Fiel a su inveterada costumbre, Joe Leaphorn se acostó temprano.
La profesora Louisa Bourebonette volvió tarde de su expedición de recogida de datos sobre la mitología ute. El ruido de la portezuela del coche al cerrarse, bajo su ventana, lo despertó. Se quedó tumbado, escuchando su conversación con Conrad Becenti sobre un esotérico problema de traducción. La oyó entrar, hacer algo en la cocina, abrir y cerrar la puerta de la habitación que había sido el estudio privado de Emma y dormitorio de invitados y, luego, silencio. Analizó sus sentimientos: respecto al hecho de que hubiera otra persona en la casa, de que otra mujer utilizara al espacio de Emma y demás cuestiones colaterales, pero no llegó a ninguna conclusión. Cuando volvió a ser consciente, el sol ya le daba en la cara, la cafetera Mister Coffee emitía los curiosos borboteos que anunciaban el final de su trabajo y ya era de día. Louisa preparaba huevos revueltos en la cocina.
– Sé que te gustan revueltos -le dijo ella- porque así es como los pides siempre.
– Cierto -dijo Leaphorn, pensando que a veces le apetecían revueltos, otras, fritos, y casi nunca escaldados. Sirvió café para los dos y se sentó.
– Ayer fue un día bastante productivo -le dijo ella mientras servía los huevos-. El anciano del asilo de Cortez nos contó una versión de la migración ute de la que ya había oído hablar. ¿Y tú, qué tal?
– Vino a verme Gershwin.
– ¿En serio? ¿Qué quería?
– Sinceramente, he estado pensándolo pero sigo sin saberlo.
– Pero ¿qué dijo que quería? Estoy segura de que no vino a darte las gracias, simplemente.
Leaphorn soltó una risita.
– Me dijo que le habían amenazado por teléfono, que le habían acusado de chivato por avisar a la policía. Me dijo que estaba asustado, y, de hecho, lo parecía. Quería saber cómo iba la busca y captura de los ladrones, y si la policía tenía alguna idea de dónde estaban. Dijo que iba a trasladarse a un motel hasta que se acabara todo.
– Pues es posible que le salga caro -dijo Louisa-. Los autores de los delitos de 1998 todavía andan sueltos por ahí, supongo; y tengo entendido que el FBI ha empezado a desmentir su muerte.
– Sí -dijo Leaphorn.
Tomó el café, untó una tostada de mantequilla, se comió los huevos, ligeramente más hechos de lo que a él le gustaban, y empezó a pensar por qué le preocupaba la visita de Gershwin.
– Algo te ronda la cabeza-dijo Louisa-. ¿Es el crimen?
– Supongo. A mí ya no me concierne, pero hay cosas que no logro entender.
Louisa comió sólo una tostada y se puso a limpiar los quemadores de la cocina.
– Me voy hacia el sur, hacia Flagstaff -dijo-, quiero repasar todas las notas. Voy a coger este antiguo y maravilloso mito que ha estado flotando por ahí libre como el viento durante todas estas generaciones, y lo voy a meter en el ordenador. Luego, cualquier día de éstos, lo rescato del disco duro, lo petrifico en papel y lo pongo a, disposición de cualquier publicación científica que lo desee.
– No pareces muy entusiasmada -dijo Leaphorn-. ¿Por qué no lo dejas flotar un día más y te vienes conmigo?
Louisa, que había pronunciado su discurso mientras enjuagaba la sartén, se dio media vuelta con ella en la mano.
– ¿Adónde? ¿Para qué?
Leaphorn lo pensó. Buena pregunta. ¿Cómo explicarlo?
– Pues, para hacer lo que en algunas ocasiones hago cuando hay algo que no consigo entender. Me voy con el coche a cualquier parte, paseo un rato por ahí o me siento en una piedra a esperar que me invada la inspiración. A veces me funciona, pero otras no.
La expresión de la profesora Bourebonette indicaba que el plan le apetecía.
– Creo que me interesa presenciar esa operación, como socióloga que soy -dijo.
Así pues, dejaron atrás el coche de la profesora y se dirigieron al sur en la camioneta de Leaphorn; tomaron la carretera navaja 12 en dirección sur, con los riscos de arenisca de la altiplanicie Manuelito a la derecha, el gran vacío del valle del río Negro a la izquierda y las nubes iluminadas por el sol de la mañana que iban acumulándose al frente.
