Joe Leaphorn se despertó con la primera luz del día sólo por la fuerza de la costumbre adquirida en la infancia, en un concurrido hogar navajo. El dormitorio que Emma y él habían compartido felizmente durante treinta años estaba orientado al este, pero daba a una calle ruidosa. Cuando Leaphorn le comentó a Emma el problema del ruido, ella le dijo que la habitación más tranquila no tenía ventanas desde las que poder ver el amanecer. No hicieron falta más argumentos.
Emma era una auténtica india navaja tradicional y tenía la necesidad tradicional de saludar al nuevo día. Ése era uno de los innumerables motivos por los que Leaphorn la había amado, porque, aunque él ya no fuera un hombre tradicional ni ofreciera un pellizco de polen al sol naciente, veneraba las costumbres antiguas de su pueblo.
Sin embargo, esa mañana tenía una buena razón para levantarse tarde. No quería molestar tan temprano a la profesora Louisa Bourebonette, que ocupaba la habitación más tranquila, de modo que se quedó tumbado bajo las sábanas contemplando el horizonte oriental, que se incendiaba de rojo, mientras escuchaba la cafetera automática, que ya se había puesto en marcha en la cocina, y pensaba en qué demonios haría con los tres nombres que le había dado Gershwin. Los tres habían robado un avión y se habían fugado en él, lo cual ya aligeraba la carga. De todos modos, si Gershwin no estaba equivocado, aquellos nombres serían de gran utilidad para los perseguidores.
Bostezó, se desperezó, aspiró el aroma del café y se preguntó si podría ir a la cocina y servirse rápidamente una taza sin molestar demasiado a Louisa. También se preguntó qué solución le daría ella si le planteara el dilema. Emma le habría dicho que lo olvidara, que encerrar a los ladrones en la cárcel no servía de nada a nadie. Era necesario curarlos de la falta de armonía que causaba esa mala conducta, y en la cárcel no se curaban. Una ceremonia al estilo de las que se celebran en la montaña, con todos los amigos y familiares dando su apoyo, expulsaría de sus cuerpos el viento negro y les devolvería a hozho.
Un estrépito en la cocina interrumpió sus pensamientos. Leaphorn salió de la cama de un salto y se puso el albornoz. Encontró a Louisa al pie de los fogones, completamente vestida y preparando crepés.
– He utilizado la batidora -le dijo-. Estarían mucho más ricas si tuvieras un poco de suero de leche.
Leaphorn rescató su taza del fregadero, la enjuagó, se sirvió café y se sentó a la mesa mirando a Louisa, recordando las diez mil mañanas que había mirado a Emma desde la misma silla. Emma era de menor estatura, más delgada, y siempre llevaba falda. Louisa llevaba pantalones vaqueros y camisa de franela; tenía el pelo corto y gris, pero el de Emma era largo y de un negro luminoso, su única fuente de vanidad. Emma no soportó que se lo cortaran, ni siquiera para la intervención quirúrgica cerebral que se la llevó.
– Te has levantado temprano -dijo Leaphorn.
– La culpa es de tu cultura -contestó Louisa-. Esos ancianos con los que tengo que hablar se han levantado hace ya una hora. Y, cuando el sol se ponga, estarán en la cama.
– ¿Qué hay del intérprete? ¿Lograste convencerlo?
– Lo intentaré de nuevo después de desayunar -dijo Louisa-. Los jóvenes duermen a horas más normales.
Comieron crepés.
– Algo te da vueltas en la cabeza -dijo Louisa-, ¿verdad?
– ¿Por qué lo dices?
– Porque es la verdad -contestó ella-. Me di cuenta anoche, cuando cenábamos en la taberna. En dos ocasiones intentaste explicar algo, pero finalmente no lo hiciste.
Era cierto. ¿Por qué no había dicho nada? Porque la conversación, el hecho de tratar los asuntos que tuviera entre manos, se habría acercado demasiado a la relación que tenía con Emma… Sin embargo, a la luz de la mañana, no vio nada malo en ello, de modo que le contó a Louisa el encargo de Gershwin, lo de los tres nombres y la promesa ambigua y vaga.
– ¿Aceptaste con un apretón de manos? ¿O con otro gesto parecido de pacto entre caballeros?
Leaphorn sonrió. Le gustaba la forma en que Louisa daba justo en el clavo de todas las cosas.
