6 A medida para sus pies

A la mañana siguiente, me desperté a las cinco. Aunque ya había superado el jet lag, desde mi regreso me costaba dormir normalmente. Preparé un café y salí al pequeño porche trasero con Peppy, que había pasado la noche conmigo. El cielo refulgía con el amanecer de verano. Diez días antes, había contemplado la salida de sol sobre los montes de Umbría al lado de Morrell, aunque tanto Italia como él se me antojaban ahora tan remotos que me parecía que no habían formado nunca parte de mi vida.

Se abrió la puerta trasera del apartamento de al lado y salió mi nuevo vecino. La vivienda había estado varios meses vacía, pero el señor Contreras me había contado que, mientras yo estaba fuera, la había comprado un hombre que tocaba en un grupo musical y que la médico que ocupaba la planta baja estaba preocupada por si no dejaría dormir a nadie poniendo la música muy alta.

Su atuendo era el típico de un artista: una descolorida camiseta negra y unos vaqueros. Se acercó a la barandilla para mirar los pequeños huertos. Tanto la familia coreana del segundo piso como el señor Contreras cultivaban algunas verduras. Los demás no teníamos ni el tiempo ni la paciencia necesarios para el jardín.

Peppy se acercó a saludarlo y yo me puse en pie para apartarla del vecino. No todo el mundo es tan amistoso como ella.

– No pasa nada -dijo el hombre, rascándole las orejas-. Me llamo Jake Thibaut. Cuando me mudé a vivir aquí, usted estaba fuera.

– Soy V.I. Warshawski. He estado en Europa y me cuesta adaptarme al cambio horario. No suelo levantarme tan temprano.

– Yo tampoco me levanto nunca tan temprano. Acabo de llegar de Portland en el vuelo nocturno.

Le pregunté si había estado tocando con la banda y puso cara de extrañado.

– Es un grupo de música de cámara, pero puede llamarlo banda, si quiere. Hemos estado de gira en la Costa Oeste.

Me eché a reír y le conté que me lo había dicho el señor Contreras.

– Pobre doctora Dankin. Le preocupa tanto el ruido que pueda hacer, que me entran tentaciones de poner el contrabajo delante de su puerta y darle una serenata. Pero todavía le preocupan más los perros de usted y los criminales con los que trata.

– El criminal con el que más tratos tengo es el hijo de esta chiquita -dije, acariciando a Peppy. Al acercarme, vi que era mayor de lo que había pensado en un primer momento. Tendría unos cuarenta años.

Le ofrecí un café, pero dijo que no con la cabeza.

– Tengo alumnos dentro de cinco horas y me gustaría dormir un rato.

Entré en la cocina del señor Contreras a buscar a Mitch para ir a correr con los dos perros hasta el lago. Cuando regresamos, el señor Contreras trajinaba en la cocina, pero no quise quedarme a desayunar. Quería adelantar el trabajo de Lamont Gadsden. Aquella tarde, tenía la agenda llena, incluida una cita con mi cliente más importante, el que pagaría las botas Larios y las demás compras superfluas.

El rastro de una desaparición ocurrida cuarenta años antes es siempre tenue, por no decir inexistente, y la señorita Della no me había dado siquiera unas migajas de pan cuyo rastro seguir. Una vez en mi oficina, consulté las bases de datos que tanto facilitan la vida al detective actual. Lamont Gadsden no había cambiado de nombre, al menos desde que los registros habían sido automatizados. No había ningún vehículo registrado a nombre de Lamont Gadsden en ninguno de los cincuenta estados. Tampoco estaba en las bases de datos de los padres demandados por no pagar la pensión a los hijos. Tampoco había estado nunca en ningún centro de reclusión.

Pasé a otro caso y, cuando estaba a medio redactar un informe para otro cliente, recibí una llamada de Karen Lennon. Aquella mañana había ido a ver a la señorita Della.

– Charlamos un rato -dijo la reverenda-, y al final recordó el nombre de algunos conocidos de su hijo.

Era una lista pequeña, pero menos da una piedra. La señorita Della había soltado el nombre del profesor de física de Lamont en el instituto y el del pastor de su iglesia, llamado Hebert. Karen Lennon había conseguido convencerla de que divulgara los nombres de tres amigos de la adolescencia. El éxito de un interrogatorio consiste en formular las preguntas de forma que el individuo las responda. Era evidente que Karen Lennon tenía un tacto con la anciana del que yo carecía.

– ¿Y cuándo podré hablar con la señorita Claudia?

– Me parece buena idea que lo haga -respondió, dubitativa-, si empieza a mejorar un poco. Ahora mismo está muy débil y sería un gran esfuerzo para ella hablar con una desconocida. Y la señorita Della tiene el poder notarial de la señorita Claudia, por lo que eso también podría ser un obstáculo.