– Dijiste que había cosas que no entendías -comentó Louisa-, ¿por ejemplo?
– Llamé a una vieja amiga mía a Cortez, Marci Trujillo. Trabajaba en un banco que tenía tratos con el casino ute. Le dije que me parecía un poco excesivo los más de cuatrocientos mil dólares en que habían calculado el botín del atraco. Ella dijo que le parecía justo, tratándose de un viernes por la noche, con la paga recién cobrada.
– ¡Vaya! -exclamó Louisa-. Y la mayor parte proviene de gente que no puede permitírselo. Creo que los navajos acertasteis al decir que no al juego.
– Eso creo yo también -contestó Leaphorn.
– Además, antiguamente, cuando los utes os robaban los caballos, tenían que venir a buscarlos. En cambio, ahora la gente se acerca al casino y entrega el dinero.
Leaphorn asintió.
– Entonces, le comenté que, probablemente, el botín sería en su mayor parte en billetes pequeños. Habría muy pocos de cien y cincuenta, y casi todos serían de veinte, de diez, de cinco y de un dólar. Ella me dijo que sí, que eso era lo más probable, y entonces le pregunté cuánto pesaría en total.
– ¿Pesar?
– Me dijo que en caso de que la media del botín fueran los billetes de diez, cosa que le parecía bastante acertada, serían cuarenta y cinco mil billetes, que pesarían en total cuarenta y ocho kilos con cuatrocientos sesenta y un gramos.
– No me lo puedo creer -dijo Louisa-, ¿así, mentalmente?
– No. Tuvo que resolver unas operaciones aritméticas. Me contó que las reservas de dinero llegan al banco en sacos contados. Pesan los sacos en balanzas especiales para asegurarse de que a nadie se le pega un billete a los dedos de vez en cuando.
Louisa meneó la cabeza.
– ¡Cuántas cosas ocurren en el mundo real de las que los académicos no nos enteramos! -Se detuvo a pensar-. Por ejemplo, ahora me pregunto qué tiene que ver todo eso con el recelo que te ha producido la visita de Gershwin.
– La señora Trujillo fue directora del banco donde Everett Jorie tenía sus cuentas. Le pregunté si podía decirme algo sobre la situación financiera de Jorie. Me dijo que seguramente no, pero que, como Jorie había muerto y su cuenta había quedado congelada hasta que se presentara un albacea del Estado, a lo mejor podía facilitarme algunos datos. Me dijo que Jorie tenía una cuenta corriente y una cartilla de ahorro, que en la primera tenía «cierto» saldo y en la segunda, «unos cuantos miles de dólares», además de un buen crédito.
– Entonces, ¿por qué demonios…? Aunque él dijo que el dinero era para contribuir a la financiación de su pequeña revolución, ¿verdad? Supongo que eso lo explica todo, menos cómo sabías en qué banco tenía Jorie sus cuentas.
– Había un talonario encima del escritorio -dijo Leaphorn.
– ¡Ah, que casualidad! -exclamó Louisa con una sonrisa-. Y estaba justo allí, a la vista de cualquiera, que es donde todo el mundo guarda el talonario. Qué oportuno, ¿verdad?
– Bueno -dijo Leaphorn con una risita-, a lo mejor tuve que abrir un poco un cajón del escritorio. Pero eso no importa; luego pregunté si Roy Gershwin tenía cuenta con ellos, y me dijo que en esos momentos no, pero que la había tenido. Le negaron un préstamo la primavera pasada, el hombre se enfadó y canceló sus cuentas allí. Luego le pregunté si sabía algo de la solvencia actual de Gershwin; se echó a reír y dijo que en primavera era escasa y que no creía que hubiera mejorado. Le pregunté por qué y me dijo que Gershwin podía perder su mayor arrendamiento de pastos y que tenía un litigio pendiente en el tribunal federal. Entonces llamé al funcionario del tribunal del distrito de Denver y pregunté. El funcionario me llamó después y me dijo que no había caso, que el demandante había muerto.
Silencio. Leaphorn salió de la Navajo 12 girando a la izquierda y entró en la 134 de Nuevo México.