– Bueno, nos dimos un apretón de manos, sí, pero fue más bien como un «adiós, me alegro de verte». No nos cortamos las muñecas y mezclamos la sangre, ni nada de eso -dijo-. Llevaba el papel con los nombres escritos y, simplemente, lo dejó sobre la mesa, con una especie de acuerdo tácito de que, si lo recogía, podía hacer con él lo que quisiera, aunque eso sí, con la promesa implícita de mantener su nombre en el anonimato hiciera lo que hiciese.
– ¿Y recogiste el papel?
– No exactamente. Lo leí, lo arrugué y lo tiré a la papelera.
Louisa sonrió negando con la cabeza.
– Tienes razón -dijo él-. Haberlo tirado no sirve de nada, la promesa sigue siendo válida.
Louisa asintió, se aclaró la garganta y se sentó con la espalda muy erguida.
– Señor Leaphorn -dijo-, le recuerdo que está usted bajo juramento y que debe decir al gran jurado toda la verdad y nada más que la verdad. ¿De dónde sacó esa información? -Louisa lo miró con severidad por encima de las gafas-. Entonces, dices que la encontraste en un papel que había en la mesa de un restaurante, y el abogado te pregunta si sabes quién dejó el papel, y…
– Ya lo sé -dijo Leaphorn, levantando una mano.
– Tienes dos posibilidades, en realidad. Al fin y al cabo, ese estúpido de Gershwin sólo pretendía utilizarte. Podrías olvidarlo todo sin más o bien buscar la forma de hacer llegar los nombres al FBI. ¿Qué tal una carta anónima? Aunque, ¿por qué no la escribiría él mismo, ahora que lo pienso?
– Cuestión de tiempo, quizá. La carta tardaría un par de días en llegar y, si fuera anónima, iría a parar al fondo del montón-dijo Leaphorn-. Supongo que lo sabía. Creo que está asustado estos días, porque los ladrones saben que lo sabe y no se fían de él, y si no los atrapan, irán a por él.
Louisa se rió.
– No me extraña que no confíen en él. Y tú tampoco tendrías que fiarte.
– Pensaba mandar un fax desde algún local comercial donde nadie me conozca o por correo electrónico. Pero todo se puede rastrear, o casi todo, últimamente. Además, ahora han ofrecido una recompensa, o sea que les llegarán docenas, cientos de datos.
– Supongo que sí -dijo Louisa-. ¿Por qué no llamas a algún antiguo compañero del FBI y haces lo mismo que Gershwin ha hecho contigo?
Leaphorn se echó a reír.
– Lo he intentado. Llamé a Jay Kennedy. Ya te he hablado de él, ¿recuerdas? Era el agente al mando de Gallup, y trabajamos juntos en varias ocasiones. De todos modos, ahora está retirado y vive en Durango. Lo intenté con él, pero no hubo suerte.
– ¿Qué te dijo?
– Lo mismo que me acabas de decir tú. Si él se lo comunica al departamento, le preguntarán de dónde lo ha sacado, dirá que se lo he dicho yo y, entonces, me lo preguntarán a mí.
– Entonces, ¿qué solución has encontrado? ¿Y si les llamas por teléfono simulando otra voz?
– Podría intentarlo. Al FBI se le han escapado. Podría decirles que uno de ellos es piloto; lo comprobarían enseguida y, si por casualidad uno de ellos sabe pilotar, entonces, les interesaría. Pero eso sólo soluciona la mitad del problema. -Hizo una pausa para dar un mordisco a otra crepé.
Louisa se quedó mirándole, esperó, suspiró y dijo:
– Bien, ¿cuál es la otra mitad?
– A lo mejor esos tres tipos no tienen nada que ver con el asunto. Quizá Gershwin sólo quiere fastidarlos por algún motivo personal y, si no los detienen ahora, sabiendo sus nombres los detendrían tarde o temprano.
Louisa asintió.
– En tal caso, lo consideraré -dijo, y salió de la cocina para llamar al intérprete.
Leaphorn ya había fregado los platos cuando ella volvió con expresión desalentada.
– No sólo está enfermo, sino que además tiene laringitis. Apenas puede hablar. Bueno, volveré a Flagstaff y lo intentaré otra vez más adelante.
– Lo siento -dijo Leaphorn.
– Aún hay otra cosa. Les había dicho que iríamos hoy y, por supuesto, no hay teléfono para avisarles.
