Lamont Gadsden y mi prima Petra. Era difícil imaginar dos personas que tuvieran menos en común: un viejo compañero de Merton el Martillo, del South Side de Chicago, y una chica de la generación milenio de un barrio rico de Kansas City acostumbrada a comunicarse mediante mensajes de texto. Si no hubiese sido por mí, y por un poco de mala suerte, sus caminos no se habrían cruzado nunca.
Como éramos primas, no resultó extraño que Petra acudiese a mí cuando se presentó en Chicago, recién graduada de la universidad y con un empleo como becaria en la ciudad de su padre.
Y fue pura suerte, suerte de la mala, que yo aceptara buscar a Lamont Gadsden. A veces, cuando quiero echar la culpa a alguien, gritar a alguien ajeno a mi familia, el que paga el pato es un indigente llamado Elton Grainger.
Elton fue el deus ex machina involuntario que me llevó al embrollo de Gadsden. Elton llevaba varios años rondando intermitentemente por mi calle. Lo conocía de saludarlo. De vez en cuando le compraba la revista de indigentes que vendía y lo invitaba a café y a emparedados. En una ocasión, durante un temporal de nieve, le ofrecí refugio en mi oficina, pero declinó la invitación. Luego, una dorada tarde de junio, se desplomó delante de mi despacho.
Si lo hubiera dejado morir, Petra tal vez no habría desaparecido y la hermana Frankie quizás estaría viva todavía. Lo sucedido es toda una lección acerca del destino que aguarda al Buen Samaritano.
Ocurrió mientras tecleaba el código de la puerta del edificio.
– Vic, ¿dónde ha estado? ¡Hace semanas que no la veo! -Con un gesto caballeroso, Elton me tendió un ejemplar de la revista y dijo-: Ha salido hoy.
– He estado en Italia -dije, hurgando en mi cartera en busca de dinero americano, que todavía me parecía raro-. Mis primeras vacaciones en quince años. Es duro regresar.
– Viajes al extranjero. A mí se me pasaron las ganas cuando, con diecinueve años, el tío Sam me pagó un pasaje aéreo a Saigón.
Saqué un billete de cinco y Elton se desplomó en la acera. Dejé caer los papeles y las llaves y me arrodillé a su lado. Se había golpeado la cabeza y sangraba copiosamente, pero respiraba. Le tomé el pulso y sus latidos eran suaves e irregulares, como una frágil bailarina moviéndose al ritmo de la música.
Las horas siguientes transcurrieron entre la ambulancia, el servicio de urgencias y el ingreso en el hospital. Querían saber muchos detalles de él, pero yo no lo conocía, sólo era un indigente que llevaba años vendiendo periódicos en aquel trecho de West Town. De su vida personal sólo había mencionado que había perdido a su mujer cuando se dio a la bebida. Nunca habló de hijos y aquélla fue la primera vez que aludía a Vietnam. Había sido carpintero y, de vez en cuando, todavía le salían trabajillos por horas. En cuanto a los antecedentes médicos, no pude ayudar al hospital en el papeleo. Era un indigente. Esperaba que tuviera el carné verde que le permitía el acceso a los servicios sanitarios de la ciudad, pero no lo sabía.
Quería regresar a la oficina. Había estado fuera dos meses y medio y tenía esperándome una montaña de papeles más alta que los picos del Himalaya, pero no me apetecía marcharme hasta que hubiera algún diagnóstico o resolución sobre el estado de Elton. Al final, transcurrieron dos horas hasta que un médico interno, que tenía a su cuidado muchos más enfermos de los que podía atender, salió a informarme. Y lo hizo porque yo no había dejado de insistir a las enfermeras sobre su crisis, pidiendo oxígeno y que le controlaran el corazón, que hicieran algo. Me contó que había recuperado el sentido mientras estaba en la camilla, pero que tenía la piel fría y pálida y el pulso todavía muy débil.
Una mujer de treinta y pocos años, que parecía ocuparse de un anciano negro, me dedicó una torcida sonrisa la tercera vez que me acerqué al mostrador.
– Es difícil, ¿verdad? Ha habido demasiados recortes de personal. No pueden ocuparse de todos los pacientes que les llegan.
– Ayer regresé de una larga estancia en Europa -dije, asintiendo- y todavía no me he adaptado a nuestros husos horarios y nuestro sistema sanitario.
– ¿Es hermano suyo? -preguntó al tiempo que señalaba la camilla de Elton.
– Es un sin techo que se ha desplomado a la puerta de mi oficina.
La mujer frunció su boca de capullo de rosa.
