Capítulo 18

Una llamada a la acción

Me quedé toda la tarde en la habitación del hotel, escribiendo la mayor parte del artículo del día siguiente y llamando una y otra vez a Rachel. El relato era fácil de enhebrar. Primero hablé de ello con mi SL, Prendergast, y escribí un texto de previsión. Lo envié y luego empecé a construir el artículo. Aunque no iba a salir hasta el siguiente ciclo de noticias, ya contaba con los principales elementos. A primera hora del día siguiente reuniría los últimos detalles y no tendría más que añadirlos.

Eso si me daban nuevos detalles. Lo que había sido una pequeña dosis de paranoia se convirtió en algo más grande a medida que las llamadas a Rachel, una cada hora, quedaban sin contestar y los mensajes lo mismo. Mis planes para la noche -y para el futuro- chocaban con las rocas de la duda.

Al final, justo antes de las once, sonó mi móvil. El identificador de llamadas decía Mesa Verde Inn. Era Rachel.

– ¿Qué tal Los Ángeles? -preguntó.

– Los Ángeles bien -dije yo-. He tratado de llamarte. ¿No has recibido mis mensajes?

– Lo siento, el móvil se me ha quedado sin batería. Lo he usado demasiado… Acabo de volver al hotel. Gracias por dejarme la maleta.

La explicación de la batería parecía plausible. Empecé a relajarme.

– De nada -dije-. ¿En qué habitación estás?

– Siete diecisiete. ¿Y tú qué tal, al final has vuelto a tu casa?

– No, sigo en el hotel.

– ¿Ah, sí? Pues acabo de llamar al Kyoto y me han puesto con tu habitación, pero no ha contestado nadie.

– He bajado a recepción a por hielo. -Miré la botella de Grand Embrace Cabernet que había pedido al servicio de habitaciones-. Así que ya has terminado por hoy -dije para cambiar de tema.

– Sí, eso espero. Acabo de pedir algo al servicio de habitaciones. Supongo que me llamarán si encuentran algo en Western Data.

– ¿Quieres decir que todavía hay gente allí?

– El equipo RPE sigue allí. Toman Red Bull como si fuera agua y piensan seguir trabajando toda la noche. Carver está con ellos. Pero yo no he aguantado. Tenía que comer algo y dormir.

– ¿Y Carver está dispuesto a dejarles trabajar toda la noche?

– Resulta que el espantapájaros es un búho. Todas las semanas hace algún turno de noche. Dice que es cuando mejor trabaja, así que no tiene ningún problema en quedarse con ellos.

– ¿Qué has pedido para cenar?

– Típica comida casera: hamburguesa con queso y patatas.

Sonreí.

– Yo he cenado lo mismo, pero sin queso. ¿Un ron Pyrat, algo de vino?

– No, he vuelto a las dietas del FBI y el alcohol no está permitido. Aunque no me vendría mal.

Sonreí, pero decidí hablar de trabajo para empezar.

– ¿Cuáles son entonces las últimas noticias sobre Mc Ginnis y Stone?

Noté cierta vacilación en su respuesta.

– Jack, estoy cansada. Ha sido un día muy largo y me he pasado las últimas cuatro horas en ese búnker. Tenía la esperanza de poder cenar, darme un baño caliente… ¿No podríamos dejarlo para mañana?

– Mira, Rachel, yo también estoy cansado, pero recuerda que si he dejado que me hicierais a un lado ha sido a condición de que me mantuvieseis informado. No sé nada de ti desde que me fui del almacén y ahora me dices que estás demasiado cansada para hablar.

Otra vacilación.

– Vale, vale, tienes razón. Terminemos con esto. La actualización es que hay buenas y malas noticias. La buena noticia es que sabemos quién es realmente Freddy Stone, y no es Freddy Stone. Conocer su identidad real con suerte nos ayudará a dar con él.

– ¿Freddy Stone es un alias? ¿Cómo se las ingenió para superar los controles de seguridad de los que tanto se vanaglorian en Western Data? ¿No comprobaron sus huellas dactilares?

– Según los documentos de la compañía, Declan Mc Ginnis firmó para que lo contrataran. De manera que pudo haberlo amañado.

Asentí. Mc Ginnis podía haber introducido a su compañero de crímenes en la empresa sin problemas.

– Bien, ¿y quién es?

Abrí mi mochila sobre la cama y saqué cuaderno y bolígrafo.

– Su nombre real es Marc Courier. Es Marc, con c. La misma edad, veintiséis años, con dos detenciones por fraude en Illinois. Desapareció hace tres años antes de que lo juzgaran. Se trataba de casos de suplantación de identidad. Conseguía tarjetas de crédito, abría cuentas bancarias y toda la pesca. Según los antecedentes, parece evidente que es un hacker muy hábil y un troll despiadado con un largo historial de abusos y asaltos digitales. Es un chico malo y estaba allí delante, en el búnker.

– ¿Cuándo empezó a trabajar para Western Data?

– También hace tres años. Por lo visto se largó de Chicago y casi inmediatamente acabó en Mesa con el nuevo nombre.

– ¿Así que Mc Ginnis ya lo conocía?

– Creemos que lo reclutó. Hasta hace poco siempre era sorprendente que dos asesinos de perfil similar coincidieran. ¿Qué posibilidades había de que algo así ocurriera? Pero ahora, con Internet, es completamente diferente. Es la gran intersección, para lo bueno y para lo malo. Con chats y webs dedicadas a todos los fetichismos y parafilias imaginables, resulta que la gente con intereses similares se interconecta a cada minuto, durante todo el día. Vamos a tener más casos como este, Jack, de gente que sale de la fantasía y el ciberespacio y se mete en el mundo real. Conocer a gente con tus mismas creencias ayuda a justificarlas. Es alentador. A veces es una llamada a la acción.

– ¿Hay alguien más que se llame Freddy Stone?

– No, parece un nombre fabricado.

– ¿Algún dato de violencia o de delitos sexuales en Chicago?

– Cuando lo detuvieron allí hace tres años le confiscaron el ordenador y encontraron un montón de porno. Según me han dicho, incluía unas cuantas películas de torturas de Bangkok, pero no se presentaron cargos. Es difícil, porque las películas llevan indicaciones de que todos son actores y nada es real, aunque lo más probable es que se trate de tortura y de dolor verdaderos.

– ¿Y qué hay de material sobre ortesis y cosas por el estilo?

– No hay nada de eso, pero lo investigaremos, créeme. Si el vínculo entre Courier y Mc Ginnis es la abasiofilia, lo encontraremos. Si se encontraron en un chat de doncellas de hierro, lo encontraremos también.

– ¿Cómo identificasteis a Courier?

– Por la huella de la mano guardada en el lector biométrico que hay en la entrada a la granja de servidores.

Acabé de escribir y repasé mis notas, pensando en la siguiente pregunta.

– ¿Podría disponer de alguna foto de ficha policial de Courier?

– Mira en tu correo electrónico. Te he enviado una antes de salir de allí. Quería que me dijeras si te resulta familiar.

Alcancé el portátil al otro lado de la cama y me metí en el correo. Su mensaje estaba el primero. Abrí la foto y observé la fotografía de Marc Courier tras ser detenido tres años antes. Cabello largo y oscuro, perilla desaseada y bigote. Tenía aspecto de encajar sin problemas con Kurt y Mizzou en el búnker de Western Data.

– ¿Podría ser el hombre del hotel de Ely? -preguntó Rachel. Estudié la fotografía sin contestar-. ¿Jack?

– No lo sé. Podría ser. Ojalá le hubiera visto los ojos.

Examiné la fotografía durante unos segundos más y luego volví al asunto.

– Bien, decías que tenías noticias buenas y malas. ¿Cuáles son las malas?

– Antes de desaparecer, Courier introdujo un virus en su propio ordenador del laboratorio de Western Data y en los archivos de la compañía. Han estado infestándolo casi todo hasta que los han descubierto esta noche. Los archivos de cámara se han borrado. Y también un montón de datos de la compañía.

– ¿Y eso qué implica?

– Implica que no nos va a ser tan fácil como creíamos seguirle la pista. Cuándo estaba allí, cuándo no, cualquier tipo de contacto o de encuentros con Mc Ginnis, esas cosas, ¿entiendes? Los mensajes de correo electrónico en uno y otro sentido. Habría sido muy bueno disponer de ese material.

– ¿Cómo ha podido pasar por alto algo así con Carver y todas las garantías de seguridad que supuestamente tienen allí?

– Para sabotear una empresa no hay nada como pertenecer a ella. Courier conocía los sistemas de defensa. Construyó un virus que navegaba por ellos.

– ¿Qué hay de Mc Ginnis y su ordenador?

– Creo que ahí tendremos más suerte, por lo que me han dicho. Pero no hace mucho que lo han abierto, de manera que no sabré más hasta que vuelva por allí mañana. Un equipo de investigación también estuvo en su casa durante toda la noche. Mc Ginnis vive solo, sin familia. He oído que encontraron material interesante, pero la investigación sigue abierta.

– ¿Cómo de interesante?

– Bueno, no sé si querrás oír esto, Jack, pero encontraron un ejemplar de tu libro sobre el Poeta en sus estantes. Ya te dije que lo encontraríamos.

No respondí. Sentí un súbito calor en la cara y el cuello y permanecí en silencio mientras consideraba la idea de que había escrito un libro que en cierto modo había sido un manual para otro asesino. No podía decirse que fuera un libro de instrucciones, pero ciertamente describía de qué manera llevaba a cabo el FBI sus perfiles e investigaciones sobre asesinos en serie.

Necesitaba cambiar de tema.

– ¿Qué más encontraron?

– Todavía no lo he visto, pero me han dicho que han encontrado un juego completo de ortesis de muslo a tobillo para mujer. También había pornografía sobre el tema.

– Joder, menudo hijo de puta enfermo.

Escribí unas notas sobre los hallazgos y hojeé las páginas para ver si algo me sugería una pregunta más. Con lo que ya sabía y lo que me estaba explicando Rachel podría escribir un gran artículo para el día siguiente.

– Western Data está completamente cerrado, ¿verdad?

– Casi. Me refiero a que las webs que se alojan en la compañía siguen operativas. Pero hemos congelado el hosting. Ningún dato puede entrar ni salir hasta que el RPE finalice su evaluación.

– Algunos de los clientes, como los grandes bufetes de abogados, se van a subir por las paredes cuando se enteren de que el FBI tiene la custodia de sus archivos, ¿verdad?

– Es probable, pero no hemos abierto ninguno de esos archivos. Por lo menos de momento. Lo que hacemos es mantener el sistema tal como estaba: nada entra y nada sale. Estuvimos redactando con Carver un mensaje para mantener informados a todos los clientes. Decía que la situación es temporal y que Carver, como representante de la compañía, supervisaba la investigación del FBI y garantizaba la integridad de los archivos y bla, bla, bla. Es todo lo que podemos hacer. Si luego han de subirse por las paredes, que se suban.

– ¿Qué hay de Carver? Habréis comprobado sus antecedentes, ¿no?

– Sí, y está limpio desde que salió del MIT. Hemos de confiar en alguien allí, y creo que él es ese alguien.

Permanecí en silencio mientras escribía unas cuantas notas finales. Tenía más que suficiente para redactar el artículo del día siguiente. Aunque no pudiera localizar a Rachel, estaba seguro de que mi artículo saldría en primera página y atraería la atención de todo el país. Dos asesinos en serie por el precio de uno.

– Jack, ¿estás ahí?

– Sí, estoy escribiendo. ¿Algo más?

– Creo que es todo.

– ¿Vas con cuidado?

– Claro que sí. Me mandan el arma y la placa esta noche. Mañana por la mañana las tendré aquí.

– Entonces ya no te faltará nada.

– Exacto. Bueno, y ahora, ¿podemos hablar de nosotros?

De pronto sentí una daga de ansiedad en el pecho. Rachel quería dejar de lado la conversación relacionada con el trabajo para decir lo que tuviera que decir sobre nuestra relación. Tras todas esas llamadas por teléfono sin contestar temía que las noticias no fueran buenas.

– Eh, sí, claro. ¿Qué pasa con nosotros?

Me levanté de la cama, dispuesto a recibir las noticias de pie. Me acerqué a coger la botella de vino. La estaba mirando cuando ella habló.

– Bueno, es que no quiero que solo hablemos de trabajo.

Me sentí algo mejor. Dejé la botella en su sitio y la daga no parecía tan afilada.

– Yo tampoco.

– De hecho, estaba pensando… Te parecerá una locura.

– ¿El qué?

– Bueno, cuando me han ofrecido otra vez el trabajo me he sentido muy… No sé, eufórica, supongo; reivindicada de alguna manera. Pero luego, cuando volvía aquí sola esta noche, he empezado a pensar sobre lo que dijiste cuando bromeabas.

No podía recordar a qué se refería, de manera que le seguí la corriente.

– ¿Y?

Soltó una risita antes de contestar.

– He pensado que realmente podría ser divertido si lo intentábamos.

Yo me estaba devanando los sesos, y no sabía si tendría algo que ver con la teoría de la bala única. ¿Qué había dicho?

– ¿En serio?

– Bueno, no sé nada del negocio ni de cómo podríamos conseguir clientes, pero creo que me gustaría trabajar contigo en las investigaciones. Sería divertido. Ya lo ha sido.

Entonces lo recordé. Walling y Mc Evoy, investigaciones discretas. Sonreí. Me arranqué la daga del pecho y la lancé con la punta por delante para que se clavara en el duro suelo como esa bandera que el astronauta plantó en la luna.

– Sí, Rachel, ha sido bonito -dije, con la esperanza de que esa bravuconería ocultara mi alivio interior-. Pero no sé, estabas muy inquieta al pensar en enfrentarte a la vida sin tu placa.

