48 ¡Todos contra la pared!

Había llegado una lancha de la policía, pero todos tardamos unos minutos en darnos cuenta. Dos de los secuaces de Dornick intentaron escapar, pero la lancha dirigió su foco hacia la orilla y un par de agentes los apuntaron con fusiles y les ordenaron que se detuvieran. Dornick había caído al suelo, pero pedía ayuda a gritos:

– ¡Agente caído! ¡Agente caído! -exclamó-. Cojan a esa zorra antes de que escape. Me ha quitado el arma.

– ¡Mentira! -gritó Elton con una especie de agudo graznido-. Vic estaba aquí con su chica. Se escondían de este hombre. Está loco. Vimos muchos como él en Vietnam, soldados chiflados que empezaban a disparar a sus propios compañeros. Si no lo hubiera derribado, habría matado a Vic. Y me ha echado abajo la casa sin motivo, sólo para fastidiarme.

– Tengan cuidado con ella -dijo Dornick-. Ya ha matado a un policía esta semana. Quiere vengarse de todo el cuerpo de policía.

Unos hombres con chaleco antibalas saltaron a tierra, nos apuntaron a todos con sus fusiles de asalto y nos condujeron a la lancha. Yo temblaba de tal manera, que casi caí al río. Los agentes me pasaron en volandas por encima de la borda y me dejaron bajo vigilancia mientras volvían a por el matón herido.

Petra estaba sentada a popa, envuelta en una manta gris de la policía. En algún rincón de mi mente agotada, sentí alivio al ver que mi prima estaba a salvo. Sin embargo, lo único que quería en aquel momento era tenderme en la cubierta y dormir.

Cuando estuvimos todos a bordo, Dornick tuvo el descaro de intentar convencer a los agentes de que yo los había tomado como rehenes -a él y a sus tres secuaces- y los había obligado a bajar al río, donde me proponía matarlos, como había hecho con Alito.

– Eso no es verdad, señor Dornick -gritó Petra desde la popa-. Sabe perfectamente que era usted quien intentaba matarnos, a Vic y a mí. Ni siquiera me explico cómo ha podido escapar ella, aunque supongo que mi prima tiene más recursos que usted.

El último comentario me hizo sonreír. Los policías no me permitieron acercarme a Petra, así que le mandé un beso.

Entretanto, sin embargo, la policía fluvial había comprobado mis datos y había descubierto la orden de busca y captura que había emitido Bobby contra mí. Me esposaron y me dijeron que tenía derecho a guardar silencio pero, mientras navegábamos río abajo, no dejé de repetir el número del móvil de Bobby y de decirles que lo llamaran antes de detenerme a mí y dejar libre a Dornick para que huyera de su jurisdicción. La insistencia de Petra en que era Dornick quien nos había amenazado les hizo decidirse por fin a darme el beneficio de la duda y me permitieron llamar a Bobby, quien les ordenó que nos detuvieran a todos.

En el embarcadero de Grand Avenue, nos trasladaron a un furgón de detenidos. Era uno de esos antiguos cacharros sin ballestas ni amortiguadores. Dornick estaba fuera de sí de rabia. Él, el dueño de Mountain Hawk Security, un veterano con veinte años de servicio, en un furgón con delincuentes comunes.

– Yo no soy una delincuente común, señor Dornick -dijo Petra-. Y Vic, tampoco. Y Elton, desde luego que no. Así que cállese.

Elton era el que lo estaba pasando peor, encerrado con tanta gente. Sudaba y le castañeteaban los dientes. Y cada vez que pillábamos un bache, parecía creer que era una granada e intentaba tirarse al suelo, pero estaba sujeto al asiento por las esposas.

– Ésa ha caído cerca. Charlie anda cerca. Moved esos pies -murmuró.

– Elton, estamos en Chicago, no en Vietnam. Soy Vic. Me has salvado la vida. -Me incliné hacia él cuanto me permitían las esposas-. A mí y a Petra. Repararemos tu casa. Aguanta una hora más. Lo conseguiremos.

– Eso es, Elton. Eres el mejor. Soy Petra, tu chiquita Petra, ¿recuerdas? -intervino mi prima.

Elton dejó de murmurar para sí lo suficiente para decir:

– Eres una buena chica, Petra. Todos saldremos vivos de aquí, confía en mí.

– ¿Que confíe en ti, rata borracha? -exclamó Dornick-. ¡Cállate! Ya me encargaré de ti.