– ¿Dónde viven esos tipos?
La expresión de Louisa se iluminó.
– ¿Vas a ofrecerte voluntario para hacerme de intérprete? Uno es navajo, se llama Dalton Gayodito y la dirección que me han dado es Red Mesa Chapter House. La otra es ute y vive en Towaoc, en la reserva de Ute Mountain. ¿Qué tal te manejas en ute?
– No más de cincuenta palabras -dijo Leaphorn-, pero con ese tal Cayodito podría ayudarte.
– Pues vamos -dijo Louisa.
– Estoy pensando que un par de los hombres de la lista deben de vivir por allí mismo, en esa región fronteriza. Uno vive en Casa Del Eco Mesa, no creo que eso esté muy lejos de Chapter House.
– ¡Vaya! -Louisa se rió-. A eso se le llama mezclar el trabajo con el placer, aunque sería más propio decir mezclar tu trabajo con el mío, o incluso el mío con uno que en realidad no es el tuyo.
– El que vive ahí, según el papel, es Everett Jorie. El nombre me suena mucho, aunque no consigo recordar de qué. Será algo del pasado lejano. Creo que podríamos indagar un poco por ahí.
Louisa le sonreía.
– Se te olvida que estás jubilado -dijo-. Por un momento, creí que venías conmigo por el simple placer de disfrutar de mi compañía.
Leaphorn se sentó al volante en la primera etapa, los ciento ochenta kilómetros que mediaban entre su casa y el área de servicio Mexican Water. Allí se detuvieron a comer un bocadillo y para averiguar si alguien sabía dónde encontrar a Dalton Cayodito. La adolescente encargada de la caja registradora lo sabía.
– Es un señor muy viejo -dijo-. ¿Cantaba? Si es ése el que buscan, fue el que cantó el Yeibichai a mi abuela. ¿Es él?
Louisa asintió.
– Según nos han dicho, vivía por ahí arriba, en Red Mesa Chapter House.
– Vive con su hija -dijo la muchacha-. Madeleine Horsekeeper, creo que así se llama. Vive en… -Hizo una pausa para pensar y luego, con ademán frustrado, trazó un plano en una bolsa de papel y se lo pasó a Louisa.
– Y ¿conoces a un tal Everett Jorie? -preguntó Leaphorn-. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo? ¿Y a Buddy Baker o George Ironhand?
La muchacha no lo sabía, pero un hombre que estaba colocando latas de Spam en los estantes de la pared del fondo creyó que podía ayudar.
– Oiga, Joe Leaphorn -dijo-, creía que ya se había jubilado. ¿Para qué busca a Jorie? Si hay una ley que prohiba ser un maldito pelmazo, tendría que haberlo encerrado hace mucho tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, salieron del establecimiento con instrucciones precisas para llegar a los dos lugares donde podrían encontrar a Jorie, añadidas al plano de la bolsa de papel, donde se destacaban los giros y las carreteras que había que tomar para localizar a Ironhand, además de la vaga idea de que Baker se hubiera trasladado a Blanding. También se llevaron una buena cantidad de rumores sobre las ambiciones políticas y las actividades sociales en la frontera entre Utah y Arizona, teorías sobre quiénes podían ser los autores del atraco al casino ute y un repaso a los últimos abusos cometidos por los servicios forestales, la administración territorial, la administración de recuperación del entorno, los servicios del parque y demás organismos federales, estatales y del condado, contra el bienestar de varios individuos que vivían en condiciones extremas a lo largo del cañón fronterizo de Utah.
– No me extraña que esos locos de la milicia encuentren adeptos -comentó Louisa mientras se alejaban-. ¿Tan crítica es la situación?
– Lo que ocurre es que pretenden imponer leyes impopulares-dijo Leaphorn-, pero en general son buena gente, aunque de vez en cuando alguno se comporte con arrogancia.
– De acuerdo -dijo Louisa-. Esos nombres por los que preguntaste ahí dentro, Jorie, Ironhand y el otro, supongo que son los tres del atraco al casino, ¿no?
– Lo son -contestó Leaphorn-, si damos crédito a Gershwin.
Louisa, que conducía, se quedó pensativa unos instantes.
– ¿Sabes? -dijo-, con la cantidad de tiempo que llevo aquí, y todavía no me he acostumbrado a que todo el mundo se conozca.
