20 El número del baúl

A la mañana siguiente, cuando acababa de regresar del lago con los perros, se presentó Petra. Venía a recoger el Pathfinder pero, cuando nos vio, se apeó y se acercó corriendo. Los perros se abalanzaron sobre ella y le mancharon de agua y arena los pantalones blancos. Estaba tan radiante como siempre y no se le notaban los efectos secundarios de su noche con champán.

– Podríamos echar un vistazo a tu baúl antes de que vaya a trabajar -dijo, jugando con las orejas de Mitch.

– ¿Qué te ha dado con mi baúl? -inquirí-. ¿Crees que encontraremos dentaduras postizas, rubíes o algo así?

– No lo sé -sonrió-. Creo que, desde que he venido a Chicago, me interesa más la historia de mi familia. La familia de mamá lleva siglos en la zona de Kansas City. Un antepasado suyo fue coronel en el ejército Confederado. Y otro llegó a Kansas con los pioneros antiesclavistas, en 1850 más o menos, de modo que de pequeña me contó todas esas historias. Y su familia es tan blanca anglosajona y protestante que la historia de papá siempre se ha tratado con menosprecio o algo así. Ya sabes, los polacos que trabajaban en las fábricas envasadoras de carne… Ahora quiero saber más sobre los Warshawski. Ahora que he estado en la ciudad y te he conocido a ti, me parecen más interesantes.

La había llevado a ver el bungalow de Fairfield Avenue donde vivieron mis abuelos cuando dejaron Back of the Yards. Ahora Petra quería ver la casa del lado noroeste de la ciudad, adonde se traslado la abuela Warshawski después de los disturbios de 1966, y la vivienda del distrito de los corrales de ganado donde mi padre se había criado y el suyo había nacido.

Me siguió escalera arriba, al tiempo que planeaba, energética, una salida para cuando terminara su jornada de trabajo que incluía Back of the Yards, la casa de mi infancia en el sur de Chicago y Norridge Park, donde mi abuela vivió sus últimos años.

– Petra, querida, tranquilízate. ¿Y si fuéramos cada día a una casa distinta? Ten en cuenta que ir de Norridge Park al sur nos llevará un par de horas.

– ¡Lo siento! -exclamó con sus pucheros fingidos-. Mamá dice que siempre salgo disparada como un cohete mientras los demás todavía van en coche. Hoy podemos ir a Back of the Yards y a tu casa. Y dejamos Norridge Park para mañana.

– O durante el fin de semana, mi pequeña bomba de presión. Para mañana por la noche tengo planes.

Puse la cafetera a calentar, le dije a mi prima que la apagara cuando saliera el café y fui a quitarme la arena del pelo y de la piel. Cuando volví a la cocina, había café derramado por todo el fogón y ni rastro de mi prima. Apagué la llama, la maldije en voz alta y empecé a limpiar el café.

– ¡Oh, lo siento! -Petra apareció en el umbral de repente-. Como no sabía cuánto tardaría, he empezado a buscar el baúl.

– Maldita seas, Petra, ¿no podías quedarte quieta hasta el momento de apagar la cocina?

– ¡Ya te he dicho que lo siento!

– Pero esto no resuelve el problema. No quiero que hagas lo que te dé la gana en mi casa, sobre todo si te pido que te encargues de una sencilla tarea que hubiese evitado que ocurriera esta explosión.

– Yo lo limpiaré mientras te vistes -murmuró.

Había utilizado la toalla con que me había secado después de la ducha para recoger lo más gordo del desastre. Se la lancé y volví al baño a lavarme las manos. Cuando regresé a la cocina, vestida para ir a trabajar, Petra estaba delante de los fogones, controlando, nerviosa, mi pequeña cafetera. El suelo estaba fregado, y la toalla que yo le había tirado, colgada de la barandilla del porche trasero.

Me miró con la misma expresión que Mitch cuando lo pesco escarbando en el jardín, y no pude contener la risa.

– Buf, Vic, ¿sabes el miedo que das cuando te enfadas? -Se había relajado y sonreía-. Espero estar haciendo bien el café.

