El Honda de Morrell arrancó a la primera y suspiré aliviada. Me preocupaba que se hubiese descargado la batería después de llevar quieto tres meses en el garaje.
Ir a casa de Morrell me había llenado de melancolía. Dondequiera que mirase, aparecían pequeños rastros de mi vida -un frasco de crema hidratante en el baño, el libro El bienestar en la cama, que le leía en voz alta mientras se recuperaba de sus heridas de bala. Cuando guardé en el frigorífico el zumo que había comprado, encontré una botella de la salsa de tomate casera del señor Contreras.
Morrell y yo habíamos estado juntos dos años. Me había acogido y cuidado después de que me torturasen y me abandonaran creyendo que estaba muerta en la autopista Kennedy, y yo lo había ayudado cuando había estado a punto de morir en Afganistán. Quizá sólo podíamos apoyarnos el uno al otro cuando estábamos casi muertos. Vivos, no pudimos sostener la relación.
La salsa de tomate me recordó que tenía que notificar al señor Contreras y también a Lotty y a Max dónde me había metido. Contactar con Max sería lo más fácil, pues podía colarme en Beth Israel por una puerta lateral y subir a su oficina. Si alguien me seguía, seguramente vigilaría la consulta médica de Lotty en Dawen Avenue, así como también su casa en Lake Shore Drive. Como Max vivía en Evanston, si mis amigos querían ponerse en contacto conmigo, Max podía pasarme una nota por debajo de la puerta de Morrell, camino de su casa.
Se me hacía extraño estar sola en un apartamento desde el que no podía llamar por teléfono. Era como estar en una celda de aislamiento. Escribí una rápida nota para Max, diciéndole dónde estaba, cómo contactar conmigo en esta era de internet, y pidiéndole que se lo contase a Lotty y al señor Contreras.
Cogí las llaves del coche de Morrell que estaban en el primer cajón de la cómoda de su cuarto. El orden extremo de Morrell, que había sido causa de fricción entre los dos -o quizá fuese mi extremo desorden lo que le molestaba-, resultaba muy útil cuando se trataba de encontrar cosas a toda prisa. En mi apartamento, un equipo de rastreadores profesionales lo había puesto todo patas arriba y no había encontrado lo que buscaba.
Tan pronto salí del despacho de Morrell me sentí nerviosa y expuesta al peligro. Morrell llevaba fuera de mi vida todo el verano. No creía que nadie que me siguiese ahora supiese de su existencia, pero podía estar equivocada. Cuando todo esto terminase y hubiera encontrado a Petra sana y salva, tendría que invertir en un interceptor de GPS. Aquello los obligaría a tener que seguirme en persona en vez de hacerlo perezosamente mediante vigilancia electrónica.
Las situaciones como ésta me estimulan. Me pongo lo suficientemente nerviosa para permanecer alerta y me siento segura de mi habilidad para hacer frente a lo que sea. Sin embargo, la desaparición de Petra, sumada a la muerte de la hermana Frankie, me causaba una gran inquietud.
Respira hondo, V.I., me aconsejé, inspiraciones y espiraciones hondas como las de los cantantes y los practicantes de yoga. Tú y la respiración sois uno. Después de casi chocar con una furgoneta de reparto del Herald-Star, decidí que la meditación y la conducción no eran una buena mezcla y volví a la inquietud. Me obligué a creer que nadie me seguía y dejé las calles laterales y tomé las principales en dirección a Beth Israel. Cuando llegué, di vueltas hasta que encontré aparcamiento en la calle. Accedí por la entrada de urgencias, con la cabeza alta y los andares confiados. Los vigilantes de seguridad no me detuvieron aunque no llevaba ningún vendaje.
Conozco a Cynthia Dowling, la secretaria de Max desde hace muchos años. La semana anterior, mientras había estado ingresada, había pasado a verme por la habitación. Ahora me felicitaba por mi rápida recuperación. Max estaba reunido, dijo. Naturalmente. Los directores ejecutivos siempre están reunidos.
