30 Mentiras

Aunque había salido triunfante de la escaramuza, sabía que no podría ganar, a la larga, una batalla contra la ley. La verdadera cuestión, si conseguía que mi cansado cerebro volviera a funcionar, era averiguar a qué venía tanto interés por parte de los agentes. Sus preguntas, todo su interés, parecían centrarse más en la conversación que había tenido con la hermana Frances, que en su asesinato.

Para ser sincera, debía reconocer que mi presencia en la escena del crimen dos días más tarde daba pie a una investigación, pero, ¿por qué tenían establecida una vigilancia tan completa del edificio, de buen principio?

El interrogatorio me había agotado. Intenté tomar unas notas en grandes mayúsculas con un rotulador de punta de fieltro, pero el esfuerzo me hizo caer dormida. Cuando desperté, fue porque el conserje llamaba por el teléfono interior: había llegado la hermana Carolyn Zabinska.

– No tiene buena cara -dijo la monja después de saludarme-. ¿Se siente con ánimos para hablar?

Ella también lucía una expresión de pesadumbre, contraída y sombría. Era una mujer alta y de constitución robusta, pero tenía los hombros hundidos de dolor.

– Sólo es el pelo -respondí, intentando dejar de lado la autocompasión-. Intenté cortármelo con unas tijeras de coser, pero soy el colmo de la torpeza. Los hombres del FBI fueron más rudos. Me dijeron que parecía la perdedora de una pelea de gatas.

– Sí, el FBI, de eso quería hablar… entre otras cosas.

La monja me acompañó al balcón de la sala, donde Lotty tenía una mesita y sillas en verano. Le ofrecí un refresco y la dejé allí, contemplando el lago Michigan, mientras me refugiaba en la cocina. Lotty sobrevive a base de café, prácticamente, pero encontré algunas infusiones de hierbas alemanas en el fondo de un cajón. Cuando regresé al balcón con la bandeja en precario equilibrio entre mis manos vendadas, la hermana Carolyn tomó asiento y me preguntó cómo sabía que el FBI estaba vigilando el Centro Libertad.

– No sé si el FBI está metido en eso. Las fotos las tomó Seguridad Nacional.

Le conté lo que había averiguado en la visita de los agentes, incluida la noticia de que los federales fotografiaban a todo el que entraba o salía de la casa.

– ¡Es escandaloso! ¿Por qué habrían de hacer algo sí?

– No lo sé. En el hospital, cuando me interrogaron, fueron muy claros al respecto. Dieron a entender que podía ser por sus inquilinos. Usted sabrá si está haciendo algo que irrita a los agentes.

– ¿Que yo irrito al FBI? Es verdad que protestamos contra la Escuela de las Américas, que trabajamos con inmigrantes pobres, con refugiados y, ahora, con gente que está en el corredor de la muerte, que participamos en el movimiento por el alojamiento accesible y que nos manifestamos por la paz, pero no hacemos nada clandestino o inmoral. No vendemos drogas, ni armas, y no espiamos a nadie.

– Hermana, usted sabe perfectamente que, defendiendo estas cosas, están zarandeando el portaaviones entero. Nuestra situación actual es que el país se ha convertido en un campamento armado. La paz, dejar entrar inmigrantes, prohibir la tortura y abolir la pena de muerte: no me extraña que las consideren una amenaza. En ese edificio junto al Potomac debe de haber toda una planta dedicada a su Centro Libertad.

– Pero eso significa que estamos poniendo en peligro a los demás inquilinos -dijo Zabinska, preocupada-. El edificio no es nuestro, pero la empresa propietaria se ha mostrado muy generosa. Nos deja llevar el Centro Libertad en los apartamentos de la planta baja. Cinco de las hermanas que se ocupan del centro tienen la vivienda aquí y hemos terminado trabajando con muchos de los inquilinos, pues buena parte de ellos son refugiados o buscan la manera de acceder a la atención sanitaria o a las subvenciones de alquileres. Quizá deberíamos ocuparnos de trasladar a los que corren más riesgo de ser deportados. Ya están todos suficientemente asustados con lo de las bombas incendiarias.

– Será mejor que ande con mucho cuidado de dónde y qué habla sobre este asunto -la previne-. Probablemente, estarán escuchando todas sus conversaciones, no sólo las telefónicas.

La hermana estaba escandalizada, desde luego. Sobre todo, después de que le explicara lo difícil que es detectar o bloquear un aparato de escucha sofisticado de los que el FBI, sin duda, dispone. Hablamos de alternativas. La tecnológica quedaba fuera de nuestro presupuesto, y jugar a los espías, con claves y encuentros en lugares discretos, ocuparía demasiado tiempo.