– Sí, ya sé. Quizá me esté engañando a mí misma. Quizás acabaríamos en asuntos de divorcios, y con el tiempo eso ha de ser fatal.

– Sí.

– Bueno, tenemos que pensar en ello.

– Oye, no vayas a creer que tengo algo organizado; no me oirás objetar nada. Lo único que quiero es asegurarme de que no cometes ningún error. O sea, ¿ya está todo olvidado en el FBI? ¿Te han devuelto el trabajo y ya está?

– Tal vez no. Estarán al acecho. Como siempre.

Oí que alguien llamaba a su puerta y una voz apagada que decía «servicio de habitaciones».

– Aquí tengo la cena -dijo Rachel-. Te dejo.

– De acuerdo. Hasta luego, Rachel.

– Sí, Jack. Buenas noches.

Sonreí mientras apagaba el móvil. Ese luego iba a ser más pronto de lo que ella creía.


Después de lavarme los dientes y de mirar en el espejo qué aspecto tenía, cogí la botella de Grand Embrace y me guardé en el bolsillo el sacacorchos que me había dado el chico del servicio de habitaciones. Me aseguré de que llevaba la tarjeta llave y salí.

La escalera se hallaba justo al lado de mi habitación, y la de Rachel solamente estaba un piso más arriba y unas cuantas puertas más allá, de manera que decidí no perder más tiempo. Empujé la puerta y empecé a subir los escalones de cemento de dos en dos. Me asomé un momento por encima de la barandilla y miré al fondo del hueco de la escalera. Noté una dosis rápida de vértigo, retrocedí y continué subiendo. Al llegar al descansillo intermedio ya estaba pensando en cuáles serían las primeras palabras de Rachel cuando abriera la puerta y me viera. Estaba sonriendo al llegar al final del siguiente tramo de peldaños. Y fue entonces cuando vi a un hombre tendido de espaldas cerca de la puerta que daba al pasillo de la séptima planta. Llevaba pantalones negros y camisa blanca con pajarita.

Al momento comprendí que se trataba del camarero del servicio de habitaciones que un rato antes me había traído la cena y la botella de vino que ahora llevaba en la mano. Al llegar al último escalón vi que había sangre sobre el cemento, que se filtraba por debajo de su cuerpo. Me arrodillé junto a él y dejé la botella en el suelo.

– ¡Oye!

Le moví el hombro para ver si obtenía alguna respuesta. No observé ninguna reacción y pensé que estaba muerto. Vi la tarjeta de identificación prendida a su cinturón y esta confirmó mi reconocimiento: EDWARD HOOVER, PERSONAL DE COCINA.

Y enseguida salté a otra conclusión.

«¡Rachel!»

Me levanté de un salto y abrí la puerta. Al tiempo que entraba en el pasillo del séptimo piso saqué el móvil y marqué el 911, el número de emergencias. El hotel estaba diseñado en forma de una gran U y yo me encontraba en la parte superior del palo derecho. Empecé a avanzar por el pasillo, fijándome en los números de las puertas: 722, 721, 720… Llegué a la habitación de Rachel y vi que la puerta estaba entreabierta. La empujé sin llamar.

– ¿Rachel?

La habitación estaba vacía, pero vi signos evidentes de lucha. Había platos, cubiertos y patatas fritas esparcidos por el suelo junto a la mesa del servicio de habitaciones. La ropa de cama había desaparecido y vi una almohada manchada de sangre en el suelo.

Me di cuenta de que llevaba en la mano el móvil y oí que me llamaba una vocecita. Volví hacia el pasillo al tiempo que levantaba el teléfono.

– ¿Hola?

– Nueve uno uno, ¿cuál es su emergencia?

Eché a correr por el pasillo, con el pánico envolviéndome mientras gritaba al teléfono.

– ¡Necesito ayuda! ¡Mesa Verde Inn, séptimo piso! ¡Ahora!

Doblé por el pasillo central y durante una milésima de segundo atisbé la imagen de un hombre con el cabello teñido de rubio que llevaba una chaqueta de camarero roja. Empujaba un gran carro de lavandería a través de una puerta de doble hoja, al otro lado de los ascensores. No lo vi más que un momento, pero aquello no tenía sentido.

– ¡Eh!

Aceleré mi carrera, cubrí rápidamente la distancia y empujé las puertas de doble hoja solo unos segundos después de ver que se cerraban. Entré en un pequeño vestíbulo de la zona de limpieza y vi que se cerraba la puerta del montacargas. Me lancé hacia allí con el brazo extendido, pero era demasiado tarde. Se había ido. Retrocedí y miré hacia arriba. No había números ni flechas que me indicaran en qué dirección había huido. Volví a pasar por la puerta de doble hoja y corrí hacia los ascensores de clientes. Las escaleras, a ambos lados de la planta, quedaban demasiado lejos para tomarlas en consideración.

Apreté el botón de bajada, pensando que era la opción obvia. Conducía a la salida, a la huida. Pensé en el carro de lavandería y en la inclinación hacia delante del hombre que lo empujaba. Allí dentro había algo más pesado que ropa, estaba seguro. Tenía a Rachel.

Había cuatro ascensores para clientes y tuve suerte. En el mismo momento en que apreté el botón se oyó la campanita de una puerta y se abrieron las de ese ascensor. Salté al interior y vi que la luz de recepción ya estaba encendida. Aporreé el botón de cierre y esperé durante un momento interminable hasta que las puertas se cerraron lenta y suavemente.

– Tranquilo, que ya llegaremos.

Me volví y vi que ya había un hombre en el ascensor. Llevaba una tarjeta de convención con su nombre y adornada con un lazo azul. Iba a decirle que se trataba de una emergencia cuando me acordé de que llevaba un teléfono en la mano.

– ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?

Se oía mucha carga estática en la línea, pero todavía tenía conexión. Sentía que el ascensor empezaba a bajar deprisa.

– Sí, señor, he enviado a la policía. ¿Puede usted decirme…?

– ¡Escúcheme! Aquí hay un tipo vestido de camarero y está intentando raptar a una agente federal. Llame al FBI. Envíe a todas… ¿Oiga? ¿Sigue ahí?

Nada. La llamada se había cortado. Sentí que el ascensor se detenía bruscamente al llegar a la planta baja. El hombre de la convención retrocedió hasta una esquina e intentó desaparecer. Me acerqué a las puertas y salí apenas empezaron a abrirse.

Me encontré en un vestíbulo adyacente a la recepción. Orientándome para localizar el montacargas, doblé a la izquierda y luego otra vez a la izquierda a través de una puerta con un letrero que decía RESERVADO AL PERSONAL y que daba a un pasillo. Oí los ruidos de una cocina y olía a comida. Había estantes de acero inoxidable llenos de latas de comida de tamaño para hostelería y otros productos. Vi el ascensor de servicio, pero no había ni rastro del hombre de la chaqueta roja que llevaba el carro de la lavandería.

¿Había llegado abajo antes que el montacargas, o había ido hacia arriba?

Apreté el botón de llamada del ascensor.

– Oiga, no puede estar aquí.

Me volví rápidamente y vi a un hombre con ropa blanca de cocina y un delantal sucio que caminaba hacia mí por el pasillo.

– ¿Ha visto a un hombre empujando un carro de lavandería? -le pregunté rápidamente.

– No, en la cocina no.

– ¿Hay algún sótano?

El hombre se sacó un cigarrillo sin encender de la boca para contestarme. Me di cuenta de que iba a salir a fumar, así que por allí cerca tenía que haber una salida.

– ¿Se puede llegar al aparcamiento desde aquí?

Señaló a mi espalda.

– El muelle de carga está… ¡Eh, cuidado!

Empezaba a volverme hacia el ascensor cuando el carro de la lavandería vino hacia mí. Me golpeó a la altura del muslo y caí hacia delante. Extendí las manos para amortiguar mi caída en la pila de ropa de cama. Noté algo blando pero sólido bajo aquellas sábanas y supe que era Rachel. Eché el peso hacia atrás y volví a ponerme en pie.

Al levantar la mirada vi que el ascensor volvía a cerrarse porque el hombre de la chaqueta roja mantenía la mano en el botón de cierre de puertas. Lo miré a la cara y lo reconocí por la fotografía de su ficha policial que había recibido esa misma noche. Tenía un aspecto más pulcro e iba de rubio, pero estaba seguro de que aquel tipo era Marc Courier. Volví a fijarme en el panel de control del ascensor y vi que se había encendido la luz del piso superior. Courier volvía arriba.

Metí los brazos en el interior del carro y saqué la ropa de cama. Ahí estaba Rachel. Seguía con la ropa que llevaba por la mañana. Estaba bocabajo con brazos y piernas atados por detrás de la espalda. El cinturón de un albornoz del hotel atado con fuerza hacía las veces de mordaza. Rachel sangraba profusamente por la boca y por la nariz. Tenía los ojos vidriosos, con una expresión distante.

– ¡Rachel!

Me incliné sobre ella y tiré de la mordaza para sacársela de la boca.

– ¿Rachel? ¿Estás bien? ¿Puedes oírme?

No contestó. El hombre de la cocina se acercó y miró al interior del carro.

– ¿Qué demonios…?

La había atado con bridas. Me saqué el sacacorchos del bolsillo y utilicé el cortacápsulas para partir el plástico.

– ¡Ayúdeme a sacarla!

La levantamos para sacarla del carro con cuidado y la pusimos en el suelo. Yo me agaché a su lado y me aseguré de que la sangre no le había bloqueado las vías respiratorias. Las ventanas de la nariz sí que estaban taponadas, pero no así la boca. La habían golpeado y empezaba a hinchársele la cara.

Miré al hombre de la cocina.

– ¡Llame a seguridad! ¡Y a emergencias! ¡Corra!

Empezó a correr por el pasillo en busca de un teléfono. Volví a mirar a Rachel y vi que recuperaba la conciencia.

– ¿Jack?

– Todo está bien, Rachel. Estás a salvo.

La expresión de sus ojos era de miedo y de dolor. Sentí que la rabia crecía en mi interior.

Desde el fondo del pasillo oí que el hombre de la cocina me gritaba.

– ¡Ya vienen! ¡Ambulancia y policía!

No levanté la vista para mirarle. Mantenía los ojos fijos en Rachel.

– ¿Has oído eso? La ayuda está en camino.

Ella asintió y vi que sus ojos cobraban más vida. Tosió e intentó sentarse. La ayudé y después tiré de ella para abrazarla. Le froté la nuca.

Rachel susurró algo que no pude oír y me eché hacia atrás para mirarla y pedirle que volviera a decirlo.

– Pensaba que estabas en Los Ángeles.

Sonreí y negué con la cabeza.

– Estaba demasiado paranoico, no me gustaba nada separarme de la noticia. Y de ti, menos. Iba a sorprenderte con una buena botella de vino. Fue entonces cuando lo vi. Era Courier.

Asintió débilmente.

– Me has salvado, Jack. No lo reconocí por la mirilla de la puerta. Cuando abrí, era demasiado tarde. Me pegó. Intenté resistirme, pero llevaba un cuchillo.

Le pedí que callara. No tenía que explicármelo, pero había otra información más necesaria.

– Escucha, ¿estaba solo? ¿Estaba Mc Ginnis con él?

Ella negó con la cabeza.

– Solo he visto a Courier. Pero lo he reconocido demasiado tarde.

– No te preocupes por eso.

El hombre de la cocina permanecía en el pasillo, ahora con otros hombres vestidos con ropa blanca. Les indiqué que se acercaran, pero al principio no se movieron. Luego uno empezó a avanzar con desconfianza y los demás lo siguieron.

– Apriéteme el botón del montacargas, por favor -dije.

– ¿Está seguro? -preguntó uno.

– Hágalo.

Me agaché y puse la cara en el cuello de Rachel. La abracé, aspiré su perfume y le susurré al oído.

– Ha ido arriba. Voy a por él.

– ¡No, Jack, espera aquí! ¡Espera aquí conmigo!

Me incorporé y la miré a los ojos. No dije nada hasta que oí que las puertas del ascensor se abrían. Entonces miré al tipo de la cocina con el que había hablado al principio. Llevaba el nombre bordado en la camisa blanca: Hank.

– ¿Dónde están los de seguridad?

– Tendrían que estar aquí -me dijo-. Ya vienen.

– Muy bien, quiero que esperen aquí con ella. No la dejen sola. Cuando lleguen los de seguridad, díganles que hay otra víctima en las escaleras del séptimo y que he ido arriba a buscar al tipo. Pídanles que cubran todas las salidas y los ascensores. Ese tipo ha subido, pero en algún momento tendrá que intentar bajar.

Rachel empezó a levantarse.

– Voy contigo -dijo.

– No, tú no vas a ninguna parte. Estás herida. Te quedarás aquí y yo volveré enseguida. Te lo prometo.

La dejé allí y me metí en el ascensor. Apreté el botón del piso doce y volví a mirar a Rachel. Cuando la puerta se cerraba vi que Hank, el de la cocina, encendía nerviosamente su cigarrillo.

Tanto él como yo sentíamos que aquel era un momento para enviar las normas al cuerno.


El montacargas subía muy despacio y me dio por pensar que en gran parte el rescate de Rachel se había debido puramente a la suerte: un montacargas lento, mi decisión de quedarme en Mesa para sorprenderla, la de ir por la escalera con mi botella de vino. Pero no quería hacer conjeturas con lo que podría haber llegado a pasar. Me concentré en el momento y cuando el montacargas llegó por fin a lo alto del edificio estaba en guardia, con la hoja de dos centímetros del sacacorchos desplegada. Al abrirse la puerta comprendí que tenía que haber escogido algún arma mejor de entre las disponibles en la cocina, pero ya era demasiado tarde.

