La linterna cayó al suelo con estrépito y mi prima soltó un grito. Cuando me agachaba a recoger la luz, me pareció oír unos pasos. Aparté a Petra y observé el pasillo, pero no vi a nadie.
– ¿Quién andaba ahí? -pregunté.
– ¡Vic, eres tú! -Petra estaba sofocada y asustada-. Creía que estabas en el hospital.
– Allí estoy. ¿Y tú, qué haces aquí y quién venía contigo?
– Nadie. He venido so…
– No eres muy convincente mintiendo, Petra. No tienes valor ni experiencia para meterte por tu cuenta en un edificio incendiado. ¿Quién venía contigo?
– Uno de los chicos que trabajan conmigo en la campaña -murmuró ella-. Ha echado a correr cuando me ha oído gritar y no quiero que se vea en problemas, así que no voy a decirte quién es. No vuelvas a preguntarlo. En cualquier caso, no deberías gritarme así. He venido aquí por ti.
– ¿De veras? -Me sentía tan débil que tuve que apoyarme en la pared-. ¿Qué buena obra estabas haciendo en mi favor?
– Tío Sal me dijo que tu billetero y todo lo demás se había quedado aquí y se me ha ocurrido venir a buscarlo. Dijo que los ladrones del barrio entrarían a llevarse todo lo que no estuviera sujeto con clavos.
– Eso sí que suena a auténtico -dije en tono elogioso-. Sería muy propio del señor Contreras emplear esa expresión. Vas mejorando.
– ¿Por qué tienes que ponerte así? -preguntó Petra-. ¿Por qué no me crees?
Recuperé la linterna y enfoqué la habitación.
– Te creo. Ve a buscar el bolso. Yo estoy demasiado agotada para moverme, pero te sostendré la luz.
Me lanzó una mirada furiosa, pero entró cautelosamente en la sala. Llevaba unas botas de tacón alto y avanzó titubeante por la superficie desigual. Enfoqué la luz hacia el lugar donde creía que había estado la silla.
– Si está aquí, deberías verlo por ahí. Tantea el suelo antes de apoyar todo el peso del cuerpo, no vayas a meterlo en algún tablero suelto o quemado.
Petra anduvo de puntillas hasta los restos de la silla y se arrodilló, como había hecho yo, para palpar del suelo a los lados.
– Esto es asqueroso. Es como… como revolver en un basurero.
– ¿Qué sucede aquí?
Una segunda luz de linterna iluminó de pronto la habitación.
Estaba tan cansada y tan concentrada en Petra, que no había oído al recién llegado en el pasillo. Me dio un vuelco el corazón y noté en los oídos el rugido de un océano. Descuidar mi salud de aquella manera era una fórmula segura para una muerte temprana.
– ¿Quiénes son ustedes y qué hacen en este apartamento? Respondan enseguida o llamo a la policía.
– Soy V.I. Warshawski -respondí con calma-. Estaba aquí cuando mataron a la hermana Frances. ¿Y usted es…?
– La hermana Carolyn Zabinska.
Había oído aquel nombre, pero estaba muy mareada y no era capaz de pensar con claridad. Murray había dicho…, había dicho que el objetivo real del atentado era yo. Parpadeé en un intento de despejarme y me volví hacia la monja. La luz de su linterna me cegó. Me fallaron las rodillas y, de pronto, la linterna de Petra resbaló de mis manos inútiles y me encontré en el suelo.
No llegué a perder la conciencia en ningún momento, realmente, pero no tenía fuerzas para decir nada. Oí que la hermana preguntaba a Petra quién era, y a mi prima decirle que yo debería estar en el hospital, pero había insistido en acudir allí. No estaba segura, pero le parecía que pretendía recuperar su bolso, que había quedado allí.
Intenté intervenir. Estaba escandalizada por las mentiras de Petra. ¿Tal vez trataba instintivamente de salvar el pellejo? Se oyeron más pisadas.
– Policía, no -farfullé finalmente. Pero no era la policía, sino dos monjas más. Y, entre ellas y mi prima, medio a rastras, me subieron por la escalera hasta el cuarto piso.
– El ascensor no funciona hasta que hagan una revisión a fondo de los cables -se disculpó una de las hermanas.
