La agente Bernadette Manuelito no se equivocó al recordarle a Chee las muchas amistades que tenía en Shiprock; Chee aprovechó esta circunstancia. Unas palabras con un viejo sheriff subalterno del condado de San Juan, una visita a las oficinas del condado de Aztec para saludar a un antiguo amigo, un paseo por los billares y otro por el Oilmen's Bar and Grill le proporcionaron una gran cantidad de información sobre el casino Ute en general y sobre Teddy Bai en particular.
El casino salió mejor parado de lo que esperaba. Como de costumbre, se daba por hecho que las mafias debían de tener algo que ver en los intereses del casino, pero nadie podía demostrarlo. Por lo demás, aquellos que tenían motivos para saber algo más consideraban que estaba bien dirigido. Nadie sabía a ciencia cierta quién habría podido ser el infiltrado en el atraco, si Bai no lo era. Según la opinión general, Bai había sido un muchacho conflictivo, pero las opiniones se diversificaban respecto a su comportamiento posterior, aunque el consenso general lo salvaba. Se había casado con una muchacha del clan Los Opuestos se Atraen, pero el matrimonio no había durado. Un parroquiano del Oilmen's dijo que, desde el divorcio, Bai iba por allí de vez en cuando con una jovencita. ¿Quién?, preguntó Chee. El hombre no lo sabía pero la describió como «una monada del tamaño del oído de un chinche». No era la metáfora que Chee habría escogido, pero podía encajar con la agente Bernadette Manuelito.
En el Oilmen's también se enteró de que Bai había asistido a clases de vuelo.
– ¿De vuelo? -dijo Chee-. ¿En serio? ¿Dónde?
La fuente de información en este caso era una enviada de la policía del estado de Nuevo México llamada Alice Deal. Ella pospuso el mordisco que iba a dar a su hamburguesa con queso para señalar con la mano hacia el aeropuerto de Farmington, que parecía la pista de aterrizaje de un portaaviones, asentado en medio del otero que dominaba la ciudad.
En el rótulo de la entrada de Vuelos Four Corners se anunciaban vuelos charter, alquiler de aviones, taller de reparaciones, ventas, repuestos, suministros y clases de vuelo reconocidas oficialmente. Cuando Chee entró en la oficina principal, no parecía que hubiera mucho trajín en ninguna de las especialidades. La única persona que había en las instalaciones era una mujer, en el despacho del director, la cual interrumpió su conversación telefónica el tiempo suficiente para indicar a Chee por señas que entrara.
– Vaya, vaya -decía la mujer-, ésa no es forma de comportarse. Si Betty hace eso, yo no la invitaría nunca más. -Con otro gesto, le indicó a Chee que se sentara, se quedó escuchando un momento más y dijo-: Bueno, quizá tengas razón. Ha llegado un cliente, tengo que colgar. -Y colgó.
Chee se presentó y planteó el tema que le traía hasta allí.
– Bai -dijo ella-. Nos debe un par de clases. El FBI ya nos ha preguntado por él.
– ¿Podría decirme…?
– Por cierto, me pidieron el nombre de todas las personas que habían recibido clases desde hace mucho tiempo. Después volvieron otra vez para preguntar específicamente por Teddy.
– ¿Podría decirme si ya aprobó el carné de piloto?
– Lo dudo. Tendrá que preguntar a Jim Edgar -dijo-. Está ahí fuera, hablando con los del helicóptero del Ministerio de Energía y, si no está ahí, estará trabajando en el hangar.
El helicóptero era un gran Bell de color blanco, con las siglas del Ministerio de Energía. Le habían colocado unos contenedores redondos blancos del tamaño de bañeras en el tren de aterrizaje; una mujer con mono azul hacía algún ajuste técnico en uno de ellos. Aparte de la mujer, sólo había un par de hombres con monos parecidos, enfrascados en una conversación. Seguramente serían el piloto y el copiloto. Chee no logró imaginar qué podrían contener los grandes tanques, aunque lo intentó. Sin duda, ninguno de los presentes era Jim Edgar.
Encontró a Edgar en el fondo del hangar, murmurando imprecaciones y hurgando en un banco de trabajo en algo que parecía un pequeño motor eléctrico. Se detuvo a una distancia prudencial y se quedó esperando.
