Aquella noche, al volver a casa, encontré un enorme ramo de peonías y girasoles junto a la puerta. En una tarjeta hecha a mano, se veía a Petra asomando la cabeza desde la caseta de Snoopy. Aquella manera de pedir disculpas me hizo reír y la llamé para decirle que todo estaba perdonado.
– Entonces, ¿podemos ir mañana a ver las viejas casas de la familia?
– Supongo que sí, primita, supongo que sí.
Me sentí decepcionada, como si me hubiera enviado las flores para manipularme y que la llevara a ver esas casas, no para pedirme perdón sinceramente. Colgué y salí al porche trasero con un vaso de vino y la prensa del día.
Había sido otra larga y extenuante jornada. Después de mi reunión en el centro por la mañana, busqué a la hija de Johnny Merton, Dayo, y me resultó muy fácil encontrarla: trabaja de documentalista para uno de los grandes bufetes de abogados del centro.
Cuando la llamé, se mostró comprensiblemente precavida, pero accedió a que nos viéramos en la cafetería del vestíbulo del edificio donde tenía las oficinas el bufete para el que trabajaba. No se mostró cordial y amistosa porque hablaba de su padre con una detective privada, pero me pareció razonablemente sincera.
– No puedo contarle nada del viejo barrio de mis padres -replicó cuando le expliqué que intentaba dar con alguien que pudiera hablarme de Lamont Gadsden o Steve Sawyer-. Mi madre dejó a mi padre cuando yo era pequeña. Lo único que recuerdo es que hubo una gran pelea y luego papá se encerró con llave en el apartamento y no nos dejó entrar. Fue durante la gran nevada, ¿sabe? Mi madre dijo que él estaba allí dentro con otras mujeres tomando drogas y que por eso no quería que entráramos. Así que nos fuimos a Tulsa a vivir con mi abuela y mis tías. Y éstas decían que mi padre era la encarnación del demonio y me harté de ello, por lo que hace unos años volví para decidir por mí misma.
Aquello había sido antes de que lo juzgaran por los cargos que lo mandaron a Stateville. Dayo había utilizado sus estudios y había trabajado voluntariamente como documentalista para los abogados de su padre. Greg Yeoman no lo había impresionado, pero era del viejo barrio, y Johnny ya no podía costearse un abogado del centro.
– No creo que mi padre sea un santo, pero tampoco es el diablo que todo el mundo quiere que piense. En los años sesenta, hizo mucho por nuestra comunidad, y si la poli y el FBI no lo hubieran encarcelado con acusaciones falsas, habría sido un dinamizador del barrio en vez del líder de una banda. De ese modo, yo habría podido tener una vida normal en vez de asfixiarme con mi madre y mis tías en Oklahoma. -Esbozó una dolorosa sonrisa-. Quizás hoy sería presidente a partir de su trabajo como organizador de la comunidad.
Cuando le pregunté con qué frecuencia visitaba a Johnny, tuve la sensación de que el abismo entre lo que ella quería que fuese su padre y la persona en que éste se había convertido era demasiado insalvable. Murmuró que iba a Joliet a verlo en Navidad y en Pascua, y a veces, el día de Acción de Gracias.
Volví a encaminar la conversación hacia Lamont y Steve Sawyer para ver si estaría dispuesta a hablar de ellos con Johnny.
– Llevan años desaparecidos. Tu padre es la única persona que puede saber lo que les ha ocurrido, pero no confía en mí.
– No voy a trabajar para la policía. -La mujer sacudió la cabeza-. Aunque mi padre hiciera cosas que no debía, ya tiene sesenta y siete años. No quiero que muera en prisión, por lo que no deseo contribuir a que le caigan otros veinticinco años de condena.
– Quizá sus viejos amigos no estén muertos -propuse-. O, si lo están, quizás él no los mató pero sabe dónde están los cuerpos.
– Suficientes «quizás» como para construir un caso nuevo, pero yo no quiero participar en ello -replicó, decidida.
Lo dejamos allí. La conversación me llevó a casa deprimida. La única noticia útil del día había sido un mensaje de texto de la amiga de Karen Lennon, la monja que estaba con Harmony Newsome cuando murió. La hermana Frances decía que estaría de regreso en Chicago el domingo por la noche y me pedía que fuera a verla a su apartamento de West Lawrence el lunes después de la cena.
El sábado, en respuesta a las lisonjas de Petra, me levanté temprano para llevarla a un recorrido turístico por la historia de nuestra familia en el South Side. Empezamos en Back of the Yards. En la actualidad, no queda nada de las grandes empresas envasadoras de carne que cubrían cuatro kilómetros de la ciudad a excepción de una pequeña tienda kosher que suministra cordero a los carniceros judíos y musulmanes del Medio Oeste.
