Todos los ojos de la redacción me siguieron cuando salí de la oficina de Kramer y volví a mi cubículo. Las prolongadas miradas hicieron que el camino fuese muy largo. Siempre repartían las rosas los viernes y todos sabían que acababan de dármela; si bien las cartas de despido ya no iban en papeles de color rosado. Ahora era un formulario RP: reestructuración de plantilla.
Todos sintieron un leve cosquilleo de alivio porque no les había tocado a ellos y un leve cosquilleo de ansiedad porque sabían que nadie estaba a salvo todavía. Cualquiera podía ser el siguiente.
Rehuí todas las miradas al pasar bajo el cartel de la sección de Metropolitano para dirigirme de nuevo a los cubículos. Entré en el mío y me senté para desaparecer del campo visual de la redacción como un soldado que se lanza a una trinchera.
Inmediatamente sonó mi teléfono. En la pantalla vi que llamaba mi amigo Larry Bernard. Solo estaba a dos cubículos de distancia, pero sabía que venir a verme en persona habría sido una clara señal para que otros periodistas de la sala de redacción se reunieran en torno a mí y preguntaran lo obvio. Los periodistas trabajan mejor en manada.
Me puse los cascos y contesté la llamada.
– Hola, Jack -dijo.
– Hola, Larry -respondí.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– ¿Qué quería el Embutidor?
Usó el apodo que le habían puesto al subdirector Richard Kramer años atrás, cuando era un secretario de redacción más preocupado por la cantidad que por la calidad de las noticias que solicitaba a sus periodistas. Desde entonces le habían inventado varios apodos más.
– Ya sabes lo que quería. Me ha dado el preaviso; me echan.
– Me cago en la hostia, te han dado la rosa.
– Exacto. Pero recuerda que ahora lo llamamos «separación involuntaria».
– ¿Te has de marchar ahora mismo? Te ayudaré.
– No, tengo dos semanas. El 22 de mayo seré historia.
– ¿Dos semanas? ¿Por qué dos semanas?
La mayoría de las víctimas de la reestructuración tenían que marcharse de inmediato. La decisión se había tomado después de que uno de los primeros receptores del preaviso de despido se quedara durante el período remunerado. Todos y cada uno de sus últimos días, la gente lo veía en la oficina con una pelota de tenis: botándola, lanzándola, apretándola. No se dieron cuenta de que cada día era una pelota diferente, que lanzaba después al inodoro de caballeros. Alrededor de una semana después de que se marchara, las cañerías refluyeron con consecuencias devastadoras.
– Me han ofrecido unos días más si accedía a preparar a mi sustituta.
Larry se quedó un momento en silencio mientras consideraba la humillación que suponía tener que enseñar a tu propio sucesor. Sin embargo, para mí, dos semanas de salario eran dos semanas de salario que perdería si no aceptaba la oferta. Y además, me daría el tiempo suficiente para despedirme apropiadamente de aquellos que lo merecían tanto en la sala de redacción como en la calle. Consideré que la alternativa de llenar una caja con mis pertenencias personales y que me acompañara a la puerta un guardia de seguridad era aún más humillante. Estaba seguro de que me controlarían para asegurarse de que no llevaba pelotas de tenis al trabajo, pero no tenían de qué preocuparse. Ese no era mi estilo.
– ¿Y ya está? ¿No te ha dicho nada más? ¿Dos semanas y te vas?
– Me ha dado la mano y me ha soltado que era un tipo atractivo, que debería probar en la tele.
– Oh, tío. Vamos a emborracharnos esta noche.
– Yo sí, desde luego.
– Joder, no es justo.
– El mundo no es justo, Larry.
– ¿Quién es tu sustituta? ¿Al menos es alguien que sabrá que está a salvo?
– Angela Cook.
– Me lo imaginaba. A los polis les va a encantar.
Larry era amigo mío, pero no me apetecía hablar de todo eso con él en ese momento: necesitaba sopesar mis opciones. Me enderecé en la silla y miré por encima de las mamparas de metro veinte del cubículo. Todavía no veía a nadie observándome. Miré hacia la fila de paredes de cristal de las oficinas de los jefes de sección. La de Kramer hacía esquina y él estaba de pie detrás del cristal mirando a la sala de redacción. Cuando establecimos contacto visual, Kramer desvió enseguida la mirada.
– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó Larry.
– No lo he pensado, pero voy a hacerlo ahora mismo. ¿Adónde quieres ir, al Big Wang’s o al Short Stop?
– Al Short Stop. Anoche estuve en el Wang’s.
– Nos vemos allí, pues.
Estaba a punto de colgar cuando Larry me espetó una última pregunta.
– Una cosa más. ¿Ha dicho qué número eras?
Por supuesto, quería saber cuáles eran sus propias posibilidades de sobrevivir a esa última sangría de personal.
– Cuando he entrado, ha empezado a hablar de que casi lo había conseguido y de lo difícil que resultaba tomar las decisiones finales. Ha dicho que yo era el noventa y nueve.
Dos meses antes, el periódico había anunciado que cien empleados serían eliminados de la plantilla editorial a fin de reducir costes y hacer felices a nuestros dioses empresariales. Dejé que Larry pensara un momento quién podría ser el número cien, mientras yo volvía a mirar a la oficina de Kramer. Todavía estaba tras el cristal.
– Y te aconsejo que no asomes la cabeza, Larry. El verdugo está ahora mismo de pie junto al cristal buscando al número cien.
Pulsé el botón de colgar, pero continué con los cascos puestos. Con suerte eso desalentaría al personal de la redacción de acercarse a mí. No me cabía duda de que Larry Bernard empezaría a contar a otros periodistas que me habían separado involuntariamente y estos vendrían a compadecerme. Tenía que concentrarme en terminar un breve sobre la detención realizada por la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles de un sospechoso en un caso de asesinato por encargo. Luego podría desaparecer de la redacción y dirigirme al bar para brindar por el final de mi carrera en el periodismo diario. Porque en eso se resumía todo: no había ningún periódico en el mercado para un reportero de sucesos policiales de más de cuarenta años. Y menos cuando tenían una lista interminable de mano de obra barata: periodistas pipiolos como Angela Cook, recién salidos cada año de la Universidad del Sur de California, de Medill y de Columbia, todos ellos con un buen bagaje de conocimientos tecnológicos y dispuestos a trabajar por casi nada. Igual que ocurría con el periódico en papel y tinta, mi tiempo había acabado. Ahora se trataba de Internet; de actualizaciones horarias en las ediciones en línea y en los blogs; de conexiones de televisión y actualizaciones en Twitter; de escribir los artículos con el móvil en lugar de usar el teléfono para llamar a edición. El periódico matinal podría llamarse el Diario de ayer. Todo lo que contenía estaba colgado en la red la noche anterior.
El timbre del teléfono sonó en los cascos y supuse que sería mi exmujer, quien ya se habría enterado de la noticia en la redacción de Washington, pero la identificación de llamada decía VELVET COFFIN, el Ataúd de Terciopelo. Tuve que admitir que estaba asombrado: sabía que Larry no podía haber hecho correr la voz tan deprisa. En contra del sentido común, atendí la llamada. Como era de esperar, quien llamaba era Don Goodwin, autodesignado perro guardián y cronista del funcionamiento interno del L. A. Times.
