Capítulo 16

Fibra oscura

Habíamos encontrado un lugar sombreado junto a la fachada de un almacén de la cadena Public Storage y acabábamos de instalarnos para lo que podía ser una espera larga, calurosa e inútil, cuando tuvimos un golpe de suerte. Un motorista salió de la entrada de Western Data y se dirigió hacia el oeste por Mc Kellips Road. Resultaba imposible decir quién iba en esa moto, porque llevaba un casco que le cubría la cara, pero tanto Rachel como yo reconocimos la caja de cartón que llevaba sujeta atrás con un pulpo.

– Sigue a esa caja -dijo Rachel.

Arranqué y enseguida me incorporé a McKellips. Perseguir una moto en un coche de alquiler que parecía una lata de sardinas no se correspondía con mi idea de un buen plan, pero no había otra alternativa. Pisé el acelerador y enseguida me coloqué a unos cien metros de la caja.

– ¡No te acerques demasiado! -me advirtió Rachel, muy nerviosa.

– No voy a acercarme. Lo único que quiero es no perderlo de vista.

Ella se echó hacia delante y puso las manos en el salpicadero, visiblemente nerviosa.

– Esto no irá bien. Seguirle la pista a una moto con cuatro coches que se turnan ya es difícil. Hacerlo nosotros solos será una pesadilla.

Tenía razón. A las motos no les costaba nada colarse entre el tráfico. La mayoría de motoristas parecían menospreciar el concepto de los carriles señalizados.

– ¿Quieres que pare y conduces tú?

– No, pero hazlo lo mejor que puedas.

Me las arreglé para mantener el contacto visual con la caja durante los siguientes diez minutos en un tráfico de paradas continuas y entonces nos sonrió la suerte. La moto se metió en la autopista y se dirigió hacia Phoenix por la 202. Ahí no tenía ningún problema para seguirla. Circulaba a quince kilómetros por encima del límite de velocidad, y yo me mantuve detrás a unos cien metros y dos carriles más allá. Durante quince minutos lo seguimos en el tráfico fluido mientras él cambiaba a la I-10 y luego se dirigía al norte por la I-17 a través del centro de Phoenix.

Rachel empezó a respirar más relajada e incluso se apoyó en el respaldo. Creía que habíamos disimulado tan bien nuestra persecución que incluso me pidió que aceleráramos por nuestro carril para tener una mejor visión del motorista.

– Es Mizzou -dijo-. Lo sé por la ropa.

Eché un vistazo, pero yo no podía asegurarlo. No había retenido en la memoria los detalles de lo que había visto en el búnker. Rachel sí, y esa era una de las razones de que fuera tan buena en lo que hacía.

– Si tú lo dices… ¿Qué crees que está haciendo?

Volví a quedarme atrás para que Mizzou no pudiera reparar en nosotros.

– Le lleva su caja a Freddy.

– Eso ya lo sé. Pero ¿por qué ahora?

– Quizás esté en su descanso para comer, o quizás ha acabado el trabajo por hoy. Puede ser por muchos motivos.

Había algo que me preocupaba en esa explicación, pero no tuve tiempo para pensar en ello. La moto empezó a cruzar cuatro carriles de la interestatal para dirigirse hacia la siguiente salida. Hice la misma maniobra y me quedé detrás de él, con un coche entre nosotros. Pillamos el semáforo en verde y nos dirigimos hacia el oeste por Thomas Road. Pronto estuvimos en un barrio de naves industriales en el que los pequeños negocios y las galerías de arte intentaban mantenerse a flote en un área abandonada por la industria.

Mizzou se detuvo frente a un edificio de ladrillo de una planta y bajó de la moto. Yo paré a media manzana de distancia. No había apenas tráfico y vi pocos coches aparcados en la zona. Destacábamos como… en fin, como policías en misión de vigilancia. Sin embargo, Mizzou no miró a su alrededor en ningún momento pensando que alguien podía seguirle. Se quitó el casco, lo cual confirmó la identificación de Rachel, y lo colocó sobre el faro. Luego desató el pulpo, sacó el paquete del portaequipajes de la moto y cargó con él hacia una gran puerta corredera situada a un lado del edificio.

Había una pesa redonda, como las que se utilizan en las halteras, colgando de una cadena. Cuando Mizzou la agarró y la hizo chocar contra la puerta, oí el ruido desde media manzana de distancia y con las ventanas subidas. Esperó y nosotros también, pero nadie acudió a abrirle la puerta. Mizzou volvió a llamar y obtuvo el mismo resultado negativo. Caminó hasta una ventana grande y tan sucia que no hacía falta cortina. La limpió un poco con la mano y miró al interior. Yo no sabía si había visto a alguien o no. Volvió a la puerta y llamó otra vez. Y entonces, por hacer algo, cogió el pomo de la puerta y trató de abrir. Para su sorpresa y la nuestra, la puerta se desplazó sobre sus rodamientos. No estaba cerrada.

Mizzou dudó y por primera vez miró a su alrededor. Sus ojos no se detuvieron en mi coche, sino que volvieron rápidamente a la puerta abierta. Dio la impresión de que decía algo en voz alta y luego, tras unos segundos, entró en el edificio y volvió a cerrar la puerta.

– ¿Qué opinas? -pregunté.

– Creo que tenemos que entrar -dijo Rachel-. Es evidente que Freddy no está, y no sabemos si Mizzou decidirá cerrar o llevarse algo que pueda ser valioso para la investigación. Es una situación incontrolada y deberíamos estar ahí.