Entramos en un pulcro saloncito, una copia del de la hermana Frances, con libros y colchas luminosas y una estatua de la Virgen, y me colocaron en un sillón. Alguien me obligó a tomar un té caliente y dulce y pensé que realmente volvía a ser miércoles por la noche, que volvía a estar en el apartamento de la hermana Frankie, que el incendio, mis ojos, mis manos, todo había sido una pesadilla y ahora… Me incorporé en el sillón… Y ahora me recuperaría y dejaría de ser una reina de tragedia.
– No tengo mi bolsa -dije.
– Yo recogí su bolso después del incendio.
Era la voz de la hermana Carolyn, una voz fría. Me consideraba una egoísta, que sólo se preocupaba de sus pertenencias privadas en medio de una catástrofe.
– No, el bolso no. La bolsa de las pruebas. -Intenté ponerme en pie, pero las hermanas no dejaron que me levantara.
La hermana Carolyn se agachó para que le viera la cara.
– ¿Pruebas?
Apuré el resto del té. Me hizo sentir un poco mejor, pero todavía me costaba explicarme con coherencia.
– Pruebas del incendio. Fragmentos de botella. La policía debería haberlos llevado… laboratorio…
Estaba a punto de echarme a llorar de frustración por mi incapacidad de expresarme y me acordé de la señorita Claudia, de sus lágrimas, de su inglés chapurreado.
– ¿Qué había en las botellas? -conseguí decir, finalmente.
– ¿Qué importa eso? ¡La hermana Frances ha muerto, fuese gasolina o whisky! -exclamó otra de las monjas.
– Sí que importa. Sí que importa. Combustible corriente. Cualquiera, pero yo pienso en pro… profesionales.
Se produjo un breve silencio. A continuación, habló la hermana Carolyn:
– Sé que está agotada, pero necesito que explique eso. ¿Está diciendo que fue obra de un incendiario profesional?
Una de las monjas me ofreció otra taza de té, esta vez reforzado con un chorrito de coñac. Casi me atraganté al tragarlo, pero el alcohol hizo efecto y me proporcionó una ilusión pasajera de claridad.
– El acelerante. Creo que fue alguna clase de carburante de aviación, algo que arde deprisa y con mucho calor, o los libros no se habrían quemado tan deprisa, ni tampoco… -Me detuve a media frase-. Su cabeza… Intenté cogerla, envolverla, pero la cabeza…
Varias manos me ayudaron a sostenerme en pie y, después de otro sorbo, conseguí añadir:
– Quiero saber dos cosas. ¿La policía se llevó los fragmentos de botella para analizarlos? No creo que lo hicieran, o yo no habría encontrado unos pedazos tan grandes en la escena del suceso. Y, si la policía no se ha ocupado, quiero llevarlos a un laboratorio privado que utilizo en estos casos para que me digan qué se empleó.
La hermana Carolyn Zabinska asintió y añadió que quería hablar conmigo del ataque en sí. Necesitaba saber qué había sucedido.
– Había pensado hacerle una visita. Como he dicho, encontré su bolso e intenté llevárselo al hospital, pero tenía prohibidas las visitas, incluso de una monja. Pero ahora que le han dado el alta…
– ¡No se la han dado! -intervino Petra-. Se ha escapado sólo para venir aquí esta noche.
– Eso me tranquiliza -comentó una de las hermanas-. No quiero ser grosera, pero tiene usted un aspecto horrible y había pensado que era otra muestra de nuestro execrable sistema sanitario, que la habían mandado a casa antes de que estuviese recuperada.
– Sí, necesita volver a la cama -dijo la hermana Zabinska-. Yo recogeré su bolsa de pruebas del apartamento de Frankie. Si me dice dónde está su laboratorio forense, me encargaré de que la lleven allí, pero es hora de que su sobrina…, mejor dicho, su prima, ¿no es eso?, la lleve al hospital.
– Claro que la llevaré -asintió Petra-. ¿Pero cómo haré para pasar de la recepción con ella?
– ¿Qué hospital es? -preguntó una de las monjas.
– El Beth Israel -informé.
– Yo tengo un pase -dijo la hermana-. Trabajo allí con madres infectadas del VIH.