– ¿Quiere que me ocupe de buscarle un albergue, si consiguen estabilizarlo? Tengo amigos en algunos de los establecimientos para indigentes -dijo.
Asentí y le di las gracias. Finalmente, el interno, que no parecía tener edad suficiente para ser universitario, y mucho menos médico de un hospital, se acercó a la camilla. Le preguntó a Elton cuánto bebía, cuánto fumaba y cómo dormía. Le auscultó el corazón y ordenó que le hicieran un electroencefalograma, un electrocardiograma y un ecocardiograma. Y que le suministraran oxígeno.
– Tiene arritmia -me dijo el interno-. Hemos de determinar el grado de gravedad. Beber y vivir en la calle se cobra un precio.
Elton me sonrió y me presionó débilmente los dedos entre los suyos, manchados de nicotina.
– Váyase, Vic. Aquí me tratarán bien. Gracias por… Bueno, ya sabe, que Dios la bendiga y todo eso.
Sacó un viejo carné de color verde de un bolsillo interior y supe que no lo pondrían de patitas en la calle. Volví a la oficina en taxi y no me quité a Elton de la cabeza, pero lo puse en un rincón. Me sentía agotada del viaje y había estado tanto tiempo fuera, que el período de descompresión antes de volver al trabajo tendría que ser forzosamente corto.
Había estado en Italia con Morrell y habíamos alquilado un bungalow en Umbría, en las montañas, cerca de la casa donde mi madre había vivido de niña. Morrell se había recuperado de las heridas de bala que dos años antes casi lo habían matado en el Khyber Pass. Quería probar las piernas, ver si ya estaba a punto para volver a ejercer el periodismo en primera línea del frente, y anhelaba regresar a Afganistán, a pesar de que en ese país y en Irak habían muerto más de trescientos periodistas desde que empezáramos nuestra guerra eterna.
Mis necesidades eran incluso más personales: yo me había criado hablando italiano con mi madre, pero no conocía su casa. Quería conocer a los parientes, quería escuchar música donde Gabriella la había aprendido, ver cuadros bajo la luz de la Umbría y la Toscana y beber vino torgiano en las colinas donde crecían las uvas.
Morrell y yo visitamos a la familia de Gabriella, unos ancianos primos católicos que se sorprendieron de lo mucho que me parecía a ella, pero que no quisieron hablar de los años que tuvo que vivir escondida con su padre, un judío italiano. Dijeron que no recordaban a mi abuelo, que había sido delatado y enviado a Auschwitz al día siguiente de que alguien llevara a Gabriella a la costa y la embarcara en un carguero con destino a Cuba.
Nadie sabía qué había sido de Moselio, el hermano pequeño. Gabriella le había perdido la pista cuando él se había unido a los partisanos en 1943 y yo no me había hecho nunca ilusiones al respecto. Mi madre llevaba mucho tiempo muerta, pero aún la echaba de menos. Esperaba demasiado de su familia de Pitigliano.
Morrell y yo visitamos la Ópera de Siena, donde Gabriella había tenido su único papel profesional, el de Ifigenia, la obra de Jommelli, gracias a lo cual tengo el nombre intermedio más raro de Chicago. Conocimos incluso a una frágil diva de unos noventa años que recordaba a Gabriella de los tiempos en que habían estudiado juntas en el conservatorio. «Una voce com'una campana dorata.» Cuando cantaba en nuestro bungalow de cinco habitaciones del sur de Chicago, parecía llenar todo el espacio hasta llevarlo al borde del estallido.
Al llegar a Chicago, Gabriella era una inmigrante pobre y mal informada y acudió a un bar de Milkwaukee Avenue donde, según un anuncio que había visto, buscaban cantante. Allí, los tipos de la trastienda intentaron desnudarla mientras cantaba, «Non mi dir, bell'idol mio».
Mi padre la rescató de aquello. Entró en el local una calurosa tarde de julio a tomarse una cerveza y la arrancó de los brazos del encargado del bar, que se dedicaba a manosearla. Mi padre era policía de Chicago, un hombre dulce y amable que veneró a mi madre desde aquel mismo día.
Al contemplar los cupidos barrocos que sostenían un estandarte de yeso en la Ópera de Siena, sentí la distancia entre el escenario y la música, donde Gabriella empezó su vida, y el bungalow en medio de las acererías donde la terminó. Mi padre y yo, ¿habíamos sido compensación suficiente para todo lo que se había visto obligada a abandonar por culpa de las leyes raciales de Italia?