Metí la marcha y avancé la media manzana que nos separaba del edificio. Rachel ya estaba en la calle y avanzaba hacia la puerta antes de que yo pusiera la transmisión en la posición de estacionamiento. Bajé y la seguí.

Rachel corrió la puerta lo justo para que ambos pudiéramos pasar. El interior estaba oscuro y tardé unos momentos en acostumbrar la vista. Cuando por fin lo conseguí, comprobé que Rachel ya avanzaba cinco metros por delante de mí hacia el centro del almacén. Era un espacio muy amplio, con columnas que se alzaban cada cinco metros. Habían levantado tabiques para dividir el espacio en vivienda, estudio y gimnasio. Vi el banco y los soportes para pesas de donde seguramente provenía el picaporte. Había también un aro de baloncesto y un espacio de por lo menos media pista para jugar. Más adentro, vi un armario y una cama por hacer. Contra uno de los tabiques había una nevera y una mesa con un microondas, pero ni fregadero ni fogones ni nada que se pareciera a una cocina. Vi la caja que había traído Mizzou en una mesa junto al microondas, pero ni rastro del joven.

Alcancé a Rachel al pasar uno de los tabiques y vi una mesa de trabajo apoyada contra una pared. Había tres pantallas en estantes sobre el escritorio y un ordenador situado debajo. Pero faltaba el teclado. Los estantes estaban repletos de libros de código, cajas de software y otros componentes electrónicos. Pero ni rastro de Mizzou.

– ¿Dónde se ha metido? -susurré.

Rachel levantó la mano para pedirme silencio y caminó hacia la mesa de trabajo. Parecía estudiar el lugar que debería de haber ocupado el teclado.

– Se ha llevado el teclado -susurró-. Sabe lo que podemos…

Se calló al oír vaciarse la cisterna de un cuarto de baño. El ruido procedía del otro extremo del almacén y le sucedió el sonido de otra puerta que se abría. Rachel cogió de uno de los estantes bridas de las que se utilizan para atar los cables de los ordenadores y luego me agarró por el hombro y me empujó hasta una pared de la zona de dormitorio. Nos quedamos con la espalda pegada a la pared, esperando a que pasara Mizzou. Oí sus pasos al acercarse sobre el suelo de cemento. Rachel pasó a mi lado y se situó al borde del tabique. En cuanto apareció Mizzou, ella se lanzó hacia delante, lo agarró por la muñeca y el cuello, y lo tumbó sobre la cama antes de que él pudiera saber lo que estaba ocurriendo. Lo inmovilizó allí, boca abajo sobre el colchón, y con un movimiento fluido saltó sobre su espalda.

– ¡No te muevas! -gritó.

– ¡Espere! ¿Qué…?

– ¡No te resistas! -dije yo-. No te muevas.

Lo obligó a poner los brazos a la espalda y utilizó una brida para atarle las muñecas.

– ¿Qué es esto? ¿Qué he hecho yo?

– ¿Qué estás haciendo aquí?

El chico intentó mirar hacia arriba, pero Rachel lo obligó a pegar la cabeza al colchón.

– ¡Te he hecho una pregunta!

– He venido a dejarle un paquete a Freddy y he aprovechado para ir al lavabo.

– Forzar una puerta para entrar en una casa es un delito grave.

– No he forzado nada. Y tampoco he robado. A Freddy no le importa. Pueden preguntárselo.

– ¿Dónde está Freddy?

– No lo sé. Oiga, pero ¿quiénes son?

– No importa quién soy yo. ¿Quién es Freddy?

– ¿Qué? Él vive aquí.

– ¿Quién es él?

– No lo sé. Freddy Stone. Trabajo con él. Trabajaba con él, quiero decir… Usted es la señora que estaba en la visita de hoy… ¿Qué está haciendo?

Rachel se bajó de encima de él, puesto que ya no importaba ocultar su identidad. Mizzou se revolvió en la cama y se incorporó. Con los ojos como platos, miró a Rachel, después a mí y luego otra vez a ella.

– ¿Dónde está Freddy? -preguntó Rachel.

– No lo sé -respondió Mizzou-. Nadie le ha visto.

– ¿Desde cuándo?

– ¿Desde cuándo cree? ¡Desde que se fue! Pero ¿qué pasa aquí? Primero el FBI y ahora ustedes dos. ¿Quiénes son, eh?

– Olvídalo. ¿Dónde puede haber ido Freddy?

– No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?

Mizzou se levantó de repente como si fuera a salir de allí, como si fuera a largarse con las manos atadas a la espalda. Rachel volvió a tumbarlo en la cama sin contemplaciones.

– ¡No pueden hacer esto! Ni siquiera creo que sean policías. ¡Quiero un abogado!

Rachel dio un paso amenazador hacia la cama. Habló en voz baja y tranquila.

– Si no somos policías, ¿qué te hace creer que vamos a conseguirte un abogado?

Los ojos de Mizzou adquirieron una expresión de temor a medida que se daba cuenta de que se había metido en algo de lo que quizá no podría salir.

– Miren -dijo-. Les diré todo lo que sé, pero déjenme marchar.

Yo seguía apoyado contra el tabique, intentando actuar como si fuera un día cualquiera y en ocasiones la gente se convirtiera en una baja colateral.

– ¿Dónde podemos encontrar a Freddy? -preguntó Rachel.

– ¡Ya se lo he dicho! -gritó Mizzou-. No lo sé. ¡Si lo supiera se lo diría!

– ¿Freddy es un hacker?