Le di la nota que había escrito.
– Cynthia, no me has visto desde que me dieron el alta hospitalaria.
– Ni siquiera sé cómo te llamas -sonrió aunque sus ojos transmitían preocupación-, así que no puedo decir que te haya visto. Me aseguraré de darle la nota a Max cuando se quede solo. ¿Has oído algo sobre tu prima?
– Ni siquiera un susurro que me permita saber qué dirección tomar -sacudí la cabeza-, pero estoy hablando con gente que pueda hablar con gente y tal vez alguien empiece a darme noticias auténticas muy pronto.
Salí por una puerta lateral y corrí hasta el coche de Morrell. Tomé Damen Avenue porque era el camino más rápido para llegar a la autopista. El semáforo del cruce con Addison se puso ámbar cuando llegué. Sin carné de conducir, sin la tarjeta del seguro del Honda -Morrell la llevaba siempre en la cartera-, no iba a saltarme el código en absoluto y me detuve virtuosamente. Molesto, el conductor que iba detrás tocó el claxon.
– Roscoe, Belmont, Wellington -conté en voz alta las calles que faltaban, impaciente por llegar al South Side antes que Dornick-. ¡Roscoe! -grité.
El conductor de detrás volvió a tocar el claxon, en esta ocasión porque el semáforo ya estaba verde y luego me adelantó a toda velocidad, casi chocando con el tráfico que venía de frente. Roscoe. Brian Krumas le había dicho a Peter que podía quedarse en el apartamento de Roscoe Street. La empresa constructora que se había presentado en el Centro Libertad era propiedad de un tipo cuyas oficinas estaban en West Roscoe. Mientras la luz volvía a ponerse ámbar, hice un giro de ciento ochenta grados, olvidando mi necesidad de ser absolutamente obediente a las señales de tráfico al tiempo que yo también casi chocaba contra un autobús que venía en dirección contraria. Estúpida, más que estúpida. ¿Cómo se llamaba ese hombre? ¿Cuál era su dirección exacta? Las monjas del Centro Libertad podrían decírmelo.
Casi había llegado a Irving Park Road cuando advertí que, si me dirigía al Centro Libertad, las cámaras de Seguridad Nacional me grabarían. Necesitaba un teléfono o un ordenador. Por lo tanto, tenía que ir a un cibercafé. Tomé Addison en dirección al lago y, antes de Wrigley Field, encontré lo que buscaba.
Pagué en efectivo la tarjeta que tenía que meter en uno de los ordenadores. Comparada con mi MacPro, aquella máquina con Windows era muy incómoda de utilizar, pero accedí a uno de mis motores de búsqueda y rastreé empresas de construcción en Roscoe Street. Harvey Krumas tenía un número de teléfono que no constaba en la guía, y a él también lo encontré gracias a mi mejor buscador, Lifestory. La casa de Barrington Hills, otra en Palm Springs, un piso en Londres. Y el apartamento de Chicago. En el número 300 de West Roscoe.
¿El 300 de West Roscoe? Me quedé mirando la dirección fijamente. ¿Harvey Krumas era Ernie Rodenko? ¿Era propietario de la empresa Ernie Rodenko? En cualquier caso, había contratado rápidamente a unos constructores de tres al cuarto que habían limpiado el apartamento de la hermana Frankie y había utilizado la dirección de su casa como sede de la empresa. Fuera como fuese, cuando Petra había buscado la empresa siguiendo mis indicaciones y había comentado alegremente la cuestión en la oficina, Les Strangwell la había oído. ¿Les protegía a Harvey? ¿O a Brian? ¿Era eso importante?
Me sentía extraña, nerviosa y, en cierto modo, distante. Tenía calor y frío a la vez. No estaba en condiciones de conducir, y mucho menos los veintiocho kilómetros que me separaban de la tienda de Curtis Rivers, pero no se me ocurría otra cosa. Tenía que encontrar a Steve Sawyer antes de que Harvey, Strangwell y George Dornick lo convirtieran en el chivo expiatorio de la desaparición de Petra.
