En los mapas dibujados por los geógrafos, se llama meseta del Colorado; son treinta y cuatro millones de hectáreas que se extienden por Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah, una superficie mayor que cualquiera de esos estados, alta, seca y cortada por innumerables cañones erosionados hace millones de años, cuando los glaciares se fundieron y no dejó de llover en miles de años. Las pocas gentes que la habitan la llaman Four Corners, Altura Seca, Tierra de Cañones, Tierra de Roca Resbaladiza, Gran Vacío… En una ocasión, un escritor, en términos más poéticos, la denominó Tierra del Tiempo y el Espacio Suficiente.
Aquella tarde calurosa, al sargento Jim Chee de la policía tribal navaja se le ocurrían otros nombres con que bautizarla, ninguno de ellos halagador, y alguno, sobre todo cuando resbaló y cayó entre unos cardos, rotundamente obsceno. Había pasado el día con el agente Jackson Nez, recorriendo con precaución el pie de uno de los cañones, sudando profusamente a causa del chaleco proporcionado por el FBI, con un localizador electrónico por satélite, un aparato de detección de calor corporal y un rifle con mira telescópica. Lo que desesperaba a Chee más aún que todo el cúmulo de circunstancias era la certidumbre de que el agente Nez y él estaban perdiendo el tiempo.
– No es una pérdida de tiempo absoluta -dijo el agente Nez-, porque, en cuanto los federales den por registrados unos cuantos cañones, declararán muertos a los fugitivos y pondrán punto final al asunto.
– No cuentes con ello -dijo Chee.
– Entonces, los fugitivos nos verán llegar y nos dispararán, los federales detectarán un círculo de zopilotes, encontrarán nuestros cadáveres, traerán aquí sus equipos de forenses, harán comparaciones, decidirán de dónde provenían los tiros y localizarán a los malos.
– Qué visión tan reconfortante -dijo. Chee-; resulta agradable trabajar con alguien tan optimista.
Nez hablaba sentado a la sombra en un bloque de piedra arenisca, con el chaleco antibalas a modo de cojín. Sonreía, satisfecho de su propio sentido del humor. Chee estaba de pie en el fondo arenoso del río Gothic, con el chaleco puesto, ajustando el localizador. Allí, lejos de los precipicios, se suponía que el aparato entraba en contacto directo con el satélite, y que los números exactos de longitud y latitud aparecerían en su diminuta pantalla.
Así ocurría a veces, en efecto, como en ese momento. Chee apretó el botón de enviar, leyó los números acercándose al micrófono incorporado, cerró el aparato y consultó el reloj.
– Vamonos a casa -dijo-, a menos que quieras acumular muchas más horas extraordinarias.
– El dinero me vendría bien -dijo Nez.
Chee se rió.
– A lo mejor te lo incluyen en el cheque de jubilación. Todavía no nos han pagado las horas extra de la maratón de escalada del Gran Cañón que hicimos en el noventa y ocho. Vámonos de aquí antes de que anochezca.
Lo consiguieron, pero cuando Chee llegó a Bluff, a su hogar en el alojamiento Recapture, las estrellas ya habían salido. Estaba sucio y cansado. Se quitó las botas, los calcetines, la camisa y los pantalones, se dejó caer en la cama y desenvolvió el bocadillo de jamón y queso que había comprado en la gasolinera de la carretera. Descansaría un poco, se ducharía, se metería en la cama y dormiría, dormiría y dormiría. No pensaría en la operación de busca y captura, ni en Janet Pete ni en ninguna otra cosa. Tampoco pensaría en Bernie Manuelito. Pondría el despertador a las seis de la mañana y dormiría. Dio un mordisco al bocadillo. Delicioso; guardaba otro en el macuto. Tenía que haber comprado dos más para el desayuno. Terminó de masticar, tragó, bostezó con ganas y se preparó para dar el segundo mordisco.
En la puerta se oyó toc, toc, toc, toc.
Ghee se quedó inmóvil mirando hacia la puerta. «A lo mejor se han equivocado -pensó-. A lo mejor se marchan».
A los toc, toc, toc, les siguió un: «Jim, ¿estás en casa?».
La voz del Lugarteniente Legendario.
Chee envolvió de nuevo el bocadillo, lo dejó en la mesilla de noche, suspiró y, cojeando, fue a abrir la puerta.
Allí estaba Leaphorn en actitud contrita y, a su lado, la profesora, que le sonreía.
– Vaya -dijo Chee, apartándose del campo visual de la mujer mientras cogía los pantalones-. Disculpen, tengo que ponerme algo encima.