Edgar dejó en el banco un destornillador pequeño, se chupó el dedo que acaba de herirse y miró a Chee de arriba abajo.
Chee se explicó.
– Teddy Bai -dijo Edgar, mirándose el dedo-. Sí, ya volaba en solitario, pero todavía le faltaba mucho para sacarse el carné. Digamos que era un alumno mediocre. Ya les dije a los del FBI que si Bai hubiera tenido que pilotar ese viejo L-17, yo no habría hecho el viaje con él.
– ¿El aparato que robaron? ¿Por qué lo dice?
– Bai hacía prácticas con un Cessna nuevo. Todo era moderno: triple tren de aterrizaje, dirección asistida, instrumentos diferentes. Ese L-17 lo construyó Piper para el ejército en la Segunda Guerra Mundial. No es difícil de manejar, supongo, no sé si me entiende, pero es muy distinto del pequeño Cessna con el que estaba aprendiendo Bai.
Edgar hizo una pausa buscando la forma de explicarlo mejor.
– Por ejemplo, fue uno de los primeros aeroplanos de su clase que incorporó aletas en las alas. Pero en el L-17 no se pueden utilizar si la velocidad relativa de vuelo es superior a ochenta. Además, tiene otras particularidades, pequeños detalles que hay que conocer.
– Y también más de cincuenta años de antigüedad -añadió Chee-. ¿Sabe usted en qué condiciones estaba?
Edgar se echó a reír.
– Por lo que oí en televisión, el FBI cree que los ladrones del casino se fugaron en ese aparato. Pues más les vale haber tenido mucha suerte, a menos que el viejo Timms se decidiera a gastarse unos cuartos en él desde la última vez que lo vi.
A Chee, cada vez le interesaba más la conversación.
– ¿Fue hace poco? ¿En qué condiciones estaba el aparato?
– ¿De cuánto tiempo dispone? -le preguntó Edgar con una sonrisa.
– ¿Tan mal estaba?
– Pues lo trajo para la revisión oficial de la Asociación Federal de Aviación el otoño pasado, quería renovar el permiso oficial de vuelo porque lo tenía más que caducado, al tratarse de un aparato tan viejo, y podía haber tenido problemas sólo por utilizarlo. Lo primero que vi fue que había dejado que entraran los ratones. Lo guarda en un cobertizo, en su rancho; cosa normal en estas tierras. Pero, en ese caso, hay que tomar precauciones para que los roedores no anden royéndolo todo, por ejemplo, meter la rueda de cola en un cubo de queroseno. Así que había que revisar el sistema eléctrico y la estructura, y el motor empezaba a fallar. Además, esos aparatos llevan depósitos de gasolina de cuarenta y cinco litros incorporados en la ensambladura de cada ala, que alimentan el depósito de compensación situado detrás del compartimiento refractario del motor. Había un pequeño escape en un conducto. -Edgar se encogió de hombros-. Y más cosas.
– ¿Lo reparó?
– Me pidió presupuesto, pero dijo que era muy caro -Edgar se rió-, que me vendía el avión por la mitad del presupuesto. Quería llevarlo a Blanding para pasar la revisión allá, en CanyonAire. Fue la última vez que lo vi.
– ¿Tiene el número de teléfono del señor Timms? -preguntó Chee-, ¿o la dirección?
– Claro.
Edgar fue al otro extremo del hangar, hasta su mesa, y buscó en el archivo Rodolex. Chee se lo quedó mirando mientras pensaba en los motivos que lo movían a hacer lo que estaba haciendo. ¿Qué tenía que ver todo eso con los problemas del amigo de Bernie? ¿Es que todas las horas pasadas en Alaska pescando y peleándose con los mosquitos le habían despertado el deseo de complicarse la vida? ¿Tenía sed de respuestas que explicaran la forma tan increíblemente ilógica en que los bandidos del casino habían logrado escapar? Fuera por lo que fuese, el capitán Largo se enfadaría de verdad si se enterara de que estaba metiendo las narices en asuntos del FBI, sobre todo si el FBI lo sorprendía.
Edgar interrumpió sus pensamientos al darle la copia de un impreso de reclamación de indemnización de la mutua de seguros Mountain.
– Me pidió que le firmara esta reclamación de indemnización de su compañía de seguros. Había dejado el avión a la intemperie y el granizo causó algunos desperfectos -dijo Edgar-. Eso fue hace unos cuantos años, pero, que yo sepa, sigue viviendo en el mismo sitio.