La monja murmuró algo a las otras dos, que soltaron unas risillas. Me quedé adormilada y volvía a despertar con un sobresalto cuando noté que me envolvían la cabeza con una tela.
– Muy bien, hermana V.I. -dijo Zabinska-. Levántese. Vamos a llevar un poco de socorro a los enfermos y necesitados.
Las tres monjas se reían. Se habían puesto los hábitos. Recordé que la hermana Frankie me había dicho que ella se los ponía cuando tenía que presentarse ante un juez. Me ayudaron a levantarme y me llevaron ante el espejo del baño. Me habían puesto una toca para ocultar mi pelo estrafalario.
Me llevé una gran sorpresa al ver emerger mis ojos de una cara de monja, como si la prenda hubiese cambiado mi personalidad. Demasiado ojerosa y con una mirada demasiado frenética para ser Audrey Hepburn en Historia de una monja. Tal vez como Kathleen Byron en Narciso negro.
Zabinska y la hermana que trabajaba en el hospital me tomaron de los brazos y me condujeron hasta la puerta y escaleras abajo, seguidas de Petra y la tercera hermana. Avanzábamos despacio debido a mi estado y sólo habíamos llegado al rellano del segundo piso cuando oímos un fuerte ruido procedente del piso de abajo.
La hermana Carolyn me soltó el brazo.
– Viene del apartamento de Frances.
Debajo de nosotras, resonaron unos pasos en el pasillo. La hermana Carolyn corrió escaleras abajo. La otra monja se quedó a mi lado, pero la tercera hermana corrió tras la primera y mi prima la siguió al instante. Yo quise encabezar la marcha, pero tuve que agarrarme a la barandilla y moverme despacio, paso a paso.
Llegamos al ángulo del rellano a tiempo de ver a un hombre que bajaba apresuradamente los últimos peldaños, seguido por las monjas y Petra. Oímos a la hermana Carolyn gritarle al individuo que se detuviera y, enseguida, el ruido de la puerta al abrirse y el chirrido de unos neumáticos. Al cabo de un momento, Petra y las monjas reaparecieron.
– Alguien ha entrado en el apartamento y se ha llevado su bolsa de pruebas -anunció Zabinska-. ¿Cómo han sabido que debían buscarla?
– No lo sé. -Meneé la cabeza fatigosamente. Me costaba pensar-. Los federales han estado vigilando el edificio, ¿lo sabían ustedes? Tal vez han sido ellos. Debería haberlo recordado. Tal vez me han seguido desde el hospital… Creía que no traía a nadie detrás, pero ahora no estoy tan segura.
– ¿Que los federales nos han estado vigilando? -repitió la monja del hospital-. ¿Cómo sabe eso?
– En el hospital… -Empezaba a divagar otra vez-. Me lo contaron…
– Por poco lo atrapamos -dijo la hermana Carolyn-. Llevaba un pasamontañas de lana y lo he agarrado por ahí, en lugar de hacerlo por el hombro. Entonces, ha abierto la puerta con tal violencia que ha golpeado con ella en la nariz a la hermana Mary Lou y hemos tropezado la una con la otra. Ahora sí que estoy enfadada de verdad. Si ese hombre era un agente federal, tendrá que dar muchas explicaciones. ¡Golpear a una monja en su propia casa!
A la hermana Mary Lou le sangraba la nariz. La monja que trabajaba en el hospital la hizo sentarse en los escalones y echar la cabeza hacia atrás y le limpió la sangre con su propia toca. Otros inquilinos del edificio se asomaron a la escalera: más monjas y algunas familias con hijos pequeños. El bullicio se convirtió en un clamor que, en mi estado, no pude soportar. Desfallecida, me senté en la escalera al lado de la hermana Mary Lou, con las gafas oscuras puestas otra vez.
– Necesito descansar -murmuré, jadeando-. Hermanas… Vayan al apartamento de la hermana Frankie… Busquen pedazos de botellas… Lleven linternas… Lleven cámaras y bolsas limpias… Tomen fotos de lo que encuentren… Recójanlo todo con guantes… algo limpio… Pónganlo en bolsas… selladas… Etiquetas… ¡Enseguida!