– Acabo de enterarme -dijo.
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– ¿Cómo? Yo lo sé desde hace menos de cinco minutos.
– Vamos, Jack, sabes que no puedo revelarlo, pero tengo la redacción pinchada. Acabas de salir de la oficina de Kramer y estás en la lista de los treinta.
La lista de los treinta era una referencia a las bajas que se habían producido a lo largo de los años con el proceso de reducción. Treinta era el código del periódico que significaba «fin del artículo». El propio Goodwin figuraba en la lista; había trabajado en el Times e iba lanzado como redactor hasta que un cambio de propietario provocó un golpe de timón en la filosofía financiera. Cuando se opuso a hacer más con menos, le cortaron las alas y terminó aceptando una de las primeras indemnizaciones que se ofrecieron. Eso fue cuando todavía daban indemnizaciones sustanciales a aquellos que abandonaban la empresa de manera voluntaria, antes de que la compañía propietaria del Times se acogiera a la regulación de empleo por causas económicas.
Goodwin cogió el dinero y creó un sitio web y un blog que se ocupaban de todo lo que se movía dentro del Times. Lo llamaba el Ataúd de Terciopelo, a modo de adusto recordatorio de lo que había sido el periódico: un lugar tan agradable para trabajar que podías meterte dentro y quedarte allí hasta la muerte. Con los constantes cambios en la propiedad y la gestión, y las persistentes reducciones de personal y presupuesto, el periódico se estaba pareciendo más a un cajón de pino. Y Goodwin estaba allí para hacer una crónica de cada paso y traspié de la caída.
Su blog se actualizaba casi a diario y en la redacción todos lo leían en secreto y con avidez. No estaba seguro de que le importara a la mayor parte del mundo que habitaba detrás de las gruesas paredes del edificio de Spring Street. El Times iba por el mismo camino que el conjunto del periodismo, y eso no era noticia. Incluso en el glorioso New York Times se sentían los apuros causados por el cambio a una sociedad que buscaba en Internet noticias y publicidad. Lo que escribía Goodwill y aquello por lo que me estaba llamando no significaba mucho más que un reordenamiento de sillas en la cubierta del Titanic.
Y al cabo de otras dos semanas tampoco me importaría a mí. Yo ya estaba pasando página y pensando en la novela empezada de manera un poco tosca que tenía en mi ordenador. Iba a ponerme con ella en cuanto llegara a casa. Sabía que podía exprimir mis ahorros durante al menos seis meses y después, si lo necesitaba, podría vivir de una hipoteca inversa; es decir, del valor que le quedara a la casa después de la reciente caída de precios. También podía cambiarme el coche por uno más pequeño y ahorrar gasolina comprando una de esas latas de sardinas híbridas que llevaba todo el mundo en la ciudad.
Ya estaba empezando a contemplar mi despido como una oportunidad. En lo más hondo, todo periodista desea ser novelista: es la diferencia entre el arte y el oficio. Todo escritor quiere que lo consideren un artista, y yo iba a intentarlo. La media novela que tenía esperando en casa -la trama de la cual ni siquiera podía recordar del todo- era mi trampolín.
– ¿Te vas hoy? -preguntó Goodwin.
– No, tengo un par de semanas si preparo a mi sustituta. He accedido.
– Joder, qué gente más noble. ¿Ya no le dejan a nadie mantener la dignidad?
– Mira, es mejor que irse hoy con una caja de cartón. Dos semanas de paga son dos semanas de paga.
– Pero ¿te parece justo? ¿Cuánto tiempo llevas ahí? Seis, siete años, ¿y te dan dos semanas?
Estaba tratando de sonsacarme una cita jugosa. Yo era periodista y sabía cómo funcionaba. Goodwin quería un comentario iracundo que pudiera poner en el blog, pero yo no iba a morder el anzuelo. Le dije que no tenía más comentarios para el Ataúd de Terciopelo, al menos hasta que me marchara definitivamente. No le satisfizo la respuesta y trató de sacarme un comentario hasta que oí el pitido de llamada en espera. Miré el identificador de llamada y vi XXXXX en la pantalla. Eso significaba que la llamada venía de la centralita y no de alguien que tuviera mi número directo. Lorene, la telefonista de la redacción a la que veía de servicio en la cabina, podría haber dicho que estaba comunicando, así que su decisión de poner la llamada en espera en lugar de anotar el mensaje solo podía significar que quien llamaba la había convencido de que se trataba de algo importante.
Corté a Goodwin.
– Mira, Don, no voy a hacer comentarios y he de colgar. Tengo otra llamada.
Pulsé el botón antes de que él hiciera un tercer intento para que comentara mi situación laboral.
– Soy Jack Mc Evoy -dije después de colgar.
Silencio.
– Hola, soy Jack Mc Evoy. ¿En qué puedo ayudarle?
Llámenme tendencioso, pero inmediatamente identifiqué a la persona que llamaba como mujer, negra y sin educación.
– ¿Mc Evoy? ¿Cuándo va a decir la verdad, Mc Evoy?
– ¿Quién es?
– Está contando mentiras en su periódico, Mc Evoy.
«Ojalá fuera mi periódico», pensé.
– Señora, si quiere decirme quién es y cuál es su queja, la escucharé, de lo contrario voy a…
– Ahora dicen que Mizo es adulto, ¿de qué coño van? No ha matado a ninguna puta.
Inmediatamente supe que era una de esas llamadas que están de parte del inocente: una madre o novia que tenía que decirme lo equivocado que estaba mi artículo. Las recibía siempre, pero no lo haría durante mucho tiempo más. Me resigné a manejarla de la manera más rápida y educada posible.
– ¿Quién es Mizo?
– Zo. Mi Zo. Mi hijo Alonzo. No es culpable de nada y no es adulto.
Sabía que eso era lo que iba a decir. Nunca son culpables. Nadie te llama para decirte que tienes razón o que la policía la tiene y que su marido o su novio es culpable de las acusaciones. Nadie te llama desde la prisión para reconocer que lo hizo: todo el mundo es inocente. Lo único que no entendía de la llamada era el nombre. No había escrito ni una línea sobre alguien que se llamara Alonzo; lo recordaría.
– Señora, ¿no se equivoca de persona? Creo que no he escrito nada sobre Alonzo.
– Y tanto que sí, sale su nombre. Dijo que la metió en el maletero y eso es una mentira asquerosa.
Entonces lo comprendí. La víctima hallada en el maletero de un coche la semana anterior. Era un breve de ciento cincuenta palabras, porque a nadie de la sección le había interesado demasiado. Camello menor de edad estrangula a una de sus clientas y mete el cadáver en el maletero del coche de la propia víctima. Era un crimen de negro contra blanca, pero en la sección siguió sin importar nada porque la víctima era una drogadicta. El periódico la marginaba a ella tanto como a su asesino. Si te vas a South L.A. a comprar heroína o crack y pasa lo que pasa, no conseguirás que la Dama Gris de la calle Spring -como llamamos al periódico entre nosotros- se compadezca; no hay mucho espacio para eso en el periódico. Una columna de quince centímetros en el interior es lo que vales y lo que consigues.