– Además, esta clase de clandestinidad va tan en contra de nuestros votos y de nuestra misión, que nos volvería locas. Pero tal vez deberíamos empezar a salir al callejón cuando queramos decir algo reservado.

Torcí el gesto y apunté:

– Sería sencillo instalar pequeñas cámaras de vigilancia en los postes de la luz de ese callejón. Depende del grado de interés que tengan en usted.

La hermana Carolyn se restregó los ojos con las manos.

– Sé que es una noticia importante, pero ahora mismo me cuesta prestarle atención. Todas estamos conmocionadas todavía por la pérdida de Frankie. La violencia del ataque resulta difícil de asimilar, pero perderla… Para eso no estaba preparada. Soy la directora del Centro Libertad, pero ella era nuestra verdadera líder en lo espiritual, en lo psicológico y en todo aquello que más cuenta. Necesito entender por qué la mataron.

– Ojalá lo supiera -asentí, mordiéndome el labio inferior.

– Cuando registré su cartera y vi la licencia de investigadora privada, pensé que tal vez había venido a espiarla. Entonces aún no sabía que ya lo estaba haciendo nuestro gobierno. Pensé que quizá la había contratado algún grupo antiinmigrantes.

Volví a contar mi gastada historia de la búsqueda de Lamont Gadsden y Steve Sawyer. Cuando mencioné el nombre de Karen Lennon, la expresión grave de la hermana Carolyn se aligeró un momento.

– Karen… Claro que la conozco. Está en nuestro Comité contra la Pena de Muerte y hemos trabajado juntas en la campaña por el acceso a la atención sanitaria. ¿Cómo la encontró a usted?

– Por casualidad. La conocí en urgencias de un hospital, cuando me presenté allí con un indigente que se había desmayado en la acera de mi calle.

– Y veo que también conoce a la doctora Herschel. Esta casa es suya, ya lo he visto. Me ha sorprendido mucho enterarme de que se alojaba usted aquí.

Le conté que hace más de media vida que conozco a Lotty, desde que yo era estudiante y ella aconsejaba sobre abortos en secreto. La hermana Carolyn encajó esto último sin pestañear. Algunos de sus inmigrantes recibían atención médica en la clínica de mi amiga y Lotty le había salvado la vida a una de sus protegidas, embarazada, que había recibido un disparo en el vientre. Que Lotty fuese amiga mía y que estuviera trabajando con Karen Lennon me convertía, claramente, en mejor persona a los ojos de la monja.

Finalmente, llevé de nuevo la conversación a mi investigación.

– ¿La hermana Frances le habló alguna vez del juicio a Steve Sawyer o de la manifestación de Marquette Park donde murió Harmony Newsome?

– Cuando sucedió, yo era una cría que estudiaba enseñanza media en St. Justin Martyr. Frankie vino a hablarnos dentro del programa de apostolado del cardenal. Muchas chicas la abuchearon y la criticaron, pero a mí me hizo ver el mundo de otra manera. Me di cuenta de mi vocación gracias a Frankie. -Movió la cabeza, tratando de contener las lágrimas-. En esa época, no me habría hablado del asunto porque era una cría. Y cuando terminé el noviciado y volví a encontrarla en Chicago, habían pasado doce años y empezaba a haber tantas cosas de las que teníamos que ocuparnos, la Escuela de las Américas y los peticionarios de asilo guatemaltecos, y después la pérdida de empleos y el sistema sanitario, que no nos quedaba mucho tiempo para evocar el pasado. ¿Frankie pensaba que ese Steve Sawyer había sido condenado injustamente?

– Quizá lo fue. Lo único que puedo decir con seguridad es que estuvo muy mal representado en un juicio que fue una farsa, al menos por lo que deduzco de la transcripción. La hermana Frances me dijo que había querido testificar en el juicio, pero que la defensa no había querido llamarla. -Hice una pausa, con la garganta tan seca que apenas pude articular las siguientes palabras-. Un periodista me sugirió que el verdadero objetivo podía ser yo, pero no quiso decirme de dónde había sacado tal cosa.

– Matar a una monja para impedirle hablar con usted, o a usted para que no hablara con ella… Esas cosas han sucedido en Nicaragua o en Liberia, ¿pero aquí? Aquí nos creemos muy seguros, pero ahora resulta que mi propio gobierno está espiándome. Quienes podían conocer que usted y Frankie estaban hablando son agentes del gobierno… -Abrió unos ojos como platos, espantada, y casi no le salieron las palabras-: ¿No pensará que… que ellos…?

