26 Y ahora, Murray

Gracias a lo que Lotty me había inyectado con el suero, dormí largamente. Cuando desperté, el dolor de los brazos y de los ojos había remitido hasta convertirse en una molestia soportable. Cuando entró una voluntaria a ayudarme a tomar una especie de papilla que me habían autorizado a comer, le pregunté si me ayudaría también con el teléfono.

En primer lugar, llamé al señor Contreras. Me dijo que había visto lo sucedido en las noticias, pero que en el hospital bloqueaban las llamadas. Había hablado con Lotty, que lo había tranquilizado, pero aun así era un gran alivio escucharlo de mis propios labios.

– No te preocupes en absoluto por los perros, muñeca, porque he llamado a ese servicio de paseadores que empleaste cuando estuviste en Italia. Y «la Chiquita» -el apodo que le había puesto a mi prima- está colaborando. Esta mañana se llevó a Mitch al trabajo y anoche fue a tu casa a cambiar las sábanas y demás e incluso te compró yogur, para que estés cómoda cuando te dejen salir.

Me reconfortó saberlo, pero sólo en parte. Después del asunto del baúl, la idea de que mi prima anduviera revolviendo en mi apartamento me ponía nerviosa. Quizá me había cogido la pelota de Nellie Fox y esperaba, con su habitual optimismo, que no repararía en su desaparición.

– Luego, está ese agradable vecino que acaba de instalarse, el músico. Él también ha ayudado con los perros -añadió el señor Contreras-. Pero también han estado por aquí Murray Ryerson y varios periodistas más. Le dije a Ryerson que debería darle vergüenza portarse como una hiena que va detrás de los leones y come la carroña de las presas que ellos se ocupan de cazar.

Al señor Contreras nunca le han entusiasmado los hombres de mi vida pero, por alguna razón, le tiene verdadera manía a Murray. Hice caso omiso al comentario lo mejor que pude y respondí con paciencia a sus preguntas. Incluso me tomé a buenas sus ásperas palabras de consuelo: que si no debía culpabilizarme de lo ocurrido, que si las monjas que andaban por ahí trabajando para terroristas sabían que corrían riesgo. No era culpa mía que alguien hubiera lanzado bombas incendiarias contra su casa, precisamente la noche que yo había decidido visitarla.

Cuando terminamos de hablar, hice que la voluntaria marcara el número de mi oficina para hablar con Marilyn, la secretaria temporal. La encontré abrumada de llamadas. No se me había ocurrido pensarlo, pero naturalmente, ahora era una gran noticia en los medios.

«Si sangra, vende», es el viejo adagio de la prensa. Y si quien sangra es una monja, vende durante días. Había llamado Julian Bond, así como Willie Barrow y otros destacados veteranos de los derechos civiles. Varios activistas por los derechos de los inmigrantes habían realizado una vigilia delante del hospital y dos hombres a los que la hermana Frankie había ayudado a salir del corredor de la muerte llevaban a cabo una huelga de hambre delante de la sede central de la policía para exigir diligencia en el descubrimiento de los asesinos. Como yo estaba con ella cuando la habían matado, era comprensible que las televisiones se interesaran por mí.

– No dejan de llamar, y algunos se han presentado aquí, pensando que se escondía. ¿Qué les digo?

– Que tardaré una semana en restablecerme lo suficiente para hablar con nadie y que deberían ir a buscar sangre a otra parte.

Repasamos la parte más manejable de las llamadas que había recibido. El hombre al que había contratado para la vigilancia en Mokena. Varios informes de relevancia para los clientes, que procedí a dictarle. Y mensajes a diversos clientes más para decirles que estaría en mi despacho al cabo de una semana y que entonces me pondría en contacto con ellos.

Por la tarde, me llevaron en silla de ruedas al departamento de oftalmología, donde me quitaron las vendas de los ojos. Aunque el doctor había cerrado las persianas y las luces estaban apagadas, incluso la penumbra gris me causó dolor. Al principio, no vi nada más que espirales llenas de chispas; sin embargo, al cabo de unos minutos, ya percibía claramente las formas.