Me di cuenta de que no conocía el nombre de Alonzo, porque para empezar nunca me lo habían dado. El sospechoso tenía dieciséis años y la policía no proporcionaba la identidad de los menores detenidos.
Pasé las pilas de periódicos que tenía a la derecha de mi mesa hasta que encontré la sección metropolitana de hacía dos martes. La abrí por la página cuatro y eché un vistazo al artículo. No era lo bastante grande para ir firmado bajo el título, pero la redacción había puesto mi nombre al pie. De lo contrario, no habría recibido la llamada. Qué suerte la mía.
– Alonzo es su hijo -dije-. Y lo detuvieron hace dos domingos por el asesinato de Denise Babbit, ¿es correcto?
– Le he dicho que es una puta mentira.
– Sí, pero es el artículo del que está hablando, ¿no?
– Sí. ¿Cuándo va a contar la verdad?
– La verdad es que su hijo es inocente.
– Eso es. Se ha equivocado y ahora dicen que lo van a juzgar como a un adulto, aunque solo tiene dieciséis años. ¿Cómo pueden hacerle eso a un crío?
– ¿Cuál es el apellido de Alonzo?
– Winslow.
– Alonzo Winslow. ¿Y usted es la señora Winslow?
– No -dijo con indignación-. No va a poner mi nombre en el periódico junto a un montón de mentiras.
– No, señora. Solo quiero saber con quién estoy hablando.
– Wanda Sessums. No quiero mi nombre en ningún periódico, solo que escriba la verdad. Ha arruinado su reputación al llamarlo asesino.
«Reputación» era una palabra que disparaba las alarmas cuando se trataba de reparar errores cometidos por un periódico, pero casi me reí al examinar el artículo que había escrito.
– Dije que lo detuvieron por el asesinato, señora Sessums. Eso no es mentira; es cierto.
– Lo detuvieron, pero él no lo hizo. El chico no haría daño a una mosca.
– La policía dice que tiene antecedentes desde los doce años por vender droga. ¿Eso también es mentira?
– Anda por las esquinas, sí, pero eso no significa que haya matado a alguien. Se lo van a endilgar y usted les sigue la corriente con los ojos bien cerrados.
– La policía dijo que confesó que mató a la mujer y metió su cadáver en el maletero.
– Es una mentira de mierda. No hizo eso.
No sabía si se estaba refiriendo al asesinato o a la confesión, pero no importaba: tenía que cortarla. Miré la pantalla y vi que me esperaban seis mensajes de correo electrónico. Todos habían llegado desde que había salido de la oficina de Kramer. Los buitres digitales estaban volando en círculos. Quería terminar con la llamada y pasarle eso y todo lo demás a Angela Cook, cederle a ella el trato con la gente loca y desinformada que llamaba, dejárselo todo.
– Vale, señora Winslow, voy a…
– Es Sessums, ¡se lo he dicho! ¿Ve como se equivoca todo el tiempo?
En eso me había pillado. Me concedí un momento de pausa antes de hablar.
– Lo siento, señora Sessums. He tomado unas notas y lo miraré, y si hay algo de lo que pueda escribir, no le quepa duda de que la llamaré. Entretanto, le deseo suerte y…
– No lo hará.
– ¿No haré qué?
– No me llamará.
– Le he dicho que la llamaré si…
– ¡Ni siquiera me ha preguntado el número! No le importa. Es tan hijoputa como los demás, y mi chico va a ir a la cárcel por algo que no hizo.
Me colgó y me quedé sentado inmóvil un momento, pensando en lo que había dicho de mí; luego volví a arrojar la sección metropolitana a la pila. Miré la libreta que tenía delante de mi teclado. No había tomado notas y esa mujer supuestamente ignorante también me había pillado en eso.
Me recosté en la silla y estudié el contenido de mi cubículo: un escritorio, un ordenador, un teléfono y dos estantes llenos de archivos, libretas y periódicos. Y un diccionario encuadernado en cuero rojo tan viejo y usado que el nombre «Webster» se había borrado del lomo. Mi madre me lo había regalado cuando le había dicho que quería ser escritor.
Era lo único que me quedaría después de veinte años en el periodismo. Lo único con algún significado que iba a llevarme al cabo de dos semanas sería ese diccionario.
– Hola, Jack.
Regresé de mi ensueño para levantar la mirada y ver el encantador rostro de Angela Cook. No la conocía, pero había oído hablar de ella: una recién contratada de una facultad de prestigio. Era lo que llamaban una «periodista móvil», por su destreza para informar desde el terreno valiéndose de cualquier medio electrónico. Podía enviar texto y fotos para la web o el periódico, o vídeo y audio para las emisoras de televisión y de radio. Poseía la preparación necesaria para hacerlo todo, pero en la práctica estaba muy verde. Probablemente iban a pagarle quinientos dólares a la semana menos que a mí y, considerando la presente situación económica del periódico, eso le daba más valor desde el punto de vista empresarial. No importaban los artículos que se perderían porque le faltaban fuentes; daba igual cuántas veces la engañarían y manipularían los jefes de la policía, que reconocían una oportunidad en cuanto la veían.
Probablemente tampoco duraría mucho. Conseguiría unos años de experiencia, firmaría unos cuantos artículos decentes y progresaría a cosas mayores, algo relacionado con el derecho o con la política, quizás un trabajo en la tele. Pero Larry Bernard tenía razón: era una belleza de pelo rubio, ojos verdes y labios gruesos. A los polis les encantaría verla en sus comisarías. No tardarían ni una semana en olvidarse de mí.
– Hola, Angela.
– El señor Kramer me ha dicho que viniera.
Estaban actuando deprisa. Me habían dado la rosa hacía menos de quince minutos y mi sustituta ya estaba llamando a la puerta.
– ¿Sabes qué? -dije-. Es viernes por la tarde, Angela, y acaban de echarme. Así que no empecemos con esto ahora. Mejor lo dejamos para el lunes por la mañana.
– Sí, claro. Y, eh, lo siento.
– Gracias, Angela, pero no pasa nada. Creo que al final será lo mejor para mí. Pero si estás apenada, puedes venir esta noche al Short Stop y me invitas a una copa.
Angela me sonrió y se avergonzó, porque tanto ella como yo sabíamos que eso no iba a ocurrir. La nueva generación no se mezclaba con la vieja, ni dentro ni fuera de la redacción. Y menos conmigo. Yo era historia y ella no tenía ni tiempo ni interés de relacionarse con las filas de los caídos. Ir al Short Stop esa noche sería como visitar una leprosería.
– Bueno, quizás en otra ocasión -dije con rapidez-. Te veré el lunes, ¿vale?
– El lunes por la mañana. Y yo pagaré el café.
