Capítulo 7

La granja

Carver vigilaba con atención las pantallas de seguridad. Los dos hombres del mostrador enseñaron su identificación a Geneva. No sabía a qué agencia de la ley pertenecían, porque cuando hizo zoom ya habían guardado las placas.

Observó que Geneva levantaba el teléfono y marcaba tres dígitos. Carver sabía que estaría llamando a la oficina de Mc Ginnis. La chica dijo unas palabras, colgó e hizo una señal a los dos hombres con placa para que esperaran en uno de los sofás.

Carver trató de mantener a raya su ansiedad. El impulso de lucha o huye se disparó en su cerebro al pasar revista a sus movimientos recientes y tratar de ver dónde había cometido un error, si es que lo había cometido. Estaba a salvo. El plan era bueno. Freddy Stone era el único motivo de preocupación -el único aspecto que podría considerarse un eslabón débil- y Carver tendría que tomar medidas para hacer desaparecer ese problema potencial.

En la pantalla observó que Yolanda Chávez, la segunda al mando de Mc Ginnis, entraba en el vestíbulo de recepción y estrechaba la mano a los dos hombres. Ellos volvieron a mostrar rápidamente las placas y acto seguido uno de ellos sacó un documento doblado del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó a Chávez. Esta lo estudió un momento antes de devolvérselo. Hizo una seña a los dos hombres para que la siguieran y entraron por la puerta que conducía al interior del edificio. Conmutando entre las pantallas de seguridad, Carver pudo seguirlos hasta la zona de administración.

Se levantó y cerró la puerta de su oficina. De regreso en su escritorio, cogió el teléfono y marcó la extensión de recepción.

– Geneva, soy el señor Carver. Estoy viendo las cámaras y tengo curiosidad por estos dos hombres que acaban de entrar. He visto que mostraban placas. ¿Quiénes son?

– Son agentes del FBI.

Las palabras le helaron la sangre, pero mantuvo la serenidad. Al cabo de un momento, Geneva continuó.

– Dijeron que tienen una orden de registro. Yo no la he visto, pero se la han mostrado a Yolanda.

– Una orden de registro, ¿para qué?

– No estoy seguro, señor Carver.

– ¿A quién querían ver?

– A nadie en concreto. Solo han pedido ver a alguien al mando. He llamado al señor Mc Ginnis, y Yolanda ha salido a recibirlos.

– Muy bien, gracias, Geneva.

Carver colgó el teléfono y volvió a centrarse en su pantalla. Escribió una orden que abrió un nuevo conjunto de ángulos de cámara: una pantalla múltiple que mostraba las cuatro oficinas privadas de los jefes de administración. Esas cámaras estaban escondidas en los detectores de humo montados en el techo y los ocupantes de las oficinas desconocían su existencia. Las imágenes de las cámaras iban acompañadas de los correspondientes canales de audio.

Carver vio que los dos agentes del FBI entraban en la oficina de Declan Mc Ginnis. Hizo clic con el ratón en esa cámara y la imagen ocupó toda la pantalla; una vista cenital en ángulo de la habitación tomada por una lente convexa. Los agentes se sentaron de espaldas a la cámara y Yolanda a la derecha. Carver tuvo una imagen completa de Mc Ginnis cuando este volvió a sentarse después de darle la mano a los agentes. Uno era negro y el otro blanco. Se identificaron como Bantam y Richmond.

– Bueno, ¿me han dicho que tienen una orden de registro? -dijo Mc Ginnis.

– Sí, señor, eso es -dijo Bantam.

Volvió a sacar el documento del bolsillo de la americana y se lo pasó a Mc Ginnis por encima de la mesa.

– Ustedes alojan una página llamada asesinodelmaletero.com y necesitamos toda la información que tengan sobre esa web.

Mc Ginnis no respondió. Estaba leyendo el documento. Carver se estiró y se pasó las manos por el pelo. Necesitaba saber qué decía esa orden y lo cerca que estaban. Trató de calmarse, recordándose a sí mismo que se había preparado para eso. Incluso lo había previsto. Él sabía más sobre el FBI de lo que el FBI sabía de él. Podía comenzar allí mismo.