– Ahora cruzamos el desfiladero Washington -dijo-, que se llama así en honor del gobernador del territorio de Nuevo México que pensaba que esta parte del mundo estaba llena de oro, plata y demás, el pionero de la limpieza étnica. Fue quien mandó a Kit Carson, a los hispanos de Nuevo México y a los utes a rodearnos y aniquilarnos… de una vez por todas. El consejo de las tribus consiguió que el gobierno aprobara el cambio de nombre hace unos años, pero todo el mundo sigue llamándolo desfiladero Washington. Supongo que eso demuestra que los navajos no somos rencorosos, sino tolerantes.
– Yo no soy tan tolerante -dijo Louisa-, ya estoy harta de que me hagas esperar para decirme el nombre del demandante fallecido.
– Seguro que ya lo has adivinado.
– ¿Everett Jorie?
– Exacto. Interesante, ¿no?
– Sí. Déjame pensarlo un poco.
Y lo pensó.
– Eso podría ser un móvil de asesinato, ¿no es cierto?
– Y bastante evidente, creo.
– Qué ironía -comentó Louisa-, si es ésa la palabra correcta. Me recuerda a los documentales sobre la vida salvaje que emiten continuamente por televisión. Los leones abaten una cebra y luego, los chacales y los buitres se aprovechan de su esfuerzo. Sólo que, en este caso, se trata del señor Timms, que quiere cometer fraude con la compañía de seguros, y del señor Gershwin, que quiere ganar un juicio.
– No dice mucho en favor de la humanidad -comentó Leaphorn.
Louisa seguía pensando.
– Seguro que conoces personalmente al funcionario del juzgado, ¿no es así? Si yo llamara al juzgado federal del distrito y preguntara por ese funcionario, seguro que me irían pasando de uno a otro un buen rato, me dejarían en espera y, al final, me dirían que no podían darme esa información, o que tenía que presentarme en Denver y preguntar al juez o algo por el estilo. -Louisa hablaba en un tono un tanto resentido-. Son las ventajas de esa eterna, universal, imperecedera red de viejos amigos. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que conocías al funcionario?
– Lo confieso -dijo Leaphorn-. Pero ya sabes, el mundo aquí es muy pequeño, en este país tan despoblado. Y, si has sido policía tanto tiempo como yo, acabas conociendo a casi todo el mundo relacionado con la ley.
– Supongo que sí -dijo Louisa-. Entonces te dijo que lo miraría en un momento y que enseguida te lo diría, ¿no?
– Creo que se trata sólo de pulsar las teclas adecuadas del ordenador y, entonces, aparece: Jorie, Everett. Demandante, con una lista de peticiones debajo del nombre. Algo así. Me dijo, que el tal Jorie tenía un montón de asuntos en el tribunal federal. Y también tenía una demanda contra nuestro señor Timms, relacionada con la supuesta violación de los derechos de arrendamientos colindantes por uso no autorizado de terrenos de la administración territorial como aeropuerto.
– Vaya, vaya. ¡Qué bonito! El portavoz del Ministerio de Defensa lo llamaría daños periféricos.
– Beneficios periféricos, en este caso -puntualizó Leaphorn.
– Son perjuicios colaterales. Pero ¿y la nota de suicidio? -No olvides que no estaba escrita a mano en un papel -dijo Leaphorn-. Estaba escrita en el ordenador, podía haberla redactado cualquiera. En la última gran persecución, uno de los sospechosos apareció muerto y el FBI declaró que había sido un suicidio. Quizás alguien pensó que los federales repetirían la misma teoría.
Louisa se rió.
– ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que el truco sencillo y limpio que el señor Timms ha querido llevar a cabo ha despertado en el lugarteniente retirado Joe Leaphorn la idea de que Gershwin ha podido aprovechar la oportunidad para resolver su caso judicial.
– Pues la verdad es que sí -contestó Leaphorn con una sonrisa.
Cerca de la cima del desfiladero Washington, se salió de la calzada y tomó un sendero de tierra que se adentraba en un pinar. Detuvo el vehículo al borde de un precipicio y señaló hacia el este. A sus pies se extendía un vasto paisaje moteado de sombras de nubes y de rayos del sol del mediodía, ribeteado al norte y al este por las siluetas de los oteros y las montañas. Se quedaron al borde del precipicio, mirando.