Sonrió, y me di cuenta de que era ella la que debería seguir el consejo de Kramer y probar suerte en televisión.
Se volvió para marcharse.
– Ah, Angela.
– ¿Qué?
– No lo llames señor Kramer. Esto es una redacción, no un bufete de abogados. Y la mayoría de los jefes no merecen que los llames señor. Recuerda eso y te irá bien aquí.
Sonrió otra vez y me dejó solo. Acerqué mi silla al ordenador y abrí un documento nuevo. Tenía que poner en marcha un artículo sobre un asesinato antes de poder salir de la redacción e ir a ahogar mis penas en vino tinto.
Pero otros tres periodistas se presentaron a mi velatorio. Larry Bernard y dos tipos de la sección de Deportes que seguramente habrían ido igualmente al Short Stop tanto si estaba yo allí como si no. Si Angela Cook hubiera aparecido me habría resultado embarazoso.
El Short Stop estaba en Sunset Boulevard, en Echo Park. Eso lo dejaba cerca del Dodger Stadium, de modo que cabía presumir que tomaba su nombre de la posición de jugador de béisbol. También se hallaba cerca de la Academia de Policía de Los Ángeles, lo cual lo había convertido en un bar de polis en sus primeros años. Era uno de esos locales que aparecían en las novelas de Joseph Wambaugh, donde iban los polis a estar con los de su propia clase y con aquellos que no los juzgaban. Pero esos días habían pasado hacía mucho: Echo Park estaba cambiando. Estaba llegando la moda de Hollywood y los nuevos profesionales que se mudaron al barrio fueron echando a los polis del Short Stop. Subieron los precios y los maderos encontraron otros garitos. La parafernalia policial todavía colgaba de las paredes, pero cualquier agente que acudiera allí en la actualidad simplemente estaba desinformado.
Aun así, me gustaba el local porque estaba cerca del centro y me pillaba de camino a mi casa de Hollywood.
Era temprano y pudimos escoger sitio en la barra. Elegimos los cuatro taburetes que quedaban delante de la tele; yo, luego Larry y a su lado Shelton y Romano, los dos tipos de Deportes. No los conocía muy bien, así que me convenía que Larry se sentara entre nosotros. Pasaron la mayor parte del tiempo hablando de un rumor según el cual iban a cambiar los destinos de todos los periodistas de Deportes. Tenían la esperanza de que les tocara un trozo del pastel de los Dodgers o de los Lakers; esos eran los puestos más envidiados del periódico, a los que seguían a escasa distancia ocuparse del equipo de fútbol americano de la USC o del de baloncesto de la UCLA. Los dos eran buenos escritores, como debían serlo los periodistas deportivos. El arte de escribir esa clase de noticias siempre me había asombrado. Nueve de cada diez veces el lector ya conoce el resultado de tu artículo antes de leerlo; sabe quién ganó, probablemente incluso vio el partido. Pero lo lee de todas formas y has de encontrar una forma de escribir con una perspectiva y un punto de vista que le dé frescura.
Me gustaba ocuparme de los sucesos policiales, porque normalmente les contaba a los lectores una historia que desconocían. Escribía sobre las cosas malas que pueden ocurrir, la vida in extremis, el submundo que la gente sentada a sus mesas de desayuno con sus tostadas y sus cafés nunca ha experimentado pero quiere conocer. Me daba energía, me hacía sentir como un príncipe en la ciudad cuando conducía hacia casa de noche.
Y sabía cuando me senté allí cortejando una copa de vino tinto barato que eso sería lo que más echaría de menos en el trabajo.
– ¿Sabes lo que he oído? -me dijo Larry, con la cabeza apartada de las de los tipos de Deportes para hablar de manera confidencial.
– No, ¿qué?
– Que durante una de las reestructuraciones en Baltimore, un tipo cogió el cheque y en su último día entregó un artículo que resultó ser completamente falso. Se lo inventó todo.
– ¿Y lo publicaron?
– Sí, no se enteraron hasta que empezaron a recibir llamadas al día siguiente.
– ¿De qué iba el artículo?
– No lo sé, pero fue un enorme corte de mangas a la empresa.
Tomé un sorbo de vino y reflexioné sobre ello.
– No creas -comenté.
– ¿Qué quieres decir? Claro que lo fue.
– Me refiero a que lo más seguro es que los directores se sentaran y dijeran: nos hemos deshecho del tipo correcto. Si quieres joderles, has de hacer algo que les haga pensar que la cagaron al dejarte marchar. Algo que les diga que deberían haber elegido a otro.
– Sí. ¿Y eso es lo que tú vas a hacer?
– No, tío, yo me iré tranquilamente. Voy a publicar una novela y esa será mi forma de decirles «que os den». De hecho, ese es el nombre del archivo: «Que te den, Kramer».
– ¡Muy bueno!
Bernard rio y cambiamos de tema. Pero mientras hablábamos de otras cosas, yo pensaba en el gran corte de mangas, y en la novela que iba a retomar y terminar por fin. Quería irme a casa y empezar a escribir. Creía que contar con eso cuando saliera del trabajo cada noche quizá me ayudaría a soportar las dos semanas siguientes.
Me sonó el móvil y vi que mi exmujer me llamaba. Sabía que tenía que contestar. Aparté el taburete y me dirigí al aparcamiento para hablar con más tranquilidad.
La diferencia horaria con Washington era de tres horas, pero el número de identificación era el de su despacho.
– Keisha, ¿qué estás haciendo aún en el trabajo?
Miré mi reloj. Eran casi las siete en Los Ángeles, casi las diez allí.
– Estoy haciendo el seguimiento de un artículo del Post, esperando unas llamadas.
La belleza y la pesadilla de trabajar para un periódico de la Costa Oeste consistía en que la hora de cierre no llegaba hasta al menos tres horas después de que el Washington Post y el New York Times -los mayores competidores nacionales- se hubieran ido a dormir. Eso significaba que el L. A. Times siempre tenía una opción de igualar sus primicias o adelantarse a la noticia. Por la mañana, el L. A. Times podía salir con un gran artículo en la cabecera con la última y mejor información. También convertía la edición digital en lectura obligatoria en los pasillos del Gobierno a cinco mil kilómetros de Los Ángeles.
Y como correspondía a una de las periodistas más nuevas en la oficina de Washington, Keisha Russell estaba en el último turno. Con frecuencia le encomendaban hacer el seguimiento de alguna noticia y buscar los últimos detalles y sucesos.
– Qué horror -dije.
– No es tan malo como lo que he oído que te ha pasado hoy.
Asentí.
– Sí, me han recortado, Keish.
– Lo siento mucho, Jack.
– Sí, lo sé. Todos lo sienten, gracias.
Debería haberme quedado claro que estaba en el punto de mira cuando no me habían enviado a Washington con ella dos años antes, pero eso era otra historia. Se hizo un silencio que traté de interrumpir.
– Voy a rescatar mi novela y a terminarla -dije-. Tengo unos ahorros y supongo que podré pedir un préstamo hipotecario sobre la casa. Creo que puedo pasar al menos un año. Supongo que es ahora o nunca.