El vestíbulo de limpieza de la doce estaba vacío salvo por la chaqueta roja de camarero que vi abandonada en el suelo. Empujé las puertas de doble batiente para meterme en el pasillo central. Ya oía las sirenas procedentes del exterior del edificio. Un montón de sirenas.

Miré a ambos lados, no vi nada y empecé a pensar que una búsqueda llevada a cabo por un solo hombre en un hotel de doce plantas casi tan ancho como alto iba a ser una pérdida de tiempo. Entre ascensores y escaleras, Courier podía elegir múltiples vías de escape.

Decidí volver con Rachel y dejar la búsqueda para la seguridad del hotel y la policía que llegaba.

Pero sabía que en mi camino hacia abajo podía cubrir por lo menos una de esas rutas de fuga. Quizá seguiría estando de suerte. Escogí la escalera del lado norte porque estaba más cerca del garaje del hotel. Además, era la escalera que Courier había utilizado para esconder el cuerpo del camarero del servicio de habitaciones.

Seguí adelante por el pasillo, doblé la esquina y empujé la puerta de la escalera. Lo primero que hice fue asomarme a la barandilla y mirar al hueco: no vi nada y lo único que oí fue el eco de las sirenas. Estaba a punto de empezar a bajar cuando vi que, aunque estaba en el piso superior del hotel, la escalera seguía hacia arriba.

Si había un acceso al tejado, tenía que comprobarlo. Empecé a subir.

Las escalera estaba en penumbra, apenas iluminada por un aplique en cada rellano. Cada piso estaba dividido por dos tramos de escaleras con un rellano en medio. Cuando llegué y giré para subir el tramo siguiente hasta lo que sería el piso trece, vi que el último descansillo estaba lleno de mobiliario de las habitaciones del hotel. Subí hasta donde la escalera terminaba en un gran almacén. Había mesillas de noche amontonadas una encima de otra y colchones en filas de cuatro apoyados en la pared. Había pilas de sillas y de minineveras y televisores anteriores a la era de la pantalla plana. Me acordé de los archivadores que había visto en los pasillos de la Oficina del Defensor Público. Allí seguro que se violaban múltiples normas, pero ¿quién lo veía? ¿Quién subía allí? ¿A quién le importaba?

Me abrí paso entre un grupo de lámparas de pie de acero hacia una puerta con una pequeña ventana cuadrada que me quedaba a la altura de la cabeza. Habían pintado la palabra AZOTEA con una plantilla, pero cuando llegué a la puerta vi que estaba cerrada. Hice fuerza en la barra de apertura, pero no se movió. Algo interfería o bloqueaba el mecanismo y la puerta no cedía. Miré por la ventana y vi una terraza plana de grava que se extendía detrás de los pretiles cubiertos de tejas del hotel, así como la estructura que albergaba los ascensores en medio de una extensión de cuarenta metros de grava. Detrás había otra puerta que daba a la escalera del otro lado del hotel.

Me incliné hacia la izquierda y me acerqué más a la ventana para tener una visión más amplia de la azotea. Courier podía estar ahí fuera.

En el momento en que lo hacía, vi el reflejo de un movimiento en el cristal.

Alguien estaba detrás de mí.

Instintivamente, salté hacia un lado y me volví al mismo tiempo. El brazo de Courier, armado con un cuchillo, no me acertó por muy poco e impactó en la puerta.

Planté los pies y lancé mi cuerpo contra el suyo, alzando la mano y clavándole la hoja del sacacorchos en el costado.

Pero mi arma era demasiado corta. Logré alcanzarle con un golpe directo, pero la herida no bastó para derribarlo. Courier aulló y me golpeó el puño con su antebrazo, de manera que mi arma cayó al suelo. Luego, rabioso, me lanzó un potente gancho. Conseguí agacharme y al hacerlo vi con claridad su arma. Medía por lo menos diez centímetros, y sabía que si conseguía clavármela todo habría acabado para mí.

Courier me atacó de nuevo y esta vez lo eludí por la derecha y lo agarré por la muñeca. La única ventaja que tenía era mi tamaño. Era mayor y más lento que Courier, pero le sacaba veinte kilos. Sujetándole la mano del cuchillo, volví a lanzarme contra él y rodamos sobre el bosque de lámparas y luego al suelo de cemento.

Courier logró zafarse en la caída y se levantó con el cuchillo preparado. Agarré una de las lámparas y sostuve su base redonda por delante, listo para defenderme con ella y desviar el siguiente ataque.

Por un momento no ocurrió nada. Él blandió su cuchillo ante mí y parecía que ambos nos tomábamos las medidas, a la espera de que el contrario tomara la iniciativa. Decidí cargar con la base de la lámpara, pero él la esquivó con facilidad. Volvimos a ponernos en guardia. Tenía una sonrisa de desesperación en la cara y respiraba agitadamente.

– ¿Adónde vas a ir, Courier? ¿No oyes todas esas sirenas? Están aquí, tío. La policía y el FBI estará por todas partes en menos de dos minutos. ¿Adónde irás entonces?

No dijo nada y me arriesgué a otra acometida con la lámpara. Él agarró la base y por un momento forcejeamos por controlarla, pero logré empujarle hacia un montón de minineveras y estas cayeron al suelo.

No tenía ninguna experiencia en la lucha con cuchillos, pero el instinto me decía que tenía que seguir hablando. Si distraía a Courier, reduciría la amenaza y tal vez lograría darle de lleno. De modo que seguí preguntándole, a la espera de mi oportunidad.

– ¿Dónde está tu compañero? ¿Dónde está Mc Ginnis? ¿Te ha enviado para que te encargaras del trabajo sucio? Como en Nevada, ¿no? Has vuelto a desperdiciar la ocasión.

Courier me hizo una mueca, pero no mordió el anzuelo.

– Él te dice lo que tienes que hacer, ¿eh? Como si fuera tu mentor en el asesinato o algo así, ¿no? Pues el amo no va a estar demasiado contento contigo esta noche. ¡Porque vamos cero a dos, tío!

Esta vez no pudo contenerse.

– ¡Mc Ginnis está muerto, imbécil! Lo enterré en el desierto. Iba a hacer lo mismo con tu puta después de terminar con ella.

Amagué otra acometida con la lámpara e intenté seguir hablando.

– No lo entiendo, Courier. Si está muerto, ¿por qué no te has largado? ¿Para qué arriesgarlo todo yendo a por ella?

En el mismo momento en que abría la boca para responderme, amagué que iba a darle en el pecho con la base de la lámpara y en el último instante la levanté para darle en la cara. Le alcancé de lleno en la mandíbula. Courier retrocedió un momento y actué rápido, lanzándole la lámpara primero y luego yendo a por el cuchillo con las dos manos. Caímos sobre un mueble de televisor y luego al suelo, conmigo encima y forcejeando por el control del cuchillo.

Courier desplazó el peso debajo de mí y rodamos tres veces, de modo que él acabó encima. Yo le sujeté la muñeca con ambas manos y él me agarró la cara con la mano libre y trató de zafarse. Al final conseguí doblársela en un ángulo doloroso. Courier soltó un grito y el cuchillo cayó y rebotó en el suelo de cemento. Con un codo lo lancé hacia el hueco de la escalera, pero se detuvo justo en el límite, balanceándose bajo la barandilla azul. Había quedado a dos metros de distancia.

Fui a por él como un animal, lanzándole puñetazos y patadas, guiado por una rabia primaria que nunca había sentido. Le agarré una oreja e intenté arrancársela. Le clavé un codo en los dientes. Pero la energía de la juventud poco a poco le fue dando ventaja. Yo sentía que me cansaba rápidamente y él consiguió retroceder y poner algo de distancia. Me dio un rodillazo en la entrepierna que me dejó sin respiración. Sentí un dolor paralizante y no pude mantener la presa. Él se soltó del todo y fue a por el cuchillo.

Reuní la última reserva de mis fuerzas para medio arrastrarme y medio arrojarme tras él, al tiempo que intentaba ponerme en pie. Estaba dolorido y agotado, pero sabía que si él conseguía llegar al cuchillo, yo moriría.

Me abalancé sobre él desde atrás. Courier se tambaleó hacia delante y el tronco se le dobló por encima de la barandilla. Sin pensarlo, me agaché, lo agarré por una pierna y lo lancé por encima de la barandilla. Intentó aferrarse a los tubos de acero, pero las manos le resbalaron y cayó.

El grito solamente duró dos segundos. La cabeza chocó con una barandilla o contra el revestimiento de hormigón del hueco, y después de eso siguió cayendo en silencio y rebotando a un lado y a otro en su caída de trece pisos.

Lo miré durante todo el trayecto. Hasta el final, cuando el fuerte impacto volvió hasta mí en forma de eco.

Me gustaría poder decir que me sentí culpable, o que tuve algún remordimiento. Pero la verdad es que disfruté de cada momento de su caída.


A la mañana siguiente volví a Los Ángeles de verdad y dormí durante todo el trayecto de avión apoyado en la ventanilla. Había pasado casi toda la noche en las dependencias del FBI, que ya se me habían hecho familiares. Volví a hablar con el agente Bantam en la unidad móvil para entrevistas con testigos durante varias horas. Le expliqué y le volví a explicar lo que había hecho la tarde anterior y cómo Courier había acabado cayendo desde el piso trece. Le dije lo que Courier había dicho sobre Mc Ginnis y el desierto y el plan para Rachel Walling.

Durante la entrevista, Bantam no se quitó nunca la máscara de agente federal indiferente. En ningún momento expresó agradecimiento alguno por haberle salvado la vida a una compañera suya. Se limitó a hacer preguntas, algunas cinco o seis veces en diferentes momentos y de diferentes maneras. Y cuando por fin terminó, me informó de que los detalles concernientes a la muerte de Marc Courier se presentarían ante un jurado de acusación del estado para determinar si se había cometido un crimen o si mis acciones entraban en el marco de la legítima defensa. Solamente entonces salió de su papel y me habló como a un ser humano.

– Tenía sentimientos encontrados con usted, Mc Evoy. Sin duda ha salvado la vida de la agente Walling, pero subir a por Courier no fue lo correcto. Tendría que haber esperado. De haber sido así, lo tendríamos vivo en este momento y podríamos obtener algunas respuestas. Tal y como están las cosas, si Mc Ginnis realmente ha muerto, la mayor parte de los secretos cayeron por el hueco de esa escalera con Courier. El desierto que tenemos ahí fuera es enorme, ¿entiende?

– Sí, bueno, lo siento, agente Bantam. Pera la verdad es que yo lo miro desde otro ángulo. Creo que si no hubiera ido tras él quizás habría conseguido escapar. En ese caso, ahora tampoco dispondrían de más respuestas. Solo podría haber más cadáveres.

– Quizá. Pero no lo sabremos nunca.

– Bueno, ¿qué ocurrirá a partir de ahora?

– Tal como le he dicho, presentaremos el caso ante el jurado de acusación. No creo que tenga problemas. No me parece que el mundo vaya a sentirse apesadumbrado por la desaparición de Marc Courier.

– No me refiero a mí. Eso no me preocupa. Me refería a qué ocurrirá con la investigación.

Bantam reflexionó en silencio, como para considerar si tenía que decirme algo.

– Intentaremos reconstruir sus pasos. Es lo único que podemos hacer. Todavía no hemos acabado en Western Data. Continuaremos allí e intentaremos reunir una imagen de todo lo que hicieron esos hombres. Y seguiremos buscando a Mc Ginnis, vivo o muerto. Solo disponemos de la palabra de Courier de que esté muerto. Personalmente, no sé si creérmelo.

Me encogí de hombros. Yo había informado concienzudamente de lo que Courier me había dicho. Dejaría a los expertos que determinaran si era la verdad. Si querían colgar el retrato de Mc Ginnis en todas las oficinas de correos del país, a mí me parecía bien.

– ¿Puedo volver a Los Ángeles ahora?

– Puede irse si quiere. Pero si se le ocurre algo, llámenos. Del mismo modo que le llamaremos nosotros.

– Entendido.

No me dio la mano, se limitó a abrir la puerta. Cuando salí del autobús, Rachel estaba esperándome. Estábamos frente al aparcamiento del Mesa Verde Inn. Eran casi las cinco de la mañana, pero ninguno de los dos parecía demasiado cansado. El personal de la ambulancia la había atendido. La hinchazón había empezado a disminuir, pero tenía un corte desagradable, el labio magullado y una contusión bajo el ojo izquierdo.

No había querido que la llevaran al hospital para que le hicieran más exámenes. La última cosa que quería hacer Rachel en un momento como ese era abandonar el centro de la investigación.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté.

– Estoy bien -dijo ella-. ¿Cómo estás tú?

– Bien. Bantam dice que puedo irme. Creo que voy a subir al primer vuelo que salga hacia Los Ángeles.

– ¿No vas a quedarte a la conferencia de prensa?

Negué con la cabeza.

– ¿Qué van a decir que no sepa ya?

– Nada.

– ¿Cuánto tiempo vas a pasar todavía aquí?

– No lo sé. Supongo que hasta que terminen. Y eso no ocurrirá hasta que sepamos todo lo que hay que saber.

Asentí y miré mi reloj. El primer vuelo a Los Ángeles probablemente no saldría antes de un par de horas.

– ¿Quieres que desayunemos en algún sitio?

Intentó contraer los labios en señal de desagrado por la idea, pero el dolor frustró el esfuerzo.

– La verdad es que no tengo mucha hambre. Solamente quería despedirme. Quiero volver a Western Data. Han encontrado la mina de oro.

– ¿Y eso qué es?

– Un servidor no documentado al que habían estado accediendo tanto Mc Ginnis como Courier. Tiene vídeos archivados, Jack. Grabaron sus crímenes.