– George, aquí la única rata eres tú y por fin irás a parar a esa gran ratonera que es tu verdadero sitio. ¿Sabes lo bien que se lo pasarán contigo en Stateville cuando sepan que eres el tipo que torturó a los chicos de Johnny Merton? Espero que tengas hecho el testamento.

Dornick intentó abalanzarse sobre mí, pero los policías que iban con nosotros lo contuvieron.

Petra se acurrucó contra mí en el estrecho asiento. Debajo de la manta de la policía, seguía llevando la ropa empapada. Tomé sus manos entre las mías a pesar de las esposas.

– ¿Y cómo hiciste para que todos estos chicos de uniforme se presentaran tan oportunamente a salvarme la vida? -le pregunté.

Me dijo que se había alejado nadando, pero no había sido capaz de encaramarse a los resbaladizos maderos que bordeaban la otra orilla.

– Había una especie de anilla de hierro. Me agarré a eso y me puse a gritar como una loca. Una mujer me oyó desde una de las casas cercanas y se asomó. Había oído los disparos y estaba bastante nerviosa.

La mujer que había respondido a sus gritos llamó a la policía. Cuando llegó el coche patrulla, Petra les gritó que unos asaltantes estaban disparándome al otro lado del río. Los patrulleros llamaron a la lancha.

– Oh, Petra, primita, has pasado un buen susto, pero has demostrado verdadero valor y auténtico ingenio. Cuando todo esto acabe, seguirás recordándolo. Guarda todas esas malas caras en un cajón y exhibe tu valentía.

Petra suspiró levemente y se enroscó aún más contra mí. Los policías no intentaron apartarla.

Tras esto, la noche se prolongó interminablemente. El furgón nos descargó en la comisaría de la Treinta y cinco con Michigan, donde nos llevaron a todos a una gran sala de interrogatorios.

Allí nos tuvieron más de una hora esperando, sin hacer otra cosa que lanzarnos miradas ceñudas los unos a los otros, hasta que Bobby hizo acto de presencia en mangas de camisa. Lo seguía Terry Finchley, con traje y corbata y cargado con un portafolios rebosante de sobres de papel manila.

– ¡Bobby! Me alegro de verte. -Dornick adoptó su tono de voz más cordial, de vigoroso barítono-. Felicidades por el ascenso. Muy merecido.

Bobby hizo caso omiso de él. Y tampoco me miró a mí. Cuando habló, lo hizo dirigiéndose al aire que flotaba sobre nuestras cabezas.

– Estoy tratando de traer aquí a Harvey Krumas. Peter Warshawski viene de camino desde el Drake. Esperaremos a que lleguen antes de empezar.

Finchley vació el portafolios sobre la mesa. Todos pudimos leer el nombre escrito en el primer sobre: HARMONY NEWSOME. Al momento, Dornick exigió que le permitieran llamar a su abogado.

Bobby, sin dirigirle la mirada todavía, hizo un gesto de asentimiento a Terry y éste le pasó un móvil a Dornick. Cuando el hombre pidió poder hablar en privado, Finchley le dirigió una levísima sonrisa:

– Señor Dornick, ha sido usted policía un montón de años. Ya conoce el procedimiento.

Los ojos de Dornick brillaron de furia. Si conseguía salir bien librado aquella noche, ninguno de nosotros estaría a salvo en la cama. Llamó a su abogado. Fue breve y conciso.

A continuación, yo también pedí el teléfono para hacer una llamada al móvil de Freeman Carter.

Freeman estaba cenando en el Trefoil. Habló primero con Bobby y luego pidió que me pusiera otra vez.

– Vas a pasar un rato ahí, Vic. No cometas ninguna estupidez. Iré a verte hacia las diez.

Eché un vistazo al reloj y me asombró comprobar que eran casi las nueve. Me parecía que había estado luchando con George Dornick en el río toda la vida.

Transcurrieron veinte minutos más hasta que llegó Peter, flanqueado por dos guardias.

– ¡Petra! ¡Oh, Dios mío, estás a salvo, Petey… Petey…!

Se acercó a ella apresuradamente y trató de abrazarla, pero ella lo rechazó.

– No me toques, papá, no te acerques a mí… No, hasta que expliques lo que hiciste.

– No digas nada, Warshawski -gruñó Dornick.

– No, no es preciso que diga nada, señor Warshawski -asintió Bobby-. De eso me encargo yo. Usted, limítese a sentarse en uno de esos asientos libres.

