El sargento Jim Chee de la policía tribal navaja se encontraba sumamente a gusto. Acababa de regresar de unas vacaciones de diecisiete días. Afortunadamente, le habían devuelto a Shiprock, su territorio de siempre, tras cumplir una misión en calidad de lugarteniente en Tuba City, y todavía le quedaban cinco días libres antes de incorporarse al trabajo. Un resto de guiso de cordero que había sacado de la pequeña nevera burbujeaba alegremente en el hornillo de propano. La cafetera humeaba y exhalaba un aroma tan delicioso como el del guiso. Y lo mejor de todo era que, cuando volviera a presentarse al trabajo, no tendría ni un solo papel esperándole.
Mientras se llenaba el plato y se servía café, lo que oyó en las noticias de primera hora de la mañana le hizo sentirse mejor aún. Se le borró el temor -el puro miedo- de verse implicado otra vez en una persecución en campo abierto dirigida por el FBI. El reportero informaba «en directo» desde los juzgados federales de que los maleantes que habían asaltado el casino de la reserva Ute Sur, más o menos coincidiendo con la salida de Chee de Fairbanks, se encontraban en esos momentos «probablemente a varios cientos de kilómetros».
Es decir, lo bastante lejos del territorio Four Corners de Shiprock, demasiado lejos para que le concerniera.
La teoría del delito elaborada por el FBI, tal como informaba el atractivo periodista en ese momento, era la siguiente: «Según fuentes implicadas en la persecución, los tres bandidos robaron un pequeño aparato aéreo de un solo motor en un rancho al sur del río Montezuma, en Utah. Se está haciendo todo lo posible por encontrar el rastro del aeroplano, y las autoridades federales solicitan que todas las personas que hayan visto dicho aparato ayer o esta mañana informen al FBI».
Chee probó el guiso, tomó un sorbo de café y se quedó escuchando la descripción del aeroplano que daba el reportero: un viejo monoplano azul oscuro de un solo motor y alas altas, de los que usaba el ejército de los Estados Unidos para los reconocimientos del terreno y la localización de artillería, en Corea y en los primeros tiempos de la guerra del Vietnam. Las fuentes a las que se refería parecían indicar que los ladrones habían robado el aeroplano del hangar de un rancho para abandonar la zona.
A Chee le parecía perfecto. Cuanto más lejos, mejor. Canadá estaría bien, o México, cualquier lugar menos Four Corners. En la primavera de 1998 había participado en una persecución agotadora y decepcionante dirigida por el FBI para localizar a los dos asesinos de un policía. En los momentos más caóticos, los agentes de más de veinte organismos federales, estatales y de reservas infestaron la zona durante varias semanas sin que se produjera ningún arresto, hasta que el FBI decidió cerrar la operación y declarar «probablemente muertos» a los fugitivos. No era una experiencia que Chee deseara repetir.
La trampilla que había abierto en la parte inferior de la puerta de la caravana hizo un ruido a su espalda sobre las bisagras de goma, lo cual significaba que el gato venía a visitarlo a una hora inusitadamente temprana. Lo que a Chee le hacía pensar que un coyote que rondaba por las cercanías había puesto nervioso al gato o que llegaban visitas. Chee se quedó escuchando. Por encima del ruido del televisor, que en esos momentos anunciaba un servicio de telefonía móvil, pudo oír unas ruedas chirriar en el sendero que conectaba su casa, situada bajo, los campos de algodón del río San Juan, con la carretera de Shiprock a Cortez, que pasaba por encima.
¿Quién sería? Quizá Cowboy Dashee, aunque no era el día que solía librar de su trabajo de ayudante del sheriff. Chee tomó otro bocado de guiso, se acercó a la puerta y descorrió la cortina. Una camioneta Ford 150 bastante nueva se detenía en ese momento bajo el árbol más cercano. La agente Bernadette Manuelito estaba sentada al volante, mirando al frente, esperando, al estilo navajo, a que él se apercibiera de su llegada.
Chee suspiró. No estaba preparado para Bernie. Bernie representaba algo a lo que tendría que enfrentarse tarde o temprano, pero prefería que fuera tarde. Según las habladurías que corrían entre los policías, Bernie estaba chiflada por él. Probablemente fuera cierto, pero no quería pensarlo en esos momentos, necesitaba un poco de tiempo, tiempo para acostumbrarse a la alegría de haber sido rebajado de lugarteniente a sargento, tiempo para asimilar que por fin había quemado el puente en cuyo extremo opuesto se encontraba Janet Pete: seductora, inteligente, chic, dulce y traidora. No estaba preparado para enfrentarse a otro problema, pero abrió la puerta.
