Capítulo 8

Cuando Chee se acercó, Cowboy Dashee bajó la ventanilla del coche patrulla número 4 del departamento del sheriff del condado de Apache, se asomó y fijó la mirada en él.

– El refrigerador está en el maletero -dijo Dashee-. Hay hielo seco y espacio suficiente para veinticinco kilos de salmón ahumado de Alaska, pescado por mi amigo navajo. Pero ¿dónde demonios está el pescado?

– Siento tener que decírtelo -contestó Chee-, pero las chicas prepararon un gran banquete de salmón para darme la bienvenida en Shiprock. Bailamos alrededor de la hoguera, a la orilla del San Juan y nos bañamos desnudos, yo solo con las nueve preciosidades que dan clases en el instituto de la comunidad. -Chee abrió la portezuela del asiento delantero y entró en el coche-. Se me olvidó invitarte.

– Tenías que haberte acordado -dijo Dashee-, ya que has venido a pedirme un favor. Por lo que me dijiste por teléfono, vas a meterme en líos con el FBI. ¿Qué quieres que haga?

Habían quedado en sala capitular Lukachukai. Chee llegó tras un largo viaje desde Farmington, más allá de los montes Chuska, y Dashee, desde la comisaría de Chinle. Dashee llegó un poco tarde y Chee le dijo que sus severas costumbres hopis le habían corrompido y que había aprendido a aprovecharse del «tiempo navajo», que no reconocía los conceptos de tarde y temprano. Pasaron unos minutos intercambiándose pullas y sonrisas, como hacen los viejos amigos, antes de que Chee respondiera a la pregunta de Dashee.

– Quiero que me ayudes a aclarar el asunto del aeroplano robado -dijo Chee.

– ¿El de Eldon Timms? ¿Qué es lo que hay que aclarar? Los bandidos lo robaron y se largaron en él, gracias a Dios. -Dashee torció el gesto-. Si lo ves en alguna parte, llama a la comisaría más cercana del FBI.

– ¿De veras fue así?

Dashee se rió.

– Digamos que espero que los federales hayan acertado esta vez; de lo contrario, será mejor que los dos pidamos un permiso. No creo que pudiera soportar la segunda edición de la gran persecución de Four Corners de 1998. ¿Quieres ir dando tumbos otra vez por los cañones?

– Podría soportarlo -replicó Chee, y contó a Dashee lo que había averiguado sobre el L-17 de Timms, la póliza de seguros, los intentos de Timms de vender el aeroplano y todo lo demás-. ¿Te importaría llevarme hasta el lugar donde encontraron la camioneta y enseñarme el cobertizo donde Timms guardaba el avión? Sólo te pido que me acompañes.

Dashee lo miró fijamente.

– Utilizas a tu viejo amigo Cowboy porque todavía no te has reincorporado al trabajo y en esa zona no pintas nada aunque ya estuvieras de servicio. Sin embargo, yo, como soy ayudante del sheriff del condado de Apache, podría alegar motivos oficiales para andar husmeando en un caso que ha pasado a manos del FBI. Así, si los federales se ponen quisquillosos porque los de aquí metemos las narices en sus asuntos, me culparán a mí. ¿Me equivoco?

– Así es, más o menos -dijo Chee-. ¿Te parece bien?

Dashee resopló y puso el motor en marcha.

– Bien, pues; vamos allá. Más vale que lleguemos antes de que se ponga el sol.

El sol ya estaba bajo cuando Dashee detuvo el coche patrulla. La cresta aserrada de Comb Ridge, hacia el oeste, proyectaba un zigzag de sombras y luces sobre las planicies de artemisa del Nokaito Bench. Al fondo, la vega del río Gothic parecía ya un borrón alargado y retorcido de oscuridad. Dashee señaló hacia el cañón.

– Allá bajaremos tú y yo, por la gracia de Dios y por el oportuno avión de Timms -dijo-, y una vez más demostraremos la teoría del cuerpo federal de policía de que, para encontrar fugitivos locales, lo mejor es mandar a agentes locales hasta que los malos empiecen a dispararles, delatando así su situación.

– En la India, el truco funcionaba cuando los nababs iban a la caza del tigre -dijo Chee-, sólo que utilizaban batidores en vez de ayudantes de sheriff. Los hacían ir delante para provocar a las fieras.

