Capítulo 12

De costa a costa

Como cabía esperar, mi segmento en el programa matinal no llegó hasta la segunda hora. Durante cuarenta y cinco minutos esperé sentado en un estudio pequeño y oscuro mientras miraba la primera mitad del programa en la pantalla de la cámara. Uno de los reportajes era sobre Crossroads, el centro de rehabilitación de drogodependientes que Eric Clapton había fundado en el Caribe. El segmento terminó con imágenes de un concierto de Clapton con una versión muy soul y con un toque de blues de Somewhere over the Rainbow. El tema era maravillosamente conmovedor y cargado de esperanza en relación al reportaje, pero un anuncio lo interrumpió.

Durante la pausa, recibí la advertencia de que faltaba un minuto y enseguida estuve en directo de costa a costa y más allá. El presentador del programa en Atlanta me hizo preguntas fáciles que le respondí con un entusiasmo que sugería falsamente que no las había escuchado antes y que la noticia no llevaba ya tres días circulando en el Times. Cuando terminé y el programa pasó a la siguiente historia, Christian DuChateau me comunicó por el auricular que ya podía marcharme y que me debía un favor por salvar al programa del desastre que habría supuesto Alonzo Winslow. Me dijo que la limusina me llevaría a donde tuviera que ir.

– Christian, ¿le importa que le pida que haga una parada en el camino? No tardaré mucho tiempo.

– No, en absoluto. Tengo a otra persona que llevará a Alonzo a su casa, así que puede disponer del coche el resto de la mañana si lo necesita. Como le he dicho, le debo una.

Eso me iba bien. Hice una parada rápida en la sala de espera para coger otra taza de café y descubrí que Alonzo y Wanda seguían ahí. Daban la sensación de que aún estaban esperando que alguien los llevara al estudio para ser entrevistados. Nadie les había dicho todavía que habían cancelado su presencia y parecían demasiado ingenuos para darse cuenta.

Decidí no ser el portador de malas noticias. Les dije adiós y les di a cada uno una tarjeta con mi número de teléfono móvil en ella.

– Oye, te he visto en la tele -dijo Alonzo, señalando con la cabeza a la pantalla plana en la pared-. De puta madre. Ahora será mi turno.

– Gracias, Alonzo. Cuídate.

– Me cuidaré en cuanto alguien me suelte un millón de dólares.

Asentí con la cabeza, cogí otro dónut para acompañar el café y salí de la habitación, dejando a Alonzo esperando un millón de dólares que no iban a llegar.

Una vez en el coche, le hablé al chófer de la parada y este me dijo que ya le habían dicho que me llevara a donde le indicara. Nos detuvimos a la entrada de mi casa a las siete y veinte. Me quedé sentado en el coche, mirando la casa durante casi un minuto antes de reunir valor para bajar y entrar.

Abrí la puerta de la calle y entré, pisando tres días de correo que habían echado a través de la ranura. Ni la lluvia ni la nieve ni la cinta amarilla de la escena del crimen habían impedido que mi cartero cumpliera con sus repartos. Hojeé rápidamente los sobres y descubrí que habían llegado dos de mis nuevas tarjetas de crédito. Me guardé esos sobres en el bolsillo de atrás y dejé el resto en el suelo.

Había restos de la escena del crimen diseminados por toda la casa. El polvo negro para recoger huellas dactilares parecía omnipresente en todas las superficies. También había rollos de cinta acabados y guantes de goma descartados por todo el suelo. Daba la impresión de que los investigadores y técnicos no habían considerado ni por un momento que alguien iba a regresar a la casa después de que se hubieran ido.

Dudé un segundo, luego recorrí el pasillo y entré en mi dormitorio. Había un olor a humedad desconcertante, porque parecía más fuerte que el día en que encontré el cuerpo de Angela. El somier, colchón y armazón de la cama habían desaparecido y supuse que conservarían todo ello para analizarlo y usarlo como prueba.

