfono con Marilyn, mi ayudante temporal, y mandé unos cuantos correos electrónicos, pero, cuando Dornick salió a recibirme, ya empezaba a ponerme nerviosa.

Dornick era un tipo vigoroso de unos sesenta años. El cabello castaño de la foto del equipo de softball se había vuelto de ese gris que ahora llaman distinguido. Vestido con su traje pálido de verano, me resulta difícil creer que antaño fuese cubierto de barro después de haber jugado un partido en Grant Park.

Me tendió la mano y estrechó la mía enérgicamente.

– ¿Así que eres la hija de Tony? La otra noche, en la recogida de fondos, tenía que haberte reconocido. Te pareces mucho a él, sobre todo en los ojos. Su muerte fue una pérdida triste, muy triste. Era uno de los mejores policías con el que tuve el privilegio de servir.

El contraste con Alito no podía ser más pronunciado. Dornick me pasó el brazo por el hombro y le pidió a «Nina» que nos trajera café y que no le pasara llamadas. Me llevó a un despacho de esos que uno espera encontrar cuando busca un buen programa para someter y enmanillar a las masas turbulentas. Estaba decorado con muebles de madera noble y metal en los que se reflejaba todo. No había papeles a la vista pero se mantenía en contacto con su equipo a través de una serie de monitores de ordenador. En la pared había fotos de Dornick que yo había visto en la página web de Mountain Hawk.

– Esto es realmente impresionante -dije-. ¿Cómo ha conseguido montar esta empresa?

– En los veinte años que estuve en el DP de Chicago, adquirí los conocimientos prácticos de la ley y el orden, y después fue cuestión de escarbar y barajar. Algunos amigos de la infancia invirtieron dinero. Tuve un golpe de suerte inicial, desmantelé un campo de entrenamiento de Hamas en la frontera de Perú con Colombia. Fue por pura chiripa, como ocurre muchas veces en el trabajo policial. Buscábamos droga y encontramos armamento. Nos quedamos boquiabiertos. -Se echó a reír-. Uno piensa que, después de haber patrullado las calles de Chicago, nada puede sorprenderle, pero cuando ves destacamentos como ésos en las selvas de Latinoamérica, cambias de opinión.

Nina trajo el café, un café sabroso y suave, probablemente desgranado a mano en una de esas factorías instaladas en plena selva.

– Nina me ha dicho que tú también te dedicas a la seguridad privada, que eres detective y trabajas por tu cuenta. ¿No te interesaría trabajar en una empresa importante? Estaría encantado, sería realmente un privilegio para mí que la hija de Tony formase parte de mi organización. Aprendí más en dos años patrullando con él las calles que durante el resto de mi vida.

– Sí, mi padre era un gran tipo. Todavía lo echo de menos. Pero prefiero trabajar por mi cuenta. Hace tanto tiempo que soy mi propia jefa que, en una empresa, no sería feliz. Además, como supongo que ya sabe, empecé en una gran institución, la oficina de Abogados de Oficio del condado.

– Sí, vi a tu antiguo jefe en la fiesta de Krumas. Hiciste bien en librarte de un hijo de perra como Arnie Coleman, y entonces todavía eras joven. Una gran organización es una oportunidad para desplegar las alas y no para que te las corten. La próxima vez que tengas que salir a hacer una vigilancia bajo la lluvia y luego volver a la oficina a redactar un informe sobre una persona desaparecida, acuérdate de Mountain Hawk.

Me quedé pasmada. Era como si se hubiese pasado una semana espiando mis jornadas laborales. No cabía ninguna duda: era tan suave como su café. Le di las gracias con cierta incomodidad.

Dornick echó una furtiva mirada al reloj.

– ¿Qué es lo que necesitas hoy, Vic?

– Estoy siguiendo un rastro viejo y difuso -respondí-. El de una persona que desapareció hace más de cuarenta años. La pista más cercana a él tampoco puedo localizarla. Usted fue el detective que dirigió la investigación cuando lo detuvieron por asesinato. Hablo de Steve Sawyer y el juicio del caso de Harmony Newsome.

Dornick silbó en silencio y dejó el café en el plato.