– Sí -respondió Keisha con fingido entusiasmo-, puedes hacerlo.
Sabía que un día, cuando todavía vivíamos juntos, ella encontró y leyó el manuscrito, aunque nunca lo había admitido porque habría tenido que darme su opinión. No habría podido mentirme en eso.
– ¿Vas a quedarte en Los Ángeles? -inquirió.
Era una buena pregunta. La novela estaba ambientada en Colorado, donde me había criado, pero me gustaba la energía de Los Ángeles y no quería marcharme.
– Todavía no lo he pensado. No quiero vender mi casa; el mercado sigue por los suelos y prefiero hipotecarla y quedarme. El caso es que todavía tengo que pensar mucho. Ahora mismo estoy celebrando el final.
– ¿Estás en el Red Wind?
– No, en el Short Stop.
– ¿Quién hay ahí?
Me sentí humillado.
– Um, ya sabes, los de siempre. Larry, unos tipos de Metropolitano, unos cuantos de Deportes.
Keisha tardó una fracción de segundo en decir algo y en esa vacilación delató que sabía que yo estaba exagerando o directamente mintiendo.
– ¿Lo vas a llevar bien, Jack?
– Sí, claro. Es que… He de entender qué…
– Jack, lo siento, tengo una llamada.
Su voz sonó apremiante. Si se perdía la llamada, podría no recibir otra.
– ¡Contesta! -dije deprisa-. Te llamaré luego.
Cerré el teléfono, agradecido de que algún político de Washington me hubiera salvado de un mayor sonrojo al discutir mi vida con mi exmujer, cuya carrera iba ascendiendo día a día mientras que la mía se hundía como el sol sobre el paisaje brumoso de Hollywood. Al volver a guardarme el móvil en el bolsillo, me pregunté si no se habría inventado lo de la llamada para terminar ella misma con mi bochorno.
Volví al bar y decidí ir en serio: pedí un coche bomba irlandés. Me lo tragué deprisa y el Jameson me quemó como aceite hirviendo en la garganta. Me puse taciturno viendo el principio del partido de los Dodgers contra los odiados Giants y cómo nos machacaban en la primera entrada.
Romano y Shelton fueron los primeros en marcharse y luego, en la tercera entrada, hasta Larry Bernard había bebido bastante y había reflexionado más que suficiente sobre el sombrío futuro de la industria periodística. Se bajó del taburete y me puso una mano en el hombro.
– Podría haber sido yo -dijo.
– ¿Qué?
– Podría haberme tocado a mí, podría haberle tocado a cualquiera de la redacción, pero te eligieron a ti porque eres el que se lleva más pasta. Llegaste hace siete años, el señor Bestseller entrevistado en Larry King y tal y cual. Te pagaron de más por contratarte entonces y ahora te han elegido. Me sorprende que hayas durado tanto, si quieres que te diga la verdad.
– Da igual, eso no me hace sentir mejor.
– Lo sé, pero tenía que decírtelo. Ahora he de irme. ¿Vas a casa?
– Voy a tomarme la última.
– No, tío, ya tienes bastante.
– Una más. No pasa nada, si no ya cogeré un taxi.
– Que no te hagan soplar, tío. Es lo último que te falta.
– Sí, ¿qué me van a hacer? ¿Despedirme?
Asintió como si yo hubiera hecho una intervención impresionante, luego me dio una palmadita en la espalda, un poco demasiado fuerte, y se alejó de la barra. Me quedé sentado solo, mirando el partido. En la siguiente copa pasé de la Guinness y el Bailey’s y fui directamente al whisky con hielo. Me tomé dos o tres más en lugar de solo uno. Y pensé que ese no era el final de mi carrera que había previsto. Creía que a esas alturas estaría escribiendo larguísimos reportajes para Esquire y Vanity Fair. Que me vendrían a buscar en lugar de tener que acudir yo a ellos. Que podría elegir lo que quería escribir.
Pedí uno más y el camarero hizo un trato conmigo: solo echaría más whisky en mis cubitos de hielo si le daba las llaves del coche. Me pareció un trato justo, y lo acepté.
Con el whisky quemándome desde debajo del cuero cabelludo pensé en lo que me había contado Larry Bernard sobre el tipo de Baltimore y su corte de mangas definitivo. Creo que asentí para mis adentros un par de veces y levanté el vaso para brindar por el periodista sin futuro que lo había hecho.
Y entonces otra idea me quemó el cerebro y dejó su impronta en él. Una variación del «que os den» de Baltimore: una alternativa con cierta integridad y tan indeleble como el nombre grabado en un trofeo de cristal. Con el codo en la barra, alcé de nuevo el vaso. Pero esta vez lo hice por mí.
– La muerte es lo mío.
Palabras pronunciadas antes, pero no como mi propio panegírico. Asentí para mis adentros y supe exactamente lo que iba a hacer. Había escrito al menos mil artículos sobre homicidios a lo largo de mi carrera. Iba a escribir uno más. Un artículo que quedaría como mi epitafio periodístico, que haría que me recordaran después de mi marcha.
El fin de semana pasó en una neblina de alcohol, rabia y humillación mientras me enfrentaba con un nuevo futuro que no era tal. Después de despejarme un poco el sábado por la mañana, empecé a releer el borrador de mi novela. Enseguida me di cuenta de lo que mi exmujer había visto mucho tiempo antes; lo que yo debería haber visto: no había novela y me estaba engañando al pensar lo contrario.
La conclusión era que tendría que empezar de cero si pretendía seguir ese camino, y la idea se me antojó agotadora. Tomé un taxi para ir a recoger mi coche al Short Stop, y terminé quedándome y cerrando el local el domingo por la mañana, después de ver a los Dodgers perder otra vez y de contar, borracho, historias a completos desconocidos sobre lo jodido que estaba el Times y todo el sector periodístico.
No logré despejarme del todo hasta el lunes. Llegué tres cuartos de hora tarde al trabajo, después de recoger por fin el coche en el Short Stop, y todavía olía el alcohol que salía por mis poros.
Angela Cook ya estaba sentada detrás de mi escritorio, en una silla que había cogido de un cubículo vacío, uno de los muchos que había desde el inicio de la política de reconversión y despidos.
– Siento llegar tarde, Angela -dije-. Ha sido un fin de semana largo, empezando por la fiesta del viernes; deberías haber venido.
Ella sonrió con recato, como si supiera que no había existido ninguna fiesta, sino solo el velatorio de un hombre solo.
– Te he traído café, pero supongo que ya estará frío -dijo.
– Gracias.
Cogí la taza que ella me había señalado y, en efecto, estaba frío. Sin embargo, lo bueno de la cafetería del Times era que podías volver a llenarte la taza gratis, al menos eso todavía no había cambiado.
– Mira -dije-, deja que eche un vistazo por la sección; si no está pasando nada podemos ir a rellenar las tazas y hablar de cómo vas a hacer esto.
