Jim Chee tomó un camino lateral en la parte alta de Ship Rock y aparcó en un lugar desde el cual se veían la comisaría de la policía tribal navaja del distrito, junto a la carretera general 666, y la caravana donde vivía, bajo los álamos de Virginia, a la orilla del río San Juan. Salió, enfocó los prismáticos y miró a ambos lados.
Tal como temía, el aparcamiento de la policía tribal navaja estaba atestado de vehículos, los blancos y negros de la policía estatal de Nuevo México, algunas patrullas de los sheriffs de los condados navajo y apache, y tres brillantes Ford negros que todo el mundo, policías y ladrones por igual, identificaba perfectamente: los vehículos camuflados del FBI. Tal como se lo esperaba, por lo que había oído en las noticias. Había corrido la voz de que el L-17 robado había sido hallado en un cobertizo cerca de Red Mesa. Así pues, se había evaporado la ferviente esperanza de todos los policías de Four Corners de que los bandidos del casino ute hubieran huido y fueran ya problema de otra jurisdicción lejana. Eso significaba que se anularían los permisos y que todo el mundo trabajaría horas extraordinarias, incluido el sargento Jim Chee, a menos que lograra pasar desapercibido.
Luego enfocó hacia su casa. No había vehículos aparcados entre los álamos virginianos que daban sombra a su caravana, de modo que quizá no hubiera nadie esperándole para ordenarle que se reincorporase al trabajo. Todavía le quedaban unos días de vacaciones. Había dedicado la mañana al largo viaje hasta la vertiente occidental de la cadena montañosa Chuska, al altiplano donde Hosteen Frank Sam Nakai había pasado siempre los veranos cuidando de sus ovejas, y donde los pasaba también ahora, mientras se acercaba lentamente hacia la muerte, aquejado de un cáncer de pulmón. Pero Nakai no estaba allí, ni tampoco su esposa, Blue Woman, ni su camioneta.
Se sintió defraudado. Quería contarle a Nakai que no se había equivocado respecto a Janet Pete, que el matrimonio con una abogada tan guapa, chic, sobresaliente, fina y de tanta vida social jamás funcionaría. O bien ella renunciaba a sus ambiciones y se quedaba con él en Dinetah sintiéndose desgraciada, o él daba el amargo y largo paso de abandonar la tierra que se extendía entre las Montañas Sagradas para buscar un éxito que también lo haría un ser desgraciado. De esa forma indirecta, Nakai había tratado de hacérselo comprender, y deseaba comunicarle que por fin se había dado cuenta. Se quedó por allí un rato, pensando que Nakai no tardaría en volver. Aunque estuviera pasando por un paréntesis de mejoría en su proceso canceroso, no tenía fuerza suficiente como para emprender viajes largos. Y, por descontado, tampoco estaba en condiciones de dirigir las ceremonias de curación propias de sus funciones de yataalii.
Cuando el sol empezó a esconderse tras las nubes de tormenta que cubrían Black Mesa, en el horizonte occidental, Chee se dio por vencido y se dirigió a casa. Lo intentaría otra vez al día siguiente, siempre y cuando el capitán Largo no lo localizara, en cuyo caso, pasaría lo que le quedaba de permiso recorriendo los cañones, sirviendo de cebo vivo para tres tipos armados con rifles automáticos y con el deseo manifiesto de disparar contra los policías.
Entonces, guardó los prismáticos en la funda, bajó la cuesta y aparcó la furgoneta al abrigo de un matorral de enebro que crecía detrás de la caravana. En el mosquitero de la puerta habían dejado una nota prendida con un sujetapapeles doblado.
«Jim: el capitán dice que te presentes inmediatamente».
Chee volvió a fijarla en la puerta y entró. La luz del contestador automático parpadeaba. Se sentó, se quitó las botas y apretó el botón del contestador.