Mientras se vestía, Leaphorn le pedía disculpas y le decía que sólo sería cuestión de un minuto. Chee les hizo seña de que entraran y se sentaran en las dos sillas disponibles; él se sentó en la cama.
– Parece agotado -dijo la profesora-. La agente de policía del control de carretera dijo que había pasado el día rastreando en los cañones, pero Joe se ha enterado de cosas que creemos usted debe saber -dedicó una sonrisa irónica a Chee-, aunque le dije que, seguramente, ya las sabría.
– Más vale prevenir -dijo Chee, y miró a Leaphorn, que permanecía inquieto en el borde de la silla.
– Son sólo un par de cosas sobre George Ironhand -dijo Leaphorn-. Seguro que sabías que es veterano del Vietnam, pero hoy nos hemos enterado de que era un boina verde, un francotirador que ganó la estrella de plata. Dicen que mató a cincuenta y tres soldados norvietnamitas en Camboya.
Leaphorn se detuvo y Chee se quedó pensado un momento.
– Cincuenta y tres -dijo finalmente-. Le agradezco que me lo haya dicho. Creo que si el FBI nos hubiera dado a conocer ese pequeño secreto, el agente Nez no se habría quitado el chaleco antibalas en el cañón.
– Me imagino que el FBI sabe que ese hombre es un veterano de guerra -dijo Leaphorn-, consultan los archivos a conciencia, pero es posible que ignoren lo demás. De saberlo, tendrían que revelar el asunto de la condecoración.
– O pasarlo por alto, en todo caso -dijo Chee, más enfadado que cansado-. Podríamos filtrarlo a la prensa; y a los federales no les gustaría que el público supiera que andamos tras un héroe de guerra con certificado oficial.
– Bien -dijo Leaphorn-, es posible que no sepan que fue francotirador. En los archivos del ejército sólo constará que recibió una condecoración por méritos generales, como arriesgar la vida más de lo que requiere el deber o algo parecido.
– De acuerdo -dijo Chee-, digamos que no he sido justo.
– De todos modos -dijo la profesora-, creo que al menos deberían haberles advertido que es un veterano de guerra.
– Yo también lo creo así -dijo Chee-, pero nadie es perfecto. Nosotros tampoco; todo lo que hicimos hoy fue ejercicio.
– ¿No han encontrado huellas?
Chee agitó las manos.
– Muchas huellas, de coyotes, de cabras, de conejos, de lagartos, de serpientes, de aves de distintas clases allá donde se filtraba un poco de agua -dijo Chee-, pero ni rastro de seres humanos. Incluso localizamos unas huellas que podían ser de puma. O era un puma o era un lince rojo con unas patas descomunales. También vimos el rastro de un puerco espín, de un montón de roedores, de ratas canguro, de ratones ciervo, de perros de las praderas…
– ¿Pudieron descartar la presencia de seres humanos?
– En realidad, no -dijo Chee-. Abunda la roca lisa. En los seis kilómetros que cubrimos, no encontramos un solo lugar por el que cualquiera que tuviera un poco de cuidado no pudiera pasar pisando rocas.
– Así pues, la búsqueda es inútil -dijo Leaphorn-, a menos que a alguien se le ocurra una razón mejor para que dejaran el vehículo donde lo dejaron.
– ¿Mejor que huir hacia el río Gothic y ocultarse allí? -Chee se rió-. Bueno, supongo que es mejor que la primera idea, la de que fueran a la carrera hasta casa de Timms para huir volando en su viejo avión. -Chee hizo una pausa-. Un momento, lugarteniente, dijo que tenía un par de cosas que decirme. ¿Cuál es la segunda? ¿Se le ha ocurrido una teoría mejor?
Leaphorn parecía un poco cohibido y negó con un gesto de la cabeza.
– En realidad, no -dijo-, sólo más detalles sobre George Ironhand que quizá tengan algún significado. -Echó una mirada a Louisa-. ¿Por dónde empiezo?
– Por el principio -dijo Louisa-. Cuéntale lo del primer Ironhand.
Y le relató las hazañas del legendario héroe/bandido ute, los vanos esfuerzos de los navajos por encontrarlo y la explicación de Bashe Lady sobre por qué sus perseguidores pensaban que podía ser un brujo, puesto que desaparecía del fondo de un cañón y volvía a aparecer mágicamente en lo alto.
– Dice que los navajos creían que desaparecía como un pájaro, pero que en realidad se escabullía como un tejón. -Leaphorn hizo una pausa y observó la reacción de Chee.
Chee pensaba, frotándose la barbilla.
– Como un tejón -dijo Chee- o como un perro de las praderas, entrando por un agujero y saliendo por otro. ¿No le dio ninguna pista sobre la zona donde sucedía? ¿No dijo el nombre de ningún cañón ni nada por estilo?
