El sargento Jim Chee mantuvo el pie en alto, apoyado en varios cojines en el asiento trasero de la vieja y destartalada unidad 11 de la agente Bernie Manuelito, envuelto en una bolsa de plástico llena de cubitos. El tobillo no le dolía tanto, y se sentía mucho mejor. El vendaje y los cuidados profesionales que le habían procurado en la clínica habían logrado efectos maravillosos en la lesión, y el respeto que su antiguo jefe le había demostrado le había aliviado las magulladuras morales.
Bernie conducía en dirección oeste por la U.S. 160. Dejó atrás Red Mesa School y continuó hacia el cruce con la Navajo 35, en Mexican Water. Chee iba detrás de ella, desplomado hacia el lado del conductor y mirando el perfil canoso de Leaphorn. El lugarteniente no estaba tan taciturno como Chee lo recordaba. Iba contando a Bernie que Gershwin le había dejado los nombres escritos en un papel en la taberna navaja, que por eso había ido a casa de Jorie, que luego se enteró de que Jorie había denunciado a Gershwin y todo lo demás. Bernie escuchaba con atención cada una de sus palabras, y Leaphorn disfrutaba con un auditorio tan entregado. Acababa de explicarle por qué nunca había creído en las coincidencias, pero Chee había oído esos argumentos tantas veces, cuando trabajaba como ayudante suyo en la comisaría de Window Rock, que se los sabía de memoria. Era pura filosofía navaja; todo estaba interconectado, no había efecto sin causa, las alas de un insecto afectan a la brisa, el canto de la alondra doblega el estado de ánimo del guerrero, una nube negra en el horizonte occidental se abre, deja pasar el sol del poniente, tiñe las montañas de oro, influye en el humor y en las decisiones del consejo tribal navajo… O, como dijo el poeta, ningún hombre es una isla.
Y Bernie, con la amabilidad que la caracterizaba, comprendía las carencias que la soledad imponía en aquel hombre y le hacía todas las preguntas oportunas. ¡Qué muchacha!
– ¿Para eso le sirve el mapa del que tanto me habla el sargento Chee? -Y, naturalmente, así era.
– Creo que Jim tiene la misma opinión que yo -dijo Leaphorn-, y espero que me corrija si me equivoco. El asunto del casino, por ejemplo. El casino se encuentra al lado del monte Ute Durmiente. Los atracadores abandonan el vehículo en el que se dan a la fuga a ciento sesenta kilómetros al oeste, en Casa del Eco Mesa. Cerca hay un cobertizo con un avión. Alguien roba el avión ese mismo día. El momento y el lugar coinciden o están muy próximos. Cerca hay también una antigua mina. Las leyendas de los utes insinúan que el padre de uno de los bandidos la utilizaba como vía de escape. Y ya tenemos todo un cúmulo de coincidencias.
– Sí -dijo Bernie, poco convencida.
– Pero hay más -prosiguió Leaphorn-. Recordemos la gran persecución de 1998. Tres hombres, tiroteo con la policía, vehículo robado y abandonado posteriormente. Comienza la gran persecución. El hombre al que se tenía por cabecilla es hallado muerto. El FBI lo declara suicidio. Los otros dos desaparecen en los cañones.
Como el tobillo ya no le dolía tanto, la modorra se apoderaba de Chee. Apoyó la cabeza en la tapicería y bostezó. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía a gusto?
– Otra coincidencia -dijo Bernie-, pero también duda que lo sea, ¿no es cierto?
– Jim dijo que el primer delito podía ser la causa del segundo -dijo Leaphorn.
Chee ya no tenía sueño. ¿Qué quería decir Leaphorn? No recordaba haber dicho nada semejante.
– ¡Ah! -dijo Bernie-. Eso es más difícil de dilucidar. Y podría decirse lo mismo de los otros dos. Por ejemplo, al descubrir la camioneta abandonada y oír lo del atraco en la radio, el señor Timms creyó haber encontrado la forma de deshacerse de su avión. Dijo que se lo habían robado y cursó la reclamación de la mutua de seguros.
– De esa forma, también sería causa y efecto, naturalmente -dijo Leaphorn-. O quizás el avión fuera el motivo por el que abandonaron la camioneta donde la abandonaron, como dedujo el FBI al principio.
Chee se incorporó en el asiento. «¿Adonde demonios quiere ir a parar Leaphorn?».
– Creo que me he perdido -dijo Bernie.