El médico me examinó minuciosamente.

– Ha tenido mucha suerte, señora Warshawski. Las quemaduras de los párpados no eran graves y ya están curando. Durante las próximas semanas, tendrá que llevar gafas oscuras con cristales fotocrómicos cuando salga a la calle, tanto si hace sol como si no, y también en los espacios cerrados que estén muy iluminados. Si lleva gafas, necesitará unas de sol graduadas para el ordenador durante un par de meses. Y evite por completo la televisión y los ordenadores durante un par de días más. Se lo digo en serio, ¿de acuerdo?

Me dio una pomada antibiótica para que me la pusiera en los párpados por dentro y por fuera dos veces al día y me dijo que ya podía lavarme el pelo.

Cuando me llevaron de vuelta a la habitación con unas enormes gafas de sol de plástico, de esas que lleva la gente después de una operación de cataratas, el residente procedió a examinar el resto de mi cuerpo. Tenía los brazos rojos y ásperos. Cuando el fuego, llevaba una chaqueta de lino, pues me había vestido de trabajo para la reunión y, aunque la tela me había chamuscado la piel, la había protegido de sufrir quemaduras más profundas.

Las manos eran lo que había padecido más. Cuando me quitaran las vendas la semana siguiente, tendría que llevar guantes de algodón cada vez que saliera de casa.

Cuando, finalmente, me colé en el cuarto de baño y me miré al espejo, parecía que hubiese tomado demasiado el sol, pero sólo tenía en la cara unas cuantas ampollas a lo largo del perfil del cuero cabelludo. Al parecer, había hundido la cara en la colcha mientras sacaba a la hermana Frances de la habitación, lo cual también me había salvado de sufrir quemaduras graves.

Aun así, había tenido una suerte asombrosa de escapar a lo más fuerte del incendio. Si hubiera tirado al suelo de un empujón a la hermana Frankie, en lugar de avisarla a gritos… Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver la botella golpeándole la cabeza.

El residente había dicho que me darían el alta al día siguiente si continuaba en aquel estado. Entretanto, me quitarían el gotero y tomaría antibióticos por vía oral y podría comer algo.

– ¿Sabe que ha creado usted una especie de circo mediático en el hospital? -El residente era un hombre joven y un circo mediático era claramente un cambio en la rutina que agradecía.

Al parecer, el servicio de seguridad del hospital había descubierto aquella mañana a un periodista que intentaba acceder a mi habitación mientras dormía. También habían denunciado a otro hombre al que habían encontrado ante uno de los ordenadores del puesto de enfermeras, consultando mi historial y el de la hermana Frankie.

– Bloqueamos las llamadas a su habitación. Los de centralita dicen que han contado ciento diecisiete llamadas.

No había imaginado que una estancia hospitalaria tuviera un lado bueno, pero haberme ahorrado tal número de llamadas me hizo ver que estaba equivocada.

Cuando, finalmente, el doctor recordó que tenía que pasar visita a otros pacientes, me puse guantes de plástico para protegerme las manos y me di una ducha en el pequeño cuarto de baño. Me sentí mejor físicamente, pero el agotamiento, la medicación y la depresión me hicieron volver a la cama sumida en una especie de letargo.

Me puse las pesadas gafas y me quedé medio adormilada. Alguien trajo una suerte de almuerzo. Pedí café, pensando que la cafeína levantaría un poco aquella niebla que tenía en el cerebro. La auxiliar dijo que no lo tenía en la dieta y volví a tenderme en la cama, con el estómago revuelto sólo de pensar en la temblorosa gelatina roja que venía en la bandeja.

En cierto momento, pensé en mi ropa. Llevaba la cartera en el bolso y éste debía de estar fundido entre los restos de la casa de la hermana Frances, pero muchas veces guardo algún billete directamente en el bolsillo. Entre mis ahumadas prendas encontré, en efecto, once dólares y trece centavos. También encontré el móvil, pero la batería estaba agotada.