Aquella parte del viaje resultó difícil pero, cuando nos marchamos de Siena y Pitigliano, Morrell y yo pasamos dos agradables meses juntos. Sin embargo, a los dos nos quedó claro que aquel viaje significaba el final de nuestra relación sentimental. Al planear aquellas vacaciones, habíamos pensado que profundizarían nuestra relación. Como los dos teníamos trabajos inusuales que nos mantenían lejos de casa durante largos períodos, nunca habíamos pasado juntos tanto tiempo seguido. Cuando llegó el momento de que Morrell cogiera el tren a Roma y el avión directo a Islamabad, los dos nos dimos cuenta de que estábamos dispuestos a decirnos adiós.
Al cabo de pocos días, volé a casa desde Milán con tristeza, preguntándome qué había impedido que Morrell y yo creáramos un vínculo más profundo y estrecho. ¿¿Se debía a lo desordenada que era o al orden compulsivo de Morrell? Quizás yo era demasiado irritable para tener alguien siempre al lado, como me habían sugerido algunos amigos. O tal vez los dos reservábamos al trabajo nuestro compromiso más profundo. La carrera de Morrell como periodista que cubría asuntos internacionales sobre derechos humanos era mucho más glamurosa que la mía y merecía una entrega total. Al fin y al cabo, yo sólo trataba con estafadores y ladrones.
Aquel pensamiento también me deprimió mientras volvía a la oficina después de dejar a Elton en el hospital. Cuando el taxi llegó al edificio rehabilitado que compartía con mi amiga escultora, de nuevo tuve que recordarme que había vuelto a América, esta vez por culpa de la propina, que en Europa nunca tiene por qué ser tan cuantiosa como aquí. Respiré hondo e introduje el código en el teclado de la puerta. La crisis de Elton quedaba atrás, mis vacaciones quedaban atrás.
Abrí la puerta del despacho. Amy Blount, una joven licenciada en Historia que había hecho trabajos de investigación para mí anteriormente, había ordenado los papeles con tanto rigor que casi me saludaron al entrar. El problema era que había demasiados. Toda mi mesa de trabajo estaba cubierta de papeles pulcramente etiquetados, mientras que en el escritorio se amontonaban los más urgentes.
Durante las vacaciones, sólo había ido dos veces por semana a un cibercafé a consultar los mensajes. Amy mantuvo la oficina en funcionamiento, realizó pequeños trabajos y respondió a consultas rutinarias y sólo hablamos cuando surgía algo que no sabía atender.
Cuando yo iba a regresar, Amy encontró de improviso un trabajo de profesora. Llevaba tres años esperando plaza y tuvo que marcharse enseguida a Buffalo para preparar el trimestre de verano. Antes de partir, había organizado mis papeles y había dejado una maceta de gerberas de color escarlata que, si bien estaban un poco marchitas del tiempo que llevaban solas, proporcionaban un agradable toque de color a mi cavernoso espacio de trabajo.
Aquella tarde, regué las flores y fingí interesarme en la cordillera de papeles de mi gran mesa de trabajo. Lamentablemente, encima del pico más alto estaban las facturas de la tarjeta de crédito. Pagar antes de diez días para evitar la pérdida de la calificación crediticia, de un riñón o de toda esperanza de volver a llenar el depósito de gasolina del coche.
Miré de reojo el recibo de American Express como si de ese modo fuese a volverse más pequeño. El dólar agonizante significaba que no tenía que haber intentado alegrarme la vida comprándome unas botas Lario el día antes de salir de Milán. O aquella pintura acrílica de Antonella Mason que Morrell y yo habíamos encontrado en la excursión a Treviso.
Hice una mueca y me obligué a empezar a revolver papeles. Lo más urgente sería pagar las facturas. Hice una llamada a una agencia de trabajo temporal para encontrar a alguien que me ayudara y empecé a devolver las llamadas más cruciales, las de los clientes que tenían dinero de veras para gastar.
Un poco antes de las cinco tuve que parar. Mi cuerpo pensaba que era medianoche y empezaba a olvidar con quién hablaba, o en qué lengua, en mitad de una frase complicada.
Estaba metiendo unos cuantos expedientes en el portafolios -la pesimista dice que la cartera está medio llena, la optimista, que los leerá durante la cena-, cuando sonó el timbre de fuera. Tengo la cámara de vigilancia para no tener que correr por el pasillo cada vez que un transportista trae una tonelada de acero para mi compañera de local, y miré la imagen de la pantalla del ordenador.
