Bernie detuvo la unidad 11 lentamente frente al porche de la entrada de la casa de Timms; los tres se quedaron sentados unos instantes, los que imponían los buenos modales en zonas rurales tan poco pobladas, para dar tiempo a las personas a adecentarse y prepararse para recibir visitas. La puerta se abrió y un hombre alto, delgado y ligeramente encorvado apareció en el umbral, mirándolos.
Leaphorn salió del coche seguido de Bernie, mientras Chee bajaba el pie del cojín al suelo. Le dolía, pero no mucho.
– Hola, señor Timms -dijo Leaphorn-. ¿Me recuerda?
Timms salió al porche; la luz del sol destelló en sus gafas.
– Es posible -dijo-. ¿No era usted el cabo Joe Leaphorn, de la policía navaja? ¿No fue usted quien me ayudó cuando aquel tipo disparaba contra mi avión?
– Sí, señor -dijo Leaphorn-, era yo. Esta joven es la agente Bernadette Manuelito.
– Bien, entren, no se queden ahí al sol -dijo Timms.
Chee no podía soportar la idea de perdérselo. Abrió la portezuela del coche con el pie sano, cogió el bastón y cruzó el patio cojeando sin dejar de mirar al suelo para evitar cualquier tropiezo; vio que se le habían pegado unos abrojos a la zapatilla de andar por casa que llevaba en el pie izquierdo.
– Y éste -decía Leaphorn- es el sargento Jim Chee; habíamos trabajado juntos.
– Sí, señor -dijo Timms, y le tendió la mano. Se dieron un apretón al estilo navajo, más bien suave. Era un veterano que conocía la cultura, pero estaba tan nervioso que le temblaban las mejillas.
– No esperaba visitas, de modo que no tengo nada previsto, pero puedo ofrecerles un refresco -dijo Timms, invitándoles a pasar a una habitación oscura y pequeña, cubierta de muebles dispares como los que se encuentran en los establecimientos Goodwill Industries.
– No podemos aceptar su hospitalidad, señor Timms-dijo Leaphorn-. Hemos venido por un asunto grave.
– La reclamación que hice en la mutua de seguros -dijo Timms-. Ya he escrito una carta para que la anulen. Ya lo he hecho.
– Me temo que se trata de algo mucho más grave -dijo Leaphorn.
– Es lo malo de hacerse viejo, que se le va a uno la cabeza -dijo Timms, hablando deprisa-. Me levanto a por un vaso de agua y, cuando llego a la nevera, ya no recuerdo para qué he ido a la cocina. Me fui con el viejo L-17 a hacer una gestión y, entonces, el tipo aquel me dijo que me traía hasta aquí, yo acepté y nos marchamos. Luego, oímos por la radio lo del atraco y, al llegar a casa y ver la puerta del cobertizo abierta y que el aeroplano no estaba, creí que…
Timms dejó de hablar y miró fijamente a Leaphorn; Bernie y Chee también le miraron.
– ¿Más grave que eso? -preguntó Timms.
Leaphorn permaneció callado, sin apartar la mirada de Timms.
– ¿De qué se trata? -preguntó Timms. Se dejó caer en un sillón excesivamente relleno mirando a Leaphorn.
– ¿Se acuerda de aquel tipo que disparaba cuando sobrevolaba su propiedad? Everett Jorie.
– Dejó de hacerlo en cuanto usted habló con él -dijo Timms, esbozando una sonrisa-. Se lo agradecí. Ahora es un bandido, atracó el casino y se suicidó.
– Eso creímos al principio -dijo Leaphorn.
Timms se hundió en el sillón y se llevó la mano derecha a la frente.
– ¿Insinúa que lo mataron? -preguntó.
Leaphorn dejó la pregunta en el aire un momento y luego, dijo:
– ¿Conoce bien a Roy Gershwin?
Timms abrió la boca, la cerró y alzó la vista hacia Leaphorn. Chee sintió lástima de él, parecía aterrorizado.
– Señor Timms -dijo Leaphorn-, en estos momentos está usted en una posición en la que podría sernos de gran ayuda. El FBI no está satisfecho de usted. Al esconder el avión y decir que se lo habían robado, retrasó mucho la búsqueda de los asesinos; son cosas que los agentes de la ley no olvidan así como así, a menos que tengan algún motivo para pasarlo por alto. Si usted colabora, la policía dirá: «Bien, no fue más que un olvido del señor Timms». Pero si no colabora, estos asuntos suelen terminar ante un gran jurado, para que ellos decidan si fue usted encubridor o no. Y no se trata sólo de un caso de fraude a la compañía de seguros, sino de asesinato.
– ¿De asesinato? ¿Se refiere a Jorie?
– Señor Timms -dijo Leaphorn-, ¿qué sabe de Roy Gershwin?
– Pasó hoy por aquí -dijo Timms-, poco antes de que usted llegara.
Leaphorn se asombró, y también Chee.
– ¿Qué quería? ¿Qué le dijo?
– Poca cosa. Quería que le explicara dónde se encuentra la mina esa de los mormones, de donde sacaban el carbón. Se lo dije y se largó corriendo, muy aprisa.
– Creo que es mejor que nos acerquemos hasta allí -dijo Leaphorn, y se dirigió hacia la puerta.
Timms parecía mareado. Hizo un amago de levantarse pero volvió a sentarse.
– ¿Quiere decir que Gershwin mató a ese Everett Jorie? ¡No me diga!
Leaphorn y Bernie ya estaban en la puerta y, mientras Chee iba cojeando detrás de ellos, oyó murmurar a Timms:
– ¡Ay, Dios! ¡Me lo temía!