Me calcé las botas Lario en los pies desnudos y me puse la chaqueta de lino chamuscada y desgarrada. Me miré en el espejo del cuarto de baño. Entre la ropa, el cabello sucio y revuelto y las enormes gafas, parecía salida de las calles del Uptown que rodeaban el hospital: una indigente que recogía colillas. Recorrí el pasillo con piernas temblorosas; dos días en la cama, sin comer y muy conmocionada, me habían atrofiado los músculos. Un guarda de seguridad del hospital situado en el puesto de enfermeras me miró con curiosidad, pero no intentó detenerme. Bajé en ascensor al vestíbulo de la planta baja.

Los hospitales se han dado cuenta de que la caja registradora se llena más si instalan una máquina de café. No pretenden que sea bueno, pues imaginan que una clientela bajo tensión consumirá cualquier cosa. Yo tampoco estaba en situación de andarme con remilgos. Pedí un exprés triple a un encargado que, al ver mi indumentaria y mi pelo, me pidió el pago por adelantado.

Mientras me hacía los cafés, miré al otro extremo del vestíbulo, tras la puerta de la entrada. El circo mediático había cerrado la mayoría de las carpas y sólo permanecía allí una unidad móvil. Al forzar la vista a través de las gafas, apenas alcancé a distinguir a un par de personas con pancartas; eran los activistas por los derechos de los inmigrantes, quizás, o unos obreros en huelga o incluso una protesta contra el aborto. Los cristales de las gafas eran demasiado opacos como para que alcanzara a leer lo que decían las pancartas.

Llevaba las manos tan bien envueltas que tuve que sostener el vaso con la yema de los dedos y me costó abrir los sobres de azúcar. Al final, los desgarré con los dientes, derramándome azúcar encima y tirándolo por el suelo antes de acertar a echarlo en el café. Me dirigía a los ascensores cuando distinguí a mi viejo colega Murray Ryerson, del Herald-Star, en el mostrador de recepción. Estaba recogiendo un pase de visitante y sonreía con satisfacción al empleado. Para que luego digan del aislamiento de los periodistas.

Me sentí vulnerable y desprotegida, sin ropa interior bajo un gastado camisón de hospital y sólo con la chaqueta tiznada para ocultar a la vista de todos los pechos y las nalgas. Me retiré hasta una silla situada detrás del macetero de una planta y observé desde allí hasta que Murray hubo entrado en el ascensor.

Mientras esperaba, vi que Beth Blacksin, de Global Entertainment, se acercaba al mostrador de recepción y se ponía a gesticular de indignación, señalando el ascensor. Así pues, Murray había entrado con engaños. Un guarda de seguridad del hospital se unió a Beth.

Los hospitales tienen un millón de salidas y escaleras. Abandoné la cafetería por el fondo y entré en las primeras escaleras que encontré. Subí un tramo y me sentí como si me hubieran dado una paliza: me temblaban las piernas y la cabeza me daba vueltas. Me apoyé en la pared y tomé un sorbo de café. Amargaba -hacía tiempo que no limpiaban los cabezales de la cafetera-, pero la cafeína me serenó un poco.

Un médico bajaba corriendo, pero se detuvo al verme.

– ¿Qué hace usted aquí?

Levanté la muñeca donde llevaba la pulsera de plástico de paciente sobre la mano vendada.

– Me he despistado cuando he bajado a por un café.

El médico leyó la pulsera.

– Su habitación está en la quinta planta. Será mejor que tome un ascensor. Creo que no debería estar levantada, señora… Y, desde luego, no debería subir cinco pisos a pie.

Abrió la puerta de la planta baja y la sostuvo mientras yo pasaba detrás de él.

– Puedo pedirle una silla de ruedas.

– No, las enfermeras me han dicho que tengo que empezar a caminar. No se preocupe.

El doctor tenía prisa y no se quedó a discutir. Eché un vistazo a la pulsera. Por supuesto, allí constaba el número de mi habitación. Era una suerte, pues no me había molestado en mirarlo al salir.