Apagó las cámaras y luego la pantalla. Abrió un cajón del escritorio y sacó la pila de volúmenes de informes mensuales del servidor que su personal había preparado esa misma semana. Por lo general, los guardaba hasta que Mc Ginnis preguntaba por ellos y los enviaba con uno de los ingenieros de servidores que salía a fumar un cigarrillo. Esta vez iba a entregarlo él mismo. Dio unos golpecitos con la pila de papeles en la mesa para cuadrar las esquinas; luego salió y cerró su oficina.

En la sala de control les dijo adónde iba a Mizzou y Kurt, los dos ingenieros de servicio, y abrió la puerta de seguridad. Por suerte, Freddy Stone no empezaba el turno hasta la tarde, porque nunca podría volver a Western Data. Carver sabía cómo trabajaba el FBI; tomarían nota de los nombres de todos los empleados y los buscarían en sus ordenadores. Así, averiguarían que Freddy Stone no era Freddy Stone y volverían a por él.

Carver no iba a permitirlo. Tenía otros planes para Freddy.

Subió en el ascensor y entró en la zona de administración con la cabeza gacha, leyendo la página superior de la pila de informes. Levantó la cabeza con disimulo al entrar y vio a través de la puerta abierta de la oficina de Mc Ginnis que este tenía compañía. Giró sobre sus talones y se dirigió al escritorio de la secretaria de Mc Ginnis.

– Dale esto a Declan cuando esté libre -dijo-. No hay prisa.

Se volvió para salir de la habitación, esperando que el movimiento de giro hubiera llamado la atención de Mc Ginnis al otro lado de la puerta. Pero llegó hasta la puerta sin que lo llamaran.

Puso la mano en el pomo.

– ¿Wesley?

Era Mc Ginnis, que lo llamaba desde su oficina. Carver se volvió y miró por encima del hombro. Mc Ginnis estaba detrás de su escritorio, haciéndole señas para que se acercara.

Carver entró en la oficina. Saludó con la cabeza a los dos hombres sin hacer el menor caso a Chávez, a quien consideraba una empleada sin ningún valor a la que habían contratado por motivos de diversidad étnica. No había silla para Carver, pero eso le convenía. Ser la única persona de pie le proporcionaría una posición de mando.

– Wesley Carver, los agentes Bantam y Richmond de la oficina del FBI en Phoenix. Estaba a punto de llamarte al búnker.

Carver estrechó las manos de ambos hombres y repitió su nombre cada vez, cortésmente.

– Wesley se ocupa de varias cosas aquí -dijo Mc Ginnis-. Es nuestro jefe de tecnología y el que diseñó casi todo este lugar. Es también nuestro principal experto contra amenazas. Lo que me gusta llamar nuestro…

– ¿Hay algún problema? -lo interrumpió Carver.

– Puede ser -dijo Mc Ginnis-. Los agentes acaban de decirme que alojamos una página web que es de interés para ellos y tienen una orden judicial que les autoriza a ver toda la documentación y registros relacionados con su instalación y funcionamiento.

– ¿Terrorismo?

– Dicen que no nos lo pueden decir.

– ¿Voy a buscar a Danny?

– No, no quieren hablar con nadie de diseño y hosting por ahora.

Carver se metió las manos en los bolsillos de su bata blanca de laboratorio, porque sabía que eso le daba el porte de un hombre sumido en profundos pensamientos. Se dirigió a los agentes.

– Danny O’Connor es nuestro jefe de diseño y hosting -dijo-. Debería participar en este asunto. No estarán pensando que es un terrorista, ¿verdad?

Sonrió ante lo absurdo de lo que acababa de sugerir. El agente Bantam, el más grande de los dos, respondió:

– No, no pensamos eso en absoluto, pero cuantas menos personas participen, mejor. Sobre todo del sector de hosting de su empresa.

Carver asintió con la cabeza y sus ojos destellaron un instante en dirección a Chávez, pero los agentes no hicieron caso de la mirada. Ella se quedó en la reunión.

– ¿Cuál es la página web? -preguntó Carver.