Cuando colgué, hice una búsqueda de las personas que habían conocido a Lamont. Cuatro de los cinco hombres seguían vivos, lo cual no era la gran ayuda que una detective optimista necesita. Uno de los amigos de juventud de Lamont había muerto de cáncer de páncreas a los treinta y siete años. Un segundo amigo se había esfumado completamente, como el propio Lamont. El profesor de física se había jubilado y retirado a Misisipi hacía quince años y el pastor Hebert, que tenía noventa y tres, ya no era el hombre inspirador que había sido en sus mejores años. «Oh, el pastor Hebert, qué pena», dijo la mujer que me devolvió el mensaje que dejé en el contestador automático de su iglesia. «El Espíritu Santo moraba en el cuerpo de ese hombre.»

Le pregunté si había muerto.

– No, no. Todavía está con nosotros, ya me entiende. Fue él quien nos llevó a Jesús, a mí y a mis dos hijos y a mis hermanas, y necesitamos la voz salvadora de ese hombre aquí, pero el Señor hace Su voluntad en Su propio tiempo y nosotros debemos rezar a Jesús, rezar para que el pastor Hebert se cure y rezar para que encontremos un profeta que nos guíe para salir del desierto.

– Sí, señora -dije débilmente.

Luego, llamé al profesor de física, que se acordaba de Lamont pero no lo había visto desde que se había graduado del instituto. «Era un joven inteligente, un buen estudiante. A mí me habría gustado que fuese a la universidad, pero se volvió un chico tan airado que no podías hablarle de nada que tuviese que ver con el mundo del hombre blanco. Le sugerí que estudiase en Howard o en Grambling, pero no escuchaba. Ni siquiera supe que hubiera desaparecido.»

El profesor prometió llamar si se enteraba de algo, lo cual era tan improbable como que los Cubs llegaran a la final. Sólo me quedaba un hombre llamado Curtis Rivers, que todavía vivía en West Englewood, a pocas manzanas de donde Lamont y él se habían criado. Como las otras personas de la lista de la señorita Della, Rivers había hecho muy pocas cosas que aparecieran en internet. No había votado, no había estado en prisión ni se había presentado a ningún cargo público y no tuve manera de saber si se había casado. Sin embargo, poseía una tienda de reparación de calzado, «A medida para sus pies», en Seventieth Place, al oeste de Ashland.

No tuve ocasión de visitar la tienda de Rivers hasta media tarde. Dediqué la mayor parte de la jornada al trabajo que me había encargado Darraugh Graham. Tenía que rastrear las credenciales como ingeniera de una mujer a la que Darraugh quería contratar para su división aeroespacial, y mis pesquisas me llevaron a la Escuela de Ingeniería de la Universidad del Noroeste.

Cuando terminé, después de constatar, lamentablemente, de que la candidata de Darraugh parecía demasiado buena para ser auténtica porque era, en efecto, demasiado buena para ser auténtica, mi sensación de irrealidad se intensificó. Cada vez encuentro más y más candidatos a puestos de trabajo a quienes no les importa mentir. Quizá los políticos y la televisión han difuminado de tal manera las fronteras entre el entretenimiento y la verdad que la gente piensa que nadie conoce, ni le importa, la diferencia entre una historia ingeniosa y la experiencia real.

Un día de verano, con el lago como telón de fondo y los árboles que rodean a los falsos edificios góticos de un color verde dorado, el campus tampoco parecía muy real. Bajé hasta la orilla, tentada de unirme a los estudiantes que pasaban el rato en la playa detrás del edificio de ingeniería y perderme en el mundo de los sueños.

Sonó el móvil. Era la secretaria personal de Darraugh. Respiré hondo y volví a la realidad. Le dije a Caroline que Darraugh tendría que buscar un nuevo candidato al puesto y que ya le daría más detalles desde un teléfono fijo. Aquella llamada me cambió el humor. Sabía que había llegado el momento de dedicarme a la señorita Della y a su hijo. Era una mujer quisquillosa, con un triste pasado que se remontaba a cuarenta años atrás, y no quería acercarme a sus problemas. No obstante, me había comprometido a trabajar para ella y eso significaba que merecía mis mejores esfuerzos, independientemente de la opinión que me mereciera.

Volví a oír a mi madre, de pie detrás de mí, mientras yo practicaba las lecciones de piano: «Sí, Victoria, sé que detestas esto, pero si te niegas a entregarte con lo mejor de ti misma, lo único que haces es ponerte las cosas más difíciles. Comprométete con la música. Te necesita, aunque creas que tú no la necesitas a ella.»