La dejé allí y salí del reino de los cubículos hacia la sección de Metropolitano. Por el camino me paré en la centralita, que se alzaba como el puesto de un socorrista en medio de la redacción, bien elevada para que los operadores pudieran mirar a través de la inmensa sala y ver quién estaba allí y quién podía recibir llamadas. Me quedé a un lado del puesto para que una de las operadoras pudiera verme.
Era Lorene, que estaba de servicio el viernes anterior. Levantó un dedo para pedirme que esperara. Transfirió rápidamente dos llamadas y se bajó un lado del auricular para destaparse la oreja izquierda.
– No tengo nada para ti, Jack -dijo.
– Lo sé. Quería preguntarte por el viernes. Me pasaste una llamada de una tal Wanda Sessums a última hora. ¿Hay algún registro de su número? Olvidé pedírselo.
Lorene volvió a colocarse el casco y atendió otra llamada. Luego, sin destaparse la oreja, me dijo que no tenía el número. No lo había anotado en ese momento y el sistema solo conservaba una lista de las últimas cinco llamadas recibidas. Habían pasado más de dos días desde que Wanda Sessums me había telefoneado y la centralita recibía casi mil llamadas al día.
Lorene me preguntó si había llamado al 411 para conseguir el número; en ocasiones se olvidaba el punto de partida básico. Le di las gracias y me dirigí a la mesa. Ya había llamado a Información desde casa y sabía que no constaba ningún número a nombre de Wanda Sessums.
La redactora jefe de Local era una mujer llamada Dorothy Fowler. Se trataba de uno de los puestos más cambiantes del periódico, una posición que, por los condicionantes tanto políticos como prácticos, parecía una puerta giratoria. Fowler había sido una buena periodista política y solo llevaba ocho meses al frente del equipo de Local. Le deseaba lo mejor, pero sabía que era casi imposible que tuviera éxito, considerando los recortes y los cubículos vacíos en la sala de redacción.
Fowler tenía una de las oficinas acristaladas, pero prefería estar entre los periodistas. Normalmente ocupaba una mesa a la cabeza de la formación de escritorios donde se sentaban todos los SL, los subdirectores de Local. Se la conocía como la Balsa porque todas las mesas estaban juntas, como si formar una especie de flotilla les proporcionara fuerza numérica contra los tiburones.
Todos los periodistas de Local estaban asignados a un SL como primer nivel de dirección y control. El mío era Alan Prendergast, quien supervisaba a todos los periodistas policiales y de juzgados. Como tal, tenía turno de tarde y solía llegar alrededor de mediodía, puesto que las noticias que proporcionaban los periodistas que trabajaban en sucesos policiales y judiciales normalmente no se producían a primera hora.
Eso significaba que mi primer control del día era con Dorothy Fowler o con el subredactor jefe de Local, Michael Warren. Siempre trataba de que fuera con Fowler, porque tenía más poder y porque Warren y yo nunca nos habíamos llevado bien. Ello obedecía seguramente al hecho de que yo había conocido a Warren mucho antes de llegar al Times, cuando trabajaba en el Rocky Mountain News de Denver y competí con él por un gran artículo. Warren actuó de manera poco ética y por eso no confiaba en él como redactor.
Dorothy tenía los ojos pegados a la pantalla y tuve que llamarla en voz alta para captar su atención. No habíamos hablado desde que me habían dado la rosa, así que levantó inmediatamente la mirada con una mueca de compasión más propia de que acabara de enterarse de que me habían diagnosticado un cáncer de páncreas.
– Vamos al despacho, Jack -dijo.
Fowler se levantó, salió de la Balsa y se dirigió a la oficina que apenas usaba. Se sentó detrás del escritorio, pero yo me quedé de pie porque iba a ser algo rápido.
– Solo quería decirte que vamos a echarte mucho de menos, Jack.
Asentí para darle las gracias.
– Estoy seguro de que Angela se pondrá al día enseguida.
– Es muy buena y tiene hambre, pero le falta práctica. Al menos por el momento, y ese es el problema, claro. Se supone que el periódico es el guardián de la comunidad y lo estamos entregando a los cachorros. Si pensamos en el buen periodismo que hemos visto en nuestras vidas… la corrupción desenmascarada, el beneficio público… ¿De dónde saldrá eso ahora si hacen trizas todos los periódicos del país? ¿Del Gobierno? Ni hablar. ¿La tele, los blogs? Menos aún. Un amigo mío al que le dieron puerta en Florida dice que la corrupción será la nueva industria floreciente sin el control de los periódicos. -Hizo una pausa para ponderar la tristeza de la situación-. Mira, no me interpretes mal, solo estoy deprimida. Angela es fantástica, hará un buen trabajo y dentro de tres o cuatro años partirá la pana igual que tú ahora. Pero la cuestión es cuáles son las historias que se perderán hasta entonces. Y cuántas de ellas tú no habrías pasado por alto.
Me limité a encogerme de hombros. Eran preguntas que le importaban a ella, pero a mí ya no. Al cabo de doce días estaría en casa.
– Bueno -dijo después de un prolongado silencio-. Lo siento, siempre he disfrutado trabajando contigo.
– En fin, todavía tengo algo de tiempo. Tal vez encuentre algo bueno de verdad para terminar a lo grande.
Fowler sonrió de buena gana.
– ¡Eso sería genial!
– ¿Ha pasado algo hoy que tú sepas?
– Nada importante -dijo Dorothy-. He visto que el jefe de policía se va a reunir otra vez con líderes negros para hablar de los crímenes raciales. Pero ya estamos hartos de eso.
– Voy a llevar a Angela al Parker Center, a ver si encontramos algo.
– Bien.
Al cabo de unos minutos, Angela Cook y yo volvimos a llenarnos las tazas de café y ocupamos una mesa en la cafetería situada en la planta baja, en el espacio donde las viejas rotativas habían girado durante muchas décadas antes de que empezaran a imprimir el diario fuera. La conversación con Angela era encorsetada. La había conocido seis meses antes, cuando la contrataron y Fowler fue pasando por los cubículos a presentarla. Pero desde entonces no había trabajado con ella en ningún artículo, no había comido ni tomado café con ella, ni la había visto en ninguno de los bares favoritos de los veteranos de la redacción.
– ¿De dónde eres, Angela?
– De Tampa. Fui a la Universidad de Florida.
– Buena escuela. ¿Periodismo?
– Hice el máster allí, sí.
– ¿Has hecho reportaje policial?
– Antes de volver de mi máster trabajé dos años en St. Pete. Pasé un año en Sucesos.
Tomé un poco de café, pues lo necesitaba. Tenía el estómago vacío, porque no había podido retener nada en las últimas veinticuatro horas.
– ¿St. Petersburg? ¿De qué estamos hablando, de unas pocas docenas de crímenes al año?
– Con suerte.
Angela sonrió con ironía. Un buen reportero de crímenes siempre codiciaba un buen asesinato del que escribir. La buena suerte del periodista era la mala de alguien.
– Bueno -dije-, aquí si estamos por debajo de los cuatrocientos puede considerarse un buen año. Muy bueno. Los Ángeles es el sitio donde hay que estar si quieres trabajar en Sucesos; si quieres contar historias de asesinatos. Si solo estás haciendo tiempo hasta que surja el siguiente ascenso, probablemente no te gustará.