– ¿Qué creía usted, hermana? -repliqué con una mueca-. ¿Que la Contra puede matar a una monja, pero los de Seguridad Nacional, no? No creo que lo hicieran ellos, pero en este momento no puedo asegurar nada, salvo que me siento bastante vulnerable.

La hermana dobló una y otra vez entre sus dedos la servilleta de té de lino.

– El trabajo que hace para Karen, para esas dos ancianas de Lionsgate Manor…, ¿cuánto les cobra?

– Mi minuta habitual son ciento cincuenta por hora, más gastos.

– No podemos permitirnos esa cantidad. ¿Existe alguna posibilidad de que pudiéramos llegar a un acuerdo? Quiero que descubra quién mató a Frankie. Todas nos sentiremos mejor si averiguamos el motivo.

Presentí que me haría la petición antes de que abriera la boca, pero no intenté rehusarla. Le debía a la hermana Frances el esfuerzo de una investigación.

– Sí -dije en voz baja-. Yo también me sentiré mejor.

Hablamos de las diversas cuestiones en las que trabajaba el Centro Libertad que podían haber llevado a alguien al punto de ebullición. Hablamos de qué personas podían haber albergado un resentimiento personal hacia la hermana Frances. Incluso los santos hacían enemigos. Así era cómo llegaban a mártires.

Al final, dije:

– Lo mejor que puede hacer es volver a ese apartamento precintado y traerme algún fragmento de botella de ésos.

– Usted sugirió una cizalla para el candado… -apuntó ella, dubitativa.

– O un martillo. La puerta no es demasiado sólida. Unos cuantos martillazos bastarían para romperla. Yo misma me encargaría de hacerlo, pero ahora mismo estoy un poco impedida. -Faltaba un par de días aún para que me quitaran las vendas de las manos. Si se habían curado lo suficiente, Lotty me dejaría irme a casa.

La hermana Carolyn se puso en pie para marcharse, pero antes recogió el servicio de té, lo llevó a la cocina y lo lavó todo. Ya en el vestíbulo, mientras esperaba el ascensor, comentó:

– ¿Sabe una cosa? Cargarme esa puerta a martillazos me haría sentir bien. Un poco de acción, para variar. Si encontramos pedazos de botella, una de nosotras se los traerá mañana.

Aquella tarde, Petra vino a verme, tan burbujeante y efusiva que me sentí agotada casi desde el mismo instante en que se apeó del ascensor. Cuando Lotty le franqueó el paso, Petra cruzó el pasillo corriendo hasta la habitación de invitados, donde yo estaba dictando unas notas para enviarlas a Marilyn.

Para mi sorpresa, Petra se había acordado del cargador del móvil y también me había traído el correo, que dejó sobre la cómoda antes de tomar asiento en un silloncito de orejas situado junto a la ventana.

– ¿Lo abro y te lo leo? ¡Aquí debes de tener más de cien cartas!

– No, lo dejaré para otro día. La mayor parte son facturas. ¿Cómo están los perros? ¿Y cómo va la campaña? ¿Sigues siendo la favorita de todos?

Mi prima se echó a reír:

– Yo no me tomo nada de eso demasiado en serio. Creo que por eso caigo bien. Todos los demás son…, son absolutamente ambiciosos, ¿sabes? Sólo esperan conseguir buenos puestos cuando Brian llegue al Senado, para alcanzar otros cargos realmente importantes cuando sea presidente.

– ¿Y qué esperas tú? -pregunté ociosamente.

– ¿Yo? Sólo espero terminar el verano sin cometer ningún fallo que ponga en apuros a nadie.

Lo dijo con una seriedad tan inesperada, que me quité las gafas para observarla.

– ¿Qué sucede, Petra? ¿Alguien te ha insinuado que hacías algo mal?

– No, no. No quiero pensar en eso, esta noche. ¿Sabes esa pelota de béisbol que dijiste que habías encontrado en el baúl de tío Tony, esa que está firmada por no sé quién de los White Sox?

– ¿La de Nellie Fox, te refieres? Sí, ¿qué sucede?

– Le mencioné a papá que la guardabas y le encantaría tenerla. ¿Aún la conservas? Como dijiste que te pagarían un buen precio si la subastabas en eBay…

Titubeaba al hablar y la miré con aún mayor sorpresa.

– ¿Qué te sucede esta noche, Petra? Conservo esa pelota, sí, pero aún no sé qué quiero hacer con ella. Significaba algo para mi padre, o no la habría guardado junto con su mención por buena conducta. Me lo pensaré.

– ¿Dónde está? -insistió ella-. ¿Puedo tomar una foto y mandársela a papá?