– Nada-dijo Leaphorn.
– ¿Cree que lo sabe?
– Es probable. Como mínimo, tiene una idea bastante aproximada. Sabía mucho más del asunto de lo que estaba dispuesta a contarnos.
La profesora Bourebonette sonreía.
– No mostraba el menor indicio de afecto hacia los navajos, los Cuchillos Sangrientos. Creo que, después de cuatro horas escuchando ese apelativo, a Joe empezaron a crispársele los nervios, ¿no es así, Joe? ¿No despertó tus instintos de macho nacionalista y competitivo?
Leaphorn se rió con desgana.
– De acuerdo -dijo-, me declaro culpable. Es que me imaginaba a Bashe Lady en una película como las de John Wayne, con tipis por todas partes, ponis moteados en los alrededores, perros, hogueras, muchachos con cara de italianos, pintados con pinturas de guerra al estilo cheyene y corriendo por ahí, dando alaridos y aporreando tambores, y a Bashe Lady con un cuchillo ensangrentado en la mano torturando a unos prisioneros atados. Y pensé en cómo serían las cosas en realidad en 1863, cuando los utes se unieron al ejército de los Estados Unidos, a los hispanos y las tribus pueblo y se abalanzaron aullando sobre nosotros y…
La profesora Bourebonette levantó la mano.
Leaphorn se detuvo y torció el gesto.
– Lo siento. Es que la anciana me sacaba de quicio, y debo reconocer que me encantaría que la policía tribal navaja cazara a esa reencarnación de Ironhand y lo encerrara.
– Lo importante de todo esto es que el George Ironhand que buscan es, seguramente, hijo del primero -dijo la profesora Bourebonette-. El primero se casó en segundas nupcias cuando era un anciano. Por el tiempo transcurrido, el que buscan podría ser su hijo, y por su edad podría haber ido perfectamente a la guerra de Vietnam.
Chee asintió.
– De modo que el hombre al que estamos buscando seguramente sabrá en qué consiste el truco del tejón que su padre utilizaba para escapar, y el lugar donde lo hacía. -Miró a Leaphorn-. ¿Se le ocurre algo?
– Bueno, pues iba a preguntarte si habíais encontrado algún pozo de mina en el cañón del Gothic.
– Vimos varias excavaciones de carbón pequeñas, los llamados agujeros de perro, pero no pasaban de unos cuantos metros; los hace la gente sólo para sacar un poco de combustible para el invierno. El arroyo atraviesa varios filones de carbón en diversos sitios, algunos muy gruesos, pero no encontramos nada que pareciera una explotación de verdad.
– Es posible que Ironhand tenga una ruta secreta en algún barranco lateral -dijo Leaphorn-. Por la forma en que lo contaba la anciana, debe de haber una forma rápida de subir y bajar por la pared del cañón. ¿Visteis alguna grieta pequeña que pudiera servir para eso? O incluso una grieta por la que se pudiera escalar.
– En el sector que cubrimos, no -dijo Chee-, pero quizás encontremos algo más abajo, hacia el cañón del San Juan.
– Si tenían un escondite secreto, supongo que lo encontraréis en los alrededores del lugar donde abandonaron la camioneta. Irían bastante cargados con los más de cuatrocientos mil dólares, además de la comida y el agua, a menos que hubieran reunido provisiones previamente. Por otra parte, como el dinero era del casino, consistiría principalmente en billetes pequeños, lo cual representa un buen peso. Y también las armas. Parece ser que en el casino utilizaron rifles de asalto, que pesan lo suyo.
La reflexión suscitó otro pensamiento a Chee, una preocupación que no acababa de concretarse.
– Si mal no recuerdo, usted ha dicho que había un control de carretera de la policía tribal navaja al volver de la reserva ute, y que hablaron con una agente, creo recordar.
– Era un coche patrulla de los nuestros, pero el hombre que lo conducía llevaba el uniforme de ayudante del sheriff del condado de San Juan. La mujer llevaba el de la policía tribal navaja. Creo que es una agente vuestra, de Shiprock.
Chee hizo mentalmente un rápido repaso de las agentes femeninas de Shiprock, y no había muchas.
– ¿De qué edad? -preguntó-. ¿De qué altura?
Leaphorn sabía exactamente qué le preguntaba.
– Sólo la he visto un par de veces -dijo-, pero creo que era Bernadette Manuelito.
– Hijo de puta -dijo Chee en tono vehemente-. Pero ¿para qué quieren él cerebro? -Estaba poniéndose los calcetines-. ¿Qué demonios sabe ella de supervivencia en un control de carretera?