Capítulo 9

El mapa que Potts dibujó a Leaphorn en una hoja de cuaderno lo llevó al otro lado del San Juan, por el asfalto de la carretera general 35 hasta la explotación petrolífera de Aneth y, desde allí, a un camino de tierra que subía por las cuestas de Casa Del Eco Mesa. Dejó atrás los edificios de piedra sin ventanas ni tejado que Potts le había descrito como los restos del frustrado esfuerzo de Jorie por abrir allí un área de servicio. Tres kilómetros más de baches y polvo lo acercaron al canal que Potts había llamado río Desert. Se detuvo allí, esperó un momento a que el polvo se asentara y echó un vistazo colina abajo. Vio la línea serpenteante de álamos de Virginia de color verde claro, de olivos rusos de un gris verdoso y de maleza plateada de chamiza que señalaban el curso del riachuelo, el tejado rojo de una casa, un corral de caballos, rediles de ovejas, un montón de balas de heno cubierto con un plástico grande y un molino de viento junto al tanque redondo de metal galvanizado donde se almacenaba el agua. A lo largo del camino zigzagueaba la línea telefónica, que se combaba entre la gran distancia que separaba un poste del siguiente.

Se le iluminó la memoria. Ya había estado allí. En ese momento se acordó de por qué le sonaba el nombre de Jorie. Había ido a ese rancho, hacía por lo menos veinte años, porque un ranchero se había quejado de que Jorie le disparaba cuando pasaba con su avioneta. Jorie había reaccionado con amabilidad. Dijo que sólo disparaba a los cuervos y que le agradecería que le dijera al tipo ese que si volaba tan bajo por encima de su rancho, molestaba al ganado. Y, por lo visto, ahí quedó todo; una de tantas tareas que tenían que desempeñar los policías rurales: resolver pequeñas desavenencias entre gentes que se tornaban excéntricas por la sobredosis de paisajes extremados, soledad y silencio eterno.

Leaphorn sacó los prismáticos de la guantera para ver más de cerca. No percibió grandes cambios. Sobre el molino de viento había algo que parecía una antena, lo cual significaba que Jorie -como tantos otros rancheros de aquellos parajes solitarios, que vivían lejos hasta de los tendidos eléctricos de la administración de electrificación rural- había invertido en comunicación radiofónica. Además, el molino de viento estaba equipado para poner en marcha un generador que proporcionaba a la casa un poco de electricidad, que se almacenaba en unas baterías. Un pequeño tractor verde, moteado de orín y con una pala acoplada en la parte delantera, se encontraba aparcado en el vacío corral de caballos. No se veía ningún otro vehículo, lo cual no significaba que no hubiera alguno oculto en otra parte.

Esto le sorprendió, porque esperaba ver una camioneta, o el vehículo que Jorie condujera, aparcado cerca de la casa, y a Jorie atareado en alguno de los cobertizos. Esperaba confirmar que Jorie no se había escapado por el aire con el botín del casino ute y que Gershwin sólo había querido involucrarlo en un plan retorcido. Se reclinó en el asiento, estiró las piernas y volvió a pensar en todo el asunto. ¿Una pérdida de tiempo? Probablemente. ¿Peligroso? Le parecía que no, pero ya había preparado una excusa para justificar la visita si Jorie salía por la puerta y le invitaba a entrar. Volvió a poner en marcha la camioneta, bajó la cuesta lentamente, aparcó bajo el álamo más próximo a la entrada y esperó unos momentos a que advirtieran su llegada.

No ocurrió nada. Nadie apareció en la puerta a recibirlo. Aguzó el oído pero no oyó nada. Se apeó de la camioneta, cerró la puerta silenciosamente y con precaución, se dirigió a la casa, subió los peldaños de piedra y llamó a la puerta con los nudillos. No hubo repuesta, pero oyó un ruido leve… ¿o eran imaginaciones suyas?

– ¡Hola! -gritó Leaphorn-. ¿Hay alguien en casa?