Rachel señaló hacia la pared. La mesa de trabajo estaba al otro lado.

– Es más bien un troller. Le gusta joder a la gente, gastarles bromas y eso.

– ¿Y tú? ¿Lo has hecho con él alguna vez? No mientas.

– Una vez. Pero no me gustó eso de engañar a la gente porque sí.

– ¿Cómo te llamas?

– Matthew Mardsen.

– Muy bien, Matthew Mardsen, ¿qué me dices de Declan Mc Ginnis?

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Dónde está?

– No lo sé. He oído que había mandado un e-mail diciendo que estaba en casa enfermo.

– ¿Te lo crees?

Se encogió de hombros.

– No lo sé. Supongo.

– ¿Alguien ha hablado con él?

– No lo sé. Esa clase de cosas están por encima de mi responsabilidad.

– ¿Y nada más?

– ¡Es lo único que sé!

– En ese caso, levanta.

– ¿Qué?

– Levántate y date la vuelta.

– ¿Qué va a hacer?

– Te digo que te levantes y que te des la vuelta. Lo que vaya a hacer no te importa.

Mizzou obedeció a regañadientes. Si hubiese podido girar la cabeza ciento ochenta grados para no perder de vista a Rachel, lo habría hecho. En la realidad estaría cerca de los ciento veinte.

– Les he dicho todo lo que sé -argumentó con desesperación.

Rachel se le acercó por detrás y le habló directamente al oído.

– Si averiguo algo diferente a lo que dices volveré a por ti -dijo.

Sujetándolo por la brida lo condujo rodeando el tabique hasta la mesa de trabajo. Cogió unas tijeras del estante y cortó la brida para liberarle las muñecas.

– Largo de aquí, y no le digas a nadie lo que ha pasado -le dijo-. Si hablas, nos enteraremos.

– ¡No diré nada! Se lo prometo, ¡no diré nada!

– ¡Vete!

Casi resbaló cuando se volvió para dirigirse a la puerta. El trayecto era largo y el orgullo le abandonó cuando le faltaban tres metros para llegar a la libertad. Esos últimos pasos los hizo corriendo, abrió la puerta muy deprisa y la cerró con estruendo. En menos de cinco segundos oímos que arrancaba la moto.

– Me ha encantado ese movimiento, cómo lo has tirado sobre la cama como si tal cosa -observé-. Creo que ya lo había visto antes.

Rachel me ofreció una levísima sonrisa como respuesta y luego volvió al trabajo.

– No sé si va a correr a explicárselo a la policía o no, pero no nos entretengamos demasiado aquí.

– Larguémonos ahora.

– No, todavía no. Echemos un vistazo a ver qué podemos averiguar sobre ese tío. Diez minutos y nos marchamos. No dejes tus huellas.

– Muy bien. ¿Cómo lo hago?

– Eres un periodista. ¿No llevas tu bolígrafo preferido?

– ¡Claro!

– Pues úsalo. Disponemos de diez minutos.

Pero no necesitamos diez minutos. Enseguida quedó claro que se habían llevado cualquier cosa que resultara vagamente personal sobre Freddy Stone. Utilizando mi bolígrafo para abrir armarios y cajones, los encontré todos vacíos o con solo utensilios de cocina o comida empaquetada. La nevera estaba casi vacía; en el congelador había un par de pizzas y una cubitera vacía. Miré en el armario y debajo de este: nada. Miré bajo la cama y entre el colchón y el somier: no había nada. Incluso los cubos de basura estaban vacíos.

– Vámonos -dijo Rachel.

En ese momento yo estaba mirando debajo de la cama y en cuanto levanté la vista ella ya estaba en la puerta. Bajo el brazo llevaba la caja que Mizzou acababa de dejar. Recordaba haber visto unidades de memoria USB allí. Quizá contendrían la información que necesitábamos. Corrí tras ella, pero en cuanto crucé la puerta vi que no estaba en el coche. Me volví y la atisbé justo antes de que desapareciera por la esquina del edificio para meterse en el callejón.

– ¡Eh!

Corrí hacia allí y al doblar la esquina la vi caminando con decisión por el centro del callejón.

– Rachel, ¿adónde vas?

– Ahí dentro había tres cubos de basura -me dijo por encima del hombro-. Los tres estaban vacíos.

Entonces me di cuenta de que se dirigía hacia el primero de dos contenedores de basura de tamaño industrial situados a ambos lados del callejón. En el momento en que le di alcance me pasó la caja de Freddy Stone.

– Aguanta esto.

Levantó la pesada tapa de acero y esta cayó con estrépito contra la pared de atrás. Yo eché un vistazo al contenido de la caja de Freddy y me di cuenta de que alguien, probablemente Mizzou, se había quedado con sus cigarrillos. No creí que Freddy fuera a echarlos en falta.

– ¿Has mirado en los armarios de la cocina?

– Sí.

– ¿Has visto si había bolsas de basura?

Tardé un momento en entender lo que me preguntaba.

– Sí, sí, había una caja debajo del fregadero.

– ¿Eran blancas o negras?

– Eh…

Cerré los ojos, intentando visualizar lo que había visto en el armario de debajo del fregadero.

– ¡Negras! Negras y con cordón rojo.

– Eso lo reduce un poco.

Había metido los brazos en el interior del contenedor. Estaba medio lleno y olía fatal. La mayoría de los detritos no estaban en bolsas, sino que los habían tirado allí directamente. Casi todo eran escombros de alguna obra de reparación o de renovación. El resto era basura en proceso de descomposición.