– Creía que utilizaban cabras.

– Eso fue más tarde -dijo Chee-, cuando los batidores se sindicaron. Bueno, ¿me explicas por qué nos hemos parado aquí?

– Es una buena atalaya. Desde aquí se ve la panorámica completa de la zona. -Dashee señaló hacia el noreste-. Hacia allá, a unos cinco kilómetros, está la casa de Timms. No se ve porque la tapan esas rocas, pero está en la ladera. -Volvió a señalar-. Esta carretera en la que nos encontramos bordea el otero que se levanta sobre el río Gothic, luego vuelve, pasa por el rancho de Timms y va a morir al rancho de una viuda, cerca del San Juan. Y ya está. Abandonaron la camioneta un par de kilómetros más allá.

Chee se encaramó al guardabarros delantero.

– Lo único que sé de este caso es lo que he oído desde que volví a casa. Cuéntame tú. ¿Cuál es la teoría oficial del delito?

Dashee sonrió.

– ¿Crees que los federales se lo iban a contar a un subalterno del condado de Apache?

– No, pero alguien del FBI de Denver o de Salt Lake, o de Phoenix o Albuquerque se lo cuenta a un agente estatal, éste se lo cuenta a otro y así va corriéndose la voz, que enseguida llega a oídos de tu jefe y… -Chee hizo un gesto como abarcando todo el espacio-. Al cabo de tres horas, todo el mundo lo sabe, aunque los federales sigan en sus trece.

– De acuerdo -contestó Dashee-. Nosotros sabemos lo siguiente: ese tal Teddy Bai, el que el FBI tiene bajo vigilancia en el hospital de Farmington, comenta con la persona equivocada lo fácil que sería atracar el casino ute, y el comentario llega a oídos de algunos matones de medio pelo, matones de Las Vegas o de Los Angeles, quizá; he oído ambas versiones y todo es pura especulación. Sea como fuere, la teoría es que se ponen en contacto con Bai, le ofrecen una participación si les ayuda con los detalles, como la hora precisa y todo lo que necesitan saber sobre el interior del local, quién y cuándo está de guardia, cuándo llega el furgón, por dónde cortar el suministro eléctrico, los teléfonos y demás. Bai es aviador y les cuenta que Timms tiene un viejo avión militar de reconocimiento de despegue en distancia corta, que pueden apoderarse de él para huir y que él puede pilotarlo. Pero ellos saben que Bai es del pueblo y que notarían su ausencia y que, a través de él, podrían localizarlos. Así pues, se llevan a un piloto propio, disparan a Bai, van en coche hasta el rancho de Timms, averian la camioneta para que la policía piense que se vieron obligados a dejarla abandonada allí y a robar el avión, y… -Dashee hizo con los brazos el gesto de volar-. ¡Adiós!

Chee asintió.

– Estás pensando en Timms -dijo Dashee-. Según la teoría, tenían intenciones de matarlo también, así habrían tenido más tiempo, pero no estaba en casa. Cuando Timms regresaba a su rancho, se enteró de lo del atraco; luego, vio que la cerradura de su cobertizo había sido forzada y que el aeroplano había desaparecido, y se lo notificó a la policía. Como nosotros somos los que estamos más cerca, nos enviaron a hacer comprobaciones.

Chee asintió de nuevo.

– ¿A ti tampoco te convence esta versión?

– Sólo estoy pensando -dijo Chee-. Enséñame el lugar donde abandonaron la camioneta.

Para ello tuvieron que ir hasta la accidentada zona pedregosa y desarbolada en la que nadie sabe con exactitud, excepto los topógrafos, dónde termina Arizona y empieza Utah. Bajaron por una polvorienta carretera en mal estado desde la cima del otero, cruzaron una extensión llana de artemisa raquítica a causa de la sequía y se acercaron a un camión cisterna blanco aparcado, con la portezuela abierta y un hombre sentado en el asiento delantero leyendo. Dashee lo saludó con la mano.

– Rosie Rosner -dijo Dashee-, el que dice tener el trabajo más fácil de toda Norteamérica, más fácil que el de ayudante del sheriff. Un helicóptero de Protección del Entorno pasa por aquí tres o cuatro veces al día a repostar, él le llena el depósito, le dice adiós y ya está, hasta la próxima vez.

