Chee echó un par de vistazos a todas las mesas del comedor de la taberna anasazi. Al principio, al recorrer con la vista la mesa del rincón y ver a un viejo y fornido hombretón que estaba sentado con una mujer rechoncha de mediana edad, no reconoció a Joe Leaphorn. Después, lo reconoció con gran sorpresa. No era la primera vez que veía al Lugarteniente Legendario con ropa de paisano, pero la imagen que conservaba de él era de uniforme, rigurosamente formal, sumido en sus pensamientos. El hombre de la taberna estaba riéndose de algo que había dicho la mujer.
No se esperaba verlo con una mujer… aunque tendría que haberlo supuesto. Cuando lo llamó a su casa, el contestador automático dijo: «Estaré en el comedor de la taberna anasazi a las ocho», sin preámbulos, sin despedidas, sólo las palabras estrictamente necesarias. El tan eficiente Lugarteniente Legendario espera una llamada, e, incapaz de esperar a recibirla, cambia el mensaje de su contestador automático y así resuelve el problema… Trata los asuntos amorosos, si era ése el caso, como si estuviera en una entrevista con el fiscal del distrito. Luego reconoció a la mujer que cenaba con él, era una profesora de la universidad del norte de Arizona y, al parecer, Leaphorn tenía algo en común con ella. No se imaginaba a Leaphorn en una situación romántica, ni riéndose. Era muy raro.
Lo que no tenía nada de extraño era el efecto que le producía ese hombre. Chee lo había estado pensando en el trayecto a Farmington, y creyó que, a esas alturas, ya lo habría superado. Era el mismo sentimiento que tenía de niño, cuando Hosteen Nakai empezó a enseñarle la relación de los navajos con el mundo, y en la universidad de Nuevo México, cuando se encontraba en presencia del famoso Alaska Jack Campbell, que era su profesor de cultura athabascana primitiva en Antropología 209.
Lo había comentado con Cowboy, y Cowboy le había dicho: «O sea, como un principiante que se presenta a un entrenamiento de baloncesto con Michael Jordan, o como un estudiante del seminario que se presenta en comisión ante el Papa». Efectivamente, era algo así. Y no, no lo había superado.
Leaphorn lo vio, se levantó, le hizo una seña y dijo:
– Te acordarás de Louisa, seguro -le dijo, y luego le preguntó si quería tomar algo. Chee, que ya llevaba unos seis cafés desde el desayuno, dijo que tomaría té con hielo.
– Imagino cómo me habrás localizado -dijo Leaphorn-. Llamaste a mi casa, habló el contestador y te dio el mensaje que había dejado para quedar con Louisa.
– Exacto -dijo Chee-, y gracias a eso, me he ahorrado un viaje de ciento cincuenta kilómetros hasta Window Rock. Mejor dicho, de trescientos, porque tengo que estar otra vez en la base del río Montezuma por la mañana.
– Nosotros también vamos hacia allí -dijo Leaphorn-. La profesora Bourebonette me utiliza de intérprete. Mañana tiene que entrevistar a una anciana en la Escuela Diurna Beclabito.
Hablaron del asunto hasta que llegó la hora de pedir la cena.
– ¿Le dieron el mensaje que le dejé en la oficina? -preguntó Chee.
– Quieres que te cuente lo que sé sobre el caso del casino ute -dijo Leaphorn-. ¿Olvidas que ahora soy civil?
– No es eso -dijo Chee, y sonrió-. Y tampoco he olvidado cómo ponía en marcha la red de antiguos alumnos de su promoción. Tengo entendido que fue usted quien proporcionó la identidad de esos tipos al FBI.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Me lo dijo el ayudante del sheriff del condado de Apache.
La expresión de Leaphorn parecía indicar que sabía quién era ese ayudante.
– Un rumor más -dijo Leaphorn encogiéndose de hombros.
– Caballeros, ¿quieren que vaya a empolvarme la nariz? -preguntó la profesora-. ¿Necesitan quedarse solos?
– Yo no -dijo Leaphorn, y Chee negó con un gesto de la cabeza.
– ¿Quiere decir que sólo es verdad en parte? Según dicen, usted fue a casa de tal Jorie, lo encontró muerto, llamó para informar de que se había suicidado y dio a los federales el nombre de sus cómplices. ¿Puede decirme cuánto hay de verdad en eso?
– Supongo que estás trabajando en el caso -dijo Leaphorn-. ¿Cuánto sabes?