– Vamos a ver el otro.

Cruzamos el callejón. Dejé la caja en el suelo y levanté la pesada tapa del contenedor. De buenas a primeras el olor era todavía más penetrante y al principio pensé que habíamos encontrado a Freddy Stone. Me eché atrás y me volví, sacando aire por la boca y la nariz para tratar de sacudirme aquel hedor.

– No te preocupes, no es él -dijo Rachel.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque sé cómo huele un cadáver podrido, y es mucho peor.

Volví a acercarme al contenedor. Había varias bolsas de basura, muchas de ellas eran negras y algunas estaban desgarradas y rebosantes de basura pútrida.

– Tú tienes los brazos más largos -dijo Rachel-. Saca las bolsas negras.

– ¡Acabo de comprarme esta camisa! -protesté mientras me disponía a hacerlo.

Saqué todas las bolsas negras que no estuvieran abiertas y revelaran su contenido y las dejé en el suelo. Rachel empezó a abrirlas rasgando el plástico de manera que el contenido permanecía en su sitio. Como si le hiciera una autopsia a una bolsa de basura.

– Hazlo así, y no mezcles el contenido de bolsas diferentes -me indicó.

– Vale. ¿Qué estamos buscando? Ni siquiera podemos estar seguros de que todo esto provenga de la casa de Stone.

– Ya lo sé, pero tenemos que buscar. Quizás encontremos algo que tenga sentido.

La primera bolsa que abrí contenía sobre todo confeti de documentos triturados.

– Mira, aquí hay papel triturado.

Rachel observó la bolsa.

– Podría ser suya. Había una trituradora junto a su mesa de trabajo. Apártala.

Hice lo que me pidió y abrí la siguiente, que contenía lo que parecía basura doméstica básica. Enseguida reconocí una de las cajas de comida vacías.

– Esta sí que es suya. Tenía la misma marca de pizza para microondas en el congelador.

Rachel se acercó.

– Bien. Busca todo lo que sea personal.

No tenía por qué decírmelo, pero no quise recriminárselo. Moví las manos con cautela por los restos de la bolsa abierta. Podía afirmar que todo eso provenía de la zona de la cocina. Envoltorios de comida, latas, pieles podridas de plátano y corazones de manzana. Me di cuenta de que podría haber sido peor. Solo había un microondas en el almacén convertido en loft. Eso limitaba las opciones y la comida venía en recipientes perfectamente limpios que podían cerrarse herméticamente antes de desecharlos.

En el fondo de la bolsa había un periódico. Lo saqué con cuidado, pensando que la fecha de publicación podría ayudarnos a precisar cuándo habían echado la bolsa al contenedor. Estaba doblado de la manera en que podría llevarlo un viajero. Era la edición del Las Vegas Review Journal del miércoles anterior, el día en que yo había estado en Las Vegas.

Lo desdoblé y vi la fotografía de un hombre en primera página. Le habían pintado la cara con un rotulador negro para ponerle gafas de sol, un par de cuernos de diablo y la preceptiva perilla. También se distinguía el círculo de una taza de café. El círculo oscurecía parcialmente un nombre escrito con el mismo rotulador.

– Aquí tengo un periódico de Las Vegas con un nombre escrito.

Rachel apartó de inmediato la mirada de la bolsa que revisaba para comprobarlo.

– ¿Qué nombre?

– Está emborronado por la marca de un café. Georgette algo. Empieza por B y acaba en M-A-N.

Sostuve el periódico en alto y lo incliné para que Rachel pudiera ver la portada. Ella lo estudió durante unos segundos y vi que en sus ojos se encendía el brillo del reconocimiento. Se puso en pie.

– Ahí lo tienes. Lo has encontrado.

– ¿Encontrado el qué?

– Es nuestro hombre. ¿Recuerdas que te hablé de un mensaje de correo electrónico a la cárcel de Ely que hizo que incomunicaran a Oglevy? Era de la secretaria del director al director.

– Sí.

– La secretaria se llama Georgette Brockman.

Todavía agachado junto a la bolsa abierta, miré a Rachel al comprenderlo. No podía haber más que una razón para que Freddy Stone hubiera escrito ese nombre en un diario de Las Vegas en su almacén. Me había seguido los pasos hasta Las Vegas y sabía que yo iba a ir a Ely para hablar con Oglevy. Era él quien quería aislarme en medio de ninguna parte. Freddy Stone era el Patillas, el Sudes.

Rachel cogió el periódico para estudiarlo. Sus conclusiones fueron idénticas a las mías.

– Estaba en Nevada persiguiéndote. Consiguió el nombre de Brockman y lo escribió mientras entraba en la base de datos del sistema de la prisión. Este es el vínculo, Jack. ¡Lo has encontrado!

Me incorporé para acercarme a ella.

– Lo hemos encontrado, Rachel. Pero ¿qué hacemos ahora?

Rachel bajó el periódico y vi que en su rostro se dibujaba un plan de acción.

– No creo que tengamos que seguir tocando nada más. Hemos de dejarlo y llamar al FBI. Ellos se ocuparán a partir de aquí.


En cuanto a medios materiales, el FBI siempre parecía preparado para cualquier circunstancia. No había pasado una hora desde la llamada de Rachel a la policía local y ya nos tenían sentados en cuartos de interrogatorio separados situados en el interior de un vehículo sin distintivos del tamaño de un autobús. Este se hallaba aparcado junto al almacén en el que había vivido Freddy Stone. Varios agentes nos interrogaban en el interior, mientras fuera otros se hallaban en el almacén y en el callejón contiguo en busca de más señales que probaran la implicación de Stone en los asesinatos de las dos víctimas halladas en maleteros o que proporcionaran pistas sobre su paradero.