De nuevo, las monjas hablaron entre ellas en voz baja. La hermana que tenía el pase para el hospital iría conmigo al Beth Israel. Las hermanas Carolyn y Mary Lou se ocuparían de recoger más fragmentos de vidrio.
Petra se adelantó para recoger su Pathfinder y las tres monjas me llevaron al pie de la escalera. Mientras me ayudaban a subir al asiento trasero del coche, la hermana Carolyn me devolvió el bolso.
– No es usted lo que pensé cuando miré en su cartera y vi que era detective.
– Lo mismo digo. Usted y sus compañeras no son lo que pensé cuando supe que eran monjas.
Ella sonrió y posó las manos en mi frente en una caricia que era una especie de bendición.
– Rezaremos por su pronta recuperación -dijo.
A la mañana siguiente, cuando el residente hizo la ronda, observó con consternación que había tenido una recaída y me ordenó quedarme en el hospital un día más. Lotty reparó en que tenía nuevas contusiones muy recientes en los brazos y las piernas, que no podían deberse al incendio, pero no me hizo preguntas y yo no le conté nada.
Recorrí una decena de veces el pasillo, arriba y abajo, intentando ganar resistencia, pero después tuve que volverme a la cama, lo cual me resultó muy frustrante. Así pasé la jornada, prácticamente: caminando y durmiendo. A media tarde, bajé a tomar otro café.
Cuando regresé a la habitación, encontré a Conrad Rawlings en la silla de las visitas. Conrad es policía. A lo largo de una década, a intervalos, él y yo hemos sido amigos, enemigos, amantes y colaboradores.
Me alegré de verlo mucho más de lo que hubiera creído posible apenas unos días antes.
– ¿Te han trasladado aquí?
– No. Sigo en tu antiguo barrio. Tú y el fuego: no puedes dejarlo en paz, ¿verdad? -Sus palabras parecían duras, pero el tono era lo bastante amigable como para quitarles la aspereza-. ¿Te recuperarás de los ojos?
– Eso me dicen -respondí, también con rudeza.
– He leído el informe. Un incendio muy feo, con la muerte de una monja incluida.
– ¿Se sabe algo del acelerante? -inquirí-. Todo ardió tan deprisa y con tal intensidad que me dio la impresión de que debieron emplear carburante de aviación o de cohete.
– Es pronto para tener resultados del laboratorio forense -respondió él, moviendo la cabeza-. Pero los incendios tienen cosas raras. Con un poco de suerte, la gasolina corriente puede producir esos efectos, eso ya lo sabes, así que no empieces a montar una teoría conspiratoria ni intentes poner a la policía o al FBI en tu punto de mira sólo porque una agente de la OGE te molestó.
– ¿Para eso has venido? -repliqué-. ¿Para decirme que deje de considerar responsables a los federales? Maldita sea, Conrad, estaban vigilando el Centro Libertad. Podrían haber hecho algo más que quedarse de brazos cruzados observando lo que sucedía.
– ¡Eh, alto ahí, Victoria! No estoy aquí en nombre de nadie. He venido por mi cuenta.
Lo miré, desconcertada. Últimamente, no había participado en nada que tuviera que ver con el South Side de Chicago, pero esperé a que dijera algo más. Haz que la pregunta acuda a ti, en lugar de correr a su encuentro. Éste era el consejo que daba siempre a mis clientes, en mis tiempos de abogada de oficio, y es el más difícil de seguir.
– Tú y el fuego… -repitió-. No sé si te sigue a donde vas, o si lo traes contigo. -Esperó un rato pero, al ver que seguía sin responder, añadió-: Estuviste en el South Side el sábado pasado.
Sumida en el trauma y el drama de los últimos días, me había olvidado de que había llevado a mi prima a dar una vuelta por el South Side.
– Es un detalle que hayas venido hasta aquí a decírmelo.
Él sonrió brevemente, sin asomo de cordialidad.
– Te detuviste en una casa de la Noventa y dos y Houston. Querías entrar.
Lo miré a través de las grandes gafas de plástico.
– ¿Fuiste ahí por algún motivo concreto?
– Estoy harta de policías y federales que me piden que justifique cada paso que doy. ¿Estamos en América o en Irán? ¿O ya da lo mismo la una que el otro?