Era la voz de Cowboy Dashee:
«Oye, Jim. Le conté al sheriff lo del hallazgo del aeroplano del viejo Timms. Él llamó a los federales y me hicieron ponerme a mí al teléfono también (risas de Cowboy). El agente que me interrogó no quería creer que era el mismo aparato, y no me extraña, yo tampoco quería creerlo. De todos modos, mandaron agentes allí para comprobar si nosotros, los indígenas, somos capaces de distinguir un L-17 de un zepelín. Ahora están organizando el mismo circo que en el noventa y ocho para perseguir a los fugitivos. Si no quieres perder lo que te queda de vacaciones, te recomiendo que no aparezcas por la comisaría».
El siguiente mensaje era breve.
«Capitán Largo al habla. Mueve el culo y preséntate aquí inmediatamente. Los federales han encontrado el puñetero avión y tenemos que volver a hacer de sabuesos en su cacería».
Largo, que casi siempre parecía un cascarrabias, lo parecía más aún en el mensaje.
La tercera llamada era de su agente de seguros y le decía que tenía que añadir a su póliza una cláusula de automovilistas no asegurados. La cuarta y última llamada era de la agente Bernadette Manuelito.
«Jim, he hablado con Cowboy, me ha contado lo que hicisteis y quiero darte las gracias. He pasado la mañana en el hospital de Farmington y he visto a Hosteen Nakai allí. Está muy enfermo y me dijo que necesitaba verte. Voy a pasar por tu casa. Son las… casi las seis. Estaré allí sobre las seis y media».
Chee se quedó un momento pensando en lo que había dicho Bernie. Después borró los mensajes uno, tres y cuatro y dejó el de Largo (por si fuera necesario que el capitán pensase que no lo había oído). ¿Por qué estaría Nakai en el hospital? Era difícil de imaginar. Se estaba muriendo de cáncer de pulmón, pero por nada del mundo querría morir en un hospital. Nakai era ultratradicionalista, un yataalii famoso, un chamán que cantaba el Camino de la bendición, el Cántico de la cima de la montaña, el Cántico de la noche y demás cantos rituales de curación. Como hermano mayor de su madre, era el «padrecito» de Chee, quien le había revelado su «nombre secreto de guerra», su mentor, su tutor y también el maestro que había intentado enseñarle los cánticos curativos. Hosteen Nakai no soportaría estar en un hospital; para él, sería intolerable morir en semejante encierro. ¿Cómo había podido suceder? Blue Woman era una mujer de gran inteligencia y fortaleza. ¿Cómo habría consentido que se llevaran a su marido de su hogar en las montañas Chuska?
Buscaba la respuesta a esas preguntas cuando oyó el chirriar de unas ruedas en la grava; miró por el mosquitero de la puerta y vio la camioneta de Bernie que se detenía. Quizás ella lo supiera.
Pero no fue así.
– Lo vi por pura casualidad -dijo Bernie-. Estaba esperando el ascensor, cuando llegó una camilla con un anciano; se parecía tanto a tu tío que le pregunté si era Hosteen Nakai, y asintió; entonces le dije que trabajaba contigo y él me agarró del brazo y me pidió que te dijera que fueras a verle. Yo le dije que lo haría, y entonces añadió que te dijera que fueras inmediatamente. Después llegó el ascensor y lo metieron allí. -Bernie meneó la cabeza con expresión triste-. Tenía muy mal aspecto.
– ¿Y no dijo nada más? ¿Sólo que fuera inmediatamente?
Bernie asintió.
– Volví a la enfermería a preguntar y la enfermera me dijo que lo habían llevado a cuidados intensivos, que tenía cáncer de pulmón.
– Sí -dijo Chee-. ¿Te contó por qué lo habían llevado allí?
– Dijo que había llegado en ambulancia. Supongo que lo pediría su mujer. -Hizo una pausa y fijó los ojos en Chee; se miró las manos y volvió la vista hacia Chee-. La enfermera dijo que estaba terminal. Llevaba un gotero en el brazo y una botella de oxígeno.
