El control, tal como se lo había indicado Leaphorn, estaba en la Utah 163, a medio camino entre el río Recapture y el puente del Montezuma. Un lugar muy apropiado para montarlo, pensó Chee, porque si un fugitivo lo avistaba, no tendría desvíos laterales por donde retroceder. Al sur sólo había los matorrales del río San Juan y al norte, los escarpados precipicios de piedra de McCracken Mesa. Lo que no era sensato era enviar a Bernie a un servicio tan peligroso. Era una locura. Lo más seguro era que Bernie sólo estuviera de refuerzo, pero aun así, sería un puesto de tres unidades, en el mejor de los casos. Y podía producirse un enfrentamiento con unos hombres que ya habían demostrado su predisposición a matar y su capacidad para hacerlo. En el casino habían utilizado un rifle automático y corría el rumor de que tenían miras telescópicas de visión nocturna, que se habían echado de menos en la armería de la guardia nacional de Utah.
Chee se imaginó una escena cruenta y cubrió los doce primeros kilómetros del trayecto a una velocidad muy superior a la permitida. Pero, de repente, aminoró. Un pensamiento tardío se abrió paso a través de su furia. ¿Qué iba a decir cuando llegara allí? ¿Qué le diría al agente al mando? Seguramente sería un policía estatal de Utah o un ayudante del condado de San Juan. Se imaginó la conversación. Se presentaría como agente de la policía tribal navaja de Shiprock, hablaría del tiempo quizás, y de la persecución un par de minutos, y después, ¿qué? Querrían saber qué había ido a hacer allí, y él les diría que creía que Bernie no estaba preparada para controles de carretera.
Cuesta abajo, los faros de Chee iluminaron un cartel que rezaba: reduzca.
Y ellos ¿qué le dirían? Chee levantó el pie del acelerador, dejó que el coche rodara y se imaginó a un policía de Utah mirándole con una sonrisa burlona y diciéndole: «¿Es su novia? Tranquilo, no se preocúpe, la cuidaremos perfectamente», y a un ayudante de sheriff detrás, riéndose. Entonces, se le ocurrió una idea mucho peor aún. El paso siguiente; le dirían a Bernie que tenía que quedarse en el coche, correr y ocultarse en cuanto fueran a detener a un coche. Bernie reaccionaría con ira y resentimiento; y con razón.
El coche iba despacio. Chee se subió al bordillo, dio marcha atrás, giró para continuar y se colocó de nuevo en dirección a Bluff para meditar un poco más la idea de salvar a la agente Bernadette Manuelito.
Pero el pensamiento fue interrumpido por el sonido de una sirena y el destello de la luz de advertencia de un coche de la policía estatal de Utah reflejada en el espejo retrovisor. Chee lanzó un gruñido navajo equivalente a un taco, se golpeó en la cabeza con la mano y se arrimó de nuevo al bordillo. Naturalmente, había hecho justo lo que hay que hacer para provocar una persecución de cualquier control de carretera, desde Argentina hasta Zanzíbar. Puso el freno de mano, sacó sus papeles de la policía tribal navaja, encendió la luz interior del coche e hizo cuanto se le ocurrió por facilitar la labor al agente que se acercara hasta su ventanilla.
Por una vez, acertó. Era un agente de la policía estatal de Utah.
Enfocó a Chee con la linterna, miró los papeles que le enseñaba y dijo:
– Salga del coche, por favor.
Y retrocedió.
Chee abrió la portezuela y salió.
– De cara al coche, por favor, con las manos en el techo.
Chee obedeció y se alegró de haber dejado el cinturón y la cartuchera en la cama del motel; el agente lo cacheó.
– Está bien -dijo el agente estatal.
Entonces oyó otra voz, la de Bernie, que decía:
– Es el sargento Chee. Jim, ¿qué haces aquí?
Y Chee, apoyado todavía en el coche y apretando los dientes, se preguntó si las cosas podían empeorar aún más.