31 La casa hecha trizas

Unos días más tarde, dejé el piso de Lotty y volví a mi apartamento. Me habían quitado por fin las gasas y había quedado al descubierto una piel arrugada y enrojecida. Tendría que llevar día y noche unos guantes especiales, una especie de mitones finos. No debía ir a nadar, de momento, ni tomar el sol durante los meses siguientes. Cambié por fin las gafas oscuras especiales, de cristales de plástico, por otras de sol corrientes. Y ya me permitían ver la televisión, trabajar con el ordenador y conducir.

Durante mi estancia en casa de Lotty, hablé varias veces con el conserje. No había visto a nadie merodeando a la espera de que apareciera una investigadora privada envuelta en vendas. No había llamado a la puerta nadie más, aparte de los agentes de la ley que se habían presentado el primer día. Empecé a creer que el ataque a la hermana Frances guardaba relación con su labor en el Centro Libertad. La idea no apagó mi deseo de encontrar a los autores, pero alivió mis pesadillas. No la había matado yo. Sólo había sido testigo impotente de su muerte.

Mientras me recuperaba en casa de Lotty, no permanecí ociosa. Contesté todas las llamadas de los medios que se habían acumulado. Es triste, pero parte del secreto de ser una investigadora privada de éxito es que la gente vea tu nombre en la Red.

Era especialmente importante que me ocupara de aquello, puesto que me había llamado la empresa de trabajo temporal para decirme que mi secretaria, Marilyn Klimpton, dejaba el empleo. «La señora Klimpton no esperaba tener que enfrentarse sola a tantos clientes enfadados y a todos los periodistas y demás que intentaban ponerse en contacto con usted. Además, después de haber sido usted objeto de ese atentado con bombas, estar ella sola en la oficina la hace temer por su seguridad. No creemos que podamos mandarle a nadie a sustituirla, ahora mismo.»

– En ese caso, yo tampoco creo que ustedes y yo volvamos a trabajar juntos, en adelante -repliqué, altisonante.

Estupendo. Ahora, no sólo estaba de baja laboral, sino que el trabajo acumulado volvería a alcanzar proporciones gigantescas. Llamé a mi servicio de llamadas para pedir que se ocuparan del teléfono durante el horario normal de oficina y luego empecé a hablar con mis clientes para ver qué asuntos podía subcontratar y cuáles podían esperar unos cuantos días a que me ocupara de ellos personalmente.

Algunos ya habían pasado sus encargos a firmas mayores, que disponían de más investigadores. Eran prudentes. Si tu principal investigadora está socarrada, ve donde sabes que habrá un sustituto. Pensé en mis facturas e intenté no dejarme llevar por el pánico. Pensé en George Dornick, de la empresa de seguridad Mountain Hawk, y su oferta de contratar «a la hija de Tony». Ojalá no tuviera que llegar a eso.

Y también me preocupaba mi prima. Su explicación de por qué se había presentado en el Centro Libertad la noche que yo había vuelto por allí no acababa de convencerme. Pensar que intentaba emularme resultaba muy halagador, pero me costaba creerlo. Y la bomba de humo en mi antigua casa… La señora Andarra había dicho a la policía que había visto a la mujer que creció en la casa observando desde el otro lado de la calle. Conrad pensaba que tenía que ser yo porque sólo relacionaba conmigo lo de haber crecido allí. Pero la señora Andarra, probablemente, nos había tomado a Petra y a mí por madre e hija… Y había sido Petra quien se había dirigido a ella en español.

Aunque mi prima había jurado enérgicamente que no había estado jugando a los detectives en el Southside, no había negado categóricamente que hubiera rondado por allí el domingo por la noche. Pero, ¿por qué tendría que haber ido? No se me ocurría el menor motivo.

Dejé de darle vueltas al asunto y llamé a la empresa propietaria del edificio del Centro Libertad con la esperanza de que pudieran decirme quién había enviado el equipo de demolición a destripar el apartamento de la hermana Frankie y dejarlo preparado para los albañiles, pero no supieron o no quisieron decírmelo.