– Hace mucho tiempo que está terminal -dijo Chee-. Cáncer, otra víctima del maldito tabaco. La última vez que lo vi, decían que sólo le quedaban unas semanas de vida… -Se paró a pensar, hacía meses ya. Demasiado tiempo. Se avergonzó… por faltar a la regla fundamental de la cultura navaja anteponiendo los intereses personales a las necesidades de la familia. Bernie lo miraba esperando que terminara la frase. Su aspecto era ligeramente descuidado, como siempre, y su expresión, algo tímida y preocupada; llevaba unos pantalones vaqueros tiesos, tan nuevos eran, que le quedaban un poco grandes, y una camisa de las mismas características. Una muchacha bonita y agradable, pensó Chee, y, sin darse cuenta, la comparó con Janet. Comparar a una mujer bonita con una belleza, una monada con alguien con clase, una mujer de campo con una de la alta sociedad… Suspiró-. Pero fue hace mucho -concluyó, y miró el reloj-. Tienen horario de visitas también por la tarde -dijo, al tiempo que se levantaba-, a lo mejor llego a tiempo.
– Quería decirte que estuve hablando con Cowboy Dashee -dijo Bernie-, y me contó lo que habíais hecho.
– ¿Hecho? ¿Te refieres al avión?
– Sí -contestó algo apocada-. Creo que hiciste un buen trabajo, has sido muy amable por tomarte tantas molestias.
– ¡Ah! -exclamó Chee-. En realidad, fue un golpe de suerte.
– Creo que ése era el motivo principal de que Teddy estuviera bajo vigilancia, porque él sabe pilotar y conocía al propietario del avión. Ahora te debo un gran favor. En realidad, no quería pedirte un esfuerzo tan grande, sólo pretendía que me aconsejaras.
– Iba a preguntarte por qué estabas en el hospital, pero supongo que fuiste a ver a Teddy Bai.
– Se ha recuperado bastante -dijo-; ya lo han sacado de cuidados intensivos.
– No sabía que Bai conociera a Eldon Timms -dijo Chee-. ¿Tú lo sabías?
– Me lo dijo Janet Pete -contestó Bernie-. También estaba en el hospital. Representará a Teddy.
– ¡Ah! -dijo Chee.
Claro. Janet ejercía de abogado en la oficina del defensor público del tribunal federal. Bai era navajo, y también Janet, por el apellido y la sangre de su padre, aunque no por su condición. Lógicamente, le habían asignado el caso de Bai.
Bernie no dejaba de observarlo.
– Me preguntó por ti.
– ¿De veras?
– Le dije que estabas de vacaciones y que acababas de volver de pescar en Alaska.
– Ah, ¿y qué dijo ella?
– Sólo se rió, y luego dijo que le habían contado que tenías algo que ver con la aparición del avión, y que seguro que lo habías encontrado en tu tiempo libre. Yo todavía no había hablado con Cowboy y no lo sabía, así que le contesté que, de todos modos, no te habías reincorporado aún al trabajo. Ella volvió a reírse y dijo que dejar en evidencia al FBI se estaba convirtiendo en una especie de pasatiempo para ti.
– No es así -dijo Chee, al tiempo que recogía el sombrero-. En el departamento hay mucha gente competente. Lo que pasa es que permiten que el FBI se dé mucha importancia. Son los políticos los que ascienden, así que son ellos quienes ponen las normas y quienes lo dirigen todo, en lugar de los verdaderos cerebros. Por eso ocurren tantas estupideces.
– Como cuando evacuaron Bluff, en aquella gran persecución del noventa y ocho -dijo Bernie.
Chee le abrió la puerta.
Bernie se quedó inmóvil un instante, mirándolo, sin prisa por marcharse.
– ¿Quieres acompañarme? -preguntó Chee-. ¿Quieres venir a ver a Hosteen Nakai conmigo?
La expresión de Bernie decía que sí.
– ¿Seré útil?
– Es posible. De todos modos, serás buena compañía y, además, podrías ponerme al día de todo lo que me he perdido por aquí.