– ¿Y los dos salen en las grabaciones?

– No las he visto, pero según me han dicho de momento no se les puede identificar. Llevan máscaras y está filmado de manera que se muestra a sus víctimas, no a ellos. Me han explicado que en uno de los vídeos Mc Ginnis lleva una capucha de verdugo como la que llevaba el Asesino del Zodiaco.

– ¡No me digas! Oye, pero para ser el Asesino del Zodiaco debería tener sesenta y tantos.

– No, no están sugiriendo que lo sea… Esa capucha la puedes comprar en establecimientos de culto en San Francisco. Pero es significativo de cómo son. Es como lo de tener tu libro en la mesilla de noche: saben historia. Eso es una señal de hasta qué punto el miedo juega un papel en su programa. Asustar a las víctimas formaba parte de su excitación.

No pensaba que hubiese que ser un profiler del FBI para entender algo así, pero me hizo pensar en lo horripilantes que debían de haber sido los últimos momentos de las vidas de sus víctimas.

Volví a recordar la cinta de audio de la sesión de tortura de Bittaker y de Norris en la parte trasera de la furgoneta. No había podido escuchar en aquel momento. Y ahora prefería no conocer la respuesta a la pregunta que me planteaba.

– ¿Hay filmaciones de Angela?

– No, es demasiado reciente. Pero hay otras.

– ¿Te refieres a víctimas?

Rachel miró por encima de mi hombro hacia la puerta del autobús del FBI y luego otra vez a mí. Supuse que tal vez iba a decirme algo imprudente, pese al acuerdo al que yo había llegado con el FBI.

– Sí. Todavía no han revisado todo el material, pero por lo menos hay seis víctimas diferentes. Mc Ginnis y Courier llevaban mucho tiempo haciendo esto.

En aquel momento ya no sabía si tenía tantas ganas de largarme. La idea básica era que cuanto mayor fuera el recuento de cadáveres, mayor era la historia. Dos asesinos, por lo menos seis víctimas. Si la noticia tenía alguna posibilidad de ser aún más importante, eso acababa de ocurrir.

– ¿Qué hay de las ortesis? ¿Tenías razón sobre eso?

Rachel asintió con aire de gravedad. Era una de esas ocasiones en las que tener razón no resulta agradable.

– Sí, obligaban a las víctimas a llevar aparatos en las piernas.

Sacudí la cabeza como para ahuyentar ese pensamiento. Me palpé los bolsillos. No tenía ningún bolígrafo y el bloc de notas se había quedado en mi habitación.

– ¿Tienes un bolígrafo? -le pregunté a Rachel-. Necesito escribirlo.

– No, Jack, no tengo ningún bolígrafo. Ya te he dicho más de lo que debería. En este momento no son más que datos sin procesar. Espera a que lo entienda todo mejor y te llamaré. Tu hora de cierre no acaba hasta dentro de doce horas, por lo menos.

Tenía razón. Me quedaba todo un día para afinar el artículo, y la información se iría desarrollando con el transcurso de las horas. Aparte de eso, sabía que cuando volviera a la redacción me enfrentaría al mismo problema que la semana anterior. Volvía a formar parte de la noticia. Había matado a uno de los dos hombres sobre los que trataba esa historia. El conflicto de intereses dictaminaba que yo no podía escribirla. Iba a volver a sentarme con Larry Bernard para proporcionarle un artículo de portada que daría la vuelta al mundo. Resultaba frustrante, pero ya me iba acostumbrando.

– De acuerdo, Rachel. Creo que voy a subir a recoger mis cosas y luego me iré al aeropuerto.

– Muy bien, Jack. Te llamaré. Lo prometo.

Me gustaba que lo hubiera prometido sin que tuviera que pedírselo. La miré un momento, con el deseo de hacer un movimiento para tocarla, para abrazarla. Ella pareció leer mis sentimientos y tomó la iniciativa para fundirse conmigo en un abrazo.

– Me has salvado la vida esta noche, Jack. ¿Crees que vas a escaparte solamente con un apretón de manos?

– Tenía la esperanza de que hubiera algo más.

Le di un beso en la mejilla, evitando sus labios magullados. A ninguno de los dos nos preocupaba si el agente Bantam, o cualquier otra persona al otro lado de los vidrios opacos de la unidad móvil del FBI, estaba mirando.

Pasó casi un minuto antes de que Rachel y yo nos separáramos. Me miró a los ojos y asintió.

– ¡Ve a escribir ese artículo, Jack!

– Lo haré… Si me dejan.

Me volví y caminé hacia el hotel.


Todos los ojos estaban puestos en mí cuando entré en la redacción. La noticia de que había matado a un hombre la noche anterior se había extendido con la misma rapidez que un viento de Santa Ana. Muchos quizá pensaban que había vengado a Angela Cook. Otros opinarían que era algún obseso del peligro que se exponía en busca de sensaciones.

Al acercarme a mi cubículo, oí el timbre de mi teléfono y en cuanto entré vi que la luz de los mensajes estaba encendida. Dejé mi mochila en el suelo y decidí que ya me pondría al corriente de todas las llamadas y mensajes más tarde. Eran casi las once, así que me acerqué a la Balsa para ver si Prendo había llegado. Quería terminar con esa parte. Si iba a tener que darle mi información a otro periodista, quería empezar a soltarla enseguida.

Prendo no estaba, pero Dorothy Fowler se hallaba sentada a la cabeza de la Balsa. Miró por encima de su pantalla, me vio y se quedó atónita.

– Jack, ¿cómo estás?

Me encogí de hombros.

– Bien, creo. ¿Cuándo viene Prendo?

– Probablemente no llegue hasta la una. ¿Te ves con ánimo de trabajar hoy?

– ¿Quieres decir si me siento mal por el chico que cayó por el hueco de la escalera anoche? No, Dorothy, eso lo llevo bien. Me encuentro bien. Como dicen los policías, NHI: ningún humano involucrado. Ese tipo era un asesino al que le gustaba torturar a las mujeres mientras las violaba y las asfixiaba. No me siento tan mal con lo que le pasó. De hecho, casi lamento que no estuviera consciente durante toda la caída.

– Bueno. Creo que lo entiendo.

– Lo único que me incomoda ahora mismo es que supongo que no voy a escribir ese artículo. ¿Voy a escribirlo?

Fowler arrugó el ceño y negó con la cabeza.

– Me temo que no, Jack.

Déjà-vu una y otra vez.

Me miró entornando los ojos, como si considerara si me daba cuenta o no de la necedad que acababa de decir.

– Es una cita. ¿Te suena Yogi Berra, el jugador de béisbol?

No, no lo pillaba. Podía sentir los ojos y los oídos de toda la redacción pendientes de nosotros.

– Da igual. ¿A quién quieres que le pase información? El FBI me ha confirmado que había dos asesinos y que han encontrado vídeos suyos con diversas víctimas. Al menos seis, además de Angela. Van a anunciarlo en una conferencia de prensa, pero tengo un montón de material que no van a hacer público. Esto será sonado.

– Es lo que quería oír. Te voy a poner con Larry Bernard otra vez. ¿Tienes tus notas? ¿Estás listo?

– Estaré listo cuando lo esté él.

– De acuerdo, deja que llame y reserve la sala de reuniones para que podáis trabajar.

Pasé las siguientes dos horas contándole a Larry Bernard todo lo que sabía: le entregué mis notas y le expliqué lo que recordaba de mis propias acciones. A continuación, Larry me entrevistó para confeccionar otro artículo sobre mi lucha cuerpo a cuerpo con el asesino en serie.

– Lástima que no le dejaras contestar esa última pregunta -dijo.

– ¿De qué estás hablando?

– Al final, cuando le preguntaste por qué no se había largado en lugar de ir a por Walling, esa es la pregunta esencial, ¿no crees? ¿Por qué no huyó? Fue a por ella, y eso no tiene demasiado sentido. Estaba hablando contigo, pero dices que le pegaste con la lámpara antes de que contestara eso.

No me gustó la pregunta. Era como si se mostrara suspicaz sobre la veracidad de lo que decía o sobre lo que había hecho.

– Mira, era una pelea a cuchillo pero yo no llevaba cuchillo. No le estaba entrevistando, lo que quería era distraerlo. Si pensaba en mis preguntas, no pensaría en rajarme el cuello. Funcionó. Cuando vi una oportunidad, la aproveché. Me impuse, tuve suerte, y por eso estoy vivo y él no.

Larry se inclinó sobre la mesa y comprobó su grabadora para asegurarse de que seguía funcionando.

– Eso ha sido una buena cita -dijo.

Había ejercido como periodista durante más de veinte años y acababa de picar en el anzuelo que mi propio amigo y compañero me había lanzado.

– Me gustaría tomarme un descanso. ¿Cuánto más necesitas?

– De hecho creo que ya tengo bastante -dijo Larry, sin rastro alguno de disculpa en el tono: trabajo y nada más que trabajo-. Tomémonos un descanso y yo le daré un repaso a las anotaciones para asegurarme. ¿Por qué no llamas a la agente Walling para saber si ha surgido algo nuevo en las últimas horas?

– Me habría llamado.

– ¿Estás seguro?

Me levanté.

– Sí, estoy seguro. Oye, deja ya de provocarme, Larry, que no nací ayer.

Levantó las manos en señal de rendición. Pero sonreía.

– Vale, vale, tómate ese descanso. De todos modos tengo que escribir un par de frases de previsión.

Abandoné la sala de reuniones y volví a mi cubículo. Levanté el auricular y escuché los mensajes. Tenía diez, la mayoría de otros medios que querían que hiciera algún comentario para sus artículos. El productor de la CNN al que había salvado de la cólera de los censores evitando la entrevista a Alonzo Winslow me había dejado un mensaje para decirme que quería que volviera a salir para informar de los últimos acontecimientos.

Ya resolvería todas esas peticiones al día siguiente, después de que la historia fuera una exclusiva del Times. Estaba siendo leal hasta el final, aunque no sabía muy bien por qué.

El último mensaje era de mi largamente desaparecido agente literario. No había tenido noticias suyas en más de un año, y solamente había sido para decirme que no había conseguido vender mi última propuesta de libro: un año en la vida de un detective de Casos Abiertos. En su mensaje me informaba de que ya estaba recibiendo ofertas para un libro sobre el caso de los cadáveres en el maletero. Preguntaba si en los medios ya se le había puesto un nombre al asesino. Decía que uno con gancho haría que el libro fuera más fácil de promocionar, distribuir y vender. Quería que yo me lo pensara, decía, y que esperara tranquilo mientras él tomaba las riendas de la negociación.

Mi agente se había quedado atrás, y todavía no sabía que había dos asesinos, no uno. Pero el mensaje hizo desaparecer cualquier frustración que sintiera por no poder escribir el artículo del día. Sentí la tentación de llamarlo, pero decidí esperar hasta recibir noticias más significativas por su parte. Urdí un plan para decirle que solamente aceptaría un acuerdo con un editor que prometiera también publicar mi primera novela. Si tanto deseaban el relato de no ficción, seguro que aceptarían el trato.

Después de colgar el teléfono, fui a mi ordenador y miré en la cesta de Local si los artículos de Larry Bernard estaban en la previsión del día. Tal como esperaba, la previsión del día estaba coronada por un pack de tres artículos sobre el caso.


ASESINO EN SERIE Un hombre sospechoso de ser un asesino en serie que había participado en las muertes de por lo menos siete mujeres, entre ellas una periodista del Times, murió el martes por la noche en Mesa, Arizona, cuando una confrontación con otro periodista de este mismo diario terminó con su caída desde el piso trece por el hueco de la escalera de un hotel. Marc Courier, de 26 años y nacido en Chicago, fue identificado como uno de los dos hombres sospechosos en una sucesión de raptos, violaciones y asesinatos de mujeres en por lo menos dos estados. El otro sospechoso fue identificado por el FBI como Declan Mc Ginnis, de 46 años y también de Mesa. Según los agentes, Mc Ginnis era el director ejecutivo de una empresa de almacenamiento de datos y las víctimas se escogían de entre los archivos guardados por bufetes de abogados. Courier trabajaba para Mc Ginnis en Western Data Consultants y tenía acceso directo a los archivos en cuestión. Aunque Courier se atribuyó ante el periodista del Times el asesinato de Mc Ginnis, el FBI desconoce el paradero de este. 1200 palabras / con retrato de ficha policial de Courier.


BERNARD


ASESINO EN SERIE. DESPIECE. En una lucha a vida o muerte, Jack Mc Evoy, periodista del Times se enfrentó con Marc Courier, quien iba armado con un cuchillo, en el piso superior del Mesa Verde Inn. El periodista logró distraerle con las armas propias de su trabajo: las palabras. Cuando el sospechoso de asesinatos en serie bajó la guardia, Mc Evoy aprovechó la ocasión y Courier murió al caer por el hueco de la escalera. Según las autoridades, el sospechoso deja tras de sí más preguntas que respuestas. 450 palabras / con foto.


BERNARD


DATOS. Los llaman búnkeres y granjas. Están situados en praderas y desiertos. Son tan anodinos como los almacenes de los polígonos industriales de todas las ciudades del país. De los centros de archivo de datos se dice que son seguros, económicos y fiables. Almacenan archivos digitales vitales que uno tiene al alcance de la yema del dedo, no importa dónde se encuentre su negocio. Sin embargo, la investigación de esta semana sobre cómo dos hombres utilizaban los archivos para escoger, acechar y atormentar a mujeres está planteando preguntas sobre una industria que ha crecido de manera espectacular en los últimos años. Según las autoridades, la clave no está en dónde ni cómo hay que guardar la información digital, la cuestión es saber quién cuida de ella. Por lo que el Times ha podido averiguar, muchas empresas de almacenamiento contratan a los mejores y más brillantes para salvaguardar sus datos. El problema es que a veces estos son antiguos delincuentes. El caso del sospechoso Marc Courier es una muestra. 650 palabras / con foto.