Hice una pausa y estudié el lugar donde había estado la cama. Me gustaría poder decir que en ese momento mi corazón se llenó de tristeza por Angela Cook, pero de alguna manera yo ya había pasado ese punto, o mi mente se defendía y no me permitía entretenerme en esas cosas. Si pensaba en algo, era en lo difícil que iba a resultarme vender la casa. Si sentía algo, era la necesidad de salir de allí lo antes posible.

Caminé rápidamente hacia el armario, recordando algo que había escrito una vez para el Times sobre una empresa privada que ofrecía un servicio de limpieza en los hogares donde se habían producido asesinatos o suicidios. Era un negocio próspero. Decidí que tendría que desenterrar esa historia de los archivos y llamarlos. A lo mejor me harían un descuento.

Saqué mi voluminosa maleta del estante del armario. La dejé en el suelo y salió un soplo de aire viciado al abrirla. No la había usado desde que me había mudado a la casa más de una década antes. Rápidamente comencé a llenarla con la ropa que tenía en mi rotación habitual. Cuando estaba a rebosar, bajé la mochila -que usaba con más frecuencia- y la llené de zapatos, cinturones y corbatas, a pesar de que pronto no tendría que usar corbata. Por último, fui al cuarto de baño y vacié todo lo que había sobre el lavabo y dentro del botiquín en la bolsa de plástico de la papelera.

– ¿Necesita ayuda?

Casi salté a través de la cortina de la ducha. Me volví y vi que era el chófer que había dejado en el coche diez minutos antes, después de decirle que solo tardaría cinco.

– Me ha asustado.

– Solo quería ver si necesitaba… ¿Qué ha pasado aquí?

Estaba mirando los guantes de goma tirados en el suelo y la gran mancha vacía en el lugar de la cama.

– Es una larga historia. Si puede llevar esa maleta grande al coche, yo iré a buscar el resto. He de comprobar algo en mi ordenador antes de irnos.

Agarré mi raqueta de frontón que colgaba de un gancho en la puerta de la habitación y seguí al chófer con la bolsa y la mochila. Lo metí todo en el maletero al lado de la maleta grande y volví a dirigirme a la casa. Me fijé en que la vecina de enfrente estaba en su portal, mirándome. Sostenía en la mano el Times entregado a domicilio. La saludé, pero ella no me devolvió el gesto y me di cuenta de que no iba a volver a tener una actitud amistosa o de buena vecindad para conmigo. Yo había traído la oscuridad y la muerte a nuestro agradable barrio.

Otra vez dentro de la casa, me fui directamente al despacho. Nada más entrar, me di cuenta de que mi ordenador de sobremesa no estaba en mi escritorio. Había desaparecido y comprendí que la policía o el FBI se lo habrían llevado. De alguna manera, saber que un grupo de hombres extraños estaban buscando en mis archivos de trabajo y personales, incluida mi malograda novela, me hizo sentir vulnerable de una manera completamente nueva. Yo no era el asesino que andaba suelto, pero el FBI tenía mi ordenador. Cuando Rachel volviera de Washington, le pediría que me lo recuperara.

Noté un peso en los hombros y sentí que la coraza que me había puesto para superar el regreso a mi casa se me estaba escurriendo. Tenía que salir de allí o los horrores de lo que le había ocurrido a Angela volverían a colarse en mis pensamientos y me paralizarían. Debía mantenerme en movimiento.

Mi última parada en la casa fue en la cocina. Revisé la nevera, cogí todos los productos caducados o cuya fecha de caducidad estaba próxima y los tiré a la basura. También tiré los plátanos del frutero y media barra de pan de una de las alacenas. Luego salí por la puerta de atrás y dejé la bolsa en el contenedor de al lado del garaje. Volví a entrar, cerré y salí por la puerta delantera. El coche me esperaba.

– Otra vez al Kyoto -le dije al conductor.

Tenía casi un día entero por delante y ya era hora de ponerme a trabajar.

Al alejarnos, vi que mi vecina había vuelto a refugiarse en la seguridad de su hogar. No pude evitar volverme y mirar a través del parabrisas trasero hacia mi casa. Era la única casa que había tenido y nunca me había planteado no vivir allí. Me di cuenta de que un asesino me la había dado y otro me la había quitado.

Giramos por Sunset y la perdí de vista.

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