Nada. Volvió a llamar y acercó el oído a la puerta. Giró el pomo con suavidad. No estaba cerrado, cosa poco sorprendente y que no significaba necesariamente que Jorie no estuviera dentro. En esos parajes solitarios, cerrar la puerta se consideraba inútil, infructuoso e insultante para los vecinos. Si algún ladrón quería entrar, le sería igual de fácil romper un cristal y entrar por una ventana.

Pero ¿qué se oía en ese momento?

Una nota aguda, casi imperceptible, que se repetía. Luego, un sonido diferente, una especie de silbido. ¿Un pájaro? Después, una suerte de canto como el que emiten las alondras cuando aprenden a volar. Leaphorn recorrió el porche hasta una ventana de la fachada, colocó las manos en el cristal para eliminar reflejos y atisbo en el interior. Vio una estancia oscura, repleta de muebles, hileras de estanterías con libros y el bulto oscuro de un televisor.

Terminó de recorrer el porche, giró en la esquina y se detuvo en la primera ventana. Por detrás de la casa sobresalía la parte delantera de una camioneta Ford 150 de color verde. ¿Sería de Jorie o de otra persona? De Buddy Baker, quizás, o de Ironhand, o de los dos. Leaphorn recordó súbitamente que era una persona civil, que no llevaba el revólver del calibre 38 que habría llevado en caso de estar de servicio. Meneó la cabeza. Su inquietud era infundada. Llegó a la otra esquina de la casa. La camioneta era de cabina grande y no había nadie a la vista en su interior. Metió la mano por la ventanilla abierta y bajó la visera, donde encontró los papeles del seguro obligatorio a terceros a nombre de Jorie. La cabina estaba llena de porquería, unas hojas de periódico, una bolsa de bocadillos de Arby una pajita doblada, tres fichas rojas de póquer -de veinticinco dólares y con el símbolo del casino ute- en el asiento delantero…

Pensó un momento en las implicaciones de todo eso y luego regresó a la casa, apoyó la frente en el cristal, se protegió los ojos con las manos y miró al interior, a una habitación que parecía un dormitorio utilizado como despacho.

Volvió a oír pájaros, y con mayor claridad en ese momento. A su derecha, cerca de la ventana, un punto brillante aislado en la oscuridad le llamó la atención. Algo que parecía un televisor pequeño mostraba la imagen de un prado, un lago, un bosque sombreado y pájaros. Su vista se fue adaptando a la oscuridad y por fin identificó un monitor de ordenador. Lo que veía era el protector de pantalla. Siguió mirando y la imagen se transformó en unas nubes y una formación de gansos. Los graznidos sustituyeron al canto de los pájaros.

Leaphorn dejó de mirar la pantalla y echó un vistazo al resto de la estancia. Contuvo el aliento. Había una persona desplomada en una silla frente al ordenador, separada de la pantalla, apoyada en un escritorio que había al lado. ¿Estaría durmiendo? Lo dudó; era una postura rara para dormir.

Volvió rápidamente al porche, abrió la puerta y gritó:

– ¡Hola! ¡Hola! ¿No hay nadie en casa?

Cruzó velozmente el salón y entró en el dormitorio.

El hombre que estaba en la silla era de baja estatura, con el pelo canoso y llevaba una camiseta que ponía en marcha en la espalda, unos pantalones vaqueros que parecían nuevos y zapatillas de estar por casa. El brazo izquierdo reposaba en el escritorio junto al ordenador, con la cabeza apoyada encima y la cara iluminada por la luz del monitor. La luz se tornó más intensa cuando el protector de pantalla cambió la imagen de los pájaros; la sangre que se había derramado por el orificio que tenía justo encima del ojo derecho pasó del negro al rojo oscuro.

«Everett Jorie -pensó Leaphorn-. ¿Cuánto tiempo llevas muerto? ¿Cuántos años en la policía hacen falta para que me acostumbre a esto, y para entenderlo? ¿Dónde está la persona que te ha matado?».

Se apartó un poco de la silla de Jorie y miró alrededor en busca del teléfono; lo vio detrás del ordenador, junto a dos pilas de fichas rojas del casino ute. Jorie estaba irrevocablemente muerto. Llamaría al sheriff un poco más tarde, después de echar un buen vistazo por allí.