Naturalmente, el FBI no los consideraba salas de interrogatorio y habrían puesto objeciones a que yo llamara Guantánamo Exprés a aquella caravana reconvertida. Para ellos se trataba de una unidad móvil para entrevistas con testigos.

Mi sala era un cubo sin ventanas de tres por tres metros y mi interrogador era un agente llamado John Bantam. El apellido llamaba a engaño porque ese Bantam era tan enorme que parecía llenar el cuarto entero. Caminaba de un lado a otro delante de mí y se daba golpecitos rítmicamente en la pierna con el bloc de notas, de una manera que según creo se proponía hacerme pensar que mi cabeza podía ser su próximo objetivo.

Durante una hora, Bantam me estuvo friendo a preguntas sobre cómo había establecido la conexión con Western Data y todos los pasos que Rachel y yo habíamos seguido a continuación. Yo había hecho caso del consejo que Rachel me había dado antes de que aparecieran las tropas federales: «No mientas. Mentirle a un agente federal es un delito. Una vez que lo cometes, ya te han pillado. No mientas sobre nada».

Así que dije la verdad, pero no toda la verdad. Respondí solamente a las preguntas que se me hacían y no ofrecí ningún detalle que no me pidieran específicamente. Bantam parecía frustrado todo el rato, molesto por no ser capaz de plantearme la pregunta correcta. El brillo del sudor se extendía sobre su piel negra. Pensé que tal vez fuera la personificación de la frustración de todo el departamento por el hecho de que un periodista hubiera establecido una conexión que ellos habían pasado por alto. Fuera como fuese, Bantam no estaba contento conmigo. La sesión, que se había iniciado como una entrevista cordial, se había convertido en un interrogatorio tenso y parecía prolongarse sin fin.

Al final me harté y me levanté de la silla plegable en la que estaba sentado. Incluso de pie, Bantam seguía sacándome más de quince centímetros.

– Mire, ya se lo he explicado todo. Ahora he de ir a escribir un artículo.

– Siéntese. Todavía no hemos terminado.

– Esto era una entrevista voluntaria. Usted no es quién para decirme cuándo se acaba. He respondido a todas y cada una de sus preguntas y ahora lo único que hace es repetirse, para ver si me cabreo. Eso no ocurrirá, porque solamente le he dicho la verdad. Y ahora, ¿puedo irme o no?

– Podría detenerle ahora mismo por allanamiento de morada y por hacerse pasar por agente federal.

– Bueno, si se trata de ponerse a inventar supongo que podría detenerme por un montón de cosas. Pero yo no he cometido ningún allanamiento. Seguí a alguien al interior del almacén cuando le vimos entrar y pensamos que podía estar cometiendo un delito. Y no me hice pasar por ningún agente federal. Ese muchacho tal vez creyera que lo éramos, pero ninguno de los dos dijo o hizo nada que remotamente lo indicara.

– Siéntese. No hemos acabado.

– Yo creo que sí.

Bantam se golpeó con el bloc en la pierna y me dio la espalda. Caminó hasta la puerta y luego se volvió.

– Necesitamos que retenga la publicación del artículo -dijo.

Asentí. Por fin habíamos llegado al meollo del asunto.

– ¿Así que de eso se trataba? Por eso el interrogatorio, la intimidación.

– No ha sido ningún interrogatorio. Le aseguro que de haberlo sido se habría enterado.

– Lo mismo da. No puedo retener ese artículo. Es un cambio importante en una noticia importante. Por otra parte, la publicación de la cara de Stone en todos los periódicos les puede ayudar a detenerlo.

Bantam negó con la cabeza.

– Todavía no. Necesitamos veinticuatro horas para valorar lo que hemos conseguido aquí y en los demás lugares. Queremos hacerlo antes de que sepa que vamos tras él. Podrá publicar su foto en todos los periódicos después de eso.

Volví a sentarme en la silla plegable para considerar las posibilidades. Se suponía que tenía que hablar con mis redactores sobre cualquier acuerdo para no publicar, pero en esos momentos estaba más allá de cuestiones como esa. Era mi último artículo y sería yo quien tomara las decisiones.

Bantam cogió una silla que estaba apoyada en la pared, la desplegó y se sentó por primera vez en toda nuestra sesión. Se colocó justo delante de mí.

Miré mi reloj. Eran casi las cuatro. Los redactores estaban a punto de celebrar su reunión diaria en Los Ángeles para decidir cuál sería la portada del día siguiente.

– Le diré lo que estoy dispuesto a hacer -dije-. Hoy es martes. Retengo el artículo y lo escribo mañana para el periódico del jueves. Lo mantenemos fuera de la página web, de manera que las agencias no puedan recogerlo hasta el jueves a primera hora y no salga nada en la tele hasta después de eso. -Volví a mirar mi reloj-. Eso les daría treinta y seis horas, por lo menos.

Bantam asintió.

– De acuerdo. Creo que eso funcionará.

Hizo el gesto de levantarse.

– Espere, espere, que eso no es todo. Lo que quiero a cambio es lo siguiente: como es natural, quiero la exclusividad. Yo he descubierto esto, de modo que la historia es mía. Nada de filtraciones ni de conferencias de prensa hasta que mi artículo esté en la primera página del Times.

