El único cliente que había en la taberna navaja de Window Rock se encontraba en un rincón, sentado a una mesa ante un vaso de leche. Llevaba un desaliñado Stetson gris de fieltro y estaba leyendo el Gallup Independent. Joe Leaphorn se quedó de pie un momento en la entrada observándolo: Roy Gershwin, mucho más envejecido, curtido y agotado de lo que recordaba. Pero hacía años que no le veía: desde que le ayudara a detener a un guardabosque del servicio forestal que se dedicaba a engrosar sus ingresos extrayendo objetos de las tumbas anasazis, en unos pastos federales arrendados por el propio Gershwin. De eso hacía al menos seis años, más o menos cuando Leaphorn empezaba a pensar en retirarse. Pero se conocían de mucho antes, de los años de novato de Leaphorn, de un verano en que había detenido a un asalariado de Gershwin por una denuncia de violación: un mal comienzo con final feliz. Aquélla fue la primera vez que oyó la voz de Gershwin, grave, ronca y cascada de tanto whisky, una voz furiosa que le decía que había arrestado a un inocente. Por la mañana, cuando contestó al teléfono, reconoció esa curiosa voz al instante.
– Lugarteniente Leaphorn -le había dicho por teléfono-, tengo entendido que ya se ha retirado; ¿es eso cierto? En tal caso, supongo que le importuno.
– Señor Gershwin -contestó Leaphorn-, ahora no soy más que señor Leaphorn, y me alegro de hablar con usted. -Se sorprendió al oírse decir esas palabras.
Eran los efectos de la jubilación y de lo que quedaba por delante. Ese viejo ranchero nunca había sido amigo suyo; en realidad, no era más que una entre las miles de personas con las que había tratado a lo largo de toda una vida de policía. Sin embargo, ahí estaba, contento de que el teléfono hubiera sonado, contento de tener a alguien con quien hablar.
Pero Gershwin había dejado de hablar y siguió un largo silencio. Luego, le oyó aclararse la voz y decir:
– Me temo que lo que voy a decirle no será ninguna novedad. Resulta que tengo un problema, aunque supongo que, siendo policía, ya habrá oído esta frase infinidad de veces.
– Son gajes del oficio -contestó Leaphorn.
Dos años antes, habría protestado por semejante llamada. Ahora no. Consecuencias de la soledad.
– Bien -dijo Gershwin-, tengo un problema que no sé cómo resolver y me gustaría contárselo.
– Oigámoslo.
– No es adecuado tratarlo por teléfono -replicó Gershwin.
Así pues, se citaron a las tres en la taberna navaja. Faltaban tres minutos para la hora convenida. Gershwin levantó la cabeza, vio acercarse a Leaphorn y se puso de pie para indicarle que se sentara en una silla frente a él.
– Cuánto me alegro de que haya venido -dijo-. Temía que quizá dijera que ya estaba retirado y que fuera a molestar a otro.
– Estaré encantado de ayudarle en lo que pueda -contestó Leaphorn.
Desempolvaron las formalidades sociales de rigor más rápidamente de lo normal hablando del seco y frío invierno, de los malos pastos, del peligro de incendios forestales, de que, según la predicción del tiempo de la víspera, parecía que la estación de los monzones estaba a punto de empezar y, por fin, fueron al grano.
– Y ¿qué es lo que le trae por Window Rock?
– Ayer oí en la radio que el FBI se ha armado un buen lío con el asunto del atraco al casino ute. ¿Sabe algo sobre ello?
– Últimamente, no estoy al tanto de los asuntos delictivos. No sé nada del caso, aunque no sería la primera vez que una investigación se fuera al garete.
– En la radio dijeron que están buscando un maldito aeroplano -dijo Gershwin-. Ninguno de esos tipos sería capaz de hacer volar nada más complicado que una cometa.
Leaphorn enarcó las cejas. Aquello se ponía interesante. Lo último que había oído era que los que se ocupaban de la investigación todavía no habían identificado a los autores. Sin embargo, Gershwin había ido hasta allí a contarle algo. Le dejaría hablar.
– ¿Quiere tomar algo? -Gershwin hizo una seña al camarero-. Qué lástima que ustedes no puedan beber alcohol. ¿Quiere una cerveza sin?
– Prefiero café.
El camarero se lo sirvió. Leaphorn lo probó y Gershwin probó la leche.
– Yo conocía a Cap Stoner -dijo-. No debería quedar impune su muerte. Es peligroso que gente así ande suelta por los alrededores.
Gershwin esperó una respuesta y Leaphorn asintió con un gesto de la cabeza.
– Sobre todo los dos más jóvenes. Están medio locos.
– Parece que los conoce.
– Bastante bien.
– ¿Ha informado al FBI?
Gershwin miró atentamente el vaso de leche otra vez y lo encontró medio vacío. Lo agitó. Tenía la cara larga y estrecha, cubierta de arrugas y quemaduras solares que reflejaban fielmente sus setenta años de aire seco, tormentas de arena y sol abrasador. Apartó la brillante mirada azul de la leche para mirar a Leaphorn.