No recuerdo haber salido del cibercafé, ni haber montado en el coche o conducido hasta el South Side. No recuerdo si seguí por Damen o tomé la Ryan. No miré si me seguían. Era una autómata moviéndome por el espacio y no regresé a la tierra hasta después de haber aparcado el coche. Me apoyé en el poste de una farola y canté unos cuantos ejercicios vocales, obligándome a respirar, a conseguir algo parecido a la calma para la entrevista que tenía por delante.
Cuando llegué a A medida para sus pies, Kimathi-Sawyer no estaba en la acera. Abrí la puerta de la tienda y aparté las cuerdas camino del interior. Me había olvidado del silbato y la grabación de «Bienvenido a Chicago» me sobresaltó.
Los ajedrecistas estaban sentados ante el tablero. El calvo barrigudo todavía llevaba la camiseta del sindicato de maquinistas; el otro, más delgado y oscuro, lucía una camisa de leñador que le estaba grande. Curtis Rivers se hallaba de pie junto al mostrador, mirando la partida. De la boca le colgaba un palillo.
Encima del mostrador había un ejemplar del Sun-Times con la foto de mi prima en portada. ¿ME HABÉIS VISTO? gritaba el titular. La radio seguía sintonizada en la NPR. En aquellos momentos emitía Worldview. Los hombres estaban hablando pero, cuando alzaron los ojos y me vieron, se hizo un silencio tal que hasta el presentador del programa parecía hablar en susurros.
– Aquí no es bienvenida -dijo Rivers.
– Buf, y usted ha sido siempre tan sutil que no me había dado cuenta. Hábleme de Steve Sawyer.
– Le diré todo lo que ya he dicho antes: tiene usted mucho descaro de presentarse aquí a preguntar por él.
– Antes del juicio, se cambió legalmente el nombre y se puso Kimathi, ¿no es cierto? Pero Lamont no llegó nunca tan lejos. Sólo era Lumumba en el círculo de los Anacondas.
Rivers movió el mondadientes de un lado a otro de la boca pero no dijo nada. De una de las cuerdas colgaba un bolso rojo, hecho de piel de becerro, suave y flexible. Me gustaba.
– Durante el juicio, Kimathi-Steve esperaba que Lamont se presentara con unas fotos, ¿verdad? Y Lamont no lo hizo. -Alargué la mano y abrí el bolso.
– Pregúnteselo a su padre, señora detective. Ah, sí, está muerto. Qué conveniente, ¿no?
Miré el interior del bolso. Había un compartimento con cremallera para la cartera y un bolsillo para el teléfono móvil. No iba a perder los nervios ni iba a ponerme a gritar sobre mi padre.
– Si se acuerda de Tony Warshawski, también tendrá que acordarse de George Dornick -comenté, sin dejar de mirar el bolso por dentro.
Los ojos fríos que me miraban desde el otro lado del mostrador no desvelaban nada.
– Y habrá visto en las noticias que mi prima ha desaparecido. -Hice otra pausa, pero Rivers siguió callado.
Finalmente, cogió el periódico.
– Una chica blanca y rubia. Claro que es una noticia importante. Estoy seguro de que la poli encontrará algún negro al que culpar antes de que acabe el día.
Los ajedrecistas me miraban como si yo fuera un movimiento complicado del tablero. Aparté los ojos del bolso y miré a Rivers.
– Ya lo han hecho -dije.
El hombre apagó la radio. Reinó un silencio absoluto. Encontré la etiqueta con el precio en un compartimento exterior. Quinientos treinta dólares. En una tienda del centro, un bolso como aquél costaría el triple. Me lo colgué del hombro y fui a mirarme en un estrecho espejo que había detrás de las cuerdas.
– Johnny -continué, al tiempo que estudiaba mi silueta.
– Johnny está en Stateville. Me cuesta creer que vaya secuestrando blanquitas por la calle.
– Creen que todavía tiene muchos amigos en la ciudad que le harían un favor. Intentarán presionarlo a través de su hija. -Me volví hacia él, sin prisas, y me apoyé en el espejo.