Dejé un mensaje en el móvil de la hermana Carolyn, pidiéndole que intentara sacar alguna información a los operarios. La monja estaba reunida con un abogado del Servicio Nacional de Inmigración, pero me llamó al cabo de unas horas para decirme que había hablado con el responsable del equipo de demolición y con el encargado de los albañiles. Los dos insistían en que no sabían quién los había contratado. Les habían prometido que cobrarían en metálico, casi el doble del salario habitual, si dejaban inmediatamente lo que estaban haciendo y se ocupaban de aquel edificio.

– Se resistieron a contarme incluso eso, supongo que por miedo a que los denunciara a Hacienda, pero me puse el uniforme y los convencí de que sólo quería información.

¿El uniforme? ¡Ah, el hábito! Pregunté quién les había dado el dinero y la monja respondió que los dos operarios habían hablado de un hombre blanco, de mediana edad, que no conocían previamente.

– ¡No me diga…! -mascullé secamente-. Y debía de llevar gabardina y un sombrero de fieltro de ala estrecha, ¿no?

– No lo sé -dijo ella-. ¿Tiene importancia eso?

– Desde luego. Me haría tener la certeza de que esos hombres mienten, en lugar de meras sospechas.

– ¿Cree que, en realidad, sí saben quién los ha mandado?

Estaba sentada a la mesa de la cocina de Lotty, a punto de estallar de frustración por mi forzada inactividad.

– No estoy segura, por supuesto, pero intuyo que le deben un favor a alguien importante, o que son chicos de los recados de alguien importante. Quizá son una tapadera para cobrar subvenciones por dar empleo a gente de minorías, no lo sé. Pero, para dejarlo todo colgado por ese trabajo, habían de tener una idea bastante clara de quién los envía. Y, por otra parte, que el edificio estuviera bajo vigilancia y que la policía hubiera precintado la puerta del apartamento no los ha detenido ni cinco segundos.

Cuando colgamos, llamé a los detectives de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados que habían venido a interrogarme. Encontré al latino.

– ¿Sabe que su escenario del crimen ya no existe? -le dije.

– ¿De qué está hablando?

– Acabo de hablar por teléfono con una de las monjas que viven allí. Se presentó un grupo de obreros, sin que las monjas supieran nada; tiraron abajo la puerta y arrasaron el apartamento. Espero que tengan a buen recaudo las muestras que recogieron. Alguien está tomándose muchas molestias para evitar que se investigue ese incendio.

El agente no me dio las gracias, exactamente. Fue más un gruñido, seguido de la petición del número de teléfono de la hermana Carolyn y de la advertencia de que sería mejor para mí que no estuviera detrás de una destrucción de pruebas.

Eché en falta terriblemente a Amy Blount. Habría podido ponerla a rastrear a los del equipo de demolición, a seguir la pista de la propiedad de las empresas. Me pregunté si podría encargarle el trabajo a mi prima, ver cómo se desenvolvía en una indagación rutinaria de los registros de licencias. Si Petra no averiguaba nada, mi situación no sería peor que antes.

Intenté llamarla al móvil. Estaba en la oficina de la campaña y nos interrumpió varias veces gente que se acercaba a consultarle algo. Y, en cada ocasión, ella anunciaba que estaba al teléfono con «mi prima, la que se quemó en ese incendio de la semana pasada, ¿sabes? Así que estaré contigo dentro de un momentito, pero ahora necesita que la ayude».

Cuando, por fin, conseguí toda su atención, se mostró entusiasmada y me ametralló a preguntas. Le di la dirección de un par de páginas web a las que estoy suscrita y le dije que le mandaría por correo las contraseñas para que no tuviera que anotarlas en mitad de la conversación.

– Si la empresa no aparece en la base de datos, tendrás que ir al edificio del Gobierno de Illinois a mirar en los archivos.

– Pero, ¿y si sacaron la licencia en otro estado? ¿No suelen hacerlo en Delaware?

– Si la empresa tiene tamaño suficiente para ir a sacarse la licencia a Delaware, deberías encontrarla en la red, pero es una buena ocurrencia. Si la encuentras, primita, no intentes seguir la pista tú sola, por favor. La gente de la construcción tiene malas pulgas y buenos mazos.