Encontré unos ascensores auxiliares y vi un rótulo que indicaba por dónde se iba a la biblioteca del hospital. Con el café entre las yemas de los dedos, dejé atrás las secciones de Consultas Externas de Ortopedia y de Enfermedades Respiratorias y llegué a la biblioteca. Para mi alivio, no era más que una sala llena de libros donados, la mayoría de ellos ejemplares de cortesía con la nota de los agentes de prensa debajo de la tapa todavía. Allí no había nadie que pudiera preguntarse si una persona con grandes gafas oscuras y sin ropa interior debía estar en aquel lugar.

Apagué las luces del techo y me enrosqué en un sillón. Era hora de dejar de lamentarme de mí misma y de sentirme culpable por lo de la hermana Frankie. Era momento de pensar, de trabajar.

Los federales habían estado vigilando el apartamento de la hermana Frances y no habían intervenido en el ataque contra ella. ¿Significaba aquello que habían deseado su muerte, o sólo que se habían ausentado para tomar una pizza y no vieron que alguien arrojaba los cócteles molotov?

El café surtió efecto, pero no suficiente para poner a funcionar plenamente mi aturdido cerebro. Me levanté del sillón y saqué la hoja publicitaria de varios libros. Rebuscando en los cajones de un pequeño escritorio, encontré un viejo cabo de lápiz. Tendría que valer. No veía apenas para escribir y el lápiz tenía la punta demasiado roma para hacerlo normalmente, por lo que empleé mayúsculas.


1. FEDERALES OBSERVANDO A FRANKIE: ¿POR QUÉ?

2. LAMONT GADSDEN = CHIVATO: ¿CIERTO?

3. LO DE LAS BOTELLAS: ¿UN ACELERANTE DEL FUEGO PROFESIONAL O CALLEJERO?


¿Quién me respondería a alguna de esas preguntas? Y había algo más, otra cuestión importante que me rondaba la cabeza y que no era capaz de concretar. Me quité las botas, recogí las piernas debajo del cuerpo y dejé vagar la mente. Me dormí, desperté y volví a dormirme, pero una y otra vez volvió a mi cabeza la imagen de Lotty, enfurecida. No podía tener que ver con ella. Debía de tener relación con aquella gente de las agencias policiales a la que Lotty se había enfrentado el día anterior: los agentes habían hecho alguna pregunta que resultaba extraña.

Guardé el papel en el bolsillo de la chaqueta y me incliné para calzarme las botas. Cuando me puse en pie, tuve que agarrarme al sillón para no perder el equilibrio. Estar tan débil resultaba irritante. Necesitaba salir a la calle, hablar con gente, y estaba tan enclenque que recorrer un pasillo de hospital me agotaba. A duras penas, conseguí regresar finalmente a mi habitación.

Acababa de tenderme otra vez en mi colchón especial para quemados, cuando entró una enfermera.

– ¿Dónde se había metido? ¡La hemos buscado por todo el hospital! ¿No ha oído que la llamábamos?

– Lo siento. Estaba probando las piernas y me he cansado tanto, que me he quedado dormida en una silla. No he oído nada.

La enfermera me tomó la temperatura y el pulso y desapareció para difundir la noticia de que había vuelto. Tan pronto se hubo marchado, se abrió la puerta del baño y asomó Murray.

– Bien, bien, Warshawski. Así que es cierto lo que dicen. No estás muerta, todavía.

El sobresalto dio paso a la furia:

– ¡Ryerson, sal de mi habitación ahora mismo!

– ¡Oh, qué palabras tan dulces! -Murray sonrió y me miró-. ¿Sabes?, tienes un aspecto bastante extraño, si no te importa que te lo diga.

– Sí que me importa. Sobreviví a un incendio. Fue sumamente desagradable. Ahora, vete.

– Cuando haya hablado contigo, mi detective privada tragafuegos.

– Hablaré contigo si me haces un favor.

Ryerson hizo una reverencia sobre su grabadora.

– Se hará como ordenéis, mi reina.

– Necesito ropa. No puedo ir a ninguna parte con esto. Y mi cartera con las tarjetas de crédito y demás se quedó en el apartamento de la monja.