Bobby dejó un expediente sobre la mesa: contenía el álbum de fotos que le había enviado por la tarde.

– Empezaremos por el principio -dijo-. Marquette Park, 1966. Yo era un novato en el cuerpo y aquélla era una época espantosa para hacerse policía. Otro novato de mi clase era Larry Alito, que tenía la gran suerte de tener por compañero a Tony Warshawski, el mejor policía que ha vestido nunca este uniforme.

Mientras decía esto, Bobby me miró directamente por primera vez. Yo me mordí los labios.

– Alito tiene el número de placa 8963. Aquí se puede ver, en el pecho del hombre que recoge una pelota de béisbol. Esa pelota fue el arma homicida utilizada para matar a una chica negra ese día. Harmony Newsome, orgullo de su familia, se manifestaba al lado de una monja. Un muchacho negro, Steve Sawyer, confesó ser autor del asesinato, eso lo sabemos todos.

– Una buena labor policial -dijo Dornick-. Caso cerrado.

– Una mala labor policial -replicó Bobby-. Caso reabierto. En el juicio no se presentó ninguna prueba forense pertinente. Entonces no se disponía del arma homicida, pero debería haberse podido determinar, por las heridas y contusiones, que la víctima no fue apuñalada en el ojo a corta distancia, sino alcanzada por un proyectil. -Bobby acercó el álbum a mi tío, arrastrándolo por la mesa, y añadió-: En estas fotos aparece usted y otro hombre. ¿Quién lanzó esa pelota, él o usted?

Peter se humedeció los labios, pero bajó la vista a las fotos.

– Fue Harvey. Me contó que Dornick había dicho que alguien había tomado fotos en la manifestación. Maldita sea, ¿siempre las tuvo Tony?

Petra, muy pálida bajo la capa de mugre, miraba a su padre con expresión tensa. Cuando él vio su cara, puso una mueca de disgusto y apartó la mirada.

– ¿Harvey Krumas? -preguntó Bobby.

Dornick interrumpió a Peter para avisarle otra vez de que no hablara.

– Están grabando todo esto, Warshawski. Cierra el pico.

– Lamont Gadsden tuvo los negativos todos estos años -intervine sin alzar la voz-. Él tomó las fotos con su Instamatic. Lleva desaparecido desde la noche de la gran nevada del sesenta y siete. Hace tres meses, su tía me contrató para que lo encontrara. En su día, la mujer presentó una denuncia por la desaparición, pero George y Larry o sus amigos la trataron como escoria y no hicieron nada por averiguar el paradero del joven. Ahora, su tía está muriéndose y desea verlo, o saber dónde reposa, antes de dejar este mundo.

Dornick se revolvió en su asiento, deseando interrumpir, pero Terry Finchley lo hizo callar.

– ¿Y lo encontraste, Vic?

– No -respondí, moviendo la cabeza-, pero encontré estas fotos. El señor Gadsden había escondido los negativos en su Biblia y había dejado el libro en casa de su tía la última noche que fue visto con vida. La mujer me lo entregó anoche sin saber que contenía dinamita; sólo quería que se la devolviese a su sobrino cuando diera con él. Que encontrara las fotos fue un puro golpe de suerte. En realidad, fue gracias a ti, George. Si no te hubieras excedido en tus intentos de manipulación, acusándome de la muerte de Alito, no habría tenido que salir huyendo a la carrera y no se me habría caído de las manos esa Biblia. Con el impacto, se abrió el lomo del libro y cayeron de él los negativos.

Bobby me lanzó una mirada y murmuró:

– Algún día vas a contarme cómo hiciste para salir de ese edificio, Lionsgate Manor, sin que mi gente te descubriera.

– Con magia, Bobby -respondí con una fría sonrisa-. Es la única manera en que puede actuar una investigadora solitaria como yo frente a la mierda de alta tecnología de que dispone alguien como George, aquí presente.

– Esos negativos no existen -afirmó Dornick con aire despectivo-. Tú has manipulado las imágenes… y no mediante la magia. Cualquiera podría sacarse esas fotos de la manga… y no por arte de magia. Cualquiera podría crearlas a partir de filmaciones generales de la manifestación.

– Es cierto -dijo Bobby-. ¿Dónde están los negativos, Vicki?

¿Vicki? Así que volvíamos a ser amigos… Me miré las manos.

Petra rompió el silencio que se había hecho en la mesa.

– Aquí. Me los llevé cuando escapé al río -dijo, y sacó la bolsa de plástico negra de debajo de la manta.

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