Cuando el chisme empezó a burbujear, apagué la llama y le dije que le prestaba ropa, si quería cambiarse. Se había manchado del café de la toalla y de la energía utilizada en limpiar la cocina. Cogió una camiseta y me siguió a la sala.

Cuando vi que había estado hurgando en mi gran vestidor, noté que volvía a enfurecerme. Había sacado las botas de invierno y la bicicleta para poder acceder al baúl, que estaba abierto. Había arrancado la tela protectora en que había envuelto el traje de terciopelo de mi madre. El traje estaba tirado sobre el sillón de cualquier manera, con una manga y parte de la falda en el suelo. La chaqueta del uniforme de gala de mi padre estaba abierta encima de la banqueta del piano.

– Supongo que estoy tan acostumbrada a vivir con mis hermanas y mi compañera de habitación que se me olvida que no a todo el mundo le gusta compartir -dijo Petra en voz baja al ver mi expresión.

– No se trata de compartir, sino de consideración, de empatía. -Cogí el traje de noche, lo doblé y volví a guardarlo dentro de la bolsa de tela. Las manos me temblaban-. ¿Sabes cuántas horas de clase tuvo que dar mi madre para comprarse este traje? ¿Cuántas noches comimos pasta sin salsa?

»¿Sabes qué era vivir con tan poco que había que cuidar al máximo cada pertenencia? Mi madre empezó a reconstruir su carrera con este traje. Después de cada actuación, la ayudaba a colgarlo, y le poníamos manzanas secas y clavos de olor contra las polillas. Podía remendar los desgarrones pequeños pero, si se le hubiera estropeado, no habría podido comprarse otro. Mi madre murió cuando yo tenía dieciséis años. No me quedan muchas cosas que sus manos hayan tocado. No quiero que te acerques al baúl ni a su ropa.

– Lo lamento, Vic. Yo pensaba en tu padre y en que querías encontrar algo que demostrara lo que había hecho en 1966. No sabía que encontraría todo esto.

Respiré hondo y traté de hablar en tono ecuánime.

– Creo que sería muy buena idea que ahora te marcharas -dije.

– Pero, ¿no vas a mirar las cosas de tu padre? -preguntó mientras yo empezaba a doblar la chaqueta de Tony.

– Sí, pero lo haré yo sola. Cuando me apetezca. Ahora mismo, llego tarde a una cita con un cliente. ¿Y el Estrangulador de Chicago? -pregunté, intentando darle un toque más ligero a la conversación-. ¿No te espera a ninguna hora? Aunque ayer fueras la heroína, mañana puedes ser un gran fracaso. Las campañas son implacables.

Empezó a explicar lo relajada que era su atmósfera de trabajo.

– … Y además, como el padre de Brian y papá eran casi como hermanos, Brian sabe que la familia es lo primero.

– ¿Brian te ha dicho que vengas a echar un vistazo al uniforme de mi padre porque Peter y él se criaron juntos?

– No, no, claro que no. -Se ruborizó-. Lo que quería decir es que… Bueno, no importa. Nos vemos esta noche, ¿de acuerdo? ¡Podemos ir a Back of the Yards!

– Mira, Petra, por hoy ya he tenido bastante de familia. -La miré con aire cansino-. Cuando me apetezca pasar una noche contigo, ya te llamaré.

– Te he limpiado la cocina, te he pedido disculpas por sacar el traje de tu madre. Creo que podrías tener algún tipo de respuesta.

– ¿Eso crees? -Me había arrodillado junto al baúl para guardar el traje de mi madre, pero me volví hacia Petra. -Mi respuesta es que eres una joven muy hermosa, llena de energía y buena voluntad, pero que has vivido siempre en una burbuja privilegiada. Vuelve a verme cuando hayas pensado qué sentirías si tu madre hubiese muerto y al único recuerdo que tuvieras de ella lo tratasen como si fuera una toalla de recoger el café.

Me miró con una expresión en la que se mezclaban la ira y la sorpresa. Entonces sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo de la chaqueta, lo miró, me miró a mí y salió de la sala como una centella. Oí que bajaba la escalera con sus ruidosas botas. El estruendo de éstas ahogaba su voz al teléfono.