GOMEZ-GONZMART


Volvían a salir a lo grande. Los artículos sobre la noticia coparían la portada y el diario se convertiría en la fuente autorizada sobre el caso. Los demás medios de comunicación iban a tener que citar al Times o iban a tener que luchar para igualarlo. Iba a ser un buen día para el Times. Los redactores ya podían empezar a pensar en un Pulitzer.

Cerré la pantalla y pensé en el artículo de despiece que Larry iba a escribir. Tenía razón: había más preguntas que respuestas.

Abrí un nuevo documento y escribí lo mejor que pude el intercambio exacto de palabras que había tenido con Courier. No me llevó más de cinco minutos, pero es que realmente no había mucho que decir.


YO. ¿Dónde está Mc Ginnis? ¿Te ha enviado para que hagas el trabajo sucio? ¿Como en Nevada?

Sin respuesta.

YO. ¿Te dice lo que tienes que hacer? Es tu mentor en el asesinato y el amo no va a estar demasiado contento con el discípulo esta noche. ¡Vamos cero a dos!

ÉL. ¡Mc Ginnis está muerto, imbécil! Lo enterré en el desierto. Iba a hacer lo mismo con tu puta después de terminar con ella.

YO. ¿Por qué no te has largado? ¿Por qué arriesgarlo todo yendo a por ella?

Sin respuesta.


Cuando acabé lo leí un par de veces e hice un par de correcciones y adiciones. Larry tenía razón. Todo giraba alrededor de la última pregunta. Courier había estado a punto de responder, pero yo había aprovechado la distracción para sorprenderle con la guardia baja. No lo lamentaba. Esa distracción me había salvado la vida. Pero desde luego que me habría gustado tener una respuesta a la pregunta que había formulado.


A la mañana siguiente el Times se deleitaba de ser el centro de las noticias a escala nacional, y yo iba subido a aquel tren. No había escrito ninguno de los artículos que tanto revuelo causaban en todo el país, pero era el protagonista de dos de ellos. El teléfono no paraba de sonar y el correo electrónico estaba desbordado desde muy pronto.

Sin embargo, no contesté a las llamadas ni a los mensajes. Yo no me estaba deleitando: estaba pensando. Había pasado la noche dándole vueltas a la pregunta que le había hecho a Marc Courier y que él no había respondido. No importaba cómo lo planteara: los detalles no encajaban. ¿Qué hacía Courier allí en ese momento? ¿Cuál podía ser la gran recompensa para un riesgo como ese? ¿Era Rachel? El rapto y asesinato de una agente federal seguramente habría puesto a Mc Ginnis y Courier en lo alto del panteón de asesinos de leyenda y popularizarían sus nombres. Ahora bien, ¿era eso lo que buscaban? No había ningún indicio de que esos dos hombres estuvieran interesados en recabar la atención pública. Habían planificado y camuflado sus asesinatos con extrema meticulosidad. El intento de raptar a Rachel no encajaba con la historia precedente. Y por lo tanto, tenía que haber otra razón.

Empecé a contemplarlo desde otro ángulo. Pensé en lo que habría ocurrido si realmente yo hubiera ido a Los Ángeles y Courier hubiera tenido éxito en su intento de hacerse con Rachel y sacarla del hotel.

A mi entender, muy probablemente el rapto se habría descubierto poco después de que se produjera, cuando el camarero del servicio de habitaciones no regresara a la cocina. Calculé que en una hora el hotel se habría convertido en un enjambre de actividad. El FBI habría invadido el Mesa Verde Inn y toda el área circundante, habría llamado a todas las puertas y no habría dejado piedra sin levantar en el intento de encontrar y rescatar a una de los suyos. Pero para entonces Courier ya se habría ido.

Estaba claro que el rapto habría provocado la intervención del FBI, lo cual habría representado una enorme distracción en las investigaciones sobre Mc Ginnis y Courier. Pero también estaba claro que eso no iba a ser más que un cambio temporal. Antes del mediodía siguiente aterrizarían aviones cargados de agentes, en una demostración federal de poder y determinación. Eso les habría permitido superar cualquier distracción y poner todavía más presión en las investigaciones, al tiempo que mantendrían un esfuerzo extenuante por encontrar a Rachel.

Cuanto más pensaba en el asunto, más deseaba haberle dado a Courier la oportunidad de responder a la última pregunta: ¿Por qué no te has largado?

No tenía la respuesta y ya era demasiado tarde para obtenerla directamente de la fuente. De manera que permanecí dándole vueltas en la cabeza hasta que ya no hubo más que pensar.

– ¿Jack?

Miré por encima de la mampara de mi cubículo y vi a Molly Robards, la secretaria del director ejecutivo.

– ¿Sí?

– No contestas al teléfono y tienes la bandeja de entrada llena.

– Sí, estoy recibiendo demasiados e-mails. ¿Hay algún problema?

– El señor Kramer quiere verte.

– Ah, de acuerdo.

No hice ningún movimiento, pero ella tampoco. Estaba claro que la habían enviado a por mí. Así que finalmente eché atrás mi silla y me levanté.

Kramer me esperaba con una sonrisa tan amplia como falsa. Me daba la sensación de que, se tratara de lo que se tratase, lo que iba a decirme no era idea suya. Me lo tomé como una buena señal, porque raramente tenía buenas ideas.

– Jack, siéntate.

Me senté. Kramer cuadró los papeles sobre su mesa antes de proceder.

– Bien, parece que tengo buenas noticias para ti.

Volvió a exhibir esa sonrisa. La misma que me había mostrado cuando me había dicho que estaba despedido.

– ¿Ah, sí?

– Hemos decidido retirar tu plan de finalización.

– ¿Qué significa? ¿Que no estoy despedido?

– Exactamente.

– ¿Qué hay de mi sueldo y de las prestaciones?

– No cambia nada. Lo conservas todo.

Era lo mismo que cuando le habían devuelto la placa a Rachel. Sentí una oleada de excitación, pero la realidad enseguida volvió por sus fueros.

– ¿Qué significa eso? ¿Despedís a alguien en mi lugar? Kramer se aclaró la garganta.

– Jack, no voy a mentirte. Nuestro objetivo era prescindir de un centenar de puestos en la redacción antes del 1 de junio. Tú eras el noventa y nueve. Así de ajustada iba la cosa.

– Yo conservo el trabajo y algún otro se lleva la patada.

– Angela Cook será ese noventa y nueve. No vamos a sustituirla.

– Eso está muy bien. ¿A quién le toca el cien? -Me volví en mi silla y miré hacia la redacción a través del cristal-. ¿Bernard? ¿GoGo? ¿Collins?

Kramer me interrumpió.

– Jack, no puedo hablar de esto contigo.

Me volví hacia él.

– Pero si me quedo, a alguien le va a tocar. ¿Qué ocurrirá cuando todo este revuelo haya pasado? ¿Volverás a llamarme para ponerme en la calle?

– No esperamos que haya más reducciones involuntarias de personal. El nuevo propietario ha conseguido…

– ¿Y qué me dices del próximo nuevo propietario? ¿Y del que venga después?

– Oye, no te he traído aquí para que me sermonees. La industria de la prensa escrita está sufriendo profundos cambios. Es una lucha a vida o muerte. La cuestión es: ¿quieres conservar tu trabajo, sí o no? Esa es mi oferta.

Me volví completamente, dándole la espalda, para mirar hacia la redacción. No iba a echar en falta ese lugar. Solo echaría en falta a algunas de las personas. Sin volverme hacia Kramer le di mi respuesta.

– Esta mañana mi agente literario en Nueva York me ha despertado a las seis. Me ha dicho que tenía una oferta por dos libros: un cuarto de millón de dólares. Tardaría casi tres años en conseguir eso aquí. Y además, tengo una oferta de trabajo de El Ataúd de Terciopelo. Don Goodwin está empezando una página de investigaciones en su web. De alguna manera, quiere recoger la pelota allí donde el Times la suelta. No es que pague mucho, pero paga. Y puedo trabajar desde casa, esté donde esté. -Me levanté y me volví hacia Kramer-. Le he dicho que sí. De modo que gracias por la oferta, pero ya puedes apuntarme como el número cien en tu lista treinta. Después de mañana, me voy.

– ¿Aceptas un trabajo en la competencia? -dijo Kramer con indignación.

– ¿Y qué esperabas? Me despediste, ¿recuerdas?

– Pero ahora estoy rescindiendo eso -farfulló-. Ya hemos cumplido con la cuota.

– ¿Quién? ¿A quién despediréis?

Kramer bajó la mirada y pronunció el nombre de la última víctima.

– Michael Warren.

Negué con la cabeza.

– Lo suponía. El único tipo de toda la redacción al que no le daría ni la hora y ahora estoy salvándole el puesto. Puedes volver a contratarlo, porque yo ya no quiero vuestro trabajo.

– En ese caso, quiero que dejes libre tu despacho ahora mismo. Llamaré a seguridad y haré que te acompañen.

Le sonreí mientras él levantaba el auricular.

– Por mí, estupendo.

Encontré una caja de cartón vacía en la copistería y diez minutos más tarde la llené con las cosas que quería guardar de mi despacho. Lo primero que metí fue el diccionario rojo y gastado que me había regalado mi madre. Después de eso no había mucho más que mereciera la pena conservar. Un reloj de mesa Mont Blanc que incomprensiblemente nadie había robado, una grapadora roja y unos cuantos archivos que contenían agendas y contactos. Eso era todo.

Un tipo de seguridad me vigilaba mientras recogía y tuve la sensación de que no era la primera vez que se veía en una situación tan incómoda. Sentía compasión por él y no le culpaba por limitarse a cumplir con su trabajo, pero tenerlo allí en mi despacho era como ondear una bandera. Pronto acudió Larry Bernard.

– ¿Qué pasa? Tenías hasta mañana.

– Ya no. Kramer me ha dicho que me largo.

– ¿Y eso? ¿Qué has hecho?

– Ha intentado devolverme el empleo, pero le he dicho que se lo podía quedar.

– ¿Qué? ¿Le has dicho…?

– Tengo un nuevo trabajo, Larry. Bueno, en realidad tengo dos.

Ya había metido en la caja todo lo que me iba a llevar. Daba pena. No era mucho por siete años de trabajo. Me levanté, me colgué la mochila al hombro y recogí la caja, dispuesto a salir de allí.

– ¿Qué hay del artículo? -preguntó Larry.

– Es tuyo. Tienes el control total sobre él.

– Sí, a través de ti. ¿Cómo voy a conseguir que alguien me dé una visión del tema desde dentro?

– Eres periodista. Ya te las arreglarás.

– ¿Puedo llamarte?

– No.

Larry frunció el ceño, pero no dejé que se enfurruñara demasiado.

– Lo que sí puedes hacer es invitarme a comer a cargo del Times. Ahí sí que hablaré contigo.

– Eres el amo.

– Ya nos veremos, Larry.

Fui hacia el ascensor, con el vigilante de seguridad siempre tras mis pasos. Eché un vistazo general a la redacción, pero me aseguré de no detener la mirada en nadie más. No quería despedidas. Avancé por el pasillo de las oficinas acristaladas y no me molesté en mirar si dentro estaba alguno de los redactores para los que había trabajado. Lo único que deseaba era salir de allí.

– ¿Jack?

Me detuve y me volví. Dorothy Fowler había salido de la oficina de cristal ante la que yo acababa de pasar. Me hizo un gesto para que me acercara a ella.

– ¿Puedes entrar un minuto antes de marcharte?

Dudé un momento y luego me encogí de hombros. Finalmente le entregué la caja al hombre de seguridad.

– Ahora mismo vuelvo.

Entré en el despacho de la redactora de Local, me solté la mochila y me senté frente a su mesa. Fowler mostraba una sonrisa maliciosa. Hablaba en voz muy baja, como si temiera que la pudieran oír desde el despacho contiguo.

– Le dije a Richard que estaba de broma, que no aceptarías que te devolviera el trabajo. Creen que las personas son como muñecos y que pueden manejar las cuerdas.

– No tenías por qué estar tan segura. Ha faltado muy poco para que aceptara.

– Lo dudo, Jack. Lo dudo mucho.

Supuse que eso era un cumplido. Asentí y miré la pared que tenía detrás, cubierta de fotos, tarjetas y recortes de periódico. Tenía allí colgado un titular clásico de un diario neoyorquino: «Cuerpo sin cabeza en un bar sin ropa». Era insuperable.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Le ofrecí una versión más detallada de lo que le había dicho a Kramer. Iba a escribir un libro sobre mi participación en el caso Courier-Mc Ginnis y luego aprovecharía la oportunidad tan largamente esperada de publicar una novela. Además, estaría en el comité editorial de velvetcoffin.com, con libertad para emprender los proyectos de investigación que eligiera. No ganaría mucho, pero sería periodismo. Estaba dando el salto al mundo digital.

– Todo eso suena estupendo -dijo ella-. Realmente vamos a echarte mucho de menos por aquí. Eres uno de los mejores.

No me gustan demasiado los cumplidos como ese. Soy un cínico, y siempre busco la causa. Si de verdad era tan bueno, ¿por qué me habían puesto en la lista treinta? La respuesta era que era bueno pero no tanto, y que ella hablaba por hablar. Miré hacia un lado, como hago cuando alguien me miente a la cara, y otra vez vi imágenes pegadas a la pared.

Fue entonces cuando lo vi. Era algo que se me había escapado hasta entonces, pero en ese momento no. Me incliné hacia delante para poder verlo mejor y luego me levanté y me incliné por encima de su despacho.

– Jack, ¿qué…?

Señalé la pared.