– Poca cosa -dijo Chee, y le puso al corriente.
– ¿No te dijeron lo de la nota de suicidio?
– No -dijo Chee-, no me dijeron nada.
Decepcionado, Leaphorn meneó la cabeza.
– En el FBI hay muchos tipos que valen -dijo-, pero también los hay estúpidos, y, tal como funcionan las cosas cuando la burocracia crece, cuanto más bobo seas, más asciendes. Se enredan compitiendo por Washington, donde el saber significa poder, y así se obsesionan con los secretos.
– Eso creo -dijo Chee.
– Qué obsesión por los secretos -continuó Leaphorn meneando la cabeza-. Yo trabajaba con un agente especial que se llamaba Kennedy -añadió, sin sonreír ya-; Kennedy fue un gran policía y me contó que esa obsesión había surgido a raíz de la guerra de territorios en Washington. El departamento, la policía del Tesoro, la CIA, los servicios secretos, la oficina del jefe de policía de los Estados Unidos, la BIA, los agentes de Inmigración y Nacionalización y unos quince organismos policiales federales más, todos se empujan y se atropellan unos a otros por conseguir más dinero y mayores jurisdicciones. El saber es poder, diría Kennedy, de modo que estás obligado a no contar nada a nadie. En todo caso, ya verán los titulares o se enterarán de cuándo sales en televisión por medio de tu agencia.
Chee asintió.
– ¿Había algo en la nota de suicidio que me interese saber? -preguntó. Tenía la impresión de que a Leaphorn empezaban a pesarle los años, o la vida en solitario, porque nunca le había oído perderse en semejantes digresiones.
– Es posible. Pero ¿cómo saberlo, si se desconoce su contenido?
– Bueno, tengo una pregunta sobre el tal Jorie. Me gustaría saber cómo llegó a su casa desde el lugar donde sus compinches y él abandonaron la camioneta. También me gustaría saber por qué no les dijo que lo dejaran allí al pasar, si de todos modos pensaba volver a su casa.
Leaphorn se quedó pensando.
– Entonces, ¿dices que sólo había dos hombres en la camioneta cuando la abandonaron? ¿Encontrasteis las huellas?
– Yo no -dijo Chee-, todavía no había vuelto de mis vacaciones. Las encontró la gente de la oficina del sheriff. Cowboy Dashee, para ser exactos. ¿Se acuerda de él?
– Cómo no -dijo Leaphorn-. ¿Y Cowboy dijo que había huellas de sólo dos personas alrededor de la camioneta?
– Exacto. Tomó fotografías. Unas eran de botas de suela lisa con tacón de vaquero; las otras parecían de calzado resistente con suela antideslizante.
Leaphorn se quedó pensativo.
– ¿Qué más encontró Dashee?
– ¿Alrededor de la camioneta?
– O en el interior. ¿Algo interesante?
– Era una camioneta robada, de las que suelen usar en los yacimientos petrolíferos -dijo Chee-, y había un montón de porquería dentro, llaves inglesas, trapos sucios de grasa y demás.
Leaphorn esperaba más cosas y torció el gesto, como si se arrepintiera de algo.
– ¿Recuerdas todo lo que te enseñé? -dijo-. Siempre te insistí en que me dijeras todos los pormenores, sin olvidar nada, aunque parecieran detalles sin importancia.
– Me acuerdo, sí -dijo Chee con una sonrisa-, y también me acuerdo de que no me gustaba; me daba la impresión de que no era capaz de pensar por mí mismo. Ahora que lo pienso, me sigue ocurriendo.
– No se trataba de eso -replicó. Leaphorn, levemente sonrojado-. Lo que ocurre es que, muchas veces, yo tenía información que tú no tenías.
– Bueno, da lo mismo. También había una revista de desnudos en una guantera lateral, y recibos de gasolineras, una radio estropeada en la litera, un trapo de limpiar aceite y una lata vacía de Dr Pepper.
Leaphorn pensó un poco y dijo:
– Dime más cosas de la radio.
– ¿De la radio? Dashee dijo que no funcionaba y que seguramente se le habrían acabado las pilas.
Leaphorn meditó.
– Es curioso que dejaran una cosa así al marchar. Seguro que la habían llevado por algún motivo. Seguramente, para seguir la pista de los movimientos de la policía. ¿Tenía escáner para controlar la comunicación entre las patrullas por radio?
– Maldita sea -dijo Chee-. Dashee no comentó nada de eso y a mí no se me ocurrió preguntar.
