Era poco más de mediodía cuando el capitán Largo lo encontró.
En sueños, Chee oía unos golpes que, poco a poco, fueron convirtiéndose en un martilleo, reforzado poco después con un grito furioso.
– ¡Maldición, Chee! ¡Sé que estás ahí! ¡Abre la puerta!
Chee abrió la puerta y se quedó allí en pantalones cortos, aturdido por el sueño y mirando al capitán.
– ¿Dónde demonios te habías metido? -inquirió Largo, al tiempo que empujaba a Chee para entrar en la caravana-. Y ¿por qué no contestas al teléfono?
El capitán tenía la mirada fija en el teléfono mientras hablaba y vio la lucecita roja intermitente del contestador automático.
– He estado fuera -dijo Chee-. Acabo de llegar, tenía asuntos familiares que atender.
Estiró el brazo y apretó el botón, lo suficientemente despierto como para alegrarse de haber sido tan listo como para borrar la llamada de Cowboy Dashee. El aparato reprodujo la voz gruñona del capitán Largo diciendo: «Capitán Largo al habla. Mueve el culo y preséntate aquí inmediatamente. Los federales han encontrado el puñetero avión y tenemos que volver a hacer de sabuesos en su cacería otra vez».
El aparato indicaba que había otros dos mensajes grabados, pero Chee lo apagó antes de que le causaran más problemas.
– Tendría que haber escuchado los mensajes -dijo-, pero he llegado esta misma mañana, sobre las nueve, y estaba agotado. -Contó a Largo que la agente Manuelito y él habían llevado al hermano mayor de la madre de Chee a casa desde el hospital, que el anciano había logrado dominar a la muerte hasta que vio la luz del Sol en la cima de las montañas y que Bernadette había ido a buscar a las hermanas de Blue Woman para que la ayudasen a preparar el cuerpo para el funeral tradicional. A pesar del uniforme, Largo también era tradicionalista, un dine de Standing Rock. Recordó la sabiduría y la fama de sanador del anciano y, al igual que Chee, evitó pronunciar el nombre del difunto. Le dio el pésame a Chee, se sentó en el borde del catre y meneó la cabeza.
– Te daría unos días de permiso si pudiera -dijo, pasando por alto el hecho de que Chee todavía estaba oficialmente de vacaciones-, pero ya sabes cómo funcionan las cosas. Todo el mundo anda por ahí buscando a esos desgraciados, así que te doy sólo un minuto para que te pongas el uniforme; mientras tanto, voy poniéndote al día. Luego, quiero que salgas ahí y pongas un poco de orden.
– De acuerdo -dijo Chee.
Una idea desagradable acudió de repente a la mente del capitán.
– Entonces, Manuelito estaba contigo -dijo Largo con expresión asesina-. Ni siquiera se molestó en decírmelo. ¿Se molestó al menos en decirte que yo andaba buscándote por todas partes?
– No se lo pregunté -dijo Chee, y se concentró en ponerse los pantalones y abotonarse la camisa con la esperanza de que Largo no se percatara de que había soslayado la pregunta; no se le ocurría ningún argumento para quitar importancia a lo de Bernie y, por fin, se alegró al ver que el capitán se dirigía a la puerta.
– Te lo contaré todo en dos palabras en el despacho -dijo Largo-, dentro de treinta minutos exactamente.
Unos treinta minutos más tarde, Chee estaba sentado en una silla frente a la mesa de Largo, escuchando el final de una conversación telefónica del capitán.
– De acuerdo -dijo el capitán-. Claro, lo comprendo. Está bien. De acuerdo. -Colgó, suspiró, miró a Chee y luego al reloj-. Bien-dijo-, la situación es la siguiente.