Angela negó con la cabeza.
– No me preocupa el siguiente ascenso; esto es lo que quiero. Quiero escribir historias de asesinatos, quiero escribir libros sobre esto.
Sonaba sincera, como si fuera yo mucho tiempo atrás.
– Bien -dije-. Voy a llevarte al Parker Center para que conozcas a alguna gente: detectives, sobre todo. Te ayudarán, pero solo si confían en ti. Si no lo hacen, lo único que conseguirás serán comunicados de prensa.
– ¿Y eso cómo se logra, Jack? Que confíen en mí.
– Ya sabes cómo: escribe artículos y sé justa, precisa. Sabes lo que has de hacer; la confianza se construye sobre los hechos. Lo que has de recordar es que los polis de esta ciudad tienen una red asombrosa. La fama de un periodista se extiende deprisa. Si eres justa, todos se enterarán. Si jodes a uno de ellos, también, y entonces te cortarán el acceso.
Parecía avergonzada por mi lenguaje. Tendría que acostumbrarse, si iba a tratar con policías.
– Hay otra cosa -dije-. Tienen una nobleza oculta; me refiero a los buenos. Y si puedes meter eso en tus artículos, con el tiempo te los ganarás. Así que fíjate en los detalles reveladores, en los pequeños momentos de nobleza.
– Vale, Jack. Lo haré.
– Entonces te irá bien.
Mientras hacíamos las rondas y las presentaciones en la comisaría central del Parker Center, dimos con la pequeña noticia de un asesinato sin resolver en la unidad de Casos Abiertos. Habían resuelto un suceso de violación y asesinato de veinticinco años atrás después de que el ADN hallado en el cuerpo de la víctima en 1989 fuera desenterrado de los archivos de pruebas y pasado por el banco de datos de delitos sexuales del Departamento de Justicia. El ADN pertenecía a un hombre que en ese momento cumplía condena en Pelican Bay por intento de violación. Los investigadores de Casos Abiertos presentarían cargos contra el reo antes de que este tuviera ocasión de solicitar la libertad condicional. No era una noticia espectacular, porque el villano ya estaba entre rejas, pero merecía doscientas palabras. A la gente le gustaba leer historias que reforzaran la idea de que los malos no siempre quedaban impunes. Sobre todo en una situación de crisis económica, cuando ser cínico resulta muy fácil.
Al volver a la redacción, le pedí a Angela que escribiera -sería su primer artículo en el puesto- mientras yo trataba de localizar a Wanda Sessums, quien me había llamado airada el viernes anterior.
Como no había registro de su llamada en la centralita del Times y una rápida comprobación en información telefónica no había revelado ningún número de Wanda Sessums en la zona de Los Ángeles, decidí contactar con el detective Gilbert Walker del Departamento de Policía de Santa Mónica. Era el investigador jefe en el caso que desembocó en la detención de Alonzo Winslow por el asesinato de Denise Babbit. Supongo que podía decirse que era una llamada sin red. No tenía relación con Walker, porque su departamento no aparecía muy a menudo en el radar de noticias. Santa Mónica, una localidad de playa relativamente segura situada entre Venice y Malibú, sufría un problema acuciante con los sin techo, pero en ella se registraban muy pocos homicidios. El departamento de policía solo investigaba unos pocos casos al año y la mayoría de ellos no eran noticiables. Con mucha frecuencia se trataba de abandono de cadáveres como el de Denise Babbit. El crimen ocurría en algún otro sitio, por ejemplo en la zona sur de Los Ángeles, y a los policías de playa les tocaba hacer limpieza.
Walker estaba sentado a su mesa cuando llamé. Su voz sonó bastante amable hasta que me identifiqué como periodista del Times: al momento se tornó distante. Ocurría con frecuencia; había pasado siete años en el puesto y muchos policías de varios departamentos se contaban entre mis fuentes e incluso entre mis amigos. Si algún día me veía en un brete, sabría a quién acudir. Pero en ocasiones no puedes elegir a quién recurrir; nunca puedes tenerlos a todos de tu parte. Los medios y la policía nunca se han llevado bien. Los primeros se ven a sí mismos como vigilantes públicos y a nadie, policías incluidos, le gusta tener a otra persona mirando por encima del hombro. Entre las dos instituciones se abría una grieta por donde la confianza había caído mucho antes de que yo llegara. Y eso complicaba las cosas para el periodista de sucesos que solo necesita unos pocos datos para completar un artículo.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -dijo Walker con tono tajante.
– Estoy tratando de localizar a la madre de Alonzo Winslow y me preguntaba si podría ayudarme.
– ¿Y quién es Alonzo Winslow?
Iba a decir, «venga, detective», cuando me di cuenta de que se suponía que yo no debía conocer la identidad del sospechoso. Había leyes que impedían la publicación de nombres de menores acusados de crímenes.
– Su sospechoso en el caso Babbit.
– ¿Cómo conoce ese nombre? Y no lo estoy confirmando.
– Lo entiendo, detective. No le estoy pidiendo que confirme el nombre; lo conozco. Su madre me llamó el viernes y me lo dio. El problema es que no me dejó su teléfono y solo estaba tratando de hablar con ella…
– Que pase un buen día -dijo Walker, interrumpiéndome y colgando el teléfono.
Me recosté en la silla de mi escritorio, tomando nota de que necesitaba decirle a Angela Cook que la nobleza que había mencionado antes no se aplicaba a todos los policías.
– Capullo -dije en voz alta.
Tamborileé con los dedos en el escritorio hasta que se me ocurrió un nuevo plan, el que tendría que haber usado desde el principio.
Cogí línea y llamé a una de mis fuentes en el South Bureau del Departamento de Policía de Los Ángeles, un detective que estaba relacionado con la detención de Winslow. El caso se había originado en la ciudad de Santa Mónica porque la víctima había sido hallada en el maletero de su coche en un aparcamiento situado junto al muelle. Sin embargo, el Departamento de Policía de Los Ángeles se había implicado cuando las pruebas de la escena del crimen condujeron a Alonzo Winslow, residente en South L. A. Siguiendo el protocolo establecido, el departamento de Santa Mónica contactó con el de Los Ángeles y se recurrió a un equipo de detectives del South Bureau directamente familiarizado con el terreno para localizar a Winslow, detenerlo y luego entregarlo a Santa Mónica. Napoleon Braselton era uno de los tipos del South Bureau. Lo llamé y fui franco con él; bueno, casi del todo.
– ¿Recuerdas la detención de hace dos semanas por lo de la chica en el maletero? -pregunté.
– Sí, eso es de Santa Mónica -contestó-. Nosotros solo ayudamos.
– Lo sé. Detuvisteis a Winslow por ello; por eso te estoy llamando.
– Sigue siendo su caso, tío.
– Ya, ya, aunque no puedo localizar a Walker y no conozco a nadie más en ese departamento. Pero te conozco a ti. Y quiero preguntarte por la detención, no sobre el caso.