– Creo que vi ese helicóptero en el aeropuerto de Farmington -dijo Chee-. Me dijeron que estaban buscando minas de uranio abandonadas, que tenían que localizar fugas de radiactividad.

– Yo le pregunté al conductor si había visto a los ladrones en la camioneta -dijo Dashee-, pero no hubo suerte. Empezó a trabajar en esto al día siguiente del robo.

Dashee tocó la bocina para llamar la atención del conductor y le saludó con un gesto de la mano.

– Ahora que lo pienso, fue muy oportuna su llegada, ¿no te parece?

Unos mil quinientos metros más allá del camión cisterna, Dashee se detuvo otra vez y se apeó.

– Ven, echa un vistazo aquí. -Señaló hacia unas rocas negras de basalto que había a un lado del camino, medio ocultas por la rama larga de un arbusto y por un montón de plantas rodadoras.

– Aquí destrozaron el cárter de la camioneta -dijo-. O no conocían la carretera o estaban distraídos o giraron bruscamente.

– Para que pensáramos que abandonaban el vehículo porque no tenían más remedio -dijo Chee.

– Es posible. Como verás, no llegaron mucho más lejos.

Unos cientos de metros más adelante, Dashee abandonó la tierra compacta de la carretera sin asfaltar y tomó un sendero todavía menos definido. Bajó con el coche patrulla por una cuesta hasta unos montículos de arena donde habían plantado unas matas de té de roca y unos raquíticos arbustos de enebro.

– Ya hemos llegado -dijo-. He aparcado exactamente, más o menos, en el lugar donde abandonaron la camioneta.

Chee se subió a uno de los montículos y echó un vistazo al lugar donde habían aparcado la camioneta y a los alrededores.

– ¿Se veía el vehículo desde el camino, al pasar?

– Si sabes dónde hay que mirar, sí -contestó Dashee-. Timms vería el rastro de aceite y las marcas de las ruedas saliéndose del camino. Seguramente iría mirando.

– ¿Encontrasteis huellas?

– Claro -dijo Dashee-, a ambos lados de la camioneta en el punto en que se detuvieron. Huellas de dos personas. Entonces, avisaron a los federales y enseguida llegaron los helicópteros llenos de muchachos de la ciudad con sus chalecos antibalas.

– ¿Los helicópteros borraron las huellas?

Dashee asintió.

– Exactamente igual que nos hicieron en el noventa y ocho. Cuando pasé el aviso, les pedí que se lo advirtieran a los federales. -Se rió-. Y me dijeron que eso sería como querer enseñar a confesar al Papa. Pero vaya, todavía había bastante luz, así que hice un carrete entero de fotos, con las huellas de las botas y los sitios donde posaron los bultos al descargar.

– ¿Por ejemplo?

– A la izquierda, la culata de un rifle; luego, algo que pudo haber sido una caja, o un saco grande. Cosas por el estilo. -Dashee se encogió de hombros.

Chee se rió.

– Cosas como un saco lleno de dinero del casino ute, a lo mejor. Por cierto, ¿cuánto se llevaron?

– Una «suma indeterminada», según el FBI. Pero la estimación extraoficial y aproximada que ha llegado a mis oídos cifra el botín en cuatrocientos ochenta y seis mil novecientos once dólares.

Chee dio un silbido.

– Todo en billetes sin marcar, claro -añadió Dashee-, además de unos cuantos bolsillos llenos de fichas valiosas que la gente honrada cogió de las mesas de la ruleta mientras huía en la oscuridad.

– ¿El rastro se dirigía directamente hacia el rancho de Timms o no?

– No nos dio tiempo a comprobarlo. El sheriff nos hizo volver enseguida diciendo que el FBI no quería entrometidos en el lugar de los hechos, así que nos limitamos a cerrar el paso al lugar.

– De modo que no os dio tiempo a comprobar nada, ¿eh? -dijo Chee-. Pero ¿qué viste en el poco tiempo que tuviste? ¿Qué había en la camioneta?