– Asesinodelmaletero.com -respondió Mc Ginnis-. Acabo de comprobarlo y forma parte de un paquete más grande. Una cuenta de Seattle.

Carver asintió con la cabeza y mantuvo una actitud calmada. Tenía un plan para eso. Era mejor que ellos, porque siempre tenía un plan.

Señaló a la pantalla del escritorio de Mc Ginnis.

– ¿Podemos echar un vistazo a esa…?

– Preferiríamos no hacerlo en este momento -dijo Bantam-. Pensamos que eso podría avisar al objetivo. No es un sitio desarrollado. No hay nada que ver. Pero creemos que es un sitio de captura.

– Y no queremos que nos capturen -concluyó Carver.

– Exactamente.

– ¿Puedo ver la orden?

– Claro.

El documento había sido devuelto a Bantam mientras Carver subía desde el búnker. El agente lo sacó de nuevo y se lo entregó, Carver lo desdobló y lo examinó con la esperanza de que su expresión no delatara nada. Se controló para asegurarse de que no estaba tarareando.

La orden de registro era más destacable por lo que no contenía que por lo que decía. El FBI tenía de su lado a un juez federal muy cooperativo, eso parecía garantizado. La orden describía en términos muy generales una investigación de un sujeto desconocido que usaba Internet y cruzaba fronteras estatales para llevar a cabo una conspiración criminal de robo de datos y fraude. La palabra asesinato no figuraba en la orden. Esta autorizaba un acceso completo a la página web y a toda la información y registros relativos a su origen, funcionamiento y financiación.

Carver sabía que el FBI tendría una desagradable sorpresa con lo que iba a recibir. Asintió con la cabeza al examinarlo.

– Podemos darles todo esto -dijo-. ¿Cuál es la cuenta en Seattle?

– See Jane Run -dijo Chávez.

Carver se volvió a mirarla, como si se fijara en ella por primera vez. Ella captó su malestar.

– El señor Mc Ginnis acaba de pedirme que lo busque -explicó-. Ese es el nombre de la empresa.

Bueno, pensó Carver, al menos era buena para algo más que para ser anfitriona de visitas guiadas a la planta cuando el jefe no estaba. Se volvió hacia los agentes, asegurándose de darle la espalda a Chávez y dejarla fuera de la discusión.

– Muy bien, pongámonos con esto -dijo.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando? -preguntó Bantam.

– ¿Por qué no van a nuestra estupenda cafetería y piden una taza de café? Volveré con ustedes antes de que esté lo bastante frío para beberlo.

Mc Ginnis hizo un chasquido.

– Se refiere a que no tenemos cafetería. Tenemos máquinas que queman el café.

– Bueno -dijo Bantam-, se lo agradecemos, pero hemos de ser testigos de la ejecución de la orden.

Carver asintió.

– Entonces vengan conmigo e iré a buscar la información que necesitan. Pero hay un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Bantam.

– Quieren toda la información perteneciente a esta página web pero sin implicar a diseño y hosting. Eso no va así. Yo puedo responder por Danny O’Connor, no es ningún terrorista. Creo que debería participar si hemos de ser concienzudos y darles todo lo que necesitan.

Bantam asintió y lo consideró.

– Vamos paso a paso. Traeremos al señor O’Connor cuando lo necesitemos.

Carver se quedó en silencio mientras hacía ver que esperaba que dijera algo más, luego asintió.

– Como quiera, agente Bantam.

– Gracias.

– ¿Vamos al búnker entonces?

– Desde luego.

Los dos agentes se levantaron, igual que hizo Chávez.

– Buena suerte, caballeros -dijo Mc Ginnis-. Espero que detengan a los delincuentes. Estamos dispuestos a ayudar en todo lo que podamos.

– Gracias, señor -dijo el agente Richmond.

Al salir de administración, Carver se fijó en que Chávez iba detrás de los agentes. Carver estaba sosteniendo la puerta, pero cuando llegó el turno de ella la dejó fuera.

– Nos apañaremos a partir de aquí, gracias -dijo.

Pasó antes que ella y cerró la puerta tras de sí.

Загрузка...