– Eso no es un problema. Nosotros…

– No he acabado, hay más: quiero acceso. Quiero estar en el circuito. Quiero saber lo que ocurre. Quiero estar incrustado.

Sonrió con desdén y sacudió la cabeza.

– No podemos hacer eso. Si quiere estar incrustado váyase a Irak. No permitimos a civiles, y menos a periodistas, inmiscuirse en nuestras investigaciones. Podría ser peligroso y complicar las cosas. Además, legalmente eso podría comprometer el procesamiento.

– En ese caso, no hay acuerdo y necesito hablar con mi redactor ahora mismo.

Saqué el móvil del bolsillo. Se trataba de un recurso teatral y tenía la esperanza de que pudiera forzar la negociación.

– De acuerdo, espere -dijo Bantam-. No puedo decidir eso. Siéntese, que ahora vuelvo.

Se levantó y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Yo me levanté y comprobé el pomo. Tal como me temía, la cerradura estaba bloqueada. Cogí mi móvil y miré la pantalla. Sin cobertura. El aislamiento del cubo probablemente la anulaba, y Bantam debía de saberlo muy bien.

Me pasé la siguiente hora sentado en la dura silla plegable, levantándome de vez en cuando para golpear la puerta o para pasear por la pequeña estancia tal como había hecho Bantam. La sensación de abandono empezó a hacer mella en mí. No paraba de mirar la hora y abrir el móvil, a pesar de que sabía que no había cobertura y que eso no iba a cambiar. En un momento determinado decidí poner a prueba mi teoría paranoica según la cual me vigilaban y me escuchaban durante todo el tiempo que estaba en esa habitación. Abrí el teléfono e hice un recorrido por las cuatro esquinas como un hombre que leyera un contador Geiger. En la tercera esquina actué como si hubiera encontrado cobertura y actué como si marcara un número real y luego fingí hablar animadamente con mi redactor, explicándole que estaba dispuesto a dictarle un artículo excepcional sobre la identidad del asesino.

Pero Bantam no acudió corriendo, lo cual solamente probaba que o bien la habitación no estaba vigilada con cámaras y micrófonos o bien los agentes que me observaban desde fuera sabían que no había cobertura y que solo estaba fingiendo la llamada.

La puerta se abrió por fin a las cinco y cuarto. Pero no fue Bantam quien entró, sino Rachel. Me levanté. Mis ojos quizás expresaran la sorpresa, pero mantuve la boca cerrada.

– Siéntate, Jack -dijo Rachel.

Dudé, pero finalmente me senté.

Rachel tomó asiento en la otra silla, enfrente de mí. La miré y señalé hacia el techo con las cejas levantadas a modo de pregunta.

– Sí, nos están grabando -dijo Rachel-. Por audio y vídeo. Pero puedes hablar con entera libertad, Jack.

Me encogí de hombros.

– ¿Sabes? Algo me dice que has ganado peso desde la última vez que nos vimos. ¿No será por una placa y un arma?

Ella asintió.

– En realidad todavía no llevo la placa ni el arma, pero están en camino.

– No irás a decirme que encontraste a Osama Bin Laden en Griffith Park, ¿verdad?

– No exactamente.

– Pero te han restituido en tu puesto.

– Técnicamente, todavía no se había aprobado mi dimisión. El ritmo lento de la burocracia, ya sabes. He tenido suerte, me han permitido retirarla.

Me incliné hacia delante y susurré:

– ¿Y qué hay del jet?

– No tienes por qué hablar tan bajo. Ya no hay problema por el jet.

– Espero que lo tengas por escrito.

– Tengo lo que necesito.

Asentí. Yo ya sabía de qué iba el asunto. Rachel había utilizado lo que sabía del caso para llegar a un acuerdo.

– A ver, déjame adivinar… Quieren que se sepa que un agente identificó a Freddy Stone como el Sudes, no alguien que acababa de dejar el FBI.

Rachel asintió.

– Sí, algo así. Ahora tengo la misión de negociar contigo. No te van a permitir estar dentro, Jack. Eso es ir directos al desastre. Seguro que recuerdas lo que ocurrió con el Poeta.

– Eso fue entonces y esto es ahora.

– Aun así, no puede ser.

– Oye, ¿no podemos salir de este cubo? ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta por algún sitio donde no haya cámaras ni micrófonos?

– Claro, vamos a dar un paseo.

Rachel se levantó y fue hacia la puerta. Llamó dando dos golpes seguidos y luego otro y la puerta se abrió inmediatamente. Al salir al estrecho pasillo que llevaba a la parte delantera del autobús vi que Bantam estaba junto a la puerta. Di dos golpes y luego otro.

– Si hubiese sabido la contraseña haría ya más de una hora que habría salido de aquí.

Al parecer mi comentario no le hizo ninguna gracia a Bantam. Me volví y seguí a Rachel para salir del autobús. Una vez fuera comprobé que el almacén y el callejón seguían siendo hervideros de actividad federal. Varios agentes y técnicos se movían sin parar para recoger pruebas, tomar medidas y fotografías, escribir notas…

– Toda esta gente, ¿ha encontrado algo que no hubiéramos visto?

Rachel sonrió con picardía.

– De momento no.

– Bantam me ha hablado de que el FBI estaba investigando en otros lugares, así en plural. ¿Dónde?

– Jack, antes de que sigamos hablando tenemos que dejar clara una cosa: esto no lo vamos a hacer juntos, y tú no estás incrustado. Yo soy tu contacto, tu fuente, siempre y cuando retengas el artículo durante un día, tal como te ofreciste a hacer.