– No voy a acercarme a tu casa -replicó Murray-. Ya sabes que el viejo me odia. Me echará encima a ese perro tuyo del demonio y el bicho me hará picadillo antes de que pueda explicar por qué estoy revolviendo en tu armario.

– Cómprame algo, entonces. Vaqueros, una camisa blanca de manga larga y un sujetador. Es lo único que necesito.

– ¿Un sujetador? ¿Quieres que vaya a comprarte un sujetador? ¡Ni lo sueñes!

– Murray, al acto de recogida de fondos de Krumas llevaste a una veinteañera rubia. No puedes venirme con que te sonrojas y te sientes incómodo en una sección de lencería. Talla 95D. La camisa, talla 42, y los vaqueros, talla 40. ¿Recordarás todo eso para la posteridad?

– Sí. -Murray frunció el entrecejo-. Lo tengo. Y, ahora, ¿qué hacías en casa de la hermana Frances Kerrigan para que la mataran?

Me incorporé en la cama y me miré los brazos.

– Vaya, me parece que aún no llevo camisa…

– ¿He de traerla antes de que hablemos? ¿Sabes lo que me ha costado llegar hasta aquí? He tenido que averiguar el nombre de una paciente y fingir que venía a visitarla. Y luego he tenido que rondar por ahí buscando un ordenador libre para encontrar el número de la habitación. Si me voy ahora, no me dejarán entrar otra vez, así que no me marcharé hasta que me cuentes…

– Sí, ya imaginaba que incumplirías tu parte del trato, pero no te preocupes. El señor Contreras tendrá mucho gusto en traerme la ropa. Ese hombre me quiere más cuando estoy de baja.

Cerré los ojos tras las gafas y me recosté de nuevo en las almohadas.

– ¡Oh! ¡Eres un mal bicho manipulador, Warshawski!

– Dentro de diez segundos llamaré a la enfermera, Ryerson. Yo no soy el aprovechado que ha metido las narices en los ordenadores del hospital.

– No, tú eres la aprovechada que hizo que frieran a una monja.

Volví a incorporarme y aparté la sábana.

– Escribe eso en alguna parte, sea un periódico, un blog o un mensaje de texto, y pasarás el resto de la vida defendiéndote de una denuncia por libelo, ¿me oyes?

Se produjo un incómodo silencio, hasta que Murray lo rompió:

– Tú estabas allí cuando la atacaron.

No le hice caso y añadí:

– ¡Y usar ese lenguaje para referirse a la muerte de la hermana Frances…! Esa mujer trabajó toda la vida por la justicia social y las libertades civiles, ¿quién te crees que eres para tomarte a guasa su muerte? ¿Sabes lo que es sostener entre tus brazos a alguien que tiene la cabeza envuelta en llamas, encendida sobre el cuerpo como la mecha de una vela? ¡Sal de aquí!

– Lo siento, ¿vale? Todos pasamos demasiado tiempo pensando en el siguiente comentario cínico y punzante que vamos a hacer. Lo que he dicho es desconsiderado y de mal gusto. Te pido disculpas.

Contraviniendo todos los rótulos que lo prohibían, Murray sacó su móvil y llamó a su ayudante para que me comprara la ropa. Incluso le dio el número de una tarjeta de crédito y le indicó que mandara los paquetes al hospital.

Volví a ponerme las gafas. Aun con la luz mortecina de la habitación, me dolían los ojos. Además, me había echado a llorar y no quería que Murray lo viese.

– ¿Qué dicen tus fuentes? -le pregunté al cabo de un momento-. ¿Creen que la atacaron por su labor con los inmigrantes?

– No nos ha llegado nada de la calle respecto a eso -reconoció él-. La monja encargada del Centro Libertad, una tal hermana Carolyn Zabinska, dice que recibieron amenazas de muerte cuando empezó la guerra de Irak (las monjas se oponían y organizaron esas vigilias semanales de protesta), pero nadie las ha amenazado nunca por su trabajo en las prisiones o de ayuda a los emigrantes. -Hizo una pausa y añadió-: Hay gente que se pregunta por qué se produjo el ataque la noche que la visitabas, precisamente.