– ¿Lo dices porque el hombre de la tienda me reconoció? He sido policía en esta zona durante muchos años.
– Sí, pero vivías a casi doscientos kilómetros de distancia. De todos modos, no me refería sólo a ti. La cajera sabía la vida y milagros de Everett Jorie, y todo el mundo sabe que Baker y Ironhand viven… -Hizo un gesto expresivo con la mano hacia la ventana-. Viven por ahí, en alguna parte. De donde yo vengo, nadie sabe siquiera quién vive en la misma manzana, tres puertas más allá.
– En Baltimore hay mucha más gente -contestó Leaphorn.
– Pero en una misma manzana, no tanta.
– Seguro que en tu manzana vive más gente que aquí en treinta kilómetros a la redonda -dijo Leaphorn.
Se acordó de las veces que había ido a Washington, a Nueva York o a Los Ángeles y se había detenido a pensar en las diferencias entre las actitudes sociales urbanas y rurales.
– Tengo una teoría no refrendada todavía por ningún sociólogo -dijo-. Vosotros, los de ciudad, tenéis siempre tanta gente alrededor que llega a ser una molestia, así que cada cual procura evitar al otro. Los de campo, sin embargo, no tenemos demasiada gente alrededor, así que las personas nos interesan, las coleccionamos, podríamos decir.
– Tendrás que perfeccionar esa teoría si quieres que la acepte algún sociólogo -comentó Louisa-, pero ya sé por dónde vas.
– Aquí, todo el mundo te mira -dijo-, cada uno es diferente. Vaya, ahí hay otro ser humano y ni siquiera lo conozco. En la ciudad, nadie se mira a los ojos. Cada uno se construye una burbuja particular, es difícil tener un poco de intimidad en los sitios superpoblados, y, si miras a alguien o se te ocurre dirigirte a alguien en la calle, te consideran un intruso.
Louisa dejó de mirar la carretera un momento para dedicarle una sonrisa de lado.
– Me da la impresión de que te atrae muy poco la tan emocionante, estimulante y superactiva vida de la ciudad -dijo-. Ya he oído eso mismo otras veces, pero con otras palabras, como: «la gente de campo suele ser entrometida y criticona».
Todavía hablaban del asunto cuando giraron para salir de la U.S. 160 y entraron en una carretera polvorienta que ascendía por la frontera de Utah hacia el altiplano yermo y resquebrajado de Casa Del Eco Mesa. Louisa aminoró mientras Leaphorn consultaba el mapa y observaba el paisaje. Un cúmulo de nubes se acercaba por el horizonte occidental, las primeras salpicaban ya la panorámica que se extendía hacia el oeste y proyectaban una alfombra apedazada de sombras caóticas.
– Si no me falla la memoria, hay un cruce a unos diez u once kilómetros de aquí -dijo Leaphorn-. Si entramos por la carretera mala de la derecha, llegamos a Red Mesa Chapter House; si entramos por la carretera peor, a la izquierda, llegamos a la general 191 y a Bluff.
– Ahí está el cruce -dijo ella-. ¿Izquierda o derecha?
– Izquierda -dijo Leaphorn-. Después de la desviación, tenemos que buscar un camino a la derecha.
Lo encontraron y, tras un par de kilómetros de baches y polvo, llegaron a casa de Madeleine Horsekeeper, una caravana de doble anchura y bastante nueva, ampliada con una cabaña de piedras apiladas, un redil para ovejas, un retrete exterior, un cenador de ramas y dos vehículos aparcados: una vieja furgoneta de reparto y un Buick Regal nuevo. Madeleine Horsekeeper los recibió en la puerta, acompañada de una mujer fortachona y seria. Al parecer, era la hija de Horsekeeper, que enseñaba ciencias sociales en el instituto Grey Hills de Tuba City. Asistiría a la entrevista con Hosteen Cayodito, su abuelo materno, para asegurarse de que la traducción era adecuada. O para hacerla ella misma.
La intromisión no molestó a Joe Leaphorn. Había pensado pasar el resto del día de una forma mucho más interesante que escuchando las diversas modificaciones y evoluciones de las leyendas con las que había crecido. La conversación con Louisa sobre la solitaria gente de campo que sabía todo sobre sus vecinos le había recordado al sheriff subalterno Oliver Potts, ya jubilado. Él seguro que conocía a los tres tipos de la lista de Gershwin.