– Eso supone un inconveniente -dijo-; si informo al FBI, antes o después todo el mundo lo sabrá; antes, casi siempre. Empezarían a presentarse en el rancho para hablar conmigo o me llamarían. Tengo una estación de radiotelefonía, y ya sabe lo que pasa, todo el mundo escucha. Es peor que las antiguas líneas colectivas.
Leaphorn asintió. La comunidad más cercana al rancho de Gershwin sería la del río Montezuma, o quizá Bluff, si la memoria no le fallaba. Un sitio donde la visita de unos agentes del FBI bien trajeados no pasaría desapercibida y daría mucho que hablar.
– ¿Se acuerda de aquel asunto de la primavera del noventa y ocho? Al final, los federales declararon que los tipos que andaban buscando habían muerto. Pero todos los que colaboraron con la policía y los delataron, desde entonces cierran la puerta a cal y canto y duermen con las armas cargadas y los perros de vigilancia fuera de casa.
– ¿No dijo el FBI que los de mil novecientos noventa y ocho eran de la secta supervivalista? ¿Ahora vuelven a ser ellos?
Gershwin se rió.
– No si los federales dieron con los nombres correctos la vez anterior.
– Voy a saltarme un par de preguntas -dijo Leaphorn-; usted dígame si me equivoco. Quiere que el FBI atrape a esos tipos, pero si no lo consigue, no quiere que la gente se entere de que el soplón ha sido usted. Por eso va a pedirme que transmita la…
– Los encuentren o no -dijo Gershwin-, tienen muchos amigos.
– El FBI dijo que los bandidos del noventa y ocho formaban parte de una organización supervivalista. ¿Es eso lo que me quiere decir de ellos?
– Creo que se hacen llamar Rights Militia. Hacen que se cumpla la declaración de derechos, mantienen a raya a los del servicio forestal, a los del departamento de administración territorial y a los de servicios del parque, y así la gente va sobreviviendo.
– Quiere decirme los nombres y que yo los haga llegar a los federales. ¿Y qué se supone que debo hacer cuando los federales me pregunten de dónde los he sacado?
Gershwin le sonreía.
– Se ha equivocado en un detalle -dijo-. Tengo los nombres en este papel. Voy a pedirle que me dé su palabra de honor de que me dejará al margen del asunto. Si no acepta, no le daré el papel. Si me lo promete y nos damos la mano para cerrar el acuerdo, dejaré los nombres sobre de la mesa y usted los cogerá si quiere.
– ¿Cree que puede confiar en mí?
– No tengo la menor duda -dijo Gershwin-. No sería la primera vez, ¿lo recuerda? Y conozco a unos cuantos que también confiaron en usted.
– ¿Por qué quiere que los detengan? ¿Para vengar a Cap Stoner, nada más?
– En parte sí -contestó Gershwin-, pero esos tipos dan miedo, al menos algunos. Tuve algo que ver con ese grupo político cuando empezó, pero después llevaron las cosas al extremo.
Gershwin casi se había terminado la leche y dejó el vaso en la mesa.
– Los cabrones del servicio forestal se creían que los montes eran de su propiedad -dijo-. Pasamos ahí toda nuestra vida, y de pronto, no podíamos pastar, ni cortar leña ni cazar el alce. Y los burócratas de la administración territorial eran peores todavía. Nosotros éramos los siervos y ellos, los señores. Sólo pretendíamos hacer llegar nuestra voz al Congreso, que un representante nuestro recordase a los burócratas quién les pagaba el salario. Entonces intervinieron los locos. Los de Salvad la Tierra querían volar los puentes que utilizaban los leñadores y cosas así. Luego aparecieron los de la New Age, los supervivalistas y los del Fin del Gobierno Mundial. Así que me retiré.
– ¿Así pues, los del atraco al casino pertenecen a esos grupos? ¿Fue una acción política?
– Tengo entendido que era para financiar la causa, pero creo que algunos necesitaban dinero para comer -dijo Gershwin-. Supongo que puede considerarse una acción política, cuando no se tiene trabajo. Pero es posible que quisieran comprar armas, municiones, explosivos y demás. Al menos, eso es lo que dice la gente que conozco del grupo. Necesitan dinero para armarse contra el gobierno federal.
– ¿Cuánto habrán conseguido? -se preguntó Leaphorn.
Gershwin apuró la leche, se levantó y sacó un trozo doblado de papel del bolsillo de la camisa.
– Ahí lo tiene, Joe. ¿Puedo dejárselo con tranquilidad? ¿Puede prometerme que no me denunciará?
Leaphorn ya lo había pensado. Podría informar de la conversación al FBI. Ellos irían a interrogar a Gershwin, él lo negaría todo y así no se conseguiría nada.
– Déjelo -contestó Leaphorn.
Gershwin lo dejó caer encima de la mesa, puso un dólar al lado del vaso de leche y salió cruzándose con el camarero, que volvía a llenar la taza a Leaphorn.
El lugarteniente retirado tomó un sorbo, recogió el papel y lo desdobló. Había tres nombres, cada uno seguido por una breve descripción. Los dos primeros, Buddy Baker y George Ironhand, no le decían nada. Se quedó mirando el tercero: Everett Jorie; le sonaba.