Largo sabía resumir situaciones. Nombró y describió a los sospechosos supervivientes. No había nadie en las respectivas viviendas. Ningún vecino los había visto desde antes del atraco, lo cual no significaba nada en absoluto, al menos en el caso de Ironhand, porque el vecino más cercano vivía a unos seis kilómetros de distancia. Al parecer, de la casa de Ironhand faltaban un remolque de caballos y dos caballos, pero como nadie sabía desde cuándo ni por qué, tampoco eso significaba mucho. Una vez desechada la teoría de la huida en aeroplano, los federales se habían hecho cargo nuevamente de la operación de busca y captura, se habían establecido controles de carretera y se estaba trabajando en la búsqueda de pistas en los alrededores de la zona donde los sospechosos habían abandonado el vehículo en el que habían huido.
– Muy del estilo de los hermanos Ringling, Barnum y Bailey otra vez -dijo Largo-. Se han implicado tres cuerpos de policía estatal, tres departamentos de sheriff, cuatro seguramente, agentes de la BIA, agentes utes, agentes de la reserva de Jicarilla, Inmigración y Nacionalización han enviado una patrulla de rastreadores de frontera, federales a mansalva, incluso personal de seguridad de los servicios del parque. Tú irás al río Montezuma. Tenemos allí cuatro hombres trabajando con el FBI, buscando huellas. Tienes que informar al agente especial… -Largo consultó la libreta de la mesa- llamado Damon Cabot Lodge. No lo conozco.
– He oído hablar de él -dijo Chee-. ¿No recuerda aquel dicho que rezaba: «Los Lodge sólo hablaban con los Cabot, y los Cabot sólo hablaban con Dios»?
– No, no me acuerdo -dijo Largo-, y espero que no te presentes allí con esa actitud de sabelotodo.
– ¿Quiere que me presente hoy? -preguntó Chee consultando el reloj.
– Quería que te presentaras ayer -contestó Largo-. Ten cuidado y manténme informado.
– De acuerdo -contestó Chee, y se dirigió hacia la puerta.
– Otra cosa, Chee -dijo Largo-, usa la cabeza por una vez en tu vida y no vuelvas a llevar la contraria a los federales. No olvides los buenos modales y muéstrales respeto.
Chee asintió.
Largo le sonrió.
– Si te cuesta trabajo mostrarles respeto, recuerda que cobran tres veces tu sueldo.
– Sí -dijo Chee-, creo que eso me servirá.
El centro de operaciones era el cuarto de conferencias de la sala capitular del río Montezuma. El aparcamiento estaba lleno, había coches de policía de varias clases, cuyas jurisdicciones Chee identificó enseguida. Vio el coche patrulla del condado de Apache, el de Cowboy Dashee, aparcado fuera de la grava, a la sombra del único árbol del aparcamiento, un par de unidades de la policía tribal navaja, dos lustrosos sedanes Ford negros del FBI y un Land Rover verde, brillante también. Pensó que ese vehículo sería excesivamente caro para cualquiera de los organismos no federales de allí. Seguramente lo habrían confiscado en una redada de drogas y lo habría llevado allí el agente especial, de Salt Lake o de Denver, al que hubieran puesto al mando de la operación.
La sala de conferencias estaba tan atestada como el aparcamiento, y casi hacía el mismo calor. Alguien había pensado que el débil aparato de aire acondicionado que había en la ventana no conseguiría disminuir el calor que desprendía la masa humana y había abierto las ventanas. Unos doce hombres, unos con traje de camuflaje, otros de uniforme, otros de paisano, estaban congregados alrededor de la mesa. Chee vio a Dashee en una silla plegable al lado de otro hombre, leyendo algo. Se acercó a ellos.
– ¡Hola, compañero! -le dijo a Dashee-. ¿Eres tú el agente especial al mando?
– Baja la voz -dijo Cowboy-, no quiero que los federales se enteren de que me hablo contigo, al menos hasta que termine todo esto. De todos modos, el hombre al que tienes que presentarte es aquel tipo alto de la gorra negra de béisbol que pone FBI. Las siglas no quieren decir Federación de Barbilampiños Indios.
– Parece joven. ¿Crees que conoce estas tierras?
Dashee se rió.
– Bueno, me preguntó por la pesca de la trucha en el San Juan, que, según le habían dicho, era espléndida. Creo que pertenece a la base de San Luis.
– ¿Le dijiste que la pesca era buena?
