Jim Chee se despatarró en el asiento trasero de la unidad 11 con el pie en alto sobre un cojín; tenía el tobillo dolorido y se acordó de lo que le había dicho el médico respecto a apoyar el pie del esguince antes de que se curase. Por lo demás, no le dolía nada, estaba tranquilo y satisfecho. Era cierto que George Ironhand seguía libre por los cañones, herido o no, pero eso no le concernía.
Se relajó y se quedó escuchando el ruido de los limpiaparabrisas, que combatían el chaparrón con su movimiento continuo; de vez en cuando, prestaba atención a la conversación de el Lugarteniente Legendario y la agente Manuelito (Leaphorn la llamaba Bernie) y repasaba los acontecimientos de la tensa y agotadora jornada.
Los refuerzos habían llegado un poco antes de que se pusiera el sol. Primero se presentaron dos grandes helicópteros del FBI, que se quedaron en suspenso unos momentos hasta encontrar un lugar apropiado donde aterrizar entre los montículos de té de roca; entonces, los agentes especiales salieron como un enjambre, como guerreros enfundados en sus trajes oficiales antibalas, apuntando a Leaphorn con sus armas automáticas, molestos porque el lugarteniente no les hacía el menor caso. Después, las explicaciones sobre lo que había ocurrido allí, las aclaraciones sobre Gershwin con el agente especial al mando, que quería preguntarlo todo, que buscaba respuestas para apoyar la tesis del departamento respecto a Everett Jorie, como suicida y líder del grupo, y que se quedó estupefacto cuando se enteró de que el tipo que le estaba enmendando la plana no era más que un simple civil.
Chee sonreía al recordarlo. Leaphorn había interrumpido los argumentos del agente especial al mando insinuándole que pusiera fin a sus dudas mandando a unos cuantos hombres a la camioneta de Gershwin a que abrieran unos cuantos bultos, en los que encontrarían, dijo Leaphorn con total seguridad, unos cuarenta y ocho kilos con cuatrocientos sesenta y un gramos, aproximadamente, en billetes de banco, robados en el casino. Así lo hizo el agente especial al mando y así sucedió; parte del dinero estaba ordenadamente guardado en paquetes y repartido en ocho bolsas de basura de color blanco, de la marca Earth-Smart, apiladas debajo del equipaje de Gershwin; los billetes grandes se encontraban dispuestos en capas en las maletas, con la ropa. Entre tanto, llegaron las tropas de tierra: dos coches del sheriff, uno de la policía estatal de Utah y una unidad de las fuerzas del orden de la BIA con una mezcolanza de agentes, entre los que se encontraban los rastreadores de la patrulla de fronteras con sus perros. Los rastreadores miraron con inquietud los cúmulos de nubes, con las cimas encendidas por el sol poniente y las barrigas negras y preñadas de electricidad, que prometían una lluvia esperada desde hacía días. Los rastreadores no escondían su preferencia por la luz del día y el terreno seco. Por fin, las explicaciones se terminaron, llegó una ambulancia para llevarse a los dos muertos tras una intensa sesión de fotografía, y ahí estaba Chee, seco, cómodo, de camino a casa y asistiendo con interés a la revelación del lado humano del Lugarteniente Legendario.
– Hace poco que la conozco -decía Bernie-, pero me parece encantadora.
– Es una persona interesante -dijo Leaphorn-, una auténtica amiga, creo. -Soltó una risita-. Al menos, me escucha atentamente cuando le hablo. Cosa que se agradece, sobre todo cuando uno enviuda ya anciano y no se acostumbra a vivir solo.
«Y justo por eso -pensaba Chee- Leaphorn habla así». Siempre le había parecido taciturno, difícil de abordar, un hombre silencioso. Pero, claro, Bernie era Bernie; a él también le gustaba hablar con ella. O, pensándolo bien, le gustaba hablar y que Bernie le escuchara. Volvió a recordar retazos de conversaciones con Janet Pete. Sin problemas por ese lado. Luego llegó otro recuerdo y otra comparación. Bernie poniéndole hielo en el tobillo inflamado, inclinándose sobre él, rozándole la cara con su suave cabello. Janet besándolo; el pelo de Janet olía a perfume de flores, el de Bernie, a enebro y a viento.
– Pues a mí no me parece viejo -decía Bernie-. No es mayor que mi padre, y mi padre todavía es joven.
– No es sólo la edad -contestó Leaphorn-. Emma y yo estuvimos casados más años de los que tú has vivido. Fue una amor a primera vista, cuando estudiábamos en el estado de Arizona. Y cuando murió… -No terminó la frase.
Dejó de llover. Bernie paró el limpiaparabrisas.
– Seguro que a ella no le habría parecido bien que viviera solo, como un ermitaño. Seguro que quería que se casara de nuevo.
«¡Vaya! -pensó Chee-. Hace falta valor. A ver cómo reacciona ahora el lugarteniente Leaphorn».
Leaphorn se rió.
– Exactamente, así lo quería; pero no con la profesora Bourebonette. En el hospital, antes de la intervención, me dijo que si las cosas salían mal, me acordara de la tradición de los navajos.
– ¿Casarse con su hermana? -preguntó Bernie-. ¿Tiene una cuñada soltera?
– Sí -dijo Leaphorn-. Los consejos de Emma casi siempre eran buenos, pero a su hermana, la idea le hacía tan poca gracia como a mí.
– Estoy segura de que a su mujer le habría parecido bien la profesora Bourebonette -dijo Bernie-, quiero decir, para casarse con ella.
Si Chee no hubiera estado presente cuando Bernie se negó a entregar el arma de mano a Leaphorn unas horas antes, no habría podido creer lo que oía. Esperó en silencio, hasta que Leaphorn dijo:
– ¿Sabes, Bernie? Ahora que lo dices, yo también lo creo.
«¡Qué mujer, esta agente Bernadette Manuelito!». Chee se acordó de la inquietud que le había producido, inconscientemente, la visita de Bernie a su caravana, el día en que fue a pedirle ayuda para su amigo herido. Eran celos, claro, aunque en aquel momento no quisiera reconocerlo. Y entonces, volvió a sentir lo mismo.
– Bernie -dijo Chee-. ¿Qué tal se encuentra Teddy Bai?
– Mucho mejor -dijo Bernie.
– ¿Has hablado con él?
– Rosemary habló con él -replicó-. Me dijo que se está recuperando tan deprisa que no tendrán que retrasar la boda.
– Bien, bien -dijo Chee-. ¡Vaya, qué gran noticia! -añadió, de todo corazón.