– Hubo un incendio allí, el domingo por la noche. Cuando llegamos, la dueña, una tal señora Andarra, nos contó que habían estado allí dos mujeres, que decían haber crecido en la casa y querían echar una ojeada. La señora tuvo miedo de que fueran de una banda rival de la de su nieto y no las dejó entrar, y se temía que hubieran causado el incendio como represalia.
– Sí, claro, suena muy propio de mí, incendiar la casa de una vieja con mi pandilla.
Conrad se inclinó hacia delante y apuntó:
– Tú me enseñaste esa casa una vez: el lugar en el que creciste, el árbol de tu madre y todo eso.
Era verdad. En primavera, antes de marcharme a Italia, había hecho de entrenadora del equipo de baloncesto de mi antiguo instituto y Conrad y yo habíamos tomado una copa juntos en alguna ocasión, después del partido. Una noche, en un arrebato de nostalgia, le había enseñado mi casa y también el lugar del espigón donde Boom-Boom y yo saltábamos al lago Calumet, además de otros rincones favoritos de mi infancia.
Me incorporé hasta quedar sentada y le conté:
– Tengo una prima, una chica joven que pasa el verano en Chicago. Quería que hiciéramos una visita turística de los lugares históricos de la familia Warshawski. Si vas a Back of the Yards o al parque Gage, descubrirás que también hemos estado ahí. Si esos dos lugares han sufrido incendios también, empezaré a interesarme seriamente en tus preguntas. ¿Resultó herido alguien en el de la calle Houston?
– No. La mujer, su hija y sus nietos consiguieron salir. Y no sólo eso, en un raro episodio de colaboración cívica, los bomberos llegaron antes de que las cosas se escaparan de las manos. En cualquier caso, el fuego no llegó a ser serio, de modo que el edificio está bien.
– Menos mal -Volví a tenderme en la cama.
– ¿No vas a preguntarme cómo se inició?
– ¿Un cortocircuito? ¿Geraldo se fumó un porro en la cama?
– Con una bomba de humo. Alguien rompió una ventana y la arrojó al salón mientras cenaban. Todos salieron por la puerta de atrás y un par de rateros entró por la ventana rota y se sirvió mientras la familia esperaba a que llegaran los bomberos.
– Basura -asentí-. Lamento mucho enterarme de todo esto, desde luego. Sobre todo, si la ventana que rompieron es una de las que tienen los prismas en la parte superior. Esos prismas son lo que hizo pensar a mi madre que soportaría vivir en el South Side.
– ¿Y tú no sabes nada de eso?
Sabía que estaba furiosa, pero me sentía tan cansada y aletargada de los restos de morfina que aún quedaban en mi cuerpo, que no era capaz de sentir la cólera.
– Estoy cansada, Conrad. Y me duele todo. Hace unas pocas noches, tuve en mis brazos a una mujer que se quemaba y no pude salvarle la vida. No me hagas jugar a los acertijos. Y no me acuses de cosas que, sencillamente, sabes que soy incapaz de hacer. Una insinuación más al respecto, una palabra sobre que podría estar involucrada en un ataque a la gente que vive en la casa donde pasé la infancia, y no volveré a dirigirte la palabra nunca más. Aunque quieras regalarme entradas para las Series Mundiales, tendrás que hacérmelas llegar a través de mi abogado.
Conrad respiró hondo.
– La mujer dice que te vio. Dice que rodeó la casa para esperar a los bomberos delante de la fachada y que te vio al otro lado de la calle, observándolo todo.
– ¡Oh, por favor! -exclamé, torciendo el gesto-. Estaba oscuro, ¿verdad? Y ella me había visto un instante a través de una puerta entreabierta un par de dedos, con la cadena echada. Vio a otra persona y se confunde. O sabe quién lo hizo en realidad y le tiene tanto miedo que prefiere señalar a una desconocida.
Conrad se puso en pie y me miró.
– Te creo, Vic. Lo digo de veras. Soy la única persona del Distrito Cuarto que sabe que creciste en esa casa y así seguirá siendo. Por ahora. Pero me gustaría hacerte pasar una rueda de reconocimiento con la señora Andarra… por mi propia tranquilidad, más que nada.