– ¿Qué? ¿Hay una denuncia? No tocamos a ese chico.
– No, no hay ninguna denuncia. Por lo que sé, fue una detención correcta. Solo quiero encontrar la casa del chico. Quiero ver dónde vivía, quizás hablar con su madre.
– De acuerdo, pero vivía con su abuela.
– ¿Estás seguro?
– La información que recibimos era que estaba con su abuela. Nosotros fuimos los lobos malos que llamamos a su casa. No había padre en la foto y la madre entraba y salía. Vivía en la calle; rollos de drogas.
– Vale, entonces hablaré con la abuela. ¿Dónde está la casa?
– ¿Vas a pasar a saludarla?
Lo dijo con tono de incredulidad; porque yo era blanco y no sería bienvenido en el barrio de Alonzo Winslow.
– No te preocupes, iré con alguien. La unión hace la fuerza.
– Buena suerte. Y que no te peguen un tiro en el culo hasta que termine mi turno a las cuatro.
– Haré lo posible. ¿Recuerdas la dirección?
– Está en Rodia Gardens. Espera.
Dejó el teléfono mientras buscaba la dirección exacta. Rodia Gardens era un enorme complejo de viviendas de Watts que constituía una ciudad en sí mismo. Se llamaba así por Simon Rodia, el artista que había creado una de las maravillas de la ciudad: las torres Watts. Pero no había nada maravilloso en Rodia Gardens. Era la clase de sitio donde la pobreza, las drogas y el crimen habían sido un pez que se muerde la cola durante décadas. Muchas familias vivían allí y eran incapaces de liberarse de ello. Muchos de sus miembros habían crecido sin haber ido nunca a la playa ni subido a un avión; algunos ni siquiera habían visto una película en el cine.
Braselton volvió a la línea y me dio la dirección completa, pero dijo que no tenía teléfono. Luego le pregunté si tenía el nombre de la abuela y me dijo el que ya conocía: Wanda Sessums.
¡Zas! La mujer que me había llamado. O bien me había mentido al decir que era la madre del sospechoso o la policía no tenía la información correcta. En cualquier caso, ya disponía de la dirección y, con un poco de suerte, pronto pondría una cara a la voz que me había reprendido el viernes anterior.
Después de terminar la llamada con Braselton me levanté de mi cubículo y me acerqué al Departamento Gráfico. Vi a uno de los responsables, Bobby Azmitia, en el escritorio de asignaciones y le pregunté si tenía algún volante por ahí. Miró el registro de personal y nombró a dos fotógrafos que estaban en los coches en busca de arte urbano: fotografías desconectadas de las noticias que pudieran usarse para dar color a la primera página de una sección. Conocía a los dos volantes y uno de ellos era negro. Le pregunté a Azmitia si podía cederme a Sonny Lester para que diera una vuelta conmigo por la autovía 110 y accedió. Lo organizamos para que me recogiera en la puerta del vestíbulo del globo en quince minutos.
En cuanto volví a la sala de redacción, comprobé cómo le iba a Angela Cook con el artículo de la unidad de Casos Abiertos y luego fui a la Balsa a hablar con mi SL. Prendergast estaba ocupado escribiendo la primera previsión del día. Antes de que yo pudiera abrir la boca, dijo:
– Ya he recibido la bala de Angela.
La bala y la frase eran, respectivamente, un título de una sola palabra y una frase descriptiva que se añadían a la previsión general con el fin de que los editores, cuando se sentaban a la mesa en la reunión de noticias del día, supieran lo que se estaba preparando para las ediciones digital e impresa y pudieran discutir cuál era un artículo importante, cuál no lo era y qué camino debían seguir.
– Sí, ya lo tiene encarrilado -dije-. Solo quería decirte que me voy a dar una vuelta por el sur con un fotógrafo.
– ¿Qué pasa?
– Todavía nada. Pero puede que tenga algo que contarte luego.
– Vale.
Prendo siempre era generoso dándome cuerda. Ahora ya no importaba, pero antes de que me comunicaran que prescindían de mis servicios siempre había adoptado una posición no intervencionista. Nos llevábamos bien, aunque tampoco era ningún incauto. Tenía que darle explicaciones del uso de mi tiempo y de lo que estaba persiguiendo, pero siempre me daba la ocasión de elaborarlo antes de ponerlo al corriente.
Me alejé de la Balsa en dirección a la zona de ascensores.
– ¿Tienes monedas? -me preguntó Prendergast desde atrás.
Le hice una seña por encima de la cabeza sin volverme. Prendergast siempre me decía eso cuando yo salía de la redacción a investigar un artículo. Era una frase de Chinatown. Ya no usaba teléfonos públicos (ningún periodista lo hacía), pero la idea era clara: mantente en contacto.
El «vestíbulo del globo» era el nombre que recibía la entrada formal al edificio del periódico, situada en la esquina entre la Primera y Spring. Un globo de metal del tamaño de un Volkswagen rotaba en un eje de acero en el centro de la sala, con las numerosas oficinas internacionales y corresponsalías del Times permanentemente señalizadas en los continentes en relieve, pese a que muchas se habían cerrado para ahorrar dinero. Las paredes de mármol estaban adornadas con fotos y placas que señalaban los múltiples hitos de la historia del periódico: los premios Pulitzer ganados y los equipos que los habían conseguido; los corresponsales muertos en el ejercicio de su trabajo. Era un museo imponente, igual que lo sería el periódico entero dentro de poco. Se comentaba que el edificio estaba en venta.
No obstante, a mí solo me preocupaban los siguientes doce días. Me quedaba una última hora de cierre y un último artículo por escribir. Solo necesitaba que el globo siguiera girando hasta entonces.
Sonny Lester estaba esperándome en un coche del periódico cuando empujé la pesada puerta de la calle. Subí al vehículo y le dije adónde íbamos. Lester dio un giro de ciento ochenta grados para enfilar por Broadway hacia la entrada de la autovía situada nada más pasar el tribunal. Enseguida estuvimos en la 110 en dirección a South L. A.
– Supongo que no es una coincidencia que me haya tocado a mí -dijo después de salir del centro.
Lo miré y me encogí de hombros.
– No lo sé -dije-. Pregúntale a Azmitia. Le dije que necesitaba a alguien y me dijo que estabas tú.
La expresión de Lester dejó claro que no me creía, y a mí no me importaba. Los periódicos se enorgullecían de una fuerte tradición de posicionarse contra la segregación, los prejuicios raciales y esa clase de cosas. Pero también existía una tradición pragmática de aprovechar la diversidad de la redacción en beneficio propio. Si un terremoto sacude Tokio, envía a un periodista japonés; si una actriz negra gana el Oscar, manda a un periodista negro a entrevistarla; si la policía de frontera encuentra a veinticuatro ilegales muertos en la parte de atrás de un camión en Calexico, envía al periodista que mejor hable español. Así es como consigues el artículo. Lester era negro y su presencia podría proporcionarme seguridad al entrar en el barrio de viviendas subvencionadas. Era lo único que me importaba. Tenía que hacer un artículo y no me