Había una pistola medio oculta bajo la mesa del ordenador, junto al pie del cadáver, un revólver de cañón corto parecido al que llevaba él antes de retirarse. Si allí olía a pólvora quemada, el rastro era tan débil que no lo distinguió entre la mezcla de olores: polvo, la vieja alfombra de lana que pisaba, moho y los efluvios que llegaban de fuera: heno, estiércol de caballo, salvia y verano de tierras áridas.

Leaphorn se agachó al lado del ordenador, se sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa, se arrodilló, lo insertó en el cañón del revólver para levantar el arma e inspeccionó el tambor. Habían disparado un cartucho. Sacó el pañuelo, apretó el cierre del tambor y lo abrió. El cartucho de encima de la cámara también estaba vacío. A lo mejor Jorie llevaba la pistola con el percutor sobre un cartucho descargado, y no sobre una cámara vacía, una buena medida de precaución. Pero quizá no; eso tendrían que determinarlo otras personas. Volvió a dejar la pistola donde estaba, junto al pie de la víctima; sacó el bolígrafo de su interior y se levantó, mirando la habitación.

Había una cama pequeña de matrimonio, bien hecha. Detrás, apoyado en la pared, un rifle automático AK-47. A su lado, sobre la mesilla de noche, había una lámpara, un vaso vacío y dos libros. Uno era Virtudes de la educación, con el subtítulo «Selección de ensayos sobre el liberalismo». El otro estaba abierto.

Leaphorn miró la página por la que estaba abierto y lo cerró con el bolígrafo. En la cubierta decía: Cartas de Catulo: ensayos sobre la libertad. Volvió a abrir el libro, se acordaba de la obra, del curso universitario de ciencias políticas que había seguido en el estado de Arizona, una lectura apropiada para dormir. Los ejemplares de las estanterías de la pared eran del mismo estilo: El demócrata americano de J.F. Cooper, Más reflexiones sobre la revolución francesa de Burke, Discursos sobre el gobierno de Sideny, La democracia en América de Tocqueville y una serie de biografías, autobiografías e historias políticas. Leaphorn sacó El Estado servil de su estante, lo abrió y leyó unas líneas en honor a la poética polémica de Hilaire Belloc. Había leído ese libro y unos cuantos más de los que allí había hacía unos treinta años, en la época en que le apasionaba la teoría política. Sin embargo, la mayoría no los conocía, aunque los títulos eran suficientemente elocuentes como para saber que, entre los héroes de Jorie, no figuraba ningún socialista.

Localizó la guía de teléfonos en una cesta al lado del teléfono, pero comprobó que todavía recordaba el número del sheriff y descolgó el auricular. Del ordenador llegaba un extraño gruñir. En la pantalla se veía una gran formación en V de grullas canadienses que emigraban bajo un cielo invernal. Leaphorn colgó el teléfono y, con el bolígrafo, apretó la tecla del ratón dos veces.

Las grullas y sus gritos desaparecieron y un texto ocupó nmediatamente su lugar en la pantalla. Leaphorn se inclinó obre el cadáver y leyó:

CARTA: A quien pueda interesar, si es que existe tal persona, declaro que me dispongo a poner punto final de forma adecuada a mi inútil vida, que concluye con una traición más, como no podía ser de otro modo. La misión contra el casino ute, con la que insensatamente creí contribuir a la financiación de nuestra lucha contra el despotismo federal, no ha financiado sino la codicia y, además, a costa de unas vidas que no era preciso sacrificar.

El único provecho que extraeré de esta carta es la venganza, que, según nos dicen los filósofos, es dulce. Tanto si es dulce como si es amarga, espero que sirva para extirpar de la sociedad a dos sinvergüenzas desleales, traidores a la causa de la libertad y a los ideales americanos de libertad, a los derechos civiles y a la liberación de la opresión de un gobierno federal arrogante y tiránico.