– Con tu permiso, voy a explicarte una teoría nueva sobre todo el asunto -dijo Leaphorn-. Supongamos que sucedió lo siguiente: una persona de este territorio fronterizo siguió con atención el delito de 1998, y en él se inspiró para encontrar la solución a un problema. A dos problemas, mejor dicho, porque conseguiría un dinero necesario y además eliminaría a un enemigo. Pongamos que dicha persona tiene vínculos con la milicia, con los supervivalistas, con los de Earth Fristers o con cualquier otro grupo radical, y que recluta a dos o tres hombres para que le ayuden so pretexto de que el dinero servirá para financiar la causa política. Entonces, implica al señor Timms y le alquila el avión por adelantado para realizar un vuelo o le incluye en el plan y le ofrece una parte del botín.
– Se refiere a Everett Jorie-dijo Bernie.
– Sí, podría ser -dijo Leaphorn-, pero en mi propuesta, Jorie tiene el papel del enemigo al que hay que eliminar.
– Un minuto, lugarteniente -dijo Chee, tras aclararse la garganta-. ¿Y qué hay de la nota de suicidio y todo eso?
Leaphorn se volvió hacia Chee y torció el gesto.
– Tuve la ventaja de estar allí; vi al hombre en su propia casa, vi lo que leía, su biblioteca, las cosas que guardaba y que constituían su vida. Cuando me paro a pensarlo, tengo la impresión de que empiezan a pesarme los años. Si la agente Manuelito o tú hubierais encontrado el cadáver, si lo hubierais visto todo, habrías sospechado mucho antes que yo.
Chee pensaba que todavía no sospechaba nada, pero dijo:
– De acuerdo. ¿Cómo fue?
Bernie había reducido la marcha.
– ¿Es aquí donde quiere que me desvíe? ¿Por este camino de tierra?
– Está en malas condiciones, pero es mucho más rápido que ir por la 191 y luego tener que retroceder.
– Prefiero el camino más corto -dijo Bernie y salieron de la carretera asfaltada para entrar en el camino de tierra.
– Creo que los ladrones del casino tomaron este camino -dijo Leaphorn-. Seguro que conocían este otero, viviendo por aquí, y seguro que sabían que los llevaría a un callejón sin salida. -Se rió-. Otro argumento para mi heterodoxa teoría del delito. Si hubieran ido por la 191 para retroceder después y perderse habría sido demasiada coincidencia, en mi opinión.
– Lugarteniente -dijo Chee-, ¿por qué no continúa contándonos lo que ocurrió en casa de Jorie?
– Lo que creo que pudo ocurrir -puntualizó Leaphorn-. Bien; supongamos que nuestro villano llama a la puerta de Jorie, le apunta con la pistola asesina, le obliga a entrar en su despacho y a sentarse en la silla del ordenador y le dispara a quemarropa para que parezca un suicidio. Luego enciende el ordenador, se inclina sobre el cadáver, escribe la Carta, deja el ordenador encendido y desaparece de la escena.
– ¿Por qué? -preguntó Chee-. Bueno, tengo cuatro o cinco porqués, en realidad. Creo que intuyo algunos motivos, pero otros se me escapan.
– Jorie vivía de los litigios. Como abogado reconocido en el colegio de Utah, podía presentar todas las demandas que quisiera sin tener que pagar mucho. Tenía una demanda pendiente incluso con Timms, porque con su avioneta asustaba al ganado, decía, a consecuencia de lo cual, las reses perdían peso, los terneros se morían y demás. En otra demanda, acusaba a Timms de violar sus tierras de pasto con su pista ilegal de aterrizaje. Pero Timms no es la clase de villano en el que pienso. En otra demanda, Jorie pretendía anular el permiso de arriendo de tierras de la administración territorial de nuestro villano.
– Estamos hablando del señor Gershwin, naturalmente -dijo Chee-, ¿no es así?
– En teoría, sí -dijo Leaphorn.
– De acuerdo -contestó Chee-. ¿Qué más?
– Ahora ya ha eliminado dos problemas: al enemigo y los molestos juicios. Pero le queda uno.
– El dinero -dijo Bernie-. ¿Cree que sólo conseguiría un tercio?
– Según mi teoría, creo que es algo más complicado -contestó Leaphorn. Volvió a mirar a Chee-. ¿Te acuerdas de que en la nota de suicidio informaba al FBI de dónde podía encontrar a sus dos compañeros, y de que subrayó que habían jurado que jamás los atraparían vivos? Si los atrapaban, querían pasar a la historia por el número de policías que mataran.
– Era su plan para eliminarlos -dijo Chee, y emitió una risa seca-. Seguramente habría funcionado. Si esos tipos son miembros de la milicia, todavía les hervirá la cabeza por la actuación del FBI en Ruby Ridge y Waco. Francamente, si tuviera que ir con un grupo de fuerzas especiales, creo que dispararía sin tregua.