– Vamos, Chee, relájate. Sólo le dije que era estupenda a trescientos kilómetros río arriba, antes de que vertieran las aguas sucias del riego en la corriente. Parece un buen tipo. Dijo que no había estado nunca aquí y que no sabía si debía decir canal, arroyo, regato, reguero o río. Su nombre es Damon Cabot.
De cerca, Damon Cabot parecía más joven que desde el fondo de la sala. Le dio a Chee un apretón de manos y le explicó que los otros destacamentos estaban trabajando en diversos aspectos de la persecución y que el suyo quería reunir todas las pruebas posibles de la zona en la que habían abandonado el vehículo.
– Le hemos destinado aquí -dijo, señalando el mapa que tenía abierto en la mesa para mostrarle un aspa roja cerca del centro de Casa Del Eco Mesa-. Aquí está la base de la camioneta, donde los atracadores la abandonaron. ¿Conoce la zona?
– Más o menos -dijo Chee-. He trabajado sobre todo en Shiprock y en el distrito de Tuba City. Eso queda bastante más al oeste.
– Bueno, de todos modos, lo conoce mucho mejor que yo -dijo Cabot-. Hace sólo una semana que me trasladaron de Philadelphia a Salt Lake City. ¿Participó en la persecución de 1998?
Chee asintió.
– Por lo que he oído, el FBI no se ganó ninguna medalla en aquella ocasión.
– Nadie se la ganó -dijo Chee, encogiéndose de hombros.
– ¿Y usted qué opina? ¿Andarán todavía por ahí esos dos individuos?
– ¿Los de 1998? Quién sabe. Aunque hay mucha gente por aquí que cree que sí -dijo Chee.
– Supongo que el FBI prefirió darlos por muertos -dijo Cabot-. Me preguntaba… -Se interrumpió de pronto y empezó a contar a Chee que creían que los fugitivos iban armados con rifles de asalto y, quizá, con un rifle de caza con mira de largo alcance, al menos. Chee percibió cierto abatimiento en el agente especial. El hombre intentaba mostrarse cordial, cosa que sorprendió a Chee y que le hizo avergonzarse un poco de sí mismo.
Sacó el tema a colación cuando iba con Cowboy en su coche patrulla hacia la base montada en Casa Del Eco Mesa.
– Exactamente lo que te había dicho -dijo Cowboy-. Siempre te metes con los federales. Eres hostil. Creo que se debe a tu elemental y justificado complejo de inferioridad. Aunque creo que también hay una pizca de envidia en ello. Tipos sanos y atractivos, peinados con cepillo y secador, sueldos altos, buena jubilación, zapatos lustrosos, protagonistas de muchas películas de Hollywood, helicópteros para ir de un sitio a otro, chalecos antibalas, grandes cuentas corrientes, pensiones de jubilación y… -Cowboy hizo pausa y miró a Chee de soslayo- y además, siempre en contacto con esas abogadas defensoras del pueblo tan guapas que trabajan en el Ministerio de Justicia.
Ése fue el esfuerzo que hizo Cowboy por sacar el tema de Janet Pete. En una ocasión, Chee le había pedido que fuera el padrino, si Janet se empeñaba en una boda al estilo hombre blanco, como la quería su madre, en vez de al estilo navajo, como quería Chee. En realidad, no había llegado a contarle nunca las razones de la ruptura, y tampoco pensaba hacerlo en ese momento.
– ¿Y tú, vaquero? -dijo Chee-. Jamás te han acusado de amor a los federales. Tú fuiste el que me dijo que el insulto más famoso en la academia del FBI es Insufrible Arrogancia 101.
– El insulto famoso es Arrogancia 201. A los aspirantes se les exige una calificación de 101. De todos modos, casi todos son buena gente, sólo que mucho más ricos que nosotros.
Uno de esos agentes los esperaba en la base de la camioneta, sentado en un furgón negro, siguiendo el tráfico por radio y con un libro abierto en el asiento de al lado. Les dijo que el agente especial que se ocupaba de esa parte de la operación había ido al cañón y que tenían que esperar instrucciones.