Pero Bernie no fue buena compañía. En cuanto se subió a la camioneta y cerró la portezuela, Chee preguntó:
– Dijiste que habías visto a Janet en el hospital y que te había preguntado por mí. ¿Qué más te dijo?
Bernie lo miró un momento.
– ¿De ti?
– Sí -dijo Chee, pensando que ojalá no hubiera preguntado nada.
Bernie reflexionó un instante sobre lo que Janet Pete le había dicho de él o sobre lo que pensaba contarle.
– Pues lo que te expliqué antes, que te gustaba dejar en ridículo al FBI -dijo.
Después, hablaron muy poco durante los cincuenta kilómetros de trayecto hasta el hospital.
Cuando entraron en el aparcamiento, el horario de visitas ya casi había terminado y la mayor parte del tráfico era de salida.
– Me he fijado en las caras -dijo Bernie-, en las que traen buenas noticias y en las que no. Hay pocas alegres.
– Sí -dijo Chee, pensando en cómo pedir disculpas a Hosteen Nakai por no haber cuidado de él, buscando las palabras adecuadas.
– Los hospitales siempre son tristes -comentó Bernie-, excepto las salas de maternidad.
Bastó una sola mirada a la enfermera encargada del mostrador de la sección de cuidados intensivos para corroborar el comentario de Bernie. La enfermera, que hablaba por teléfono, era una mujer canosa, de mediana edad, con un rostro y una voz que reflejaban pesar.
– ¿Dijo cuándo? De acuerdo. -Miró a Chee y a Bernie, les hizo una seña de «un momento, por favor» y prosiguió-: Cuando vuelva, dile que el pequeño Morris ha muerto. -Colgó, torció el gesto y luego les hizo la pregunta de rigor.
– Hemos venido a ver al señor Frank Sam Nakai -contestó Chee.
– Es posible que no esté despierto -dijo ella, y miró el reloj-. El horario de visita termina a las ocho, tendrán que darse prisa.
– Me mandó un mensaje -dijo Chee-, me pidió que viniera inmediatamente.
– En tal caso, acompáñenme -dijo, y los condujo por el corredor.
No era fácil saber si Nakai estaba dormido o despierto, o si estaba vivo, siquiera. Tenía gran parte de la cara tapada con una mascarilla de oxígeno y yacía completamente inmóvil.
– Creo que está dormido -dijo Bernie, y, justo en ese momento, Nakai abrió los ojos, volvió el rostro hacia ellos y se quitó la mascarilla.
– Gran Pensador ha vuelto -dijo en navajo, con una voz tan débil que apenas era audible.
– Sí, padrecito -contestó Chee-, aquí estoy. Debería haber venido hace mucho.
Un tubo fino y translúcido conectaba a Hosteen Nakai a una bolsa de plástico que colgaba de un soporte junto a la cama. Nakai siguió el tubo con los dedos por encima de la sábana hasta su brazo. No era el brazo musculoso que Chee recordaba, sino poco más que el hueso recubierto por piel reseca.
– Pronto me iré -dijo Nakai. Hablaba en navajo, con los ojos cerrados, escogiendo lentamente las palabras-. El soplo interior me abandonará y yo lo seguiré a otro lugar. -Se palpó el antebrazo con un dedo-. Y entonces, aquí no quedarán más que estos huesos viejos. Pero antes, tengo que decirte una cosa. He dejado una tarea sin terminar, debo darte la última lección.
– ¿Lección? -preguntó Chee, y al instante entendió lo que Nakai quería decirle. Años atrás, cuando Chee todavía creía que podía ser policía navajo y yataalii al mismo tiempo, Nakai le había enseñado a celebrar la ceremonia del Camino de la Noche. Chee aprendió de memoria los hechos del pueblo sagrado relacionados con los mitos y la forma de reproducirlos en dibujos en la arena. Entonó los cánticos que relataban la historia, aprendió la fórmula del vomitivo adecuado, el trato con el paciente y todo lo necesario para producir la magia que exige el pueblo sagrado para poner fin a la enfermedad y devolver la armonía de la vida natural. Lo aprendió todo, excepto la última lección.