Petra y yo aparcamos en Halsted y cruzamos las gigantescas puertas donde los transportistas registraban sus partidas de ganado. A las dos nos costó imaginar que cada día llegaban a la ciudad decenas de miles de reses y que las acequias corrían llenas de sangre y menudos.
– Mi padre decía que, de chico, durante la Depresión, los corrales eran la principal atracción turística de Chicago -le dije a Petra-. En 1934, la Exposición Mundial tuvo lugar aquí, frente al lago, pero hubo más gente haciendo cola para ver los mataderos que para entrar en la exposición.
– ¡Uf! No me lo imagino. Toda esa sangre y vísceras me harían volver vegetariana, y entonces papá tendría seis ataques de corazón y me desheredaría antes de palmar. -Se echó a reír alegremente con aquella idea.
Cruzamos la Bolsa, los restos del Anfiteatro Internacional y llegamos a Ashland Avenue. Los Beatles habían tocado en el Anfiteatro pocos días después de los disturbios de Marquette Park y mi padre tuvo que ayudar en el control de la masa. Recuerdo lo enfadados que estaban mi madre y él. Por culpa de los disturbios, había estado de guardia las veinticuatro horas durante una semana, y ahora, por culpa de unas «adolescentes histéricas», en el amargo lenguaje de mi madre, tenía que volver a salir a las calles.
– Le supliqué que me llevara con él. Yo era demasiado joven para sentir por completo la beatlemanía, pero algo de esa fiebre se me contagiaba. Era un alivio tan grande que, por una vez, ocurriera algo divertido en el South Side… Consintió en llevarme, y una amiga y yo montamos en el asiento trasero de su coche patrulla. Y vimos a los cuatro de Liverpool muy de cerca cuando entraban.
– He tocado los ojos que vieron a Ringo -dijo Petra, frotándome la frente.
Recorrimos el viejo barrio riendo y bromeando. El sábado es un día ajetreado en toda la zona: las compras, la colada, los deportes de los chicos, trabajar en el jardín, reparar el coche… Todas aquellas actividades sacan a la gente a la calle. Ashland Avenue estaba atestada de mujeres cargadas con niños y bolsas de la compra, las niñas jugando a la rayuela o saltando a la comba, los puestos en las aceras, todo ello disminuía nuestro avance todavía más.
Mientras recorríamos la calle, todas las cabezas se volvieron. Petra sobresalía entre la multitud y sus escarpias de cabello rubio que brillaban como un casco romano y su aspecto general dejaban a todo el mundo pasmado.
– Cuando yo era pequeña, la abuela Warshawski ya vivía en Gage Park. Mi padre me llevó una vez a ver la casa donde se había criado, así que espero acordarme.
Aquella parte de Ashland todavía es una zona vibrante. La industria ligera ha ocupado alguno de los huecos dejados por los mataderos. La gente cuidaba sus jardincitos. Las casas estaban bien pintadas, pero debajo seguía habiendo los mismos muros sin aislamiento. Aquellas casas de madera tenían un siglo; eran de la época en que Upton Sinclair escribió La jungla.
Cuando mi padre vivía allí, no tenían agua corriente ni calefacción central. Por las mañanas de invierno, tenía que reavivar los rescoldos de la caldera. El agua corriente llegó en los años cincuenta. Las tuberías estaban instaladas en la parte trasera de los edificios, igual que en la casa de mi infancia en South Houston. Recibías agua en la cocina, de forma que se construía un diminuto baño junto al fregadero, separado de éste mediante un muro, con una ducha de teléfono. Todavía recuerdo la primera vez que fui a visitar a una amiga de la universidad en su casa de Oak Park. Tener un segundo cuarto de baño con una bañera en la que tumbarse me pareció un auténtico lujo.
Una mujer se acercó por la acera con un niño de unos dos años y un carrito de la compra. Petra se dirigió hacia ella con vehemencia y, en un perfecto español, le dijo si podíamos echar un vistazo al interior.
– Mi abuelita vivió en este apartamento.
La mujer nos miró dubitativa pero se encogió de hombros y, con un gesto, nos indicó que la siguiéramos. Petra y yo la ayudamos con el pesado carro, cargado de botellas de leche y gaseosa, cubiertas con unas toallas limpias y cuidadosamente dobladas, a subir los peldaños de madera. Dentro del estrecho vestíbulo, lleno como estaba de bicicletas y carritos de niño, el buen humor de Petra bajó de nivel.
– ¿En cuál de los apartamentos vivía la abuela Warshawski? -me preguntó.
– En el delantero del segundo piso -respondí.
– La familia Velázquez -dijo en inglés nuestra guía-. Ella ahora no está en casa, pero la madre del marido se queda con el bebé. Tal vez les permita echar un vistazo.
