La medialuna se escondía tras las montañas del oeste cuando la ambulancia, seguida por Bernie en la camioneta de Chee, llegó al final del sendero y se detuvo fuera del campo de ovejas de Hosteen Nakai, en Chuska. Blue Woman los esperaba en la puerta y salió corriendo a recibirlos, con lágrimas en los ojos. Al principio, éstas eran de dolor, pues creía que lo que le llevaban a casa era el cadáver de su esposo. Después, lloró de alegría.
Lo colocaron en su cama, al pie de un pino piñonero, le ajustaron el oxígeno y escucharon a Blue Woman, que, entre sollozos, les relató el cúmulo de circunstancias que terminó con el ingreso y el abandono de Hosteen Nakai, tal como ella lo consideraba, en el hospital. Su sobrina la había acompañado a que le extrajeran un diente infectado y a reponer la reserva de medicinas que aliviaban el dolor y permitían dormir a su marido. Nakai se encontraba mucho mejor y quiso ir con ellas, y además no había nadie que pudiera quedarse con él cuidando de las ovejas. Pero, en la consulta del dentista, Nakai perdió el conocimiento, llamaron al 911 y se lo llevaron al hospital en una ambulancia. Ella lo esperó allí mucho tiempo, sin saber qué hacer para ayudarlo; al final, su sobrina tuvo que marcharse a cuidar de sus hijos y Blue Woman también se fue. Corrían rumores de que los jóvenes ricos de la ciudad estaban soltando lobos en las montañas, y no había nadie en el campo que protegiera a los corderos.
Nakai se despertó y escuchó el relato. Cuando Blue Woman terminó, él le hizo un gesto a Chee.
– Tengo que contarte una cosa -le dijo-, una historia.
– Voy a hacer café -dijo Blue Woman, y se marchó con Bernie a la cabaña cuando Nakai comenzó su relato.
Chee pensó que iba a ser largo, relacionado con la complicada teología navaja y las relaciones entre el creador universal que puso la naturaleza en armonioso movimiento, el mundo espiritual del pueblo sagrado y la humanidad y que, cuando terminara, Chee estaría en posesión del secreto último que le convertiría en chamán.
– Creo que no tardarás en ir al cañón en busca de los hombres que mataron al policía -dijo Nakai-. Tengo que contarte una cosa de Ironhand. Creo que debes tener mucho, mucho cuidado.
Chee exhaló un largo suspiro. «Me he vuelto a equivocar», pensó.
– Hace mucho tiempo, cuando yo era un chiquillo y nos contaban historias en la cabaña durante el invierno, la gente hablaba del gran embalse en que iban a convertir el lago Powell y de las aguas del Colorado y del San Juan, que retrocederían y anegarían los cañones; en aquellos tiempos, los ancianos decían que los utes y los paiutes entrarían en los cañones a través de sus caminos secretos, robarían las ovejas y los caballos a nuestro pueblo y nos matarían a todos. El más temido de todos era un paiute al que llamaban Dobby, él y su banda. Y el más temido de los utes era un hombre al que llamaban Ironhand.
Nakai se colocó la mascarilla de oxígeno y estuvo respirando unos segundos.
– Ironhand -dijo Chee, en voz tan baja que Nakai no debió de oírle.
Nakai se quitó la mascarilla y prosiguió.
– Dicen que Dobby y su gente salieron de los cañones por la noche y robaron vacas y caballos a una anciana de los tl'igu dime, y que la mataron a ella, a su hija y a los dos hijos de ésta. El yerno de la anciana era un hombre llamado Littjeman, que se casó con una mujer del clan Salt, pero nacida en el Dine' Cerca del Agua. Según dicen, olvidó la cultura navaja y enloqueció de dolor.
La voz de Nakai fue tornándose más lenta y débil a medida que relataba la historia de Littleman, que pasó años rastreando y observando hasta que finalmente encontró el estrecho sendero por el que habían entrado los asesinos y logró matar a Dobby y a sus hombres.
– El clan Salt tardó muchos veranos en atrapar a Dobby -dijo Nakai-, pero jamás llegaron a atrapar al ute llamado Ironhand.
La luna estaba baja y el cielo oscuro, cubierto de estrellas. Chee notó el frío de las alturas, se inclinó hacia adelante sin levantarse de la silla y arropó a Nakai, tapándole bien los hombros con las mantas.
– Padrecito -dijo-, creo que tendría que dormir un poco. ¿Necesita más medicina?
– Necesito que me escuches -dijo Nakai- porque, aunque nuestro pueblo no logró encontrar a Ironhand, sabemos el porqué. También sabemos con seguridad que tenía un hijo y una hija, y que a lo mejor tenía otro hijo o un nieto. Creo que es a él a quien perseguirás, y lo que voy a contarte te será útil.