Me quedé sentada en el suelo unos instantes con el traje de mi madre en el regazo. Alisé la tela y se me hizo un nudo en la garganta al recordar el aspecto de Gabriella en el escenario del viejo teatro Athenaeum, en el que fuera su único recital importante antes de que la enfermedad empezase a debilitarla. Con aquel traje se la veía luminosa, y su voz había llenado el auditorio.

Consulté el reloj. Tenía una hora para llegar al centro. En vez de guardar el traje y el uniforme de gala de mi padre, seguí revolviendo el baúl. La música de mi madre, una caja con mis cartillas de notas de la escuela, mi partida de nacimiento, el certificado de matrimonio de mis padres, los documentos de la naturalización de mi madre…

En otra caja pequeña había cintas magnetofónicas. Cuando empezó a practicar en serio, mi madre se había grabado. Estudiaba con un músico profesional, pero sólo podía costearse una clase al mes. El señor Fortieri, que además fabricaba instrumentos, tenía un magnetófono Pioneer, una máquina estupenda, y se lo prestaba a mi madre. Pesaba una tonelada, y recuerdo haberla ayudado a llevarlo a casa en el tren.

El señor Fortieri vivía en el Northwest Side, e ir hasta allí y volver nos ocupaba todo un día. Primero el tren desde la estación central de Illinois, luego el metro elevado de Ravenswood hasta Foster, y luego el largo trayecto en autobús por Foster hasta Harlem, donde había un pequeño enclave italiano en el que vivía el señor Fortieri. Mientras mi madre y él hablaban de música en italiano, me daban un cuarto de dólar para que me comprara un helado o una galleta en el Umbria's de la esquina.

El día que decidió prestarle el magnetófono a mi madre, ella objetó dos veces, como dictaban las buenas maneras, pero yo sabía que llevaba meses insinuando que lo necesitaba. La ayudé a envolverlo en una manta. Lo cargamos entre las dos y tomamos el autobús hasta el metro elevado y luego el tren. Una vez en casa, nos lo dejó para que una amiga y yo grabáramos una obra de teatro que habíamos escrito para la escuela, pero no dejó que Boom-Boom se acercase al aparato. Recuerdo que mi padre también lo utilizó un par de veces, aunque, como yo, lo que hizo fue jugar. En cambio, para mi madre, era una herramienta muy seria.

Dejé las cintas a un lado. Si encontraba un sitio donde las pasaran a CD, podría escucharlas de nuevo. Estaba en deuda con Petra por haberme impulsado a abrir el baúl. Podían haber pasado cuarenta años más sin acordarme de que tenía aquellas cintas.

Lo único que encontré con la caligrafía de mi padre fue unas cuantas notas de amor a mi madre y una carta que me escribió cuando me gradué en la Universidad. Me acuclillé para leerla.


Ya sabes lo orgulloso que estoy de ti porque has sido la primera persona de la familia que ha estudiado en la Universidad. Cómo me gustaría que tu madre estuviese aquí… Eso lo deseo todos los días, pero hoy todavía más. Ya sabes que ahorró céntimo a céntimo lo que ganaba dando clases de piano para que tuvieras esta oportunidad. La has aprovechado completamente. Estamos muy orgullosos de ti.

Tori, me enorgullezco de ser tu padre por todo lo que haces, pero necesitas vigilar ese mal carácter que tienes. Veo tanta ira en las calles y en mi propia familia… La gente se deja llevar por el mal genio y un mal momento puede cambiarte la vida para siempre en una dirección hacia la que no quieres ir. Me gustaría poder decir que no he hecho nada en esta vida de lo que me arrepienta, pero he tenido que tomar algunas decisiones y ahora me toca apechugar con ellas. Tú empiezas ahora y todo es luminoso y brillante y el futuro te espera. Deseo que siempre sea así para ti.