– ¿Puedo ver eso? El fotograma de El Mago de Oz.

Fowler se levantó, la desprendió de la pared y me la dio.

– Es una broma de un amigo -dijo-. Soy de Kansas.

– Ya lo pillo -dije yo.

Estudié la fotografía, concentrándome en el Espantapájaros. Era una copia demasiado pequeña para que pudiera estar completamente seguro.

– ¿Puedo hacer una búsqueda rápida en tu ordenador? -pregunté.

Ya estaba a su lado, frente a la pantalla y el teclado, antes de que ella pudiera contestar.

– Eh, sí, claro. ¿Qué…?

– Todavía no estoy seguro.

Fowler se levantó y me dejó el asiento libre. Me senté, miré a su pantalla y abrí Google. Aquel trasto iba despacio.

– ¡Venga, venga!

– Jack, ¿qué buscas?

– Déjame un momento, es que…

La pantalla de búsqueda finalmente apareció y seleccioné la búsqueda de imágenes de Google. Tecleé «espantapájaros».

La pantalla pronto se llenó con dieciséis pequeñas imágenes de espantapájaros. Había fotografías del adorable personaje de la película El mago de Oz y viñetas en color de los libros de Batman con un villano que también se llamaba así. Vi también otras fotografías y dibujos de espantapájaros de libros, películas y catálogos de disfraces de Halloween. Iban desde el personaje bondadoso y simpático hasta algo horrible y amenazador. Algunos tenían ojos y sonrisas alegres, mientras que otros tenían los ojos y la boca cosidos.

Pasé un par de minutos cliqueando en cada foto para ampliarla. Las estudié y, dieciséis de dieciséis, todas tenían una cosa en común: en la construcción de todos y cada uno de los espantapájaros se incluía una bolsa de arpillera colocada sobre la cabeza para formar una cara. Todas estaban sujetas alrededor del cuello con una cuerda; a veces una soga gruesa y otras una cuerda de tender la ropa. Pero eso no importaba: la imagen era consistente y coincidía con lo que había visto en los archivos que había reunido, así como en la imagen imborrable que tenía de Angela Cook.

Comprendí que en los asesinatos se había utilizado una bolsa de plástico transparente para crear el rostro del espantapájaros. No era arpillera, pero esta inconsistencia con la imaginería establecida no importaba. Una bolsa por encima de la cabeza y una cuerda alrededor del cuello eran lo que se utilizaba para crear la misma imagen.

Abrí la siguiente pantalla de imágenes. La misma construcción otra vez. En este caso las imágenes eran más antiguas, y algunas se remontaban un siglo, hasta las ilustraciones originales del libro El maravilloso mago de Oz. Y entonces lo vi: las ilustraciones se atribuían a William Wallace Denslow. Willian Denslow como en Bill Denslow, como en Denslow Data.

No me cabía ninguna duda: había encontrado la firma. La firma secreta que Rachel me había dicho que estaría ahí.

Apagué la pantalla y me levanté.

– Tengo que irme.

Rodeé la mesa y recogí la mochila del suelo.

– ¿Jack? -preguntó Fowler.

Me dirigí hacia la puerta.

– Ha sido agradable trabajar contigo, Dorothy.


El avión aterrizó con dureza en la pista del Sky Harbor, pero apenas reparé en ello. Me había acostumbrado tanto a volar en las últimas dos semanas que ni siquiera me había preocupado ya de mirar por la ventana para acompañar físicamente al avión hacia un aterrizaje seguro.

Todavía no había llamado a Rachel. Primero quería llegar a Arizona: ocurriera lo que ocurriese, mi información incluía mi participación. Técnicamente ya no era periodista, pero seguía protegiendo mi historia.

Ese margen de tiempo también me permitió reflexionar más sobre lo que tenía y preparar una estrategia. Después de alquilar un coche y conducir hasta Mesa, me metí en el aparcamiento de una tienda abierta veinticuatro horas y entré a comprar un teléfono prepago. Sabía que Rachel estaba trabajando en el búnker de Western Data. Cuando la llamara, no quería que viera mi nombre identificado en la pantalla y que lo pronunciara delante de Carver.

Llamé cuando por fin estuve preparado y de nuevo en el coche y ella respondió después de cinco tonos.

– Hola, habla la agente Walling.

– Soy yo. No digas mi nombre.

Hubo una pausa antes de que continuara.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Estás con Carver?

– Sí.

– Bien, yo estoy en Mesa, a unos diez minutos de ahí. Necesito encontrarme contigo sin que nadie más de ahí dentro lo sepa.

– Lo siento, no creo que sea posible. ¿De qué se trata?

Por lo menos me seguía la corriente.

– No te lo puedo decir. Tengo que enseñártelo. ¿Has comido ya?

– Sí.

– Bueno, pues diles que necesitas un cortado o algo que no tengan en sus máquinas. Nos encontramos en el Hightower Grounds en diez minutos. Pregúntales si alguien más quiere un cortado, si no te queda más remedio. Arréglatelas y sal de ahí y ven a reunirte conmigo. No quiero acercarme a Western Data para nada por las cámaras que hay por todas partes.

– ¿Y no puede decirme ni aproximadamente de qué se trata?

– Es sobre Carver, así que no hagas preguntas como la que acabas de hacer. Limítate a buscar una excusa y ven a encontrarte conmigo. No le digas a nadie que estoy aquí ni qué estás haciendo.

No respondió y eso me puso nervioso.

– Rachel, ¿vienes o no?

– De acuerdo -dijo por fin-. Lo hablamos entonces.

Colgó.

Cinco minutos más tarde estaba en el Hightower Grounds. Sin duda, el lugar recibía su nombre de la vieja torre de observación del desierto que se elevaba detrás. Parecía como si estuviera en desuso en aquel momento, pero por encima la engalanaban los repetidores para móviles y las antenas.

Entré y descubrí que el local estaba casi vacío. Un par de clientes que parecían estudiantes de instituto estaban sentados a solas con portátiles abiertos frente a ellos. Fui a la barra a pedir dos tazas de café y luego puse mi ordenador sobre una mesa situada en un rincón, lejos de los otros clientes.

Después de recoger las dos tazas que había pedido, me serví generosamente leche y azúcar y volví a mi mesa. A través de la ventana controlé el aparcamiento, pero no vi rastro alguno de Rachel. Me senté, tomé un sorbo de café humeante y luego me conecté a Internet a través del Wi-Fi gratuito del establecimiento.

Pasaron cinco minutos. Comprobé los mensajes y pensé en lo que iba a decirle a Rachel si aparecía. Tenía la página de espantapájaros en la pantalla y estaba listo para arrancar. Me incliné para leer el recibo del café.


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Hice una bola con el papel y traté de encestarlo en una papelera. Fallé. Después de levantarme y meterla de rebote abrí mi móvil y estaba a punto de volver a llamar a Rachel cuando finalmente vi que se metía en el aparcamiento. Al entrar en el local, me vio y se dirigió directamente a mi mesa. Llevaba una nota en la mano con las peticiones de café de sus compañeros.

– La última vez que salí a por café era una agente novata en una negociación con rehenes en Baltimore -dijo-. No hago estas cosas, Jack, así que será mejor que valga la pena.

– No te preocupes. Merece la pena. Creo. ¿Por qué no te sientas?

Rachel se sentó y yo empujé la taza de café hasta su lado de la mesa. Ni lo probó. Llevaba gafas oscuras, pero vi la línea azulada y profunda bajo su ojo izquierdo. La magulladura de la mandíbula había desaparecido ya y la herida de la boca quedaba oculta bajo el carmín. Había que buscarla para verla. Yo había pensado en si sería indicado inclinarme sobre ella para aventurar una caricia o un beso, pero me di por aludido con su actitud profesional y me mantuve a distancia.

– Muy bien, Jack, aquí me tienes. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Creo que he encontrado la firma. Si no me equivoco, Mc Ginnis no era más que una tapadera. Una cabeza de turco. El otro asesino es el Espantapájaros. Tiene que ser Carver.

Me miró durante un momento muy largo. Sus ojos no revelaron nada a través de las gafas de sol. Finalmente habló.

– Así que te has metido en un avión, con lo a menudo que sueles volar, para venir hasta aquí y decirme que el hombre junto al que trabajo es también el asesino al que he estado persiguiendo.

– Exacto.

– Más te vale que sea bueno, Jack.

– ¿Quién se ha quedado en el búnker con Carver?

– Dos agentes del equipo RPE, Torres y Mowry. Pero no te preocupes por ellos. Dime qué pasa.

Intenté preparar el escenario para lo que quería enseñarle en el portátil.

– Antes que nada, me preocupaba una cuestión: ¿qué propósito tenía raptarte?

– Después de ver alguno de los vídeos recuperados en el búnker, prefiero no pensar en eso.

– Perdona, no he escogido bien las palabras. No me refiero a lo que iba a ocurrirte a ti. Me refiero a por qué tú. ¿Qué sentido tenía correr un riesgo tan grande? La respuesta fácil es que eso habría creado una gran distracción de la investigación central. Y es cierto, pero también lo es que la distracción habría sido como mucho temporal. Los agentes habrían empezado a aparecer a docenas por este lugar. En poco tiempo nadie podría saltarse un stop sin que los federales lo sacaran del coche. Distracción concluida. -Rachel siguió el razonamiento y asintió-. Hasta aquí, vale, pero ¿qué ocurre si pensamos que había otra razón? -pregunté-. Ahí fuera tienes a dos asesinos: un mentor y un discípulo. El discípulo intenta raptarte por su cuenta. ¿Por qué?

– Porque Mc Ginnis estaba muerto. Solamente quedaba él.

– Si eso es cierto, ¿por qué arriesgarse? ¿Por qué ir a por ti? ¿Por qué no poner tierra por medio? Ves que no encaja, ¿verdad? Al menos según nuestra manera de considerarlo. Pensamos que tu rapto era una maniobra de distracción, pero en realidad no lo era.

– ¿De qué se trataba entonces?

– ¿Y si Mc Ginnis no fuera el mentor? ¿Y si su papel fuera parecerlo, si no fuera más que una cabeza de turco, si raptarte a ti formara parte de un plan para poner a salvo al mentor real? Para salvarlo.

– ¿Y qué hay de las pruebas que recuperamos?

– ¿Te refieres a que Mc Ginnis tuviera mi libro en la estantería y las ortesis y el porno en su casa? ¿No te parece demasiado adecuado?

– No encontramos ese material así, disperso despreocupadamente por la casa. Estaba escondido y solamente lo hallamos después de horas de búsqueda. Pero es igual, sí, podrían haberlo puesto allí. En lo que pienso más bien es en el servidor de Western Data que encontramos, lleno de pruebas en vídeo.

– Primero, por lo que has dicho, no es identificable en los vídeos. ¿Y quién te dice que él y Courier eran los únicos que tenían acceso a ese servidor? ¿No podría ser que en ese caso las pruebas se colocaran, lo mismo que el material de la casa?

No respondió enseguida, y yo sentí que la estaba haciendo pensar. Quizá ya pensara desde hacía tiempo que todo colgaba con demasiada facilidad de Mc Ginnis. Pero entonces negó con la cabeza, como si el nuevo escenario tampoco la convenciera.

– ¿Dices que el mentor es Carver? Eso tampoco tiene sentido. No intentó huir. Cuando Courier intentó raptarme, Carver estaba en el búnker con Torres y…

No acabó la frase. Lo hice yo:

– Y Mowry, sí. Estaba con dos agentes del FBI.

Vi que lo comprendía de repente.

– Tendría una coartada perfecta: dos agentes que responderían por él -dijo por fin-. Yo desaparecía mientras él estaba con el equipo RPE: dispondría de una coartada y el FBI tendría la certeza de que mis raptores eran Mc Ginnis y Courier.

Asentí.

– Eso no solamente dejó a Carver fuera de toda sospecha, sino que además lo colocó justo en el centro de vuestra investigación. -Esperé un segundo a que respondiera. Como no lo hizo, insistí-. Piénsalo. ¿Cómo supo Courier en qué hotel te encontrabas? Se lo dijimos a Carver cuando nos preguntó durante la visita, ¿recuerdas? Luego se lo contó a Courier. Él envió a Courier.

Rachel movió la cabeza.

– Y anoche incluso dije que volvía al hotel para pedir la cena al servicio de habitaciones antes de irme a dormir.

Tendí las manos hacia ella, como diciéndole que la conclusión era obvia.

– Pero esto no basta, Jack. Esto no convierte a Carver en…

– Lo sé. Quizás eso no. Pero esto quizá sí.

Giré el ordenador para que pudiera ver la pantalla. Tenía las imágenes de espantapájaros de Google. Primero se inclinó para mirarlas y luego atrajo el ordenador hacia su lado de la mesa. Pulsó las teclas para ampliar las imágenes, una por una. No fue necesario que yo dijera nada.

– ¡Denslow! -dijo de pronto-. ¿Has visto esto? El dibujante original de El mago de Oz se llamaba William Denslow.

– Sí, ya lo he visto. Por eso estoy aquí.

– Aun así, no es una conexión directa con Carver.

– No importa. Hay demasiados indicios, Rachel. Carver encaja con todo esto. Tenía acceso a Mc Ginnis y a Freddy Stone, y a los servidores. También posee habilidades técnicas suficientes, como hemos podido comprobar durante todo el proceso.

Rachel estaba tecleando en mi portátil mientras respondía.

– Aun así no hay ninguna conexión directa, Jack. Por esta regla de tres, también podría tratarse de alguien que quiere involucrar a Carver. Mira, otra coincidencia. He buscado en Google el nombre de Freddy Stone. Echa un vistazo a esto.