Leaphorn miró a la profesora Bourebonette como pidiéndole disculpas.
– Seguid, seguid -les dijo-, siempre me ha intrigado cómo hacen el trabajo los policías.
– Normalmente, no lo hacen en un restaurante -dijo Leaphorn-. Ojalá tuviéramos un mapa.
– Lugarteniente -dijo Chee al tiempo que se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta-, ¿me cree capaz de venir aquí a hablar con usted sin traer un mapa?
La camarera llegó cuando Leaphorn estaba abriendo el mapa sobre el mantel y, con expresión paciente, tomó nota de lo que querían.
– De acuerdo -dijo Leaphorn, y trazó un aspa pequeña y exacta-, aquí está la casa de Jorie. Y ahora, ¿dónde abandonaron la camioneta?
– Yo diría que aquí mismo -dijo Chee, e indicó el punto con un diente del tenedor.
– ¿Al lado mismo de esta carretera sin asfaltar?
– No. A un centenar de metros cuesta abajo, cerca del canal del Gothic.
El mapa que consultaban era el mejor, el editado hacía años por el Club del Automóvil del sur de California, y que la Asociación Americana del Automóvil había adoptado como «Guía del territorio indio»; se modificaba meticulosamente todos los años, a medida que las quiebras obligaban a cerrar, una a una, las áreas de servicio de las carreteras, y a medida que se asfaltaban caminos de tierra, las riadas convertían carreteras no asfaltadas en intransitables y demás pormenores. Leaphorn volvió a doblarlo por el lado del kilometraje a escala, pasó la escala al borde de su servilleta de papel y la aplicó después para medir la distancia entre las dos señales.
– Unos treinta kilómetros en línea recta -concluyó Leaphorn-, que a pie serán casi cincuenta porque hay que rodear los cañones.
– Me pareció un recorrido excesivamente largo para cubrir a pie sin ser necesario -dijo Chee-. Pero tengo más preguntas.
– Creo que tengo la respuesta a una de ellas -dijo Leaphorn-, si quieres creerlo.
– En realidad, lo que tengo es un cúmulo de preguntas -dijo Chee-. Jorie fue a casa, así que supongo que estaba seguro de que la policía no iría a por él. No conocían su identidad, todavía. ¿Cómo llegaron a identificarlo? Y ¿cómo llegó él a saber que lo habían identificado? Y ¿por qué sus dos cómplices no hicieron lo mismo que él? ¿Por qué no se fueron a casa? Y… así muchas cosas más.
Leaphorn había sacado un papel doblado del bolsillo de su chaqueta. Lo abrió y lo miró.
– La nota que Jorie dejó -dijo- explica algunas de esas cuestiones.
Chee, que se había prometido no dejarse sorprender por Leaphorn nunca más, se sorprendió. ¿Acaso el Lugarteniente Legendario se había largado sin más con la carta? Porque, sin duda, el FBI no le habría proporcionado una copia. Trató de imaginárselo pero no era posible. Legendario o no, Leaphorn en esos momentos no era más que una persona civil. Sin embargo, la carta que le había enseñado era, sin duda, una nota de suicidio, y el nombre que figuraba al pie era Jorie.
– No está firmada -dijo Chee.
– Estaba en la pantalla del ordenador de Jorie -dijo Leaphorn-. Esto es sólo una copia impresa.
Leaphorn imprimiendo una copia. Sí, eso sí podía imaginárselo. ¿El FBI lo sabría? Lo más seguro es que no. La leyó.
– ¡Caramba! -exclamó Chee-. Con esto hay que replantearse las cosas. -Miró a la profesora Bourebonette, que estaba observándolo, pendiente de su reacción, supuso Chee. Ella también había leído la carta. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a hacerlo?
– Hay algunos detalles que no encajan -dijo Leaphorn-. Por lo que encontró Dashee, sólo dos clases de pisadas, se diría que Jorie se separó de sus compañeros en otra parte. Quizá cerca de su casa, para poder llegar andando. Pero, si nos fijamos en el mapa, vemos que el camino de huida no pasaba por allí, su casa no quedaba de paso. En la carta dice que tenían intenciones de matarlo y que se escabulló. Eso parece indicar que se detuvieron en algún sitio, pero ¿dónde? Y ¿por qué?
– Buenas preguntas -dijo Chee.