Te quiere,

Papá


Había olvidado aquella carta. La leí varias veces, echándolo de menos, echando de menos el amor con que me habían rodeado mi padre y mi madre. También pensé, apenada, en las veces en que me había dejado llevar por el mal genio, y había convertido situaciones difíciles en imposibles. Incluso el día anterior, hablando con Arnie Coleman. O aquella misma mañana, con Petra. Obtendría mejores respuestas de la gente si no empezaba gritando. Tal vez el señor Contreras estaba en lo cierto. Quizá debería ser más como Petra. Pensé en ello. Tal vez sí, pero lo que no podía hacer era volverme una santa. De entrada, todavía estaba furiosa por cómo había asaltado el baúl.

Metí la carta en el portafolios para llevarla al centro y hacerla enmarcar. Mientras la guardaba, me pregunté qué habría hecho mi apacible y bondadoso padre de lo que se arrepintiera lo suficiente como para mencionarlo en la carta. No soportaba la idea de que pudiera estar relacionado con Steve Sawyer.

Eché un vistazo rápido a la caja de cartón que contenía los recuerdos de mi padre. Había guardado el documento donde se le encomiaba el coraje mostrado evitando un atraco a mano armada en 1962, su alianza de boda y cachivaches diversos. También había una pelota de béisbol. La sostuve unos momentos. Igual que le había ocurrido al señor Contreras con la dentadura postiza de su esposa, no recordaba haberla metido ahí. Resultaba curioso, porque el juego de mi padre había sido el softball. No me parecía que hubiese jugado nunca a béisbol. Mientras jugueteaba con la pelota, advertí que llevaba un autógrafo de Nellie Fox. Aquello todavía me resultó más extraño porque Fox había jugado con los Sox y mi padre era seguidor de los Cubs.

El South Side todavía significa White Sox. Cuando Tony era joven, podían molerte a palos si te paseabas al sur de Madison Street con los colores de los Cubs. Comiskey Park se hallaba a pocas manzanas de los corrales de ganado donde se crió mi padre. Sus compañeros del instituto eran todos de los Sox. Sólo Tony Warshawski y su hermano Bernie, hartos del olor de sangre y de esqueletos de animales quemados, decidieron arriesgar su vida tomando el metro elevado hasta Wrigley Field.

Entonces, ¿por qué había conservado Tony una pelota de los Sox? Estaba muy gastada, con orificios en la piel de caballo. Tal vez la utilizaba como objetivo de práctica, pero los agujeros eran demasiado pequeños para ser de bala.

Oí pasos en el vestíbulo y me sobresalté. Luego, una voz de hombre preguntó si había alguien en casa. Petra había dejado la puerta abierta al salir y Jake Thibaut, que había bajado a recoger el correo, lo había visto. Me puse en pie y consulté el reloj con sentimiento de culpa. Me había entretenido demasiado mirando aquellos recuerdos familiares.

– ¿Qué son estas cintas? -preguntó Thibaud, señalando las descoloridas cajas de whisky que las contenían.

– Son cintas viejas de mi madre. Era una cantante que intentaba recuperar la voz después de veinte años respirando polvo de hierro. Quería buscar un sitio donde las pasaran a CD, pero no sé. Mi madre murió. Tal vez su voz no sonará tan hermosa como yo la recuerdo. Quizá lo deje estar.

– ¿Polvo de hierro? -preguntó Thibaut en tono dubitativo.

– Me crié al lado de las viejas acererías. -Miré de nuevo el reloj y me agaché para recoger las cintas y la pelota de Nellie Fox.

– Deme las cintas. Un amigo mío tiene un estudio. Aunque haya idealizado la voz de su madre, ¿no quiere oírla otra vez?

Pues claro que quería. Se llevó las cintas y yo metí la pelota en el portafolios con mis papeles y la carta de Tony. Intenté contener la impaciencia mientras Jake caminaba hacia el vestíbulo y decía que, a veces, la calidad de las cintas de ocho pistas es mucho mejor que la de los equipos digitales. Me estaba ayudando. No tenía por qué ponerme beligerante debido a unos minutos más de retraso. Podía contener mi personalidad de pitbull tres minutos más.

Intenté dedicarle una radiante sonrisa de agradecimiento como las de Petra y me disculpé por tener que salir corriendo escaleras abajo en dirección a Roscoe a coger un taxi.

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