– Realmente, un rastro viejo y difuso. Dios mío. Pero recuerdo muy bien el caso, fue la primera investigación de un homicidio que dirigí. Trabajé con Larry Alito. ¿Has hablado con él? Creo que ahora vive en Wisconsin.

– Ayer lo vi. Vive junto al lago Catherine, en la cadena de lagos. Dice que no recuerda los detalles, aunque me dio la impresión de que ocultaba muchas cosas detrás de una lata de cerveza.

– ¿Una lata? -se rió Dornick-. Querrás decir una caja… Alito fue una de las razones que me llevaron a dejar la policía. Larry Alito no era un buen compañero, y esto que quede entre nosotros. Nadie pudo olvidar el caso Newsome. Tuvo tanta repercusión que el alcalde me llamó en persona. La chica muerta era una persona realmente importante en el movimiento de los derechos civiles. Como ciudad, no podíamos permitirnos un puñetazo en el ojo, sobre todo después de que los disturbios del verano anterior hubieran salido en la televisión nacional del modo en que lo hicieron.

– ¿Está seguro de haber arrestado al culpable?

– Nos dieron un buen soplo -asintió Dornick-. No nos llegó a través de un chivato de la calle, sino de un tipo al que habíamos infiltrado en los Anacondas.

– ¿No sería Lamont Gadsden, por casualidad? Es el hombre que busco.

Una expresión curiosa cruzó la cara de Dornick, parecida a la de Boom-Boom cuando decidía si desafiarme a alguna chifladura, como saltar al lago Calumet desde el espigón.

– Qué demonios, Vic, ha transcurrido tanto tiempo… Sí, Gadsden finalmente delató a Sawyer. Lo presionamos para que nos diera un nombre y supongo que Sawyer y él eran buenos amigos en los Anacondas. No querrás sugerir que no fue Sawyer quien lo hizo, ¿verdad?

– Yo sólo busco a Lamont Gadsden porque su madre quiere encontrarlo. ¿Sabe qué ha sido de él? Desapareció la víspera de la gran nevada.

– No -respondió Dornick-. Nosotros también nos lo preguntamos. Pensamos que quizás el Martillo Merton descubrió que Lamont los había traicionado y lo mandó liquidar, porque no volvimos a verlo. Interrogamos al Martillo, pero ya sabes lo difícil que es hablar con él. ¿Qué quieres de Sawyer?

– Espero que pueda decirme algo sobre Lamont, pero voy a hablar con una monja del Centro Libertad Aguas Impetuosas. Estaba con Harmony Newsome cuando la mataron y no tiene muy claro que el asesino fuera Sawyer.

– Oh, esas monjas -se rió Dornick-. Las que no intentaban comernos el tarro en la escuela, ven el mundo con unas gafas de color de rosa. O imaginan que pueden ser otra hermana Helen Prejean e incluso conseguir que un tipo duro como yo se oponga a la pena de muerte.

Entró Nina. La reunión había terminado. Dornick me acompañó a la puerta asegurándome de nuevo que «la chica de Tony» siempre sería bienvenida en Mountain Hawk.

– Y dile a tu monja que estoy absolutamente seguro de que mandamos a Pontiac al culpable -añadió.

– No hay ningún expediente de Steve Sawyer en las bases de datos del sistema penitenciario -dije mientras Dornick se volvía para entrar de nuevo en su oficina-. ¿Está seguro de que lo mandaron a Pontiac?

Dornick hizo una pausa en el umbral.

– Podía haber sido a Stateville. No recuerdo todos los detalles, después de tantos años, y tu padre, o Bobby, probablemente te habrán dicho que los polis no seguimos el rastro a los perpetradores una vez han sido condenados.

– Hay una cosa más -dije, emitiendo los pertinentes sonidos de gratitud-, pero me resulta muy difícil hablar de ella. La razón de que tenga problemas en la calle con esta búsqueda es que los tipos que se criaron con Gadsden y Sawyer creen que, durante su detención, lo maltrataron terriblemente.

Dornick se volvió de nuevo, los brazos en jarras y los ojos brillantes de ira.