Permanecí tendida en la cama muy quieta, con los ojos cerrados.

– ¿Qué gente? Aparte de ti, por supuesto.

– Es sólo lo que he oído por ahí -dijo Murray.

– Desde que Global compró el Star, te has dedicado más a la sección de espectáculos que a la de sucesos; por lo tanto, las personas que te cuentan cosas ya no tienen tanta influencia como antes -apunté, enfadada todavía y deseando devolverle el golpe.

– ¿Cuándo he escatimado yo en una noticia, Warshawski? -Ahora, Murray también estaba furioso-. ¡Tú, siempre subida en tu pedestal! Es fácil trabajar de investigadora por tu cuenta, pero yo tengo que hacerlo para una empresa, si quiero que me publiquen en un periódico. Y mis fuentes confían en mí.

Bajé la vista a mis manos vendadas y deseé trabajar para una gran empresa, donde alguien tomara el relevo mientras yo estuviera de baja.

– Bien, ¿y qué te cuentan de los perpetradores? Cuando llamé al timbre de la hermana Frankie, Lawrence Avenue estaba muy concurrida. ¿Todos los testigos sufren amnesia?

Con las gafas y en la habitación a oscuras, no alcancé a ver su expresión, pero lo oí resoplar. No dijo nada durante un largo instante pero, a pesar de mi fea acusación, Murray era un periodista de pies a cabeza. Quería mi historia y comprendía que debería responder a algunas preguntas si quería que yo hablase.

– Hay una tonelada de testigos que vieron a los perpetradores. Un Ford Expedition se aproximó a gran velocidad, haciendo sonar el claxon. Todo el mundo se apartó precipitadamente y el coche se detuvo en el bordillo de la acera. Se apeó un tipo (o tal vez una mujer, pero todos están bastante seguros de que era un hombre) con una media en la cabeza, arrojó las botellas, volvió a montar en el Ford y el coche se alejó zumbando antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando.

– ¿Matrícula?

– Nadie se molestó en anotarla. O, si alguien la conoce, no nos la dice. He oído diversas versiones -dijo Murray-. Una de mis fuentes asegura que los chicos del callejón reconocieron el todoterreno, pero tienen miedo de declararlo, no vayan a convertirse en el siguiente blanco. Unos tipos que lanzan cócteles molotov a una monja son capaces de cualquier cosa.

Callé un momento mientras digería sus palabras.

– El FBI y la OGE tenían montada una vigilancia. ¿Sabes algo al respecto?

– Sí, la última noticia es que la Primera Enmienda es papel mojado. Tenemos que consultar con esa gente todo lo que vamos a publicar. ¡Una mierda! Y eso mismo es mi director. El cabrón se limitó a asentir y parpadear mientras decía que las reglas han cambiado y que tenemos que obedecerlas si queremos seguir llevando las noticias a la gente.

Sus palabras me devolvieron al interrogatorio al que me habían sometido en aquella habitación. Por fin, recordé aquel detalle inconexo que me venía inquietando: que la mujer de Gestión de Emergencias quisiera saber qué me había contado la hermana Frances de Harmony Newsome. Me sentí mareada de nuevo y me recosté en el colchón. Cuando la investigadora había hablado conmigo, la OGE ya estaba al corriente de mi interés por Harmony.

Con palabras entrecortadas, le expliqué a Murray el motivo de mi presencia en el Centro Libertad: el antiguo asesinato y la búsqueda de Lamont, y le revelé el hecho de que la OGE ya estuviera al tanto de mi interés por Harmony Newsome antes de que su agente me interrogara.

– ¿Lo sabían porque estaban escuchando las llamadas de la hermana Frankie? -terminé-. ¿O tal vez las mías? ¿O ambas? Murray, si la hermana murió porque yo estaba allí…

– Eh, eh, Mujer Maravillosa, no te eches a llorar ahora -protestó él.

No pude evitarlo. Eran las dudas que me habían corroído todo el verano acerca de mi personalidad, de por qué no podía conservar una relación. ¿Acaso traía la destrucción a todos los que me rodeaban?

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