La agente Manuelito salió de la camioneta, pero no debía de estar de servicio porque vestía pantalones vaqueros, botas, camisa roja y una gorra del equipo de béisbol de los Cleveland Indians. En conjunto resultaba pequeña, bonita y ligeramente descuidada, tal como la recordaba. Pero estaba triste. Hasta su sonrisa tenía un matiz sombrío. En vez de saludarla con la broma que tenía preparada para ella, Chee se limitó a invitarla a entrar señalando con un gesto la silla que había junto a la mesa. Él tomó asiento en el borde del catre y se quedó a la espera.
– Bienvenido a Shiprock otra vez -dijo Bernie.
– Me alegro mucho de haber escapado de Tuba -contestó Chee-. ¿Qué tal está tu madre?
– Más o menos igual -contestó Bernie.
El invierno anterior, su madre se vio atrapada en las oscuras tinieblas del Alzheimer, lo que hizo que la agente Manuelito decidiera trasladarse a Shiprock, donde podía cuidarla mejor. El traslado de Chee se produjo a finales de verano, al ser rebajado de nuevo de lugarteniente en funciones a sargento. En la sección de Tuba City no necesitaban más sargentos, pero en Shiprock sí.
– Qué enfermedad tan terrible -comentó Chee.
Bernie asintió, lo miró y luego desvió la mirada.
– Según me han dicho, estuviste en Alaska -dijo al cabo de un rato-. ¿Qué tal es aquello?
– Impresionante. Recorrí toda la costa en barco.
Bernie no había ido a verle para hablar de sus vacaciones, de modo que volvió a quedarse a la espera.
– No sé cómo hacerlo -dijo ella, mirándolo de soslayo.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Chee.
– No tienes nada que ver con el asunto del casino, ¿verdad?
– No -contestó Chee, barruntando algún problema.
– De todos modos, necesito consejo.
– Lo mejor es entregarse. Devuelve el dinero, haz una confesión completa y…
Chee dejó la frase inacabada, pensando en que ojalá hubiera mantenido la boca cerrada. Bernie lo miraba con una expresión que indicaba claramente que no era momento para chistes malos.
– ¿Conoces a Teddy Bai?
– ¿Bai? ¿El empleado de seguridad al que hirieron en el atraco al casino?
– Teddy es ayudante del sheriff del condado de Montezuma -replicó Bernie con frialdad-. Lo de seguridad en el casino es sólo un trabajo ocasional por horas. Sólo quería ganar un poco más.
– No pretendía… -empezó Chee, pero no terminó. Cuanto menos hablara, mejor, hasta saber de qué trataba el asunto. De modo que dijo-: No lo conozco. -Y, esperó.
– Está en el hospital de Farmington -dijo Bernie-, en cuidados intensivos. Recibió tres disparos, uno le atravesó un pulmón, otro el estómago y el tercero, el hombro.
Estaba claro que Bernie conocía muy bien a Bai. Personalmente, lo único que él sabía del caso era lo que había leído en la prensa, pero allí no se hablaba de esos pormenores.
– Bueno, el hospital de San Juan tiene buena reputación. Supongo que poco a poco…
– Creen que está implicado en el robo -dijo Bernie-. Es decir, así lo cree el FBI. Le han puesto vigilancia en la puerta.
– ¿Ah, sí? -dijo Chee, y esperó de nuevo.
Si Bernie sabía por qué el FBI sospechaba eso, se lo diría enseguida. Lo único que sabía, por lo que había leído y oído, era que los bandidos habían matado al jefe de seguridad del casino y herido gravemente a un guardia. Y que luego, durante la huida, habían disparado a un agente en la carretera de Utah que les dio el alto por exceso de velocidad.
– No tiene sentido -dijo Bernie, al borde de las lágrimas.
– No parece tenerlo. ¿Por qué iban a disparar contra uno de los suyos?
– Creen que Teddy era el infiltrado -dijo Bernie-, y que los ladrones le dispararon porque los conocía y no confiaban en él.
Chee asintió en silencio. No había necesidad de preguntar a Bernie cómo estaba al corriente de información tan confidencial. Aunque el caso no fuera suyo, era policía y, si de verdad quería enterarse de algo, sabía a quién acudir.