– Vamos, Vic, lo mismo se dice de los trabajadores de los mataderos y crecí entre ellos. Sé hablar con la gente sin sacarla de sus casillas. Y, en cualquier caso, corro más deprisa que un tipo cargado con uno de esos grandes mazos. Ya lo verás.

Ya lo vería. Me quedé mirando el teléfono con preocupación, sin saber muy bien qué se proponía Petra, realmente. Esperaba no haberla empujado a una tarea que le viniera grande.

Lotty se tomó la tarde libre para llevarme en coche, primero al hospital, donde su presencia me permitió saltarme la cola.

De allí, fuimos al banco. Mientras se tramitaban las tarjetas nuevas, no tenía otra manera de sacar dinero en metálico, así que llevé el pasaporte e hice efectivo un cheque por mil dólares, esperando que tuviera bastante hasta que me llegara la tarjeta del cajero.

La última parada fue en la peluquería, donde pude hacerme cortar mis torpes trasquilones a una longitud uniforme. Al final, el resultado estaba entre la calvicie y un corte al cepillo de recluta pero, desde luego, quedaba mucho más atractiva que con mi aspecto anterior de perro sarnoso.

Fue un día agradable, una especie de minivacaciones después del trauma de los últimos diez, y terminamos cenando con Max en un pequeño restaurante de Damen. Lotty y él me llevaron en coche a mi apartamento, donde el señor Contreras y los perros salieron a recibirme tumultuosamente. Los perros mostraron tal éxtasis que la médico del fondo del pasillo amenazó con llamar a la policía si no los hacíamos callar al momento. Lotty me dio un largo abrazo y me confió al señor Contreras, quien insistió en llevarme la bolsa.

Mi contento se desvaneció tan pronto abrí la puerta. Me quedé tan perpleja que, al principio, no pude creérmelo. Mi casa estaba patas arriba. Los libros estaban por el suelo, habían desmantelado el tocadiscos, habían apartado las partituras para inspeccionar el interior del piano, y el baúl estaba abierto en mitad del salón, con el vestido de noche de mi madre hecho un ovillo en el suelo.

Mi primera reacción fue una especie de desesperación, un deseo de tomar un avión a Milán y pasar el resto de mi vida en el pueblecito de las colinas donde había crecido mi madre. Mi segunda respuesta fue de furia hacia mi prima.

– Vamos, Vic -protestó mi vecino-, no seas tan dura con ella. ¿Cómo iba a estar detrás de esto?

– No hay señales de que forzaran la entrada y tú la dejaste entrar con mis llaves, ¿no? -dije-. Petra estaba obsesionada con esa pelota de béisbol que encontré entre las cosas de mi padre y esto tiene todos los indicios de ser obra de una jovencita malcriada que quiere las cosas cómo y cuándo ella quiere.

– Sí, la dejé entrar, pero eso fue hace dos días, cuando pasó por aquí a recoger tu cargador del móvil, y no se quedó el tiempo necesario para hacer esta clase de destrozo. Y, en cualquier caso, te equivocas por completo con la chica. No sé qué te pasa, muñeca, pero da toda la impresión de que estás celosa de ella porque es joven, guapa y llena de vitalidad. No esperaba eso de ti. En serio, cariño, no lo esperaba.

– ¡Cómo puede hablar así cuando acaban de revolverme la casa de esta manera! ¡Mire esto! -Le enseñé el vestido de mi madre-. ¡Petra sabe cuánto me importa y lo trata como si fuera una toalla vieja!

– Estoy diciéndote que no puede haber sido Petra, pienses lo que pienses. Y yo no he dejado entrar a nadie más, así que esto es cosa de un profesional, alguien capaz de saltarse todos tus cerrojos y demás y colarse en el piso. Ha tenido que hacerlo en plena noche, mientras los perros y yo dormíamos. Tu prima no estuvo aquí en plena noche.