Los traidores son George Ironhand (Tejón), indio ute que cría ganado al norte del río Montezuma, y Alexander Baker (Buddy), que vive al norte de la carretera general entre Bluff y Mexican Hat. Ironhand fue el autor de los disparos contra las dos víctimas del casino, y Baker, el de los disparos al policía cerca de Aneth. Ambos ataques fueron perpetrados en contra de mis órdenes expresas y violando el plan establecido, que consistía en hacerse con la recaudación del casino sin causar daño alguno. Pretendíamos aprovechar la oscuridad y la confusión que seguirían al corte del suministro eléctrico, pero sin hacer daño a nadie. Tanto Ironhand como Baker conocían el proceder de los casinos de juego, que siguen las normas impuestas en Las Vegas respecto a la no utilización de las armas por parte de los guardias de seguridad, debido al peligro de herir a los clientes, la publicidad devastadora y la pérdida de ingresos que tales sucesos ocasionarían. Así pues, las muertes del casino no fueron premeditadas, provocadas ni necesarias y contradijeron directamente mis instrucciones.

Cuando llegamos al lugar donde habíamos pensado abandonar el vehículo y volver a nuestras casas, terminé de comprender que toda la violencia había sido planeada entre Ironhand y Baker, así como mi propia muerte y el destino del botín, para uso privado y personal. Por lo tanto, me escabullí en cuanto tuve ocasión.

No pido disculpas por la operación, pues la causa era justa: financiar los continuos esfuerzos de los que, como yo, valoramos la libertad política por encima de la vida misma; adelantar la campaña para salvar la República Americana de los abusos crecientes de nuestro gobierno socialista y frustrar la conspiración del mismo encaminada a someter a los ciudadanos americanos al yugo del gobierno mundial.

De nada serviría a la causa mi comparecencia ante la parodia de juicio que seguiría a mi detención. Los serviles medios de comunicación lo utilizarían para presentar a los patriotas como meros ladrones. Prefiero condenarme a muerte yo mismo antes que soportar una ejecución pública o una condena de por vida.

No obstante, detener a Ironhand y a Baker y recuperar la recaudación del casino que ellos se han llevado demostraría al mundo que sus actos asesinos no han sido acciones patrióticas sino fechorías de dos delincuentes comunes que sólo buscan el lucro propio. Si no los encontráis en sus casas, echad un vistazo por el cañón del río Recapture, por las escarpaduras de Bluff Bench y al sur de la reserva ute de White Mesa. Ironhand tiene amigos y familiares entre los ute de la reserva, y además le oí hablar con Baker de un manantial y de una cabaña de pastor abandonada por allí.

También debo advertir que, después de dar el golpe en el casino, esos dos hombres hicieron juramento solemne en mi presencia de que no se dejarían apresar vivos. Me acusaron de cobardía y se jactaron de que matarían a todos los policías que fuera necesario. Dijeron que si llegaban a rodearlos y los amenazaban con detenerlos, seguirían matando policías so pretexto de rendirse.

Larga vida a la libertad y a los hombres libres. Larga vida, América.

Ahora, muero por ti.

Everett Emerson Jorie

Leaphorn volvió a leer el texto. Luego descolgó el teléfono y marcó el número de la oficina del sheriff, se identificó, preguntó por el agente al mando y describió lo que había encontrado en el rancho de Everett Jorie.

– No hace falta la ambulancia -dijo Leaphorn, y añadió que esperaría la llegada de los agentes para asegurarse de que todo permaneciera igual en el lugar de los hechos.

Tras la llamada, Leaphorn recorrió despacio el resto de la casa de Jorie, observando sin tocar nada. Cuando volvió al despacho de Jorie, las grullas canadienses volaban de nuevo por las alturas en la pantalla del ordenador y proyectaban una rara iluminación intermitente sobre las paredes en penumbra de la habitación. Volvió a tocar el ratón con el bolígrafo y leyó por tercera vez el texto de Jorie. Comprobó si había papel en la impresora, apretó el icono de imprimir y se guardó la copia doblada en el bolsillo trasero de los pantalones. Luego salió al porche principal y se sentó a contemplar los ribetes plateados que el sol poniente encendía en las nubes de tormenta del oeste, para luego teñirlas de amarillo fuego y rojo oscuro hasta desvanecerse en la oscuridad.

Venus lucía con fuerza en el oeste cuando oyó llegar los coches de la policía.

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