– La oferta se basaba en un acceso completo.

– Venga ya, Jack, eso no puede ser. Pero me tienes a mí, y puedes confiar en mí. Vuelves a Los Ángeles y escribes tu artículo mañana. Te diré todo lo que pueda decirte.

Me aparté de ella mientras seguíamos caminando por la acera en dirección al callejón.

– Eso es precisamente lo que me preocupa. Vas a decirme todo lo que puedas. ¿Y quién decide lo que puedes decirme?

– Te diré todo lo que sepa.

– Pero ¿lo sabrás todo?

– Jack, déjate de juegos de palabras. ¿Confías en mí? Eso es lo que dijiste cuando me llamaste de repente la semana pasada cuando estabas en medio del desierto.

La miré a los ojos durante un momento y luego volví a mirar hacia el callejón.

– Claro que confío en ti.

– Entonces no necesitas nada más. Vuelve a Los Ángeles. Mañana puedes llamar cada hora si quieres, y yo te informaré de lo que hayamos conseguido. Estarás al corriente de todo cuando publiques tu artículo en el periódico. Será tu artículo y el de nadie más. Te lo prometo.

No dije nada. Miré hacia el callejón, donde diversos agentes y técnicos diseccionaban las bolsas negras de basura que habíamos encontrado. Documentaban cada una de las piezas de basura y residuos como si fueran arqueólogos en una excavación en Egipto.

A Rachel se le acababa la paciencia.

– ¿Estamos de acuerdo, Jack?

La miré.

– Sí, estamos de acuerdo.

– Lo único que te pido es que cuando lo escribas me identifiques como agente. No menciones que dimití ni que retiré la dimisión.

– ¿Es una petición tuya o del departamento?

– ¿Y eso qué más da? ¿Lo harás o no lo harás?

Asentí.

– Sí, Rachel, lo haré. Tu secreto está a salvo conmigo.

– Gracias.

Me volví para mirarla de frente.

– Entonces, ¿qué está pasando ahora? ¿Qué me cuentas de esos otros lugares que ha mencionado Bantam?

– También tenemos agentes en Western Data y en la casa de Declan Mc Ginnis en Scottsdale.

– ¿Y qué tiene que decir Mc Ginnis?

– Hasta ahora, nada. Todavía no lo hemos encontrado.

– ¿Ha desaparecido?

Rachel se encogió de hombros.

– No estamos seguros de si se ha ocultado voluntaria o involuntariamente, pero ha desaparecido. Y su perro lo mismo. Es posible que investigara algo por su cuenta tras la visita que los agentes le hicieron el viernes. Pudo haberse acercado demasiado a Stone, y este puede que reaccionase. Y hay otra posibilidad.

– ¿Que estuvieran juntos en el asunto?

Rachel asintió.

– Sí, en equipo. Mc Ginnis y Stone. Que dondequiera que estén, estén juntos.

Reflexioné sobre ello. Sabía que existían precedentes. El Estrangulador de Hillside resultó que eran dos primos. Y antes y después de eso hubo equipos de asesinos en serie. Me vinieron a la memoria Bittakker y Norris; dos de los más execrables asesinos que hayan pisado el planeta se encontraron de algún modo y formaron un equipo en California. Filmaban sus sesiones de tortura. Un policía me pasó una vez la cinta de una de esas sesiones, que tenían lugar en la parte trasera de una furgoneta. Tras el primer grito de pánico y dolor, lo apagué.

– ¿Lo ves, Jack? Por eso necesitamos tiempo antes de la tormenta mediática. Los dos tienen ordenadores portátiles y los dos se los llevaron. Pero también tenían ordenadores en Western Data y ahora los tenemos nosotros. Tenemos un equipo de RPE que viene de Quantico. Aterrizarán dentro…

– ¿RPE?

– Recuperación de Pruebas Electrónicas. Están volando justo ahora. Los pondremos a estudiar el sistema de Western Data y ya veremos qué sacan. Y recuerda lo que ya hemos averiguado hoy: ese lugar está vigilado por audio y vídeo. Las grabaciones que hayan archivado también pueden ayudarnos.

Asentí. Seguía pensando en Mc Ginnis y Stone trabajando juntos como un equipo compenetrado de asesinos.

– ¿Tú qué piensas? -le pregunté a Rachel-. ¿Crees que el Sudes es uno, o que son dos?

– Todavía no puedo decirlo con seguridad. Pero me parece que en este caso podemos hablar de un equipo.

– ¿Por qué?

– ¿Recuerdas el escenario que perfilamos la otra noche? ¿Donde el Sudes llega a Los Ángeles, atrae a Angela a tu casa, luego la mata y vuela a Las Vegas para seguirte?

– Sí.

– Bueno, pues el FBI revisó todos los vuelos que salían del LAX y de Burbank hacia Las Vegas esa noche. Solamente cuatro pasajeros de los vuelos nocturnos compraron los billetes esa noche. El resto eran todo reservas. Los agentes siguieron la pista a tres, los interrogaron y quedaron descartados. El cuarto, naturalmente, eras tú.

– Pudo ir en coche.

Ella sacudió la cabeza.

– Pudo haber ido en coche, pero entonces, ¿por qué enviar el paquete por GO! en tarifa nocturna si vas en coche a Las Vegas? El envío nocturno solamente tiene sentido si fue a coger un vuelo y luego recogerlo, o si se lo hubiese enviado a alguien.

– A su compañero.

