Capítulo 23

El sargento Jim Chee entró cojeando en el desordenado despacho del capitán Largo, con una sensación más incómoda que de costumbre. Y con razón, porque cuando llegó al aparcamiento de la policía tribal navaja, vio dos lustrosos sedanes negros Ford Taurus del FBI. Las relaciones de Chee con el mayor organismo policial del mundo siempre habían estado marcadas por las fricciones. Además, el capitán había respondido con más sequedad que de costumbre cuando lo llamó por teléfono para convocarlo a la reunión. «Chee -le había dicho-, mueve el culo y preséntate aquí».

Al entrar, Chee saludó al agente especial Cabot y a otro hombre bien vestido que había enfrente del capitán; luego se sentó en el asiento que le indicó Largo, dejó el bastón encima de la mesa y se quedó esperando.

– Ya conoces al agente Cabot -dijo el capitán-, y este caballero es el agente especial Smythe. -Intercambiaron unos saludos en voz baja y unos movimientos de cabeza.

– He querido explicarles por qué crees que la vieja mina que has encontrado podría ser el escondite de Ironhand y Baker -dijo Largo-. Me han dicho que han registrado todas las minas de ese otero mayores que un agujero de perro. Si has encontrado una que ellos no vieron, quieren saber dónde se encuentra.

Chee se lo contó y trató de establecer lo más fielmente posible la distancia desde la boca de la mina al San Juan y a la parte superior del cañón.

– Y la vio desde un helicóptero -dijo Cabot-, ¿no es así?

– Así es -dijo Chee.

– ¿Sabe que hemos prohibido los vuelos de aparatos particulares en esa zona? -preguntó Cabot.

– Eso tengo entendido -dijo Chee-, y ha sido una buena idea. De no haber tomado esa medida, todos esos cazadores de recompensas que han atraído ustedes habrían colapsado las rutas aéreas.

Al comentario le siguió una brevísima pausa que Cabot utilizó para pensar en la respuesta: una mención no demasiado indirecta de las carcajadas que el departamento había provocado en el fiasco del 1998, cuando un buen día ofreció doscientos cincuenta mil dólares de recompensa y, muy poco después, tuvo que pedir a las huestes de cazadores de recompensas atraídas por el premio que, por favor, abandonaran la zona. Aunque les hicieron caso omiso.

Cabot prefirió pasar el comentario por alto.

– Necesito el nombre de la compañía que opera con ese aparato.

– No es una compañía; en realidad -dijo Chee-, se trata de un aparato federal y gubernamental.

Cabot se quedó estupefacto.

– ¿De qué organismo?

– Del Ministerio de Energía -dijo Chee-. Creo que tienen la sede en los terrenos de pruebas de Tonapaw, en Nevada.

– ¿El Ministerio de Energía? ¿Qué asuntos tienen aquí los de energía?

Chee decidió que el agente especial Cabot no le gustaba mucho, ni tampoco su actitud, ni sus lustrosos zapatos ni su corbata, o quizá fuera por el hecho de que el sueldo de Cabot como mínimo doblaba el suyo, más los extras del gobierno. Dijo:

– No lo sé.

El capitán Largo lo fulminó con la mirada.

– Tengo entendido que el Ministerio de Energía alquiló el helicóptero a la delegación de Protección del Entorno -dijo Chee, y esperó la siguiente pregunta.

– Ah, veamos -dijo Cabot-. Voy a hacer la pregunta de otra forma, a ver si logra entenderme. ¿Qué hace aquí la gente de Protección del Entorno?

– Buscan minas viejas que puedan representar una amenaza para el medio ambiente -dijo Chee-, las sitúan en el mapa. ¿El departamento no estaba al tanto?

Cabot, acostumbrado a preguntar, y no a responder, volvió a poner cara de asombro, vaciló y miró al capitán Largo. Chee también miró a Largo. La sonrisa contenida de Largo demostraba que él también sabía lo que Chee estaba haciendo, y que no le preocupaba tanto como parecía un momento antes.

– Estoy seguro de que sí -dijo Cabot, ligeramente sofocado-. Y estoy convencido de que si esos mapas nos fueran de alguna utilidad para el caso, los habríamos tenido a nuestra disposición.

Chee asintió. La pelota estaba en el campo del FBI. Supo esperar más que Cabot, el cual miraba a Largo otra vez, pero Largo había encontrado algo interesante que observar al otro lado de la ventana.

– Sargento Chee -dijo Cabot-, el capitán Largo nos ha dicho que tiene usted motivos para sospechar que esa mina ha podido ser utilizada por los autores del atraco al casino ute. ¿Podría explicárnoslo, por favor?

Había llegado el momento que Chee más temía. Se imaginaba la expresión burlona que pondría Cabot cuando le contara que la idea provenía de una leyenda tribal ute, cuando describiera al héroe que saltaba desde el fondo del cañón hasta el borde del otero. Respiró hondo y comenzó.

Contó rápidamente la relación de George Ironhand con el primer Ironhand, el relato de que los navajos no lograban atrapar al villano, la idea que le había suscitado el apodo de «Tejón» que los utes le habían adjudicado: que, al igual que el animal, tuviera una madriguera con entrada y salida. Como Chee se esperaba, tanto Cabot como su compañero parecían divertirse. No así el capitán Largo, que ya no contenía la sonrisa sino que tenía una expresión adusta. Chee hablaba cada vez más deprisa.

– Y ahí estaban los de Protección del Entorno realizando su estudio, yo les pregunté si podía dar un paseo con ellos y la encontré. Encontré la vieja boca, encima de una repisa, encaramada en la pared del cañón y, más arriba, los restos de la antigua mina de superficie. Todo encajaba -dijo Chee-. Entonces, le aconsejé al capitán Largo que la registraran.

– Veamos -dijo Cabot, mirándolo atentamente-. Usted cree que la gente que extraía carbón de esa mina del fondo del cañón se propuso excavar directamente hacia la cima, ¿cierto? Si mis conocimientos de geología no me engañan, eso significaría tropezar con varias capas gruesas de arenisca y toda clase de estratos, ¿no es así?

– Bueno, yo más bien me lo imaginaba a la inversa, excavar hacia abajo desde arriba -dijo Chee.

– ¿Puede describir la estructura de la antigua mina? -preguntó Cabot-. Me refiero a la construcción de piedra.

– Tengo algunas fotos -dijo Chee-; me llevé la Polaroid. -Le pasó a Cabot dos fotografías de las viejas estructuras, una tomada a la altura de la cima y otra, desde un ángulo superior.

Cabot las miró y luego se las pasó a su compañero.

– ¿Es ésta la que pensabas que podía ser? -le preguntó.

– En efecto -dijo Smythe-. La localizamos el día en que encontramos la camioneta. Por la tarde, mandamos allí a un equipo a registrarla, e hicimos lo mismo con todas las demás construcciones de ese otero.

– ¿Y qué encontrasteis? -preguntó Cabot, aunque ya sabía la respuesta-. ¿Se descubrieron señales de que pudiera haber alguien escondido en el pozo de la mina?

– Ni siquiera había pozo -contestó Smythe, casi riéndose-, y mucho menos, alguien escondido. No encontramos más que gran cantidad de heces de roedores, antiguos desechos, piezas sueltas de máquinas estropeadas, rastros de animales, tres botellas vacías y añejas de vino Thunderbird, pero ni el menor rastro de ocupación humana, al menos en los últimos tiempos.

Cabot devolvió las fotos a Chee con una sonrisa.

– Guárdelas para su álbum de recortes -le dijo.

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