– Con lo poco que sabía, hice una reconstrucción de los hechos -dijo Leaphorn-. Jorie: una especie de intelectual, ideólogo político y fanático, comete un atraco para financiar la causa, pero las cosas se complican. Hay víctimas imprevistas, al menos imprevistas para él. Descubre que sus compinches van a quedarse con el botín. Seguro que tuvieron una pelea o, al menos, una fuerte discusión. A Jorie tuvo que ocurrírsele que dejarle escapar representaría un peligro para ellos. ¿Cómo lo consiguió?
– No tengo la menor idea -dijo Chee.
– Pongamos que todavía estaba con ellos cuando abandonaron la camioneta. ¿Crees que Dashee no habría visto sus huellas?
– Se detuvieron en un lugar llano y extenso, cubierto en su mayor parte por polvo seco. Dashee hace bien su trabajo y, en esas condiciones, sería difícil no descubrir huellas recientes.
– ¿Y hay algún lugar por allí donde esconderse?
– No -dijo Chee-. Unas matas de enebro impedían que la camioneta se viera a simple vista desde la carretera, pero no había ningún sitio donde esconderse; nada en absoluto, y menos aún si andaban buscándolo.
– Supongo que iba armado -dijo Leaphorn-. A lo mejor los amenazó, ya sabes, «Me largo. Dejadme marchar o disparo».
– Podría ser -dijo Chee.
La camarera volvió. Leaphorn retiró el mapa para dejar sitio a los platos y luego miró a Chee.
– Querías decirme una cosa, ¿no?
– ¡Ah, sí! Sobre Ironhand. ¿Qué sabe de él?
– Muy poco.
Chee se quedó a la espera, pensando que le diría algo más. Por lo que le había dicho Dashee, Leaphorn sabía suficiente sobre George Ironhand como para incluirlo en la lista de nombres por los que preguntaba a Potts. Pero, por lo visto, no iba a explicárselo.
– Dicen que un ute que se llamaba igual, hará unos noventa años, llegó a nuestro territorio cruzando el San Juan con una banda de salteadores. Robaban caballos, ovejas y cuanto encontraban, mataron a gente y demás. Los navajos los persiguieron, pero desaparecieron en la tierras áridas de Nokaito Bench. Quizá se refugiaran en Chinle Wash o en el río Gothic. Así comenzó la leyenda de que Ironhand era una especie de brujo ute capaz de volar. Nuestro pueblo, tan pronto lo veía al fondo del cañón como en lo alto del precipicio, sin que hubiera camino de por medio. A veces sucedía al revés, primero lo veían en la cima y luego al fondo. Fuera como fuese, nunca llegaron a atrapar a Ironhand.
Leaphorn dio un pequeño mordisco a la hamburguesa que había pedido y se quedó pensando.
– Louisa -dijo-, ¿has recogido algo semejante en tu colección de leyendas?
– He leído una historia parecida -dijo la profesora Bourebonette-. Un hombre llamado Dobby hacía incursiones al otro lado del San Juan por la misma época, más o menos. Pero más al oeste, en la zona del valle Monument. Creo que eso es aproximadamente lo que consta en los registros. Un navajo llamado Littleman consiguió tenderle una emboscada por fin en el cañón del San Juan. Por lo que cuenta la historia, mató a Dobby y a dos más. Pero eran indios paiutes y todo sucedió antes, en la década de 1890, creo recordar.
Leaphorn asintió.
– Yo también he oído a los ancianos de mi familia hablar acerca de eso. En el clan de mi madre, a Littleman lo conocían como Dine' Frente Roja.
– Y también originó una especie de leyenda de brujos -dijo Louisa-. Dobby hacía invisibles a sus hombres.
Leaphorn dejó el tenedor en la mesa.
– Mañana vas a entrevistar a una anciana ute en Towaoc, ¿no es así? ¿Por qué no compruebas lo que recuerda sobre el legendario Ironhand?
– ¿Por qué no? -contestó la profesora Bourebonette-. Entra en mi temario. El hombre al que os referís será probablemente el hijo de Ironhand, el nieto o el biznieto. -Sonrió a Chee-. Qué poco cambian las cosas. Ha pasado un siglo y el problema vuelve a ser el mismo en los mismos cañones.
Chee asintió y le devolvió la sonrisa, pero en su fuero interno pensaba que había una diferencia. En la década de 1890, o en la de 1910, o cuando fuera, los chicos del FBI no andaban por allí diciendo a la patrulla del sheriff local cómo organizar la busca y captura.