– Eso lo dicen siempre, Vic. Deberías saberlo del tiempo que trabajaste de abogada de oficio. Siempre se quejan de fuerza excesiva. Seguimos las normas al pie de la letra y ponemos los puntos sobre las íes. Demasiadas cosas dependían de aquella detención. Y no vayas por ahí ensuciando el nombre de Tony. Tony Warshawski era el mejor y esos cabrones tuvieron mucha suerte de que fuera él quien los detuviese.

Aquello era el final de la entrevista, pero la seguridad que me había dado me acompañó todo el día y me llenó de confianza mientras hacía una búsqueda de documentos en los archivos municipales y llamaba a un hombre que solía trabajar para mí para encargarle la vigilancia de un almacén de Mokena, en los suburbios meridionales. De regreso a la ciudad, acaricié la idea de fichar por Mountain Hawk. Sería estupendo formar parte de una gran empresa mientras otra persona iba a Mokena.

Dornick tenía razón en muchas cosas, sobre todo en el aprecio que sentía hacia mi padre. Eso me había gustado pero, ¿por qué había salido de la entrevista con desasosiego, como si algo que hubiera dicho hubiera disparado no una alarma, eso sería demasiado extremo, pero sí una advertencia?

Estaba segura de que en una empresa de seguridad tan importante como Mountain Hawk todas las entrevistas y reuniones eran filmadas en secreto. Si pudiese obtener una copia del disco que Nina había hecho de mi conversación, quizá descubriría qué me inquietaba. Me reí, imaginando que escalaba la torre de cristal verde y cortaba un cuadrado en una de las ventanas de la planta cuarenta y ocho, desactivando todas las medidas de seguridad de la empresa.

Los héroes de las películas lo tienen muy fácil. Clint Eastwood sacaría su Magnum y se cargaría a la gente. «Alégrame el día», dice volándole los sesos a alguien, y todos aplaudimos. Los supervivientes se ponen tan nerviosos que enseguida te lo cuentan todo. En la vida real, cuando estás asustado o te torturan, dirás todo lo que el terrorista quiere que digas.

Como Steve Sawyer, que se había presentado ante el juez desorientado y se había confesado culpable de la muerte de Harmony Newsome. Al pensar aquello, levanté el pie del acelerador y reduje la marcha tan de repente que la furgoneta que iba detrás tocó el claxon con furia. Alcé la mano para tranquilizar al conductor y dejé la autopista en la salida siguiente.

Aparqué en el arcén al final de la rampa e intenté pensar. Lamont había delatado a Sawyer -eso había dicho Dornick- y Johnny se había enfurecido y lo había matado o lo había matado Curtis por orden de Johnny y luego se habían deshecho del cuerpo.

Alegradme el día, uno de vosotros, alegradme el día. Contadme qué sucedió. Ya sabía que con una amenaza o un soborno no conseguiría que Dornick o Alito me abrieran su diario secreto. Tampoco tenía amistad con el fiscal del Estado para ofrecer inmunidad a Merton o una reducción de condena si hablaba conmigo. Y aunque así fuera, Merton tal vez no quisiera que lo entrevistara.

Quizás el juez Coleman me explicaría por qué no había llamado a ningún testigo cuando representó -o representó mal- a Sawyer hacía más de cuarenta años. Busqué el número en la guía de jueces de Cook County y llamé a Coleman.

Como era de esperar, el juez no podía atender mi llamada. La voz que respondió me dijo que recogería encantada mi mensaje, pero su tono indicaba que estaría encantada si no tuviera que utilizar nunca más un teléfono. Quise dejar el nombre y mi número pero la mujer dijo que no los anotaría a menos que dijera por qué quería hablar con el juez. Le conté con detalle a qué me dedicaba y añadí que había trabajado para el magistrado. Quería revisar un viejo juicio que se remontaba a sus primeros años en la oficina de Abogados de Oficio. Le di mi número con muy pocas esperanzas de que me devolviera la llamada.

Dejé la carretera a la altura de la calle Ciento tres. Pullman estaba a pocos kilómetros en dirección este. Tal vez Rose Hebert pudiera arrojar algo de luz sobre todos aquellos jugadores.

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