Así lo dictaba la tradición de los chamanes navajos. El maestro se reservaba el último secreto hasta estar seguro de que el aprendiz estaba preparado para recibirla. Para Chee, aquel momento no había llegado. En una ocasión, se había ido a Virginia a estudiar en la academia del FBI, en otra, había volado a Los Ángeles para trabajar en un caso; más tarde, fue a la casa de invierno de Nakai a recibir sus enseñanzas, pero éste le dijo que no era ni la estación ni el momento adecuados. Finalmente, Chee llegó a la conclusión de que Nakai había comprendido que jamás estaría preparado para cantar el Camino de la Noche. Aquello le dolió; imaginaba que a Nakai no le parecía bien la asimilación del estilo de vida del hombre blanco ni sus planes de casarse con Janet Pete: el hecho de que el padre de ella fuera navajo no la preparaba para los sacrificios que requería ser la esposa de un chamán. Fueran cuales fuesen los motivos, Chee respetó la sabiduría de Nakai. Tendría que olvidar el sueño de la infancia, pues no le sería confiado el poder de sanar. Ya lo había aceptado.
Y, ahora, ¿había cambiado Nakai de opinión? ¿Qué podía decir?
– ¿Aquí? -preguntó, señalando las blancas y asépticas paredes-. ¿Puede hacerlo aquí?
– Es un mal sitio -dijo Nakai-. Aquí ha muerto mucha gente y hay muchos enfermos y personas desgraciadas. Los oigo llorar en los pasillos. Los chindi de los muertos están atrapados entre estos muros, también los oigo. Los oigo hasta cuando me dan la medicina para dormir. Lo que tengo que enseñarte tendría que hacerse en un lugar sagrado, lejos del mal, pero no tenemos otra opción.
Se colocó la mascarilla, inhaló oxígeno y se la volvió a quitar.
– Los bilagaana no entienden la muerte -dijo-. Es el otro lado del círculo, no es algo contra lo que haya que luchar ni debatirse. ¿Has observado que la gente muere al final de la noche, cuando las estrellas todavía brillan en el oeste y se percibe ya la luz del Muchacho de la Aurora en las montañas del este? Es para que la energía sagrada que llevamos dentro bendiga el nuevo día. Siempre creí que moriría así, en verano, en nuestro campamento de Chuska, bajo las estrellas, y que liberaría mi energía interior. Y no que moriría atrapado en…
La voz de Nakai se iba debilitando tanto que Chee no pudo entender las últimas palabras, hasta que se calló.
– Jim -dijo Bernie, tocándole el codo-, si vais a celebrar aquí una ceremonia, ¿no sería mejor que me marchase?
– Creo que sí -dijo Chee-, pero en realidad no lo sé.
Permanecieron allí, mirando a Nakai, que había cerrado los ojos.
Chee le colocó la mascarilla de oxígeno otra vez y Bernie volvió a tocarle el codo.
– No soporta este lugar -dijo Bernie-, saquémoslo de aquí.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Chee-. ¿Cómo?
– Le decimos a la enfermera que nos lo llevamos a casa.
– ¿Y todo esto? -preguntó Chee, refiriéndose a la mascarilla de oxígeno, los goteros y los tubos que lo mantenían con vida y los cables conectados a los ordenadores que medían su energía sagrada y lo reducían a señales electrónicas que cruzaban velozmente las pantallas de los monitores-. Se morirá.
– Claro que se morirá -dijo Bernie con impaciencia-, ya nos lo ha dicho la enfermera. Se está muriendo en estos momentos, es lo que él intentaba decirte, pero no quiere morir aquí.
– Tienes razón -dijo Chee-. Pero ¿cómo…?
Bernie ya salía de la habitación.
– Primero llamaré al servicio de ambulancias -dijo- y, mientras llegan, empezaré con el papeleo para sacarlo de aquí.