Regresé a Lake Shore Drive, tomando despacio las curvas y haciendo caso omiso del lago. Salí del centro y crucé el Loop para tomar la autovía Dan Ryan en dirección al sur. Odiaba la Ryan, no sólo por el abundante tráfico, pues no hay una sola hora del día o de la noche en que los catorce carriles no vayan congestionados de coches y camiones; la odiaba por la manera en que estaba edificada y por todo lo que tuvo que ver con su construcción.

La carretera discurre por una hondonada y, mientras conduces, lo único que ves son unas altas paredes de hormigón. Están llenas de grietas con artemisa y malas hierbas que asoman por ellas. Si levantas los ojos, ves un atisbo de árboles ralos, algún que otro almacén de neumáticos o un edificio de apartamentos. Dado que el dinero para la autopista procedió del nepotismo de la maquinaria demócrata, la llamaron Dan Ryan, en honor del presidente del comité de Cook County, que en 1960 avanzó el dinero de su construcción.

Cuando salí de la Ryan a la altura de la calle Setenta y uno, todavía vislumbré una realidad mucho más deprimente, si es que de eso se trataba. Demasiadas casas de Englewood Oeste se alzaban ladeadas como borrachas sobre sus cimientos. Demasiadas de ellas tenían plásticos o cartones en vez de cristales en las ventanas y la mayor parte de las puertas cedería bajo una patada enérgica. Las únicas tiendas de comestibles eran de esas que se aprovechan de los pobres de las ciudades, escondiendo unos cuantos productos caros y de mala calidad detrás de las estanterías de licor y patatas fritas.

En la calle había poca gente. Me crucé con una mujer que llevaba a un chiquillo de un año y medio debajo de un brazo y una bolsa de la compra debajo del otro. Dos hombres apostados en la esquina de Ashland se pasaban una bolsa de papel. Detrás de ellos, en la acera, una radio atronaba con tanta fuerza que hizo temblar el Mustang mientras esperaba que el semáforo cambiara.

Cuando me detuve frente al escaparate de A medida para sus pies, al otro lado de la calle, permanecí sentada en el coche un minuto, tratando de sobreponerme a la depresión en la que había caído durante el trayecto. Un hombre barría la acera, hablando solo en voz alta. Cuando advirtió que miraba la tienda, blandió la escoba en mi dirección y gritó algo ininteligible; a continuación, caminando hacia atrás como un cangrejo, entró en la tienda. Al hacerlo, casi chocó con una mujer que salía llevando un par de gastadas zapatillas de enfermera, pero la esquivó en el último instante.

Me detuve a mirar el escaparate, donde Rivers exhibía mercancías «para ayudar a sus pies / a sentirse limpios y cómodos / cuando pisan ese asfalto». Almohadillas para los dedos, soportes de arco, plantillas. Encima de ellos colgaba una cuerda de tender llena de correas y collares para perro y en los estantes de atrás había cintas de colores para el pelo, cinturones, bolsos e incluso un pequeño surtido de juguetes. A su manera, aquel pequeño y ordenado escaparate hacía lo que podía por introducir el cambio en un mundo difícil.

Cuando abrí la puerta, me encontré entre una maraña de cuero. Del techo colgaban cuerdas en las que se exhibían carteras, portafolios, arneses, boinas y hasta botas de trabajo y vaqueras. Detrás de las cuerdas sonaba una radio sintonizada con el programa Talk of the Nation y oí el gemido de una lijadora. Cuando aparté las cuerdas, sonó el silbido de una máquina de vapor y una voz gritó: «¡Bienvenido a Chicago!»

Me detuve, sobresaltada. Dos hombres sentados ante un tablero de ajedrez alzaron la vista, se miraron y se rieron. Más al fondo estaba el mostrador. Detrás de él, un hombre que estaba trabajando en un par de zapatos de espaldas a la estancia continuó lijando los bordes de unos talones nuevos sin levantar la cabeza. No vi al hombre que había blandido la escoba contra mí.

– El silbato siempre sobresalta a la gente que no lo espera -dijo uno de los jugadores de ajedrez. Era un hombre calvo con una panza embutida en una camiseta vieja que llevaba el logotipo del sindicato de maquinistas.

– ¿Se ha perdido? -Su compañero era más viejo y delgado y su piel tenía el color del ébano polvoriento.

– Me pierdo a menudo. Estoy buscando a Curtis Rivers.

El hombre de detrás del mostrador cogió el segundo zapato pero no se volvió a mirarme.

– ¿Viene de Hacienda o por una demanda de paternidad? -dijo el primer ajedrecista. El tono feroz que utilizó estaba dirigido a mí, no al hombre que trabajaba con la lijadora. Me pregunté qué demonios hacía yo allí.

– Mi padre ya no está con nosotros, pero se sabe quién es -repliqué-. Lo mismo que mis hijos. La razón de que busque ese hombre es la señorita Della Gadsden.