El técnico de radio señaló la cinta amarilla junto a la que había aparcado.
– No entren en ese recinto -dijo-. Ahí es donde abandonaron el vehículo. No se puede entrar ahí hasta que el equipo del laboratorio criminal termine su trabajo.
– De acuerdo -dijo Cowboy-. Esperaremos aquí.
Se apoyaron en el coche de Cowboy.
– ¿Por qué no le has dicho que fuiste tú quien colocó la cinta? -preguntó Chee.
– No ha sido más que un simple detalle amable -contestó Cowboy-. Deberías intentarlo alguna vez. Los federales responden bien a la amabilidad.
Chee dejó morir la cuestión con un largo silencio, que rompió después con una pregunta.
– ¿Sabes cómo consiguió el FBI identificar a los atracadores? Sé que lo anunciaron en la prensa, lo cual significa que están completamente seguros. Al principio pensé que habían encontrado al infiltrado y le habían hecho hablar. Ese tal Teddy Bai que tenían bajo vigilancia en el hospital, ¿sabes si confesó?
– Lo único que sé es información de cuarta mano -contestó Cowboy-. Creo que los identificó tu antiguo jefe y que les pasó los nombres.
– ¿Mi antiguo jefe?
– Joe Leaphorn -dijo Dashee-. El Lugarteniente Legendario Leaphorn. ¿Quién, si no?
– ¡Maldita sea! -dijo Chee-. ¿Cómo demonios ha podido ocurrir? -se preguntó, aunque se dio cuenta de que, en realidad, aquello no le sorprendía tanto.
– Dicen que el sheriff recibió una llamada de un viejo amigo de Aneth o algo así, un antiguo policía del condado que se llama Potts. El tal Potts dijo que Leaphorn había ido a su casa, le había preguntado por tres hombres y luego la dirección del tal Jorie. Una hora después, más o menos, Leaphorn llama a la policía desde la casa de Jorie y les dice que Jorie se ha suicidado. Eso es todo lo que sé.
– Maldita sea -repitió Chee-. ¿Cómo demonios…?
– ¿Cuánto tiempo estuviste trabajando con él? -preguntó Cowboy-. ¿Tres años, cuatro?
– Me pareció más -dijo Chee.
– Entonces, ya sabes que es muy listo -dijo Cowboy-. Que es bueno investigando.
– Sí -dijo Chee, enfurruñado-. A él, todo le encaja siempre. Todo efecto tiene su causa. Ya te conté lo del mapa, ¿verdad? Lleno de chinchetas de colores que señalaban cosas adversas. A base de clavar chinchetas en el mapa, señalando viajes, confluencias y demás, encontraba una trama lógica. -Chee hizo una pausa porque de repente se le ocurrió una idea-. O la falta de una trama lógica -añadió.
Cowboy lo miró.
– ¿Como qué, por ejemplo?
– Como por ejemplo lo que se me acaba de ocurrir, que hay un detalle que no encaja en todo esto. ¿Recuerdas que me contaste que la camioneta que abandonaron tenía una cabina muy grande, y que encontrasteis huellas de dos personas alrededor? Pero, según testigos, los autores del atraco fueron tres.
– Sí -dijo Cowboy-, y todo eso ¿adonde nos lleva?
– ¿Cómo llegó el tal Jorie a su casa, allá en Utah, desde aquí?
Cowboy se quedó pensando en silencio. Suspiró.
– No lo sé. A lo mejor lo dejaron en su casa antes de pasar por aquí. O quizá se bajó de la camioneta aquí mismo pero tuvo mucho cuidado al pisar.
– ¿Crees que eso es posible?
– La verdad es que no. Soy bastante bueno buscando huellas.
La puerta del furgón de comunicaciones se abrió y el técnico se asomó.
– Ha llamado Cabot -dijo a gritos-, dice que pueden marcharse, pero que vuelvan por la mañana, al amanecer.
Dashee se despidió con un gesto de la mano. El técnico volvió a su lectura y Chee dijo:
– ¿No te recuerda un poco a la gran persecución de 1998?