– Sin embargo, debe de haber surgido algún fallo en el plan. Nuestro villano tendría que pensar en algo para que encontraran la nota. Nadie tenía motivos para sospechar de Jorie, no había el menor indicio de quiénes eran los delincuentes. Así que nuestro protagonista pensó en procurarse la ayuda de un policía retirado y no muy listo para que diera la pista de los autores al FBI sin tener que implicarse directamente.
– ¡Acabáramos! -exclamó Chee-: Todavía no sabía cómo había encontrado usted el cadáver de Jorie.
– ¿Y por qué tanta prisa? -preguntó Bernie-. Alguien habría echado de menos a Jorie tarde o temprano, alguien habría ido a verle, ya se sabe cómo es la gente aquí.
– Mi presunto asesino no podía esperar a que los acontecimientos siguieran su curso. No quería arriesgarse a que la policía atrapara a sus compañeros antes de hacer saber a la fuerzas del orden que los fugitivos tenían intenciones de matar a cuantos pudieran. Si los cogían vivos, sabrían sin lugar a dudas quién los había delatado, así que se vengarían fácilmente denunciándolo a él.
– Sí -dijo Bernie-, eso tiene sentido.
Chee estaba inclinado hacia adelante y dio unos golpecitos a Leaphorn en el hombro.
– Mire, lugarteniente, aunque le haya sonado así, yo no quería decir eso, no quería decir que no fuera usted muy listo.
– En realidad, no fui nada listo. Ha estado a punto de conseguir que hiciera exactamente lo que él pretendía.
Lo cual era cierto, pero Chee no comentó nada al respecto.
– Lo único que ha debido de fallarle es que sus compañeros se olieran algo. No volvieron a casa a ponerse a salvo, como habían planeado, porque la policía no tenía ni idea de quiénes eran los autores. No esperaron a que llegaran los equipos especiales a acribillarlos, sino que se escondieron en otra parte.
– En la vieja mina de los mormones -dijo Chee-. Pero entonces, ¿por qué no los encontró allí el FBI?
– No sé -dijo Leaphorn-. A lo mejor no estaban allí cuando el agente federal fue a echar un vistazo. Quizá fueron a casa, como seguramente les recomendó nuestro protagonista, pero luego se inquietaron y regresaron al escondite del padre de Ironhand a esperar el desarrollo de los acontecimientos. O quizá los federales no buscaron bien. No tenían forma de saber que por la pared del cañón hay otra entrada.
– Eso es cierto -dijo Chee-, no se ve desde el fondo y, lógicamente, no sabemos si la mina inferior está conectada con la superior.
Bernie se echó a reír.
– No sé -dijo-, me gusta creer en las leyendas, aunque sean utes.
– He salido a dar una vuelta -dijo Chee- sólo para que me dé el aire en el tobillo, y me pregunto cuál es el plan. Espero que no sea subir a esa mina y ordenar a Baker y a Ironhand que salgan con las manos arriba.
– No -dijo Leaphorn, y se rió.
– Bernie tendría que hacerlo todo -dijo Chee-. Usted es civil y yo estoy de baja por enfermedad o algo parecido. Digamos que estoy de vacaciones otra vez.
– Pero has traído la pistola, supongo -dijo Bernie-. La has traído, ¿verdad?
– Creo que la tengo por aquí. Ya conoces las reglas: no salir de casa sin ella.
– Me gustaría pasar por la casa del señor Timms -dijo Leaphorn-, creo que podríamos convencerlo de que cooperase. Si coopera y no me equivoco, la agente Manuelito pedirá refuerzos por radio.
– ¿Por qué no pedimos refuerzos primero y luego…? -Chee no terminó la frase. Se imaginó a Leaphorn contando su teoría al agente especial Cabot, pidiendo refuerzos para registrar una mina que ya había sido declarada vacía de fugitivos por el FBI; se imaginó la mueca de Cabot y cambió de pregunta-. ¿Conoce al señor Timms? -preguntó.
Otra pregunta estúpida. Pues claro que lo conocía, Leaphorn conocía a todo el mundo de Four Corners, o al menos a todos los mayores de sesenta.
– No muy bien -contestó Leaphorn-. Hace años que no lo veo. Pero creo que podremos convencerlo de que coopere.
Chee se reclinó sobre la portezuela y contempló el paisaje desértico que iba quedando atrás. Se imaginó a Timms mandándolos al infierno, echándolos de su propiedad.
Pero entonces, se relajó. Aunque retirado, Leaphorn seguía siendo el Lugarteniente Legendario.