No era tan sencillo como Bernie lo había planteado. La enfermera lo comprendía, pero tenían que responder a varias preguntas, por ejemplo, dónde estaba la esposa de Nakai, cuyo nombre, aunque no la firma, figuraba en los impresos de admisión, y con qué autoridad pretendían desconectar al señor Nakai de los sistemas de mantenimiento de las constantes vitales y sacarlo del hospital. El doctor que había ordenado la hospitalización se había marchado a Albuquerque. Por lo tanto, la responsabilidad recaía en otro doctor, que en esos momentos estaba ocupado en la sala de urgencias del piso inferior, cosiendo unos navajazos. El doctor se presentó treinta minutos y dos avisos más tarde; era joven y estaba cansado.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó, y la enfermera le puso al corriente de una forma poco convincente. Entre tanto, el enfermero de la ambulancia salió del ascensor, reconoció a Chee, porque habían coincidido en algunos accidentes de tráfico, y le pidió instrucciones.
– No puedo hacerlo -dijo el doctor-. El paciente se encuentra con soporte de constantes vitales, necesitamos autorización del familiar más próximo y, de no haberlo, sólo puede darle el alta el médico que ordenó la hospitalización.
– En realidad, la cuestión no es ésa -dijo Chee-. Queremos llevarnos a Hosteen Nakai a su casa esta noche para que esté con su mujer. La cuestión es si usted puede ayudarnos a hacerlo reduciendo en lo posible las trabas.
La intervención de Chee se tradujo en un silencio helado pero breve, seguido por su firma en un impreso de alta contra consejo del médico y una declaración de responsabilidad financiera. Así, Hosteen Frank Sam Nakai quedó de nuevo en libertad.
Chee se subió a la parte trasera de la ambulancia con Nakai y el ayudante técnico sanitario de urgencias.
– Supongo que ya sabe que han cogido a uno de los bandidos del casino -comentó el enfermero-. Lo dijeron en las noticias de las seis.
– No -dijo Chee-. ¿Cómo fue?
– El tipo se pegó un tiro -dijo el enfermero-. Era aquel que tenía un programa en la radio, una especie de derechista. Según las noticias, criaba ganado al sur de Aneth; estaba casado con una mujer navaja y utilizaba la adjudicación de pastos de ella.
– ¿Se pegó un tiro? ¿Y de eso qué han dicho?
– Poca cosa. Fue en su propia casa. Supongo que lo habrían acorralado y prefirió que no lo detuvieran. Se llamaba Everett Jorie. Y ahora ya saben quiénes fueron los otros dos. Dicen que los dos son de por aquí, de Utah, y que pertenecen a no sé qué grupo de militantes.
– Jorie -dijo Chee-; nunca había oído ese nombre.
– Tenía un programa en la radio, ya sabe, allí llamaban los idiotas para quejarse del gobierno.
– De acuerdo, ya sé quién es.
– Además, ya han identificado a los otros dos. Un tal George Ironhand y otro tal Buddy Baker. Creo que Ironhand es ute. De todos modos, dijeron que había trabajado en el casino ute.
– ¿Y cómo los identificaron?
– En la tele dijeron que los había identificado el FBI, pero no contaron cómo.
– ¡Demonios! -dijo Chee-. Tenía esperanzas de que los encontraran en Los Ángeles, en Tulsa, en Miami o en cualquier otra parte, pero lejos de aquí.
El enfermero de la ambulancia se rió.
– No tiene ganas de andar peinando los cañones otra vez, ¿eh? Yo tampoco las tendría.
Chee no hizo ningún comentario.
Entonces, Hosteen Nakai suspiró y dijo:
– Ironhand. -Y volvió a suspirar.
Chee se inclinó hacia él y dijo:
– Pádrecito, ¿se encuentra bien?
– Ironhand -repitió Nakai-. Ten cuidado con él. Era un brujo.
– ¿Un brujo? ¿Qué hizo?
Pero Hosteen Nakai volvió a quedarse dormido.