Rachel giró el ordenador de manera que yo también pudiera ver la pantalla. En ella figuraba una biografía de la Wikipedia de un actor de inicios del siglo XX llamado Fred Stone. Según el artículo, Stone era conocido por haber representado por primera vez el personaje del Espantapájaros en la versión de El mago de Oz que se estrenó en Broadway en 1902.

– ¿Lo ves? Tiene que tratarse de Carver. Está en el centro de todos los radios de la rueda. Convierte a las víctimas en espantapájaros. Es su firma secreta.

Rachel negó con la cabeza.

– ¡Pero le hemos investigado! Estaba limpio. Es uno de esos genios que sale del MIT.

– ¿Limpio en qué sentido? ¿Quieres decir que no tiene antecedentes de detenciones? No sería la primera vez que uno de estos tipos se mueve por debajo del radar de la aplicación de la ley. Ted Bundy trabajaba en una especie de teléfono de la esperanza cuando no andaba por ahí matando mujeres, lo cual lo ponía en contacto constante con la policía. Además, si quieres que te diga la verdad, a los que más has de vigilar es a los genios.

– Pero yo tengo una vibración especial para localizar a esos tipos, y en este caso no he sentido nada en absoluto. Hoy he comido con él. Me ha llevado al asador de carne favorito de Mc Ginnis.

Vi la duda en su mirada. No se esperaba algo así.

– Vayamos a interrogarlo -dije-. Lo confrontamos y le hacemos hablar. La mayor parte de estos criminales en serie están orgullosos de su obra. Me juego algo a que hablará.

Me miró por encima de la pantalla.

– ¿Que vayamos a interrogarlo? Jack, no eres ningún agente y no eres policía. Eres un periodista.

– Ya no. Hoy me han sacado de allí los de seguridad con una caja de cartón. Como periodista, he terminado.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Es una larga historia que ya te contaré más tarde. Volviendo a Carver, ¿qué hacemos?

– No lo sé, Jack.

– Bueno, no puedes volver allí sin más y llevarle un cortado.

Me di cuenta de que uno de los clientes que se sentaba unas cuantas mesas más allá de Rachel dejó de mirar la pantalla de su ordenador para volver la cabeza hacia el techo, sonriente. Luego levantó el puño y enseñó el dedo corazón. Seguí su mirada hasta una de las vigas. Allí había una pequeña cámara negra, cuyo objetivo enfocaba la zona de las mesas del café. El chico se volvió y empezó a teclear en su ordenador.

Me levanté de un salto y dejé a Rachel para ir hasta él.

– ¡Oye! -dije señalando a la cámara-. ¿Qué es eso?

El chico arrugó la nariz ante mi estupidez y se encogió de hombros.

– Es una webcam, tío. Acabo de recibir un mensaje desde Ámsterdam de un pavo que dice que me ha visto.

De pronto lo vi claro. El recibo: «Wi-Fi gratis con cada consumición. Visítanos en nuestra web». Me volví y miré a Rachel. El ordenador, con una fotografía a pantalla completa de un espantapájaros, estaba orientado hacia la cámara. Alcé la vista para mirar al objetivo. No sé si fue alguna premonición o un conocimiento cierto, pero supe que estaba mirando a Carver.

– ¿Rachel? -dije, sin dejar de mirar a la cámara-. ¿Le dijiste adónde ibas a por los cafés?

– Sí -respondió ella por detrás de mí-. Le dije que iba al final de la calle.

Eso lo confirmaba. Volví a la mesa, recogí el ordenador y lo cerré.

– Nos ha estado observando -dije-. Tenemos que salir de aquí.

Corrí hacia la salida del café y ella me siguió.

– Yo conduzco -dijo.


Rachel maniobró con su coche de alquiler por la entrada exterior y aceleró hacia la puerta delantera de Western Data. Conducía con una mano mientras con la otra manejaba el móvil. Metió la transmisión en posición de estacionamiento y salimos.

– Algo va mal -dijo-. Ninguno de los dos responde.

Rachel usó una tarjeta llave para abrir la puerta exterior y entramos en Western Data. La mesa de recepción estaba vacía y fuimos rápidamente a la siguiente puerta. Al entrar en el pasillo interno, ella se sacó la pistola de la funda que tenía sujeta a la cintura, bajo la chaqueta.

– No sé qué ocurre, pero sigue aquí -dijo.

– ¿Carver? -pregunté-. ¿Cómo lo sabes?

– He salido con él a comer. Su coche sigue ahí fuera. El Lexus plateado.

Bajamos por la escalera al octágono y nos acercamos a la puerta de seguridad que conducía al búnker. Rachel dudó antes de abrir la puerta.

– ¿Qué pasa? -susurré.

– Sabrá que vamos a entrar. Quédate detrás de mí.

Levantó el arma y los dos entramos juntos y nos desplazamos rápidamente hasta la segunda puerta. Al franquear esta, encontramos la sala de control vacía.

– Aquí pasa algo -dijo Rachel-. ¿Dónde está todo el mundo? Se supone que debería estar abierta. -Señaló hacia la puerta de cristal que conducía a la sala de servidores.

Estaba cerrada. Examiné la sala de control y vi que la puerta del despacho privado de Carver estaba entornada. Me acerqué y la empujé para abrirla del todo.

El despacho se encontraba vacío. Entré y fui hacia la mesa de trabajo de Carver. Puse un dedo en la alfombrilla táctil y las dos pantallas se encendieron. En la principal vi una imagen grabada desde el techo del café en el que acababa de informar a Rachel de que Carver era el Sudes.

– ¿Rachel? -Entró y yo señalé la pantalla-. Estaba vigilándonos.

Rachel volvió a la sala de control y yo la seguí. Se acercó a la estación de trabajo central, dejó el arma sobre la mesa y empezó a trabajar con el teclado y la alfombrilla. Los dos monitores se encendieron y pronto mostraron una pantalla múltiple dividida en treinta y dos vistas de cámara interiores del complejo. Pero todos los cuadrados estaban en negro. Empezó a abrir diversas pantallas, pero siempre con idéntico resultado: todas las cámaras parecían apagadas.

– ¡Las ha anulado todas! -dijo Rachel-. ¿Qué…?

– ¡Espera! ¡Mira ahí!

Señalé hacia un ángulo de cámara rodeado por varios cuadrados negros. Rachel manipuló la alfombrilla e hizo que la imagen llenara la pantalla entera.

La imagen mostraba un pasillo entre dos filas de torres de servidores de la granja. En el suelo, bocabajo, había dos personas con las muñecas esposadas a la espalda y los tobillos atados con bridas.

Rachel cogió el pie del micrófono que había sobre la mesa, apretó el botón y casi chilló.

– ¡George! ¡Sarah! ¿Podéis oírme?

El sonido de la voz de Rachel hizo que las figuras de la pantalla se revolvieran y el hombre levantó la cabeza. Me pareció que había sangre en su camisa blanca.

– ¿Rachel? -dijo, con una voz que sonó débil a través del micrófono del techo-. Te oigo.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está Carver, George?

– No lo sé. Hace un momento estaba aquí. Acaba de traernos.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Cuando te has ido se ha metido en su despacho. Ha estado allí un rato y en cuanto ha salido ha venido a por nosotros.

Ha cogido la pistola de mi cartera. Nos ha traído hasta aquí y nos ha obligado a tirarnos al suelo. He intentado hablar con él, pero no atendía a razones.

– Sarah, ¿dónde está tu arma?

– También la tiene él -gritó Mowry-. Lo siento, Rachel. No lo vimos venir.

– No es culpa tuya, es culpa mía. Vamos a sacaros de ahí.

Rachel soltó el micrófono y rápidamente rodeó la estación de trabajo, llevando consigo el arma. Fue hacia el lector biométrico y puso la mano en el escáner.

– Puede estar ahí dentro, esperando -la previne.

– Ya lo sé, pero ¿qué vamos a hacer? ¿Dejarlos ahí tirados?

El mecanismo completó el barrido y Rachel asió el tirador para deslizar la puerta y abrirla. Pero no se movió. El escáner de su mano había sido rechazado.

Rachel miró la máquina.

– No tiene sentido. Ayer se introdujo mi perfil.

Puso la mano en el escáner y reinició el procedimiento.

– ¿Quién lo introdujo? -pregunté.

Ella me miró y no tuve que repetir la pregunta para saber que había sido Carver.

– ¿Quién más puede abrir esta puerta? -pregunté.

– Nadie que esté a este lado. Éramos Mowry, Torres y yo.

– ¿Y el resto de los empleados?

Se apartó del escáner e intentó accionar la puerta de nuevo. No se movió.

– Arriba está el personal mínimo, pero ninguno tiene autorización para la granja. ¡Nos ha jodido! ¡No podemos…!

– ¡Rachel!

Señalé la pantalla. Carver había entrado de pronto en el encuadre de la única cámara en funcionamiento de la sala de servidores. Estaba de pie delante de los dos agentes tendidos en el suelo, con las manos en los bolsillos de su bata de laboratorio y mirando directamente a la cámara.

Rachel acudió enseguida a ver la pantalla.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó.

No tuve que responder, porque estaba claro que Carver sacaba del bolsillo un paquete de cigarrillos y un mechero. En uno de esos momentos en que la mente proporciona información inútil, pensé que probablemente se trataba de los cigarrillos que faltaban en la caja de pertenencias de Freddy Stone/ Marc Courier. Mientras lo observábamos, Carver extrajo con parsimonia un cigarrillo del paquete y se lo puso en la boca.

Rachel enseguida cogió el micrófono.

– ¿Wesley? ¿Qué ocurre?

Carver estaba levantando el encendedor hacia el extremo del cigarrillo, pero se detuvo cuando oyó la pregunta. Miró hacia la cámara.

– Se puede ahorrar las gentilezas, agente Walling. Ya hemos llegado al final.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó ella, con más energía.

– Ya sabe lo que hago -dijo Carver-. Estoy acabando con esto. Prefiero no pasar el resto de mis días perseguido como un animal y luego metido en una jaula. No quiero que se me exponga, ni que loqueros y profilers me repitan una y otra vez las mismas preguntas con la esperanza de entender los secretos más oscuros del universo. Creo que esa sería una suerte peor que la muerte, agente Walling.

Volvió a levantar el encendedor.

– ¡No, Wesley! Al menos deje que los agentes Mowry y Torres se vayan. No le han hecho ningún daño.

– No es eso. El mundo entero me ha hecho daño, Rachel, y con eso basta. Estoy seguro de que habrá estudiado antes esa psicología.

Rachel apartó la mano del botón de transmisión y rápidamente se volvió hacia mí.

– Ve al ordenador. Apaga el sistema VESDA.

– ¡No, hazlo tú! ¡No tengo ni idea de cómo…!

– ¿Está Jack ahí? -preguntó Carver.

Le hice una señal a Rachel para que intercambiáramos posiciones. Yo me puse al micrófono mientras ella se sentaba y empezaba a trabajar con el ordenador. Presioné el botón para hablar con el hombre que había matado a Angela Cook.

– Estoy aquí, Carver. Esta no es manera de acabar.

– Sí, Jack, es el único final. Ha matado a otro gigante. Es el héroe del momento.

– No, todavía no. Quiero contar su historia, Wesley. Déjeme explicársela al mundo.

En pantalla, Carver negó con la cabeza.

– Hay cosas que no pueden explicarse. Algunas historias son demasiado oscuras para ser contadas.

Accionó el encendedor y salió la llama. Empezó a encender el cigarrillo.

– ¡No, Carver! ¡Ellos son inocentes!

Carver inhaló profundamente, retuvo el humo y luego inclinó la cabeza hacia atrás y exhaló una bocanada hacia el techo. Estaba seguro de que se había situado bajo uno de los detectores de humo por infrarrojos.

– Nadie es inocente, Jack -dijo-. Debería saberlo.

Fumaba y hablaba casi con despreocupación, gesticulando con la mano que sostenía el cigarrillo y dejando en el aire una pequeña estela de humo azulado.

– Sé que la agente Walling y usted están intentando apagar el sistema, pero no podrán. Me he tomado la libertad de reinicializarlo. Ahora solamente yo tengo acceso. Y el aspirador que saca el dióxido de carbono de la habitación un minuto después de la dispersión está desconectado por mantenimiento. Quería estar seguro de que no hubiera errores. Ni supervivientes.

Carver exhaló otra bocanada de humo hacia el techo. Miré a Rachel. Sus dedos corrían por encima del teclado, pero negaba con la cabeza.

– No puedo hacerlo -dijo-. Ha cambiado todos los códigos de autorización. No puedo introducirme…

El estruendo de una bocina de alarma resonó en la sala de control. El sistema se había disparado. Una banda roja de un grosor de cinco centímetros cruzó todas las pantallas de la sala. Una voz electrónica, femenina y calmada, leía en voz alta las palabras que se deslizaban por el panel.

«Atención, el sistema VESDA de extinción de incendios se ha activado. Todo el personal tiene que salir de la sala de servidores. El sistema VESDA de extinción de incendios se pondrá en marcha dentro de un minuto.»

Rachel se pasó ambas manos por el pelo y miró con impotencia la pantalla que tenía delante. Carver lanzó otra bocanada de humo hacia el techo. Su rostro reflejaba calma y resignación.

– ¡Rachel! -gritó Mowry por detrás de él-. ¡Sácanos de aquí!

Carver miró hacia sus cautivos y negó con la cabeza.

– Se ha acabado -dijo-. Es el fin.

Justo entonces me sobresaltó el segundo estallido de la bocina de aviso.

«Atención, el sistema VESDA de extinción de incendios se ha activado. Todo el personal tiene que salir de la sala de servidores. El sistema VESDA de extinción de incendios se pondrá en marcha dentro de cuarenta y cinco segundos.»

Rachel se levantó y cogió el arma que tenía sobre la mesa.