Chee anotó rápidamente la información que necesitaba en una libreta, dio las gracias a Edgar y volvió a la camioneta. Entonces, una idea repentina le hizo sonreír. Como le habían robado el avión, Timms estaría rellenando otra reclamación de la mutua.
– ¡Señor Edgar! -gritó-. ¿Se acuerda de a cuánto ascendía el presupuesto de la reparación, cuando Timms le dijo que se lo vendía por la mitad?
– Unos cuatro mil dólares más o menos, creo recordar -contestó Edgar-. Pero si hubiera sido tan tonto de querer semejante trasto y le hubiera hecho una oferta, me habría dicho que era una antigüedad y me habría pedido treinta mil.
Chee se rió. Ésa sería más o menos la cantidad que Timms pediría a la compañía de seguros.
– ¿Puedo usar su teléfono? -preguntó Chee-. ¿Y la guía telefónica?
Marcó el número del agente de la compañía en Farmington, dijo su nombre y preguntó a la mujer encargada de la oficina si todavía tenían la póliza de seguros de Eldon Timms.
– Por desgracia, sí -contestó ella.
– ¿Y también la de su aeroplano?
– En efecto -dijo ella-, si se refiere al aeroplano que ya no es su aeroplano, el que robaron los ladrones.
– ¿Es que tiene otro?
– ¡Oh, Dios, espero que no! -dijo ella.
– ¿Ha presentado reclamación por el robo?
– Sí, desde luego, la presentó inmediatamente. Acababa de enterarme de que los ladrones habían robado un avión cerca de aquí y que habían escapado en el avión, y ya lo tenía al teléfono preguntándome cuándo iba a cobrar la indemnización. Y le dije: «¿A qué viene tanta prisa? En algún sitio tendrán que aterrizar y, entonces, la policía lo recuperará y se lo devolverán enseguida». Y él dijo: «Cuando eso ocurra, rompemos la reclamación».
– ¿De cuánto era la póliza?
– De cuarenta mil -dijo-; la aumentó hace sólo un par de meses.
– Parece mucho para un aparato de cincuenta años -comentó Chee.
– Eso creo yo -dijo ella-, pero a mí me trae sin cuidado. Timms era quien pagaba la prima. Dijo que era una antigüedad, un aeroplano verdaderamente raro, y pensaba vendérselo al museo de aviación militar de Tucson. Tengo la impresión de que quería utilizar esa póliza tan elevada para, bueno, ya sabe, para fijar un precio de venta.
Edgar se había quedado cerca, escuchando.
– ¿Ha sacado algo en claro?
– Eso creo -dijo Chee-, y gracias. Pero, por cierto, ¿qué hace aquí ese helicóptero del Ministerio de Energía? Y ¿qué hace el Ministerio con esos tanques blancos tan grandes?
– En realidad, los tanques no son del Ministerio de Energía, sino de Protección del Entorno -contestó Edgar-. Está usted ante un caso atípico de cooperación interministerial. Los de Protección del Entorno toman prestados los helicópteros y los pilotos de la base de pruebas que el Ministerio de Energía tiene en Nevada. En los tanques blancos llevan unos detectores de radiaciones para localizar antiguas minas de uranio e impedir las fugas de ese material tan peligroso.
Después de abandonar Vuelos Four Corners, Chee se dejó caer por la comisaría de la policía estatal de Nuevo México, situada bajo el aeropuerto, e hizo dos llamadas más: la primera, al museo del ejército del aire en Tucson. El gerente le dijo que, efectivamente, el señor Timms había llegado a bordo de su L-17 en junio y se había ofrecido a venderles el aparato, y, aunque les habría gustado adquirirlo para su colección, no le hicieron ninguna oferta. Chee preguntó por qué y el gerente dijo que por los motivos de siempre, porque pedía mucho dinero; ni más ni menos que cincuenta mil.
La segunda llamada fue a Cowboy Dashee, su amigo de la infancia, pero no sólo para recordar viejos tiempos. El ayudante del sheriff Dashee trabajaba en el departamento del sheriff del condado de Apache, en Arizona, lo cual significaba que el rancho de Eldon Timms, o al menos la parte sur, debía de pertenecer a la jurisdicción del ayudante Dashee.