– Petra, tú andas tramando algo. No sé qué, pero…

Ella se sonrojó y jugueteó con su colección de pulseras de goma.

– Mira, papá cumple setenta este año y mamá y yo buscábamos algo especial para regalarle. Se me ocurrió lo de esa pelota y…

– ¿No acabas de contarme que hablaste con él y te dijo que le encantaría tenerla?

– ¿Por qué me pinchas de esta manera? ¡Sólo estoy dándote conversación! -exclamó mi prima y, en su nerviosismo, estuvo a punto de volcar el sillón.

– Bien, sigamos conversando, entonces. ¿Qué hacías la otra noche en el apartamento de la hermana Frances? ¿Y quién iba contigo?

– Ya te dije que…

– Mira, Petra, llevo oyendo a mentirosos desde que tenía seis años y tú no eres de los mejores. Ni siquiera sacas un notable.

Ella me miró con expresión ceñuda.

– Si te lo cuento, te burlarás aún más de mí.

– Ponme a prueba.

– Pensé que no tenías ningún ayudante, o nada parecido. Y cuando fuimos al Southside, me encantó cómo trataste a esos pandilleros. Se me ocurrió que si iba al apartamento y descubría algo, una pista o lo que fuese, tal vez querrías aceptarme como aprendiza cuando termine la campaña. Pero si sólo te vas a reír de mí…

Estaba tan sofocada que casi le resplandecían las mejillas a la tenue luz de la habitación. Me levanté de la cama, me arrodillé a su lado y le di unas palmaditas en el hombro.

– ¿Quieres ser detective? ¿Recuerdas lo que dijiste después de ese encontronazo con el pandillero en Houston Street, lo de que me divierto trabajando? Si sufrieras quemaduras en los ojos a resultas de trabajar para mí, tus padres me harían picadillo. Por no hablar de lo que podría haber pasado si llega a hundirse el suelo del apartamento.

Volví a sentarme en la cama, al tiempo que se me ocurría otra idea.

– Petra, el domingo pasado alguien lanzó una bomba de humo a mi antigua casa de Houston Street. La señora Andarra dijo que vio a una de nosotras observando lo que sucedía desde el otro lado de la calle. No eras tú, ¿verdad?

– ¡Vic! Me dijiste que no fuera sola por allí.

– ¿Eso significa que no? ¿No intentabas jugar a detectives y colarte en esa casa?

– No estaba jugando a detectives en tu antigua casa, ¿vale? -Petra volvía a tener las mejillas encendidas de la agitación-. Ahora lamento haberte dicho nada al respecto. Papá dice que tu madre te malcrió y que nunca has aprendido a dejar que sea otro el foco de atención.

– ¿De veras? ¿Es eso lo que hacías la otra noche en el Centro Libertad? ¿Enseñarme a dejar que seas el foco de atención?

– ¡Ah, no haces más que tergiversar todo lo que digo! -exclamó ella, y abandonó la habitación agitando las pulseras de goma de las muñecas.

Su salida fue un poco anticlimática: cuando ya estaba casi en la puerta del piso, una de las pulseras salió despedida. Me incliné a recogerla; era blanca y llevaba escrito uno. Se suponía que nos hacía desear unirnos como un único planeta para solucionar el sida y la pobreza.

Cerré los ojos. Se suponía que yo era la adulta en aquella situación. Le devolví la pulsera y comenté:

– Si yo intento aprender a compartir los focos, ¿intentarás tú aprender a hacer caso de las indicaciones?

– ¿Quieres decir que me dejarías aprender a hacer de detective contigo?

– La mayor parte de lo que hago es de lo más aburrido, como lo de todas esas facturas que has dejado ahí -la previne-. Pero si quieres trabajar conmigo seis meses y ver si te gusta… En fin, podemos probar cuando termine la campaña de Brian.

Petra me echó los brazos al cuello, apretándose contra la piel nueva y sensible de mi pecho, y corrió al ascensor que la esperaba. Pasé un momento por el salón a dar las buenas noches a Lotty. Estaba con ella, dándole vueltas a las palabras de Petra y a su comportamiento -¿Era posible que hablara en serio en lo de intentar emularme? ¿Cabía que mintiera en lo de haber estado en el Southside el domingo anterior?-, cuando sonó el teléfono. Era Carolyn Zabinska, que pedía por mí.

– Vic, hemos entrado en el apartamento de Frankie tan pronto he vuelto -dijo sin el menor preámbulo-. Una brigada de obreros se ha presentado hoy sin previo aviso y ha arrasado el apartamento. El administrador del edificio dice que ha sido cosa de un benefactor anónimo que quería hacer una caridad y que mañana llegan los albañiles.

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