– ¡Agáchate, Jack!

– ¡Rachel, no! ¡Es a prueba de balas!

– Eso dice él.

Apuntó agarrando el arma con las dos manos y disparó tres veces a la ventana que tenía justo delante. Las explosiones fueron ensordecedoras. Pero las balas no hicieron mella en el cristal y rebotaron por la sala.

– ¡Rachel, no!

– ¡Quédate agachado!

Volvió a disparar dos veces más a la puerta de cristal y obtuvo idéntico resultado negativo. Uno de los proyectiles rebotados impactó en una de las pantallas que tenía delante, con lo que la imagen de Carver desapareció.

«Atención, el sistema VESDA de extinción de incendios se ha activado. Todo el personal tiene que salir de la sala de servidores. El sistema VESDA de extinción de incendios se pondrá en marcha dentro de treinta segundos.»

Miré por la ventana hacia la sala del servidor. Unos tubos negros recorrían el techo formando una cuadrícula y luego bajaban por la pared posterior hasta la fila de depósitos rojos de CO2. El sistema estaba a punto de ponerse en marcha. Extinguiría tres vidas, pese a que no había fuego en la sala de servidores.

– Rachel, tiene que haber algo que podamos hacer.

– ¿Qué, Jack? Lo he intentado. ¡No queda nada!

Dio un golpe con el arma en una estación de trabajo y se escurrió en la silla. Yo me acerqué, puse las manos en la mesa y me incliné hacia ella.

– ¡Has de seguir intentándolo! Tiene que haber una puerta trasera de acceso al sistema. Estos tipos siempre tienen una…

Me detuve y miré hacia la sala de servidores mientras caía en la cuenta de algo. La bocina volvió a tronar, pero esta vez apenas la oí.

«Atención, el sistema VESDA de extinción de incendios se ha activado. Todo el personal tiene que salir de la sala de servidores. El sistema VESDA de extinción de incendios se pondrá en marcha dentro de quince segundos.»

No vi a Carver en ningún sitio a través de los cristales. Había escogido un pasillo entre dos filas de torres que no se veía desde la sala de control. ¿Era por la situación del detector de humos o tal vez había alguna otra razón?

Miré la pantalla en funcionamiento que Rachel tenía delante. Mostraba un múltiplex de treinta y dos cámaras que Carver había apagado. Hasta aquel momento no había entendido la razón.

De golpe, todos los átomos volvieron a chocar. Todo se hizo más claro. No solo lo que tenía delante de mí, sino lo que había visto antes: Mizzou fumando en el exterior después de que lo hubiera visto meterse en la sala de servidores. Se me ocurrió otra idea. La idea buena.

– Rachel…

Esta vez el estallido de la bocina fue alto y prolongado. Rachel se levantó y miró el cristal mientras el sistema de CO2 se ponía en marcha. Empezó a salir un gas blanco por los tubos que cruzaban el techo de la sala de servidores. En cuestión de segundos, la ventana quedó empañada e inútil. La descarga a alta velocidad generaba un silbido agudo que se percibía alto y claro a través del grueso cristal.

– ¡Rachel! -grité-. Dame tu llave. Voy a por Carver.

Ella se volvió para mirarme.

– ¿Qué estás diciendo?

– ¡No se va a suicidar! ¡Tiene ese respirador y ha de haber una puerta trasera!

El silbido se detuvo y ambos nos volvimos hacia la ventana. La sala del servidor estaba completamente en blanco, pero la liberación de CO2 se había detenido.

– Dame la llave, Rachel.

Ella me miró.

– Yo también tengo que ir.

– No, llama para pedir refuerzos y ayuda médica. Y luego ponte con el ordenador. Encuentra la puerta trasera.

No había tiempo para pensar, ni para considerar nada. Había gente muriendo, los dos lo sabíamos. Se sacó la llave del bolsillo y me la dio. Me volví para salir.

– ¡Espera! Toma esto.

Rachel me dio su pistola. Yo la cogí sin dudarlo y me dirigí hacia la puerta de seguridad.


La pistola de Rachel me pareció más pesada que el recuerdo que tenía de mi propia arma. Al pasar por la puerta de seguridad la levanté, comprobé el mecanismo y apunté. Yo era de los que solo disparan una vez al año en la galería de tiro, pero sabía que estaría preparado para usar el arma si era necesario. Pasé por la puerta siguiente y entré en el octágono apuntando hacia arriba. Allí no había nadie.

Crucé la sala muy deprisa hasta la puerta del lado opuesto. Sabía por la visita virtual de la web que esta conducía a las amplias salas que albergaban los sistemas de energía y refrigeración del complejo. El taller donde Carver y sus técnicos construían las torres de servidores también estaba ahí detrás. Contaba con que además hubiera una segunda escalera.

Primero entré en la sala de maquinaria del complejo. Era un espacio amplio, con grandes aparatos. Un sistema de aire acondicionado del tamaño de una autocaravana se alzaba en el centro de la sala, conectado a diversos conductos y cables que iban por el techo. Detrás había sistemas de respaldo y generadores. Corrí hacia una puerta situada al fondo a la izquierda y la abrí con la tarjeta de Rachel.

Entré en una sala de equipamientos larga y estrecha. Había una segunda puerta al otro extremo que, según mi percepción del edificio, tenía que conducirme a la sala de servidores.

Avanzando rápidamente hacia ella vi que había otro escáner biométrico de mano montado a la izquierda de la puerta. Encima vi una caja con los mecanismos de respiración de emergencia. Tenía que ser una puerta trasera de la sala de servidores.

No había manera de saber si Carver había huido ya, pero no tenía tiempo para esperar a ver si aparecía. Volví sobre mis pasos. Crucé otra vez por entre la maquinaria de las instalaciones hasta que llegué a unas puertas situadas en el otro extremo.

Con la pistola en alto y preparado para disparar, abrí una de las puertas con la tarjeta llave y me adentré en el taller. Era otra gran estancia con bancos de herramientas que recorrían las paredes a izquierda y derecha y un espacio de trabajo en el centro en el que estaba una de las torres de servidores negras a medio construir. La estructura y los laterales ya estaban terminados, pero los compartimentos interiores para los servidores todavía no estaban instalados.

Más allá de la torre vi una escalera circular que llevaba a la superficie. Esa tenía que ser la salida hacia la puerta trasera y el banco de los fumadores.

Avancé deprisa rodeando la torre y me dirigí a la escalera.

– Hola, Jack.

En el mismo momento en que oí mi nombre sentí el roce de un arma en el cogote. Ni siquiera había visto a Carver. Había salido de detrás de la torre de servidores en el momento en que yo pasaba.

– Tendría que haber previsto que un periodista cínico no se tragaría mi suicidio.

Con la mano libre me agarró por el cuello de la camisa desde atrás y el arma permaneció apoyada contra mi piel.

– Ya puede tirar el arma.

Obedecí y el arma resonó con fuerza al caer en el suelo de hormigón.

– Deduzco que es la de la agente Walling, ¿no? Así que lo mejor será que volvamos a hacerle una visita. Acabaremos este asunto enseguida. O quién sabe, quizás acabe con usted y luego me la lleve. Creo que me gustaría pasar un rato con la agente…

Oí el impacto de un objeto pesado en carne y hueso y Carver cayó sobre mi espalda y luego al suelo. Me volví y ahí estaba Rachel con una llave de tamaño industrial que había encontrado en el taller.

– ¡Rachel! ¿Qué estás…?

– Mowry se dejó la tarjeta llave en su estación de trabajo. Te he seguido. Vamos, llevémoslo de vuelta a la sala de control.

– ¿De qué estás hablando?

– Su mano puede abrir la sala del servidor.

Nos inclinamos sobre Carver, que gemía y se movía lentamente sobre el suelo de hormigón. Rachel cogió su arma y la que llevaba Carver. Vi que este también llevaba una segunda pistola en la cintura y se la quité. La aseguré en mi propio cinturón y luego ayudé a Rachel a incorporar a Carver.

– La puerta trasera está más cerca -dije-. Y allí hay respiradores.

– Te sigo. ¡Deprisa!

Caminamos apresuradamente, medio arrastrando a Carver por la sala de servicios y luego por la estrecha sala de equipamientos que había detrás. Durante todo el camino, Carver gemía y balbuceaba palabras ininteligibles. Era alto pero delgado, de manera que el peso era soportable.

– Jack, ha estado bien eso de descubrir la puerta trasera. Solo espero que no sea demasiado tarde.

No tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero pensaba en términos de segundos, no de minutos. No respondí a Rachel, pero pensé que teníamos una buena oportunidad de llegar a tiempo hasta sus compañeros. Cuando alcanzamos la puerta trasera de la sala de servidores, cargué con todo el cuerpo de Carver y lo orienté de manera que Rachel pudiera apoyarle la mano en el escáner.

En ese momento sentí que el cuerpo de Carver se tensaba. Se había preparado para atacarme. Me agarró la mano y pivotó, haciéndome perder el equilibrio. Choqué con el hombro contra la puerta al tiempo que Carver bajaba una mano para arrebatarme el arma que me había puesto en el cinturón. Lo agarré por la muñeca, pero ya era demasiado tarde. Su mano derecha se cerró en torno a la pistola. Estaba entre él y Rachel y de pronto comprendí que ella no podía ver el arma y que Carver estaba a punto de matarnos a ambos.

– ¡Cuidado! -grité.

Se produjo una explosión súbita junto a mi oído y Carver me soltó y se derrumbó en el suelo. En su caída me roció con un chorro de sangre.

Retrocedí y me doblé sobre mí mismo, tapándome la oreja. El pitido era tan fuerte como el paso de un tren. Me volví y al levantar la vista vi a Rachel sujetando todavía su pistola en posición de disparo.

– Jack, ¿estás bien?

– Sí, sí.

– Corre, sujétalo. ¡Antes de que pierda el pulso!

Me coloqué detrás de Carver para agarrarlo por las axilas y lo levanté. Incluso con Rachel ayudándome era difícil. Pero conseguimos ponerlo en pie y lo aguanté mientras ella colocaba la mano derecha de Carver sobre el lector.

Se oyó el chasquido metálico de la puerta al desbloquearse y Rachel la empujó para abrirla.

Dejé caer a Carver en el umbral para que mantuviera la puerta abierta y dejara pasar el aire. Abrí el armarito y saqué los respiradores. Solamente había dos.

– ¡Toma!

Le di uno a Rachel al tiempo que entrábamos en la granja. La neblina de la sala de servidores empezaba a disiparse. La visibilidad era de un par de metros. Rachel y yo nos pusimos los respiradores y abrimos los conductos de aire, pero Rachel se iba sacando el suyo de la boca para gritar los nombres de sus compañeros.

No obtuvo respuesta. Fuimos por el corredor central entre dos filas de servidores y tuvimos suerte, porque encontramos a Torres y Mowry casi enseguida. Carver los había puesto cerca de la puerta trasera para poder escapar con celeridad.

Rachel se agachó junto a los agentes e intentó despertarlos zarandeándolos. Ninguno de los dos respondía. Se sacó el respirador para ponerlo en la boca de Torres. Yo me saqué el mío para ponérselo a Mowry.

– ¡Tú lo llevas a él, yo a ella! -gritó.

Cada uno agarró a uno de los agentes por las axilas y los arrastramos hacia la puerta por la que habíamos entrado. El hombre era delgado y fácil de desplazar, de manera que le saqué ventaja a Rachel. Pero a medio camino me quedé sin resuello. Yo también necesitaba oxígeno.

A medida que nos acercábamos a la puerta, entraba más aire en mis pulmones. Finalmente la alcancé y arrastré a Torres por encima del cuerpo de Carver hasta la sala de equipamientos. La sacudida pareció despertar a Torres, pues empezó a toser y a recobrar la conciencia incluso antes de que lo soltara.

Rachel llegó después con Mowry.

– ¡Creo que no respira!

Rachel le quitó el respirador e inició el procedimiento de reanimación.

– Jack, ¿cómo está Torres? -preguntó sin abandonar su concentración en Mowry.

– Está bien. Respira.

Me puse junto a Rachel mientras ella hacía el boca a boca. No estaba seguro de cómo podía ayudar, pero al cabo de unos segundos Mowry tuvo una convulsión y empezó a toser. Se puso de lado y recogió las piernas en posición fetal.

– No pasa nada, Sarah -dijo Rachel-. Estás bien. Lo has conseguido. Estás a salvo.

Le dio unos golpecitos en el hombro a Mowry y oí que la agente articulaba una expresión de agradecimiento antes de preguntar por su compañero.

– Está bien -dijo Rachel.

Me desplacé hasta la pared más cercana y apoyé la espalda en ella. Estaba agotado. Mis ojos recorrieron el cuerpo de Carver, tendido en el suelo junto a la puerta. Veía tanto la herida de entrada como la de salida. La bala se había abierto paso entre los lóbulos frontales. Carver no se había movido desde que había caído, pero me pareció distinguir el pálpito de un ligero pulso en el cuello, justo por debajo de la oreja.

Rachel, exhausta, se acercó para sentarse a mi lado.

– Vienen los refuerzos. Creo que debería levantarme e ir a esperarlos para poder enseñarles el camino hasta aquí.

– Primero recupera el aliento. ¿Estás bien?

Asintió, pero todavía le costaba respirar. Lo mismo me ocurría a mí. La miré a los ojos y vi que los tenía fijos en Carver.

– Es una pena, ¿no crees?

– ¿El qué?

– Pues que con Courier y Carver muertos, los secretos mueren con ellos. Todo el mundo ha muerto y nos hemos quedado sin nada, sin ninguna pista de por qué hicieron lo que hicieron.

Negué lentamente con la cabeza.

– Tengo una noticia: creo que el Espantapájaros aún está vivo.

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