Llamó a su hijo, que miraba, atónito, a Petra. La mujer y el niño cruzaron el vestíbulo y el niño no dejó de mirarnos por encima del hombro de su madre. Subimos al segundo piso y llamamos a la puerta de los Velázquez. Oímos llorar a un niño y una televisión gritando en español. Al cabo de unos instantes, llamamos de nuevo y una voz en español preguntó quiénes éramos.
Mi prima respondió en español, explicando cuál era nuestra misión. La casa de nuestra abuela. ¿Podíamos echar una ojeada? Al otro lado de la puerta se hizo un silencio suspicaz, mientras nos inspeccionaban de pies a cabeza a través de la mirilla. Luego sonaron muchos cerrojos y se abrió la destartalada puerta.
De repente, nos encontramos en medio del apartamento. Entre la puerta y la sala principal no había recibidor ni ningún otro tipo de cuarto y nos topamos de frente con un sofá cama abierto. La pequeña, que tendría unos diez meses, estaba tumbada en él y lloraba. Un hermano mayor, sentado ante el televisor, se volvió hacia nosotras. Gritó y se escondió detrás de su abuela.
Mi prima se agachó y empezó a jugar a cucú-tras y, al cabo de un minuto, se había echado a reír y quería tirarle de las escarpias del pelo. La niña, sorprendida por las risas de su hermano, dejó de berrear y se sentó. En un segundo, se había movido hasta el borde de la cama. La cogí antes de que se cayera y la senté en el suelo. En medio de aquel caos, la abuela había decidido que lo mejor era dejarnos echar un vistazo rápido al apartamento.
No sé qué pensaba encontrar Petra allí. Habían transcurrido sesenta años y a saber cuántas familias habían pasado por la vivienda, entre nuestros abuelos y los inquilinos actuales.
Mi prima miró rápidamente en las cuatro habitaciones y vio cómo vivían allí cinco niños y tres adultos: un sofá cama, literas, colchones hinchables debajo de la mesa del comedor, cuerdas de tender con pañales y otras prendas y juguetes amontonados bajo las camas.
Con el ceño fruncido de asombro, Petra le preguntó a la abuela dónde guardaban el resto de las cosas. Hasta aquel momento, la vieja se había mostrado razonablemente cordial. Entonces, frunció el ceño y lanzó una andanada en español demasiado compleja para mis conocimientos rudimentarios del idioma, aunque entendí «espías», «narcóticos» e «inmigración», palabras que no cesaba de repetir. Mi prima tartamudeó un poco pero, al cabo de un momento, nos encontramos al otro lado de la puerta.
– ¿Qué ha sido eso? -se quejó Petra-. Yo sólo quería ver dónde guardan las demás cosas.
– Son sus cosas, cariño. Al decirle que querías ver dónde guardan el resto de las pertenencias, creyó que eras de Hacienda o una policía de paisano buscando droga.
– En el sótano de mi edificio hay unos trasteros donde guardamos las cosas más grandes. Yo quería ver el de esa familia.
– ¿Por qué querías verlo? ¿Qué demonios te importa? -Vi que me miraba pasmada-. ¿Estás haciendo alguna investigación para la campaña sobre las drogas en las viviendas de los hispanos?
– ¡Por supuesto que no! Pensé que… Bueno, pensé que si… -tartamudeó Petra. Tenía las mejillas como la remolacha.
– ¿Qué pensaste? -inquirí cuando se interrumpió.
Miró las bicis y las tablas de skate que atestaban la entrada.
– Pensé que si los vecinos de esta casa tuviesen más sitio para guardar las cosas, la entrada no estaría así. -Dijo la última frase apresuradamente.
– Entiendo -repliqué con sequedad, dándole un leve empujón hacia las escaleras-. Muy considerada, por tu parte. Estos edificios no tienen sótanos, al menos de la manera en que tú entiendes los sótanos. Debajo de la cocina hay un hueco para alojar la caldera.
– ¿Y si hay un tornado?
– Por fortuna, los tornados en Chicago no son tan frecuentes como en Kansas, pero supongo que en caso de emergencia puedes culebrear debajo del edificio.
Cuando salimos, le enseñé la puerta exterior del cuarto de la caldera y la apertura detrás de las escaleras traseras donde uno podía acurrucarse si no le quedaba más remedio.
Una vez en el coche, mientras tomaba la Ryan para ir hacia Chicago Sur, dije:
– No sé qué querías hacer en esa casa, pero en South Houston no lo intentes de nuevo. Mi antigua casa está en medio de un territorio de bandas. Si alguien cree que le faltamos al respeto, puede dispararnos. Y nos pueden molestar sólo por ser mujeres anglo metiendo las narices en la zona. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -murmuró Petra al tiempo que tiraba de un hilo suelto de sus vaqueros.