– Poca cosa. La habían robado en un yacimiento petrolífero de la Mobil Oil y había algunas llaves inglesas llenas de grasa, trapos, latas vacías de cerveza, envoltorios de hamburguesa y cosas así. En la guantera lateral de una de las puertas había una revista de desnudos y recibos de gasolineras. -Dashee se encogió de hombros-. Más o menos lo que era de esperar.

– ¿No había nada en la litera?

– Ahí creímos que teníamos algo -contestó Dashee-; en la litera encontramos un transistor como recién comprado, y de los caros. -Se encogió de hombros-. Pero estaba estropeado.

– ¿Estropeado? ¿No funcionaba?

– No emitía ni un ruido -contestó Dashee-. Quizá se había quedado sin pilas, o quizá se averió cuando lo tiraron allí.

– Es más probable que lo tiraran allí porque ya no funcionaba -dijo Chee mirando hacia el oeste, a lo lejos, hacia la irregular frontera de Utah, hacia el laberinto de cañones y oteros donde la policía tribal navaja y la policía de una veintena de organismos estatales, federales y del condado habían buscado a los asesinos en la persecución del noventa y ocho-. ¿Sabes una cosa, vaquero? -continuó Chee-. Tengo la sensación de que nos hemos alejado un poco de tu jurisdicción, por el norte. Creo que el condado de Apache y el estado de Arizona se terminaron hace tres o cuatro kilómetros, y que ahora estamos en Utah.

– ¡Qué más da! -contestó Dashee-. Lo que de verdad es interesante es que la casa de Timms no se ve desde aquí. Se encuentra a unos mil quinientos metros camino abajo.

– Vamos a echar un vistazo -dijo Chee.

A juzgar por el cuentakilómetros del coche de policía, el rancho se encontraba a dos kilómetros. El camino descendía por una cuesta hasta una llanura de artemisa, donde se encontraba una casa de piedra con tejado inclinado y una serie de edificios anexos. Un cobertizo de tablones con tejado rojo de cartón alquitranado dominaba el panorama. Una manga de viento blanca colgaba inerte de un mástil que sobresalía por arriba, esperando un soplo de brisa que la devolviera a su trabajo. Chee vio que habían limpiado de maleza una franja de tierra que iba de este a oeste. También vio que la carretera continuaba más allá del lugar, aunque reducida a dos rastros paralelos que cruzaban la llanura y desaparecían tras unas protuberancias del terreno.

– ¿Adónde lleva? -preguntó Chee, señalando el camino.

– Continúa unos cinco o seis kilómetros hasta otro pequeño rancho, el de la viuda que te conté antes -dijo Dashee-, y allí termina.

– ¿Entonces, no hay vía de escape? ¿No se puede volver a la carretera general?

– No, si no es volando -dijo Dashee.

– Estaba pensando que, a lo mejor, esos bandidos dieron media vuelta en este camino pensando que así darían un rodeo para evitar un posible control de carreteras en la U.S. 191 en dirección a Bluff. Eso significaría, por tanto, que no conocían este territorio.

– Sí -dijo Dashee-, ya lo había pensado. Los federales creen que eso significa que los tipos sabían que el aeroplano de Timms estaba ahí esperándolos.

– O que conocían un camino para llegar al cañón del Gothic, desde ahí al San Juan y luego, río abajo, hasta otro cañón.

– ¡Venga ya! -dijo Dashee-. Ni se te ocurra pensar eso. -Y entró con el coche en el polvoriento patio de Eldon Timms.

Una mujer los observaba desde el lado sombreado de la casa. Llevaba pantalones vaqueros, botas gastadas, camisa de hombre con las mangas arremangadas y sombrero de paja de ala ancha. Tendría unos setenta y cinco años, supuso Chee, o tal vez algo menos. La piel de los blancos no soportaba bien el sol seco de Arizona y se arrugaba diez años antes de tiempo. La mujer salió al encuentro del coche entornando los ojos mientras Chee y Dashee se apeaban.

– Es Eleanor Ashby -dijo Dashee-, la viuda del otro lado de la colina. Cuida el ganado de Timms cuando éste se ausenta. Dice que es un intercambio de favores.

– Sheriff -dijo Eleanor Ashby-, ¿que le trae de nuevo por aquí? ¿Se le olvidó algo?