Chee tuvo que inclinarse más hacia Nakai, hasta acercar el oído a sus labios, para escuchar el resto. Tras dos correrías, los navajos dieron con el rastro de Ironhand y sus hombres, que se adentraba en el cañón del río Gothic y bajaba por el río hacia el San Juan, al pie de las estribaciones de Gasa Del Eco Mesa. Allí, las pistas conducían a un estrecho cañón lateral donde los utes y los colonos mormones tenían sus minas de carbón. Encontraron un cadáver en una de las minas, pero el cañón era un callejón sin salida. Era como si Ironhand y sus hombres fueran brujos capaces de volar sobre las rocas.
Nakai dejó de hablar, volvió a ponerse la mascarilla y luego se la quitó.
– Creo que si existe un joven llamado Ironhand que roba y mata, seguro que conoce el escondite del primer Ironhand en el cañón y que sabe cómo escapó de allí. Y ahora -prosiguió Hosteen Nakai-, antes de que me duerma, tengo que enseñarte la última lección para que puedas ser un hataalii -tomó aire con gran esfuerzo- o no serlo.
Chee tenía la impresión de que el anciano estaba completamente agotado.
– Primero, padre, creo que tendría que descansar y reponerse un poco. Debería…
– Es preciso hacerlo ahora -dijo Nakai-. Escucha. La última lección es la más importante.
Chee le tomó la mano.
– Has de saber que, para la gente, es muy difícil confiar en aquellos que no sean de la familia, y aún más difícil si están enfermos. Sienten dolor, han perdido la armonía, no ven belleza en ninguna parte, todas sus conexiones se han roto. En tales condiciones se encuentran las personas con las que hablas. Les dices que el poder que nos creó también creó cuanto está sobre nosotros y a nuestro alrededor y que somos parte de ese poder, y que si nos conducimos según lo que nos enseñan, podemos devolvernos a nosotros mismos a hozho, podemos recobrar la armonía. Entonces, volverán a conocer la belleza que los rodea.
Nakai cerró los ojos y apretó la mano de Chee.
– Es difícil de creer -dijo-, ¿lo has entendido?
– Sí.
– Para curarse, tienen que creerte.
Nakai abrió los ojos y miró a Chee.
– Sí-dijo Chee.
– Ya sabes los cánticos, los cantas sin un error; los dibujos que haces en la arena son correctos y exactos; conoces las hierbas y sabes preparar el vomitivo.
– Eso espero -dijo Chee, que empezaba a comprender lo que Hosteen Frank Sam Nakai estaba intentando decirle.
– Pero debes decidir si te has alejado demasiado de las cuatro Montañas Sagradas. A veces, no se puede deshacer el camino para llegar de nuevo a Dinetah.
Chee asintió. Se acordó de un sábado por la noche, después de terminar en el instituto. Nakai lo llevó a Gallup en coche, aparcaron en la avenida Railroad y estuvieron dos horas sentados, observando a los borrachos que entraban y salían de los bares. Preguntó a Nakai por qué habían aparcado allí, a quién buscaban. Al principio, Nakai no le contestó, pero después, Chee jamás olvidó lo que, por fin, le dijo:
– Estamos buscando a los dine que han salido de Dinetah. Sus cuerpos están ahí, pero sus espíritus se han alejado mucho de las Montañas Sagradas. Puedes encontrarlos al este del monte Taylor, al oeste de los picos de San Francisco o ahí mismo.
Chee señaló a un hombre que se apoyaba torpemente en la pared de la avenida, frente a ellos, y que en ese momento se sentaba en la acera con la cabeza gacha.
– ¿Como ése? -preguntó.
Nakai respondió señalando con un gesto de la mano el cartel de neón de Coors que había en el bar y al borracho, que en esos momentos trataba de levantarse. Pero fue más allá y abarcó también un coche Lincoln Town blanco que subía por la avenida en dirección a ellos.
– ¿Quién se comporta como si no tuviera familia? -le preguntó Nakai-. ¿El borracho que deja a sus hijos hambrientos o el hombre que se compra un coche como ése y presume de riquezas, en lugar de ayudar a su hermano?
Nakai tenía los ojos cerrados, y el esfuerzo que hacía por respirar se traducía en un débil sonido quejumbroso. Después dijo:
– Para sanarlos, debes conseguir que crean. Debes creer tú con fuerza suficiente como para transmitírsela, ¿comprendes?
– De acuerdo -dijo Chee.
Nakai le estaba diciendo que no había logrado alcanzar la categoría de chamán que esperaba de él, el chamán cuyos métodos curativos lograban curar. Y Nakai le perdonaba… le liberaba para que fuera el hombre moderno en que se estaba convirtiendo. Tuvo una sensación de alivio mezclada con una terrible sensación de pérdida.