Llamé a Petra al móvil, pero seguía sin responder. Dejé un mensaje para que me llamara tan pronto escuchara el buzón de voz. Acompañada del señor Contreras y los perros, recorrí el apartamento contemplando el desastre. El viejo tenía razón: Petra no habría sido tan meticulosa. Pero tampoco era cosa de un profesional. Salvo que fuera un profesional que pretendía aterrorizarme deliberadamente. En cuyo caso había hecho un gran trabajo.

– ¿Pero qué podían buscar? -pregunté al señor Contreras-. Excepto esa pelota de Nellie Fox, aquí no hay nada que pueda querer nadie. Además, insisto, no hay ninguna señal de que forzaran la entrada.

– Tal vez Petra se olvidó de cerrar al salir -apuntó mi vecino.

– Entonces, ¿por qué estaba cerrado ahora, cuando hemos subido?

Estaba tambaleándome al borde del colapso y tenía que poner toda mi voluntad para borrar la histeria de mi voz.

El señor Contreras quería que llamara a la policía, pero ya tenía suficiente de autoridades. Cuanto más caos veía, menos pensaba que lo hubiese causado mi prima, pero aun así no quería que una brigada criminal encontrara allí ningún rastro de Petra. Si había sido ella, me encargaría del asunto yo misma.

Pasé el resto de la noche limpiando. El señor Contreras se quedó a echarme una mano y recogió libros, me ayudó a doblar ropa y ordenó la cocina. En el comedor, el intruso había quitado los platos de los estantes con la misma meticulosidad que se observaba en todo el resto de la casa. Refunfuñando, el anciano se arrodilló, recogió tazas y platos y los lavó antes de devolverlos a los estantes.

Las copas de vino de cristal veneciano rojo de mi madre, que había envuelto en su ropa interior en su única pequeña maleta cuando había huido de Italia, estaban apiladas en el suelo. Las levanté con un temblor tan acusado en las manos que temí romperlas y las observé al trasluz una por una. Con los años había perdido dos y había roto otra. Ahora, una cuarta tenía un defecto en el pie.

Me aferré a esa cuarta copa, sin poder contener las lágrimas. Cuando Bobby y Eileen Mallory tuvieron su primer hijo, Gabriella sacó aquellas copas para hacer un brindis, después del bautizo. Era la primera vez que yo las veía y mi madre me contó su historia. La espléndida cristalería había sido un regalo de bodas a su abuela, en 1894. Gabriella se la había llevado a su escondite como recuerdo, aunque era una carga frágil y difícil de manejar. Había conseguido llevarla de Pitigliano a Siena, donde se refugió en la buhardilla de la casa de su maestro de música, y luego, horas antes de que llegaran los fascistas, se las llevó a escondidas a las colinas, donde se ocultó con su padre hasta que, a base de sobornos y en un golpe de suerte, consiguió pasaje en un barco a Cuba. Ni una sola copa se había roto en todo este periplo. Yo, en cambio, ya me había cargado la mitad de ellas. Victoria Ifigenia, la torpe.

No sé cuánto tiempo estuve allí sentada, mientras el señor Contreras andaba de puntillas de aquí para allá poniendo en orden libros y papeles. Peppy se acercó y posó la cabeza en mi regazo. Dejé la copa para acariciarla y, finalmente, me arrodillé a recoger las demás para devolverlas a la vitrina.

Estaba poniéndome en pie cuando vi que el álbum de fotos había ido a parar debajo de la mesa. Me arrodillé de nuevo y gateé entre las patas para alcanzarlo.

Me dolían los ojos de exceso de esfuerzo y tenía palpitaciones en las manos, pero pasé las páginas intentando determinar si faltaba alguna fotografía. Varias de ellas se habían soltado de sus pequeños soportes y revisé el álbum metódicamente, volviendo a colocar las que se habían soltado, entre ellas una en la que aparecían mis padres brindando con las copas venecianas. Torcí el gesto y pasé la página. Faltaba la foto de mi padre con el resto de su equipo de softball.

Miré debajo de la mesa y repasé de nuevo el álbum, hoja por hoja, pero la foto había desaparecido.

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