Dashee dio marcha atrás hasta el sendero y giró en dirección a la serpenteante carretera que los devolvería al asfalto.
– Espera un minuto -dijo Chee-. Sentémonos aquí un momento, así podremos estudiar el terreno y pensar en todo esto.
– ¿Pensar? -dijo Dashee-. Ya no eres lugarteniente en funciones. Tanto pensar te traerá problemas.
Pero Dashee detuvo el coche a un lado y apagó el motor.
Se quedaron sentados. Al cabo de un rato, Dashee dijo:
– ¿En qué estás pensando? Yo, en lo pronto que tendremos que madrugar mañana para estar aquí al amanecer. ¿Y tú?
– Pues que esto empezó como si fuera un golpe muy bien planeado, coordinado con precisión -Chee miró a Dashee y entrelazó los dedos-. Con perfecta precisión -añadió-. ¿Estás de acuerdo?
Dashee asintió.
– El del tejado corta los cables en el momento preciso. Utilizan una camioneta robada con la matrícula cambiada, disparan a los dos competentes guardias de seguridad. Provocan tal confusión que logran alejarse del lugar de los hechos antes de que monten los controles de carretera. Un plan perfecto, ¿no te parece?
– Y ahora, esto. -Chee señaló el paisaje que se extendía ante ellos: las dunas estabilizadas debido a la vegetación, compuesta por té de roca, enebro enano y cardos y, luego, hacia el oeste, la altiplanicie de Casa Del Eco Mesa, que descendía abruptamente sobre un páramo de cañones erosionados.
– ¿Y? -inquirió Dashee.
– ¿Para qué vinieron aquí?
– Dímelo tú -contestó Dashee-, y luego volvemos al río Montezuma, compramos una hogaza de pan y algo de carne en la tienda y nos vamos a comer.
– Bueno, lo primero que se me ocurre es que les entró pánico. Imaginaron que encontrarían controles en la carretera si seguían por el asfalto, dieron media vuelta aquí, se metieron en esta vía muerta y, simplemente, se largaron.
– De acuerdo -dijo Dashee-. Vamos a comer algo.
– Pero no puede ser así porque los tres vivían en las cercanías, y el tal Ironhand es ute, de modo que debe de conocer hasta el último sendero de los alrededores. No tenían ningún motivo para venir aquí.
– De acuerdo -dijo Dashee-; o sea que vinieron aquí a robar la avioneta al viejo Timms y salir de la jurisdicción por el aire. Al FBI le gustaba esa teoría, a mí también. A todo el mundo le gustaba, hasta que llegaste tú y lo jodiste todo.
– Bueno, llámalo razón número dos y márcala como error. La razón número tres, que ahora mismo es la más acertada, es que éste era el lugar que habían escogido para desaparecer bajando por los cañones.
Dashee puso el motor en marcha.
– Extraño lugar para eso, pero pensemos en ello un poco más mientras comemos.
– Apuesto a que este canal conduce al río Gothic, y que luego se puede seguir el cauce hasta el cañón del río San Juan y, después, si se cruza el río, se puede llegar a cualquier parte subiendo por Butler Wash. O bajar unos cuantos kilómetros y girar hacia el sur para subir otra vez por el cañón del Chinle. Hay muchos sitios para esconderse, pero éste es raro, queda muy a desmano para emprender una caminata.
Dashee puso la segunda al bajar por una cuesta abrupta donde el camino se cruzaba con lo que en el mapa figuraba como «carretera sin asfaltar».
– Si tenían pensado esconderse en los cañones, te apuesto lo que quieras a que sabían lo que se traían entre manos -dijo Dashee.
– Eso supongo. Pero queda la cuestión de qué haría Jorie para bajarse de la camioneta aquí y llegar directo a su casa. Es una buena caminata.
– Déjalo -dijo Dashee-. Cuando haya comido algo y dejen de rugirme las tripas te lo explicaré todo.
– Quiero saber cómo se las arregló el lugarteniente Leaphorn para descubrir la identidad de los atracadores -dijo Chee-. Lo averiguaré.