– No parece muy convincente -dijo Chee-. También dispararon a Cap Stoner, él era el jefe de seguridad del casino. ¿No tendrían que haber sospechado antes que era Stoner el infiltrado?
Se levantó, llenó una taza de café y se la ofreció a Bernie, dándole así un poco de tiempo para pensar en la respuesta.
– Todo el mundo apreciaba a Stoner -dijo-, al menos los veteranos. Y Teddy ya había tenido algún problema anteriormente. Cuando era sólo un muchacho, lo detuvieron por tomar prestado un camión.
– Bueno, eso no es grave -dijo Chee-, y además, el condado no le rechazó como ayudante del sheriff.
– No fue más que una cosa de chiquillos -dijo Bernie.
– Menos convincente aún, en tal caso. ¿Tienen algo más contra él?
– En realidad, no -dijo ella.
Chee esperó; la expresión de Bernie le indicaba que estaba a punto de decirle algo peor. O quizá no. Tal vez no se lo dijera.
Bernie suspiró.
– Algunos testigos del casino dijeron que aquella noche se comportaba de forma extraña, que estaba nervioso. En lugar de vigilar dentro del local, no paraba de salir al aparcamiento. Cuando terminó su turno, se quedó por allí; le dijo a un encargado de la limpieza que estaba esperando a que vinieran a buscarlo.
– De acuerdo -contestó Chee-, ya lo entiendo; creen que estaba esperando la llegada de los ladrones, por si necesitaban ayuda.
– Pero no es así. Estaba esperando a otra persona.
– Entonces, no hay problema. En cuanto se recupere lo suficiente como para hablar, les cuenta a los federales a quién esperaba; luego, ellos lo confirman y se acabaron los motivos para retenerlo -dijo Chee, pensando que, seguramente, habría algo más.
– No creo que lo cuente -replicó Bernie.
– ¡Ah! ¿Quieres decir, que estaba esperando a una mujer? -No ahondó más; no le preguntó por qué sabía tanto ni por qué no se lo había contado al FBI, ni tampoco por qué había ido allí a contárselo a él.
– No sé qué debo hacer -dijo Bernie.
– Nada, seguramente -contestó Chee-, porque si dices algo, querrán saber de dónde sacaste la información, y después hablarían con su mujer y el matrimonio se echaría a perder.
– No está casado.
Chee asintió, pensando en las razones que podían llevar a un tipo a no querer que todo el mundo se enterase de que una mujer iba a recogerlo a las cuatro de la madrugada. Simplemente, no se le ocurría ninguna válida en ese instante.
– Querrán sacarle el nombre de los ladrones -dijo Bernie-; encontrarán la forma de retenerlo hasta que hable. Pero él no sabe quiénes son, así que le acusarán de cualquier cosa para retenerlo.
– Acabo de llegar de Alaska-dijo Chee-, de modo que no sé nada de todo esto, pero supongo que, a estas alturas, ya tendrán una idea clara de a quién buscan.
– No -replicó Bernie, meneando la cabeza-, no lo creo. Tengo entendido que van algo perdidos. Al principio, hablaban de militantes de grupos de derechas, una cuestión política. Pero ahora, según me han dicho, no tienen pistas.
Chee asintió. Eso explicaba por qué el FBI había anunciado con tanta prisa el asunto del aeroplano; era una forma de dar un respiro al agente encargado de la zona.
– ¿Estás segura de que Bai esperaba a una mujer? ¿Sabes quién era?
Bernie titubeó.
– Sí.
– ¿No puedes informar a los federales?
– Supongo que sí; informaré si es necesario. -Posó la taza de café en la mesa sin haberlo probado-. ¿Sabes lo que estaba pensando? Que tú trabajaste aquí mucho tiempo, antes de que te mandaran a Tuba City, y conoces a mucha gente. Si el FBI cree que ya tiene al infiltrado, no buscarán al auténtico, y, creo que si hay alguien capaz de descubrir al verdadero hombre del interior del casino, ése eres tú.
Chee vaciló. Tomó un sorbo de café y trató de clarificar la mezcla de reacciones que le producía todo aquello. La confianza que Bernie depositaba en él era halagadora, aunque insensata. ¿Por qué le decepcionaba la idea de que Bernie tuviera una aventura con ese guardia de seguridad por horas? Tendría que sentir alivio y, sin embargo, aquello le producía un sentimiento de vacío y abandono.
– Indagaré un poco -contestó Chee.