No es un sistema muy sofisticado, pero me pareció reconocer a la joven que había visto en el hospital mientras acompañaba a Elton. ¡Elton! Me había olvidado por completo de él. Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Acudía en persona a darme una mala noticia? Le di al mando que abría la puerta y corrí por el pasillo para ir a saludarla.
Cuando le pregunté por Elton, movió la cabeza en gesto de negativa con ánimo de tranquilizarme.
– No, no, parece que está bien. Esta tarde he charlado un rato con él. Combatió en Vietnam, por lo que pueden trasladarlo al departamento de Veteranos. Allí recibirá mejores cuidados.
Le agradecí que viniera en persona a contármelo y supuse que Elton le había dado la dirección de la oficina.
– Me temo que no he venido de su parte -sonrió algo avergonzada-, pero me dijo que usted era investigadora privada y creo que es la persona que necesito.
Oh, Dios. Hago una buena obra y me llega una cliente. ¿Quién dice que tenemos que esperar a subir al Cielo para recibir las recompensas? La hice pasar pero se quedó en el umbral, dubitativa, mirando a su alrededor del modo en que lo hacen las personas cuyas ideas de los detectives privados están sacadas de las películas de Bogart y de James Ellroy.
– ¿Y qué quiere que investigue, señora…?
– Lennon, soy la reverenda Karen Lennon. No es para mí sino para una de mis ancianas. -Se sentó en el sofá y cruzó las manos alrededor de una gruesa rodilla. -Trabajo en la organización Beth Israel y estoy destinada en Lionsgate Manor, que es un centro para personas dependientes gestionado por Beth Israel. Mis fieles son casi todos ancianos, sobre todo mujeres, y ha desaparecido el hijo de una de esas damas. Ella y su hermana lo criaron, y encontrarlo será la única manera de que alcancen la paz antes de morir. Llevo tiempo pensando cómo podría ayudarlas. Cuando vi lo compasiva que se mostró con ese indigente y me enteré de que era detective, supe que podía confiar en que usted trataría bien a mis ancianas.
– No es que rechace el trabajo, pero la policía tiene un departamento entero que se encarga de buscar a las personas desaparecidas.
– Estas damas son afroamericanas y muy ancianas -replicó Karen-. Guardan malos recuerdos de la policía. Desde su perspectiva, un detective privado no tendría ese bagaje.
– Yo cobro por investigar, a diferencia de la policía -dije-. O del Ejército de Salvación, que también busca a personas desaparecidas.
– En el Ejército de Salvación dicen que el hijo de la señorita Della lleva desaparecido tanto tiempo que no pueden hacer nada por encontrarlo, aunque le abrieron un expediente. -La mujer titubeó-. La anciana vive del pequeño cheque de la Seguridad Social. Después de trabajar tantos años montando aparatos para la compañía telefónica, no recibe una pensión. A usted la he buscado en internet y he visto que colabora con muchas organizaciones sin ánimo de lucro, albergues para mujeres, centros de acogida para mujeres violadas, derechos reproductivos, así que he pensado que estaría dispuesta a trabajar sin cobrar para personas necesitadas.
– A veces hago trabajos de voluntariado -repliqué apretando los labios-, pero no buscando a personas desaparecidas y mucho menos si llevan ausentes tanto tiempo. ¿Cuánto hace que el Ejército de Salvación se negó a investigar?
– Ignoro los detalles. -Karen Lennon se miró las manos. No era una mentirosa demasiado hábil. Conocía la respuesta y no me la decía porque creía que, de hacerlo, yo no aceptaría el trabajo-. En cualquier caso, la señora Della podrá explicárselo mejor que yo. Ha tenido una vida tan dura que, si viera que hay alguien dispuesto a ayudarla, el último trecho del viaje sería más agradable.
– Alguien tendrá que pagar mis honorarios -dije con firmeza-. Aun cuando no les cobre la tarifa completa, que son ciento cincuenta dólares la hora» no puedo permitirme desperdiciar tiempo y dinero, tal como están las cosas. ¿Lionsgate Manor no tiene unos fondos a los que recurrir en estos casos?
Mi vieja amiga Lotty Herschell es la jefe de servicio de Perinatología del Beth Israel. Aquella noche cenaríamos juntas. Podía preguntarle por Karen Lennon y Lionsgate Manor y si Beth Israel soltaría algo de pasta para una buena causa. En el caso de que aquélla lo fuera.
– Si hablara con la señorita Della, tal vez podría usted dirigirla a alguien cuyos honorarios pueda permitirse pagar. -Karen hizo caso omiso de mi sugerencia-. ¿Qué mal puede hacerle ir a verla?