La lijadora calló y el único sonido de la habitación fue la voz de una mujer en la radio que preguntaba cómo podían estar seguros los consumidores de que compraban ropa hecha en fábricas que no explotasen a los trabajadores.

Los ajedrecistas no parecían conocer el nombre de la señorita Della, pero el hombre de detrás del mostrador se volvió por fin hacia mí. Dejó el zapato en el que estaba trabajando, un viejo Florsheim marrón, encima del banco y se inclinó hacia delante para mirarme.

– Hacía tiempo que no oía ese nombre -dijo-, pero el suyo todavía no lo he oído.

– Soy V.I. Warshawski, investigadora privada. La señorita Della me ha contratado para que busque a Lamont Gadsden. Ha dicho que Curtís Rivers era amigo suyo.

Otra larga pausa.

– Nos conocimos hace mucho tiempo -dijo el zapatero tras pensárselo un rato-. ¿Qué ocurre con la señorita Della? ¿Está abatida por el dolor, después de tantos años? Alquiló la habitación de Lamont a los cinco meses de su desaparición. Al parecer, estaba muy segura de que no volvería a verlo.

– ¿Conoció también a la hermana, la señorita Claudia? Yo, no. Me han dicho que está muy enferma, pero en realidad es la señorita Claudia la que quiere encontrarlo.

– ¿Tiene usted algún tipo de identificación, señora detective? -preguntó Curtis Rivers.

Le enseñé una copia plastificada de mi carné de conducir.

– Warshawski… Warshawski. ¿De qué me suena ese nombre?

– ¿Del hockey? -apunté-. Mucha gente se acuerda de mi primo Boom-Boom.

Los tres hombres se echaron a reír, como si la idea del hockey fuera realmente un chiste.

– Un «no» habría bastado -dije, irritada. Boom-Boom había sido más que mi primo. De pequeños, fue mi mejor amigo y estábamos orgullosos de ser los chicos más alborotadores de sur de Chicago. Además, aunque llevaba doce años muerto, en el mausoleo del hockey de Washington Street todavía hablaban de él y lo comparaban con el jugador canadiense Bobby Hull.

– La señorita Della no recuerda a muchas personas que pudieran haber conocido a su hijo. Se acuerda de usted, señor Rivers, y de otros dos amigos de Lamont. Uno ya ha muerto y al otro, Steve Sawyer, no puedo encontrarlo. -Hice una pausa, pero Rivers no intervino-. Y recuerda a un profesor de física y al pastor de su iglesia, llamado Hebert.

– Me han dicho que falleció -explicó uno de los ajedrecistas.

– No, vive en Pullman, con su hija -repliqué-, pero los fieles de su congregación cuentan que no está en sus cabales, por lo que no creo que pueda decirme nada.

– ¿Y qué puedo decirle yo? -preguntó Curtis Rivers.

– Todo lo que recuerde sobre Lamont Gadsden. Qué otros amigos tenía, los sitios a los que quería ir, la última vez que se vieron, cuál era su estado de ánimo en aquella ocasión, todas esas cosas. Si sabe dónde está Steve Sawyer, conseguirá que me marche de aquí y que vaya a formularle a él estas preguntas.

– ¿Y qué hará usted si se lo cuento?

– Hablar con más gente. Tratar de encontrar a alguien que pueda darme una pista sobre adónde fue cuando desapareció. ¿Recuerda la última vez que lo vio?

– Han pasado muchos años, señora Warshawski. -Rivers cogió de nuevo el zapato.

– La señorita Della dice que Lamont se marchó de su casa el día antes de la gran nevada del sesenta y siete. Dice que la señorita Claudia y ella no volvieron a verlo. ¿Y usted?

– El día, la hora y el minuto…, ése es el fuerte de la señorita Della. Mis recuerdos no están alineados en formación como los de ella, pero si me viene algo a la mente, la llamaré.

El hombre se volvió de espaldas y puso la lijadora en marcha otra vez. Dejé una tarjeta en el mostrador y dos más junto al tablero de ajedrez.

– Por si les sirve de ayuda, no voy a desmayarme ni a correr a la Fiscalía del Estado si me entero de algo relacionado con bandas de los viejos tiempos. Cuando trabajaba como abogada de oficio, representé a algunos Anacondas y Leones.

Subí la voz para que se me oyera por encima de la lijadora, pero los tres hombres no hicieron el menor caso de mis palabras. Crucé las cuerdas llenas de objetos camino de la puerta y me sobresalté de nuevo al oír el silbato y la grabación que anunciaba: «Estación Central, Chicago. Próxima salida del Ciudad de Nueva Orleans, con destino a Nueva Orleans y parada en todas las estaciones intermedias.»

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