– ¡Uf! -exclamó Louisa-. Nunca me canso de esto.
– Es mi hogar -dijo Leaphorn-. Emma solía traerme aquí a contemplar todo esto en la época en que debía considerar si aceptar un trabajo en Washington. -Señaló hacia el noreste-. Cuando era pequeño, vivíamos ahí abajo, a unos dieciséis kilómetros de este punto, entre el área de servicio Two Grey Hills y Toadlena. Mi madre enterró mi cordón umbilical bajo un pino piñonero del monte que había detrás de nuestra cabaña. -Soltó una risita-. Emma conocía la leyenda. Es el vínculo que el niño errante jamás puede romper.
– Todavía la echas de menos, ¿verdad?
– Siempre la echaré de menos -contestó Leaphorn.
Louisa lo rodeó afectuosamente con un brazo.
– Allá en el este -dijo-, ese cúmulo de nubes, ¿puede ser el monte Taylor?
– Sí, y por eso, su otro nombre, o uno de los muchos nombres que tiene, es Madre de las Lluvias. Los vientos del oeste ascienden hasta allí, se encuentran con aire más frío, la niebla se convierte en lluvia y las nubes avanzan soltando la humedad antes de llegar a Albuquerque.
– Tsoodzil, en navajo -dijo Louisa-, Montaña Turquesa, traducido; Montaña Oscura para los indios pueblos de Río Grande, y para vosotros, la Montaña Sagrada del Este.
– Y más al norte, a más de sesenta kilómetros, la Ship Rock, que se yergue como un dedo señalando al cielo, y detrás, aquel bulto azul del horizonte, la nariz del monte Ute Durmiente.
– El lugar del crimen-dijo Louisa.
Leaphorn no contestó. Miraba, ceñudo, al norte. Tomó una gran bocanada de aire y lo soltó.
– ¿Qué? -dijo Louisa-. ¿A qué viene ahora esa cara de preocupación?
Leaphorn meneó la cabeza.
– No estoy seguro -dijo-. Vamos a acercarnos a Two Grey Hills, quiero llamar a Chee, a ver si el departamento ha mandado gente o no a comprobar la mina vieja.
– Siempre me pregunto por qué no tienes teléfono móvil. ¿Es que aquí no hay cobertura?
– Hasta que dejé de ser policía, siempre tenía radio en el coche -dijo Leaphorn-. Desde que dejé de serlo, no tengo nadie a quien llamar.
A Louisa le pareció un comentario triste.
– ¿Qué es eso de la mina? -preguntó, mientras se dirigían al vehículo.
– A lo mejor no te lo he contado -dijo Leaphorn-. Chee estaba buscando una antigua mina de carbón de los mormones, abandonada desde el siglo xix, que podía tener una entrada por el cañón y otra desde la cima del otero, por donde podían extraer el carbón sin tener que trepar con la carga cañón arriba. Pensé que podía haber sido el escondite del padre de Ironhand, lo que explicaría todo eso que te contó la vieja Bashe Lady de que desaparecía del cañón y aparecía en la cima.
– Sí -dijo Louisa-. ¿Y crees que esos dos se esconden ahí ahora?
– Sí -dijo Leaphorn-. No es más que una posibilidad. -Giró hacia la izquierda, dejó la carretera y entró en un sendero de tierra lleno de baches-. El camino es malo -dijo-, pero si no se nos rompe nada, son sólo catorce kilómetros. Por la carretera serían casi treinta.
– Eso significa que te urge hacer esa llamada. ¿Quieres decirme por qué?
– Quiero comprobar si Chee ya ha hablado con el FBI -contestó Leaphorn, y se echó a reír-. Es muy quisquilloso con el departamento, enseguida se ofende. Si ya se lo ha comunicado, quiero saber si le han hecho caso.
Louisa esperó, lo miró fijamente y se agarró al pasar por una zona de baches e iniciar una bajada.
– Eso no tiene nada que ver con esa repentina preocupación.
– Es que acabo de acordarme de lo mucho que se interesó Gershwin por la localización exacta de la mina.
Louisa lo pensó.
– Parece razonable. Si alguien te amenaza, querrás saber por dónde anda.
– En efecto -dijo Leaphorn-. Seguramente no hay motivo alguno de preocupación.
Pero no aminoró la marcha.