– Veníamos a ver a Timms -dijo Dashee; le presentó a Chee y se presentó él mismo-. Se me olvidó preguntarle, algunas cosas.

– En tal caso, tiene que ir a Blanding -dijo ella-. Allá se fue esta mañana, a hablar con los de la compañía de seguros.

– Bien, no es importante, sólo algunos detalles que necesito saber para rellenar el informe. Se me olvidó preguntarle a qué hora había vuelto a casa, cuando descubrió que le habían robado el aeroplano. Pero no hay prisa, ya lo veré la próxima vez que vuelva a pasar por aquí.

– A lo mejor puedo contestarle yo a eso -dijo Eleanor-. Déjeme pensar un momento, seguro que me acerco bastante. Tenía que traerme unas cosas de Blanding y me pareció oír un avión, así que me acerqué hasta aquí pensando que ya había vuelto a casa. Pero no fue así.

– ¿Hacia el mediodía? -preguntó Chee-. Tiene usted suerte de no haber estado aquí cuando vinieron los bandidos.

– ¡Y que lo diga! -contestó Eleanor-. Podían haberme pegado un tiro, sin más, o haberme tomado como rehén. Dios sabrá. Todavía tiemblo cuando lo pienso.

– Ese avión que oyó, ¿cree que serían los bandidos, que huían en el aeroplano del señor Timms?

– No. Me imaginé que Timms habría pasado volando para echar un vistazo y que luego habría continuado hasta esa otra propiedad que tiene en Mexican Water.

Chee miró a Dashee y descubrió que éste lo miraba a él.

– Un momento -dijo Dashee-. ¿Quiere decir que Timms fue a Blanding en el avión?

– Claro que no -se rió Eleanor-; pero fue lo que yo pensé. A veces iba en el avión, si tenía sitio donde aterrizar. Otras veces iba en la camioneta.

– ¿Pero el avión estaba aquí, cuando vino usted a mediodía?-preguntó Chee.

Ella asintió.

– Sí, guardado en el cobertizo.

– ¿Lo vio usted allí?

– Vi el enorme candado viejo con el que cierra la puerta -dijo riéndose-. Cuando encierra ahí el aeroplano, no hay quien lo saque.

– ¿No vio su camioneta? -preguntó Chee.

– No estaba aquí. Él… -Miró a Chee con el ceño fruncido-. ¿Qué insinúa? ¿En qué está pensando?

– ¿Siempre deja la camioneta ahí fuera, delante de la casa? -preguntó Dashee-. ¿O en alguna otra parte que usted pudiera haberla visto?

– La guarda en el cobertizo que hay de detrás de la casa -dijo la señora Eleanor Ashby; y por su expresión, uno podía intuir que de pronto se planteaba unas cuantas preguntas.

– ¿Usted ya no estaba cuando Timms por fin llegó a casa? -preguntó Dashee.

– Yo ya había vuelto a la mía. Luego, al día siguiente, llegó un coche con dos agentes del FBI y me preguntaron si había oído pasar un avión volando. Les conté lo mismo que a ustedes. También querían saber si había ido alguien al rancho de Timms mientras yo estaba allí, y les dije que no. Y eso fue todo.

Eso fue todo para Dashee y Chee, también. Echaron un vistazo al cobertizo, al candado roto, buscaron huellas en los alrededores y no encontraron nada que les sirviera. Después, se dirigieron hacia el sur bajo el resplandor rojo y moribundo del crepúsculo, en dirección a Mexican Water, donde Eldon Timms tenía otra pequeña propiedad y donde los dos esperaban ardientemente, rogaban incluso, no encontrarse con un L-17 escondido.

– Si está allí -dijo Dashee- y se lo digo al sheriff, el sheriff se lo dirá al FBI, al viejo Eldon Timms lo condenarán por fraude a la compañía de seguros y por más cosas, como obstrucción a la justicia.

– Probablemente -dijo Chee, pero estaba pensando en tres hombres sin nombre, sin rostro, sin la menor seña de identidad conocida y armados con rifles automáticos. Ya habían matado a un policía, herido a otro e intentado matar a un tercero. Tres asesinos sueltos por los cañones de Four Corners. Se preguntó cuántos más morirían antes de que todo terminara.

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