Asentí y empecé a caminar en un círculo mientras iba interiorizando el nuevo escenario. Todo parecía tener sentido.

– Así que Angela va a la página web trampa y los alerta. Ellos leen su correo electrónico y el mío. Y su respuesta es que uno va a Los Ángeles a encargarse de ella y otro va a Las Vegas a encargarse de mí.

– Así es como yo lo veo.

– Espera. ¿Qué hay del teléfono de Angela? Dijiste que el FBI localizó la llamada y que el asesino me llamó desde el aeropuerto en Las Vegas. ¿Cómo pudo ese teléfono llegar a…?

– Con el paquete de GO! Envió tu pistola y su teléfono. Sabían que sería una manera de implicarte más en su asesinato. Después de tu suicidio los policías habrían encontrado su teléfono en tu habitación. Luego, cuando no funcionó como estaba planeado, Stone te llamó desde el aeropuerto. Quizá solamente quería charlar, o quizá sabía que eso contribuiría a sustentar la idea de que había un asesino suelto que había ido desde Los Ángeles a Las Vegas.

– ¿Stone? Así que me estás diciendo que Mc Ginnis fue a Los Ángeles a por Angela y que Stone fue a Las Vegas a por mí.

Rachel asintió con la cabeza.

– Dijiste que el hombre de las patillas no tenía más de treinta años. Stone tiene veintiséis y Mc Ginnis cuarenta y seis. Puedes disfrazar la apariencia, pero lo más difícil es disfrazar la edad. Y es mucho más difícil parecer más joven que parecer más viejo. Apuesto a que tu hombre de las patillas era Stone.

Tenía sentido.

– Hay otra cosa que indica que nos enfrentamos a un equipo -dijo Rachel-. Es algo que hemos tenido delante todo el tiempo.

– ¿Qué?

– Un cabo suelto del asesinato de Denise Babbit. Estaba en el maletero de su propio coche y este fue abandonado en South L. A., donde Alonzo Winslow se lo encontró.

– Sí, ¿y?

– Pues que si el asesino trabajaba solo, ¿cómo salió de South L. A. después de dejar el coche? Estamos hablando de altas horas de la noche en un barrio predominantemente negro. ¿Cogió un autobús o llamó a un taxi y esperó en la acera? Rodia Gardens queda a casi dos kilómetros de la parada de metro más cercana. ¿Los hizo caminando, un hombre blanco en un barrio negro en plena noche? No creo. Uno no acaba un asesinato tan bien planeado con una huida así. Ninguno de estos escenarios tiene demasiado sentido.

– Así que quien dejó el coche de la chica allí tenía a alguien que lo recogió.

– Eso es.

Asentí y me quedé en silencio mientras pensaba en toda la información nueva. Rachel finalmente interrumpió mis reflexiones.

– Voy a tener que ponerme a trabajar, Jack -dijo-. Y tú tienes que subir a un avión.

– ¿Cuál es tu misión? Aparte de mí, quiero decir.

– Voy a trabajar con el equipo RPE en Western Data. Tengo que ir allí ahora mismo para prepararlo todo.

– ¿Han cerrado el complejo?

– Más o menos. Han enviado a todo el mundo a casa excepto a un equipo básico que mantendrá los sistemas en funcionamiento y podrá ayudar al equipo RPE. Creo que Carver está en el búnker y O’Connor en superficie, y quizás algunos más.

– Esto los va a arruinar.

– No podemos hacer nada por evitarlo. Además, si el director ejecutivo de esa compañía y su joven adlátere se sumergían en las informaciones archivadas para encontrar a víctimas de sus sueños homicidas compartidos, creo que los clientes tienen derecho a saberlo. Lo que pase después no es cosa nuestra.

Asentí.

– Supongo que tienes razón.

– Jack, debes irte. Le dije a Bantam que podía manejar esto. Ojalá pudiera abrazarte, pero ahora no es el momento. Pero quiero que tengas mucho cuidado. Vuelve a Los Ángeles y sé prudente. Llámame para lo que quieras y, desde luego, hazlo si alguno de ellos vuelve a ponerse en contacto contigo.

Asentí.

– Voy a volver al hotel a buscar mis cosas. ¿Quieres que te deje la habitación?

– No, paga el FBI. Cuando te vayas deja mi maleta en recepción, ¿de acuerdo? Ya pasaré por allí más tarde.

– De acuerdo, Rachel. Cuídate.

Al volverme para ir hacia el coche, alargué el brazo por sorpresa y le apreté la muñeca. Esperaba que el mensaje le llegara alto y claro: estábamos juntos en eso.

Al cabo de diez minutos, el almacén se alejaba en mi retrovisor e iba de camino al Mesa Verde Inn. Estaba en la lista de espera de Southwest Airlines para conseguir un pasaje de vuelta a Los Ángeles, pero no podía concentrarme en nada que no fuera la idea de que el Sudes no era un solo asesino, sino dos que actuaban al unísono.

Para mí, la idea de dos personas que se habían conocido y actuaban en la misma longitud de onda de sadismo sexual y asesinato doblaba o incluso más la sensación de terror que sus acciones tenebrosas conjuraban. Pensé en el término que Yolanda Chávez había empleado durante el recorrido por Western Data: fibra oscura. ¿Podía haber algo tan profundo y oscuro en la fibra de una persona como el deseo de compartir algo semejante a lo que había ocurrido con Denise Babitt y las demás víctimas? Yo creía que no, y solo de pensarlo se me heló el alma.

Загрузка...