– ¿Su hija? -Rivers frunció el entrecejo-. ¿Y qué pueden hacerle? Por lo que he oído, la hija no está muy orgullosa de él, pero no finge que no lo conoce.
– No sé qué harán, pero le diré lo que pueden hacer. Poner pruebas falsas de que trafica drogas para él. Poner falsos archivos informáticos que muestren que mete mano en fondos privados del bufete para el que trabaja. -Jugueteé con el cierre del bolso, una curiosa lengüeta de cuero duro que se introducía en el mecanismo.
Cuando sonó el silbato y el altavoz anunció «Bienvenido a Chicago», todos nos sobresaltamos. Me llevé la mano a la pistolera. Rivers metió la suya debajo del mostrador. Una mujer separó las cuerdas. Traía un par de zapatos de tacón alto que necesitaba suelas nuevas. Rivers bromeó con ella pero no me quitó el ojo de encima.
La mujer se marchó, sonó de nuevo el silbato y Rivers dijo:
– Si hacen daño a Dayo, Johnny se vengará de una manera o de otra. No conseguirán que confiese que ha raptado a su prima.
– Le diré cómo veo el asunto. Mi prima está muerta o ha huido y ellos no saben dónde ha ido. Si está muerta, si primero la mataron, enfurecerán a Johnny perjudicando a su hija, y luego buscarán a un chivato de Stateville que afirme haber oído a Johnny decir que había mandado secuestrar a Petra, mi prima, ya que todavía está furioso conmigo por varias razones.
Resultaba doloroso hablar de Petra de aquella manera tan casual, clínica, desapegada, como si estuviese leyendo un guión cinematográfico. La frase realmente dura vino a continuación.
– Dirán que lo ha hecho Kimathi. Dirán que mató a Petra para desquitarse. -Hice acopio de fuerzas por si Rivers o sus amigos me atacaban.
– Y si lo hiciera, estaría en su derecho. Lo juro por Dios. -La voz de Curtis Rivers contenía una amenaza que me heló los huesos.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -espetó Rivers-. ¿Qué ocurre? ¿Es otro de esos negros que aman a Jesús y que cuando lo torturan dice «los perdono porque el odio destruye el alma»? Él no la perdona y yo tampoco la perdono.
– Yo no le pido que me perdone, pero me gustaría mucho saber qué he hecho para merecer esta ira. -Hundí los dedos en la suave piel de becerro del bolso que aún sostenía para que el temblor de las piernas no se me contagiara a las manos ni a la voz.
– ¡Le gustaría saberlo! Como si no lo supiera…
– Señor Rivers, esta conversación ya la tuvimos hace dos meses. Cuando mataron a Harmony Newsome yo tenía diez años. Sé de esa historia lo que he leído en los periódicos, en la transcripción del juicio y a través de una breve conversación con la hermana Frances que quedó interrumpida porque la mataron.
– Y usted, casualmente, estaba a su lado cuando murió.
– La sostuve en mis brazos mientras se le quemaba el cabello. -La voz me tembló-. Tengo heridas en el cuero cabelludo, en los brazos y en el pecho, y pesadillas que no desaparecen.
– Y Kimathi también tiene pesadillas de ésas.
– Cuénteme lo que ocurrió, señor Rivers.
Los ajedrecistas habían permanecido callados, casi inmóviles durante nuestro intercambio, pero el maquinista dijo:
– Cuéntaselo, Curtis. Te acabas de pasar de la raya culpando a la señora detective de la muerte de la hermana Frankie. Ella no tuvo nada que ver con eso y tú lo sabes.
El leñador asintió para manifestar su acuerdo. Rivers miró a sus amigos con el ceño fruncido pero entró en la trastienda. Oí el sonido atronador de su voz y los gritos asustados de Kimathi. Más voces, menos gritos y, al cabo de un momento, Rivers volvió con Kimathi agarrado del brazo.
– El padre de esta mujer aquí presente era el agente Warshawski. Cuéntale qué ocurrió cuando fueron a detenerte.
– Quiere cortarme el miembro -susurró Kimathi.
– Nosotros somos tres, y más grandes que ella, de modo que no te cortará nada ni te hará ningún daño. Y aquí, por la noche, estás a salvo. No puede forzar todas mis puertas.
– No voy a hacerle daño, señor Kimathi. -Extendí las manos vacías.
– Todo se debió a la muerte de Harmony -intervino el maquinista, hablando en voz baja-, la forma en que reaccionó la policía a la muerte de la chica, quiero decir. Al ayuntamiento la chica le importaba un pito, pero a su hermano, no. Saul tenía dieciséis años, estaba muy orgulloso de su hermana y su muerte fue para él un golpe casi letal hasta que la hermana Frankie lo convenció de que podían utilizar las lecciones del movimiento como llamada a la justicia por la muerte de Harmony. Saul y Frankie empezaron a organizar vigilias todos los sábados a la puerta de la comisaría. Consiguieron salir en televisión y en la prensa. La poli sabía que tenía que detener a alguien o el South Side volvería a estallar de nuevo en algaradas. Así que detuvieron a Kimathi, aquí presente.
Kimathi temblaba y se miraba los pies.
– Cuéntale qué ocurrió. El agente Warshawski fue a buscarte en su coche patrulla -lo instó Rivers.
– Vino a buscarme y me llevó a comisaría -susurró Kimathi, mirándome con sus grandes ojos.
Yo mantuve las manos extendidas. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que los latidos en el cuello me asfixiaban.
– Me quedé sorprendido. Yo no sabía que había matado a Harmony. Era tan dulce, tan bonita, tan especial. Demasiado especial para mí. Se lo dije al agente y éste replicó: «Ahórrate eso para los detectives y los abogados, chico, yo sólo soy el que ha recibido la orden de detenerte.» Y luego dijo, como dicen siempre, «Tienes derecho a guardar silencio» y todo lo demás.
– ¿Y entonces? -Tenía la boca seca y las palabras me salieron en un áspero chirrido.
– Entran los detectives. Se ríen. Yo soy la fiesta. Para ellos, soy la muerte de la fiesta, un gran chiste. Me dicen que he matado a Harmony. Me dicen que confiese, que será todo más fácil, pero yo no recuerdo haberla matado. Y ahora, de una manera u otra, tampoco lo recuerdo. Los demonios vienen y me clavan sus garras día y noche. Quizá fueron los demonios los que mataron a Harmony. Quizá los demonios dicen: «Kimathi, tú también eres un diablo. Tú estás en la banda. Como siempre decía el pastor, eres hijo del diablo, estás condenado al infierno. Adelante, mata a esa dulce muchacha por nosotros.»
– Tú no has matado a nadie en toda tu vida, Kimathi -dijo Rivers-. Esos detectives te jodieron el cuerpo y la mente. Dile a esta blanquita cómo lo hicieron.
– Me encadenan. -Estaba tan avergonzado de aquel recuerdo que clavó la vista en el suelo. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Me encadenan, me llaman negro de mierda. Dicen que soy el hombre que canta y baila, que baile para ellos. Me ponen en el radiador. Me queman la piel del trasero. Sangra. Luego ponen electricidad en mi miembro, le dan a la corriente. Dicen «este negro asqueroso baila muy bien». Se ríen. Después dicen que me cortarán el miembro. Y yo les digo las palabras que quieren oír, que he matado a Harmony, esa bendición de Dios.
Noté que se me escapaban las lágrimas y un asco tan intenso que me doblé por la cintura.
– Una bonita historia, ¿verdad, blanquita? -preguntó Rivers.
– ¿Y Tony Warshawski? -conseguí susurrar.
– Entra en la habitación dos veces, quizá más… Me duele todo tanto que no puedo contar.
– ¿Y qué hizo?
– Les dice que paren. Pero ellos le dicen: «No seas como ese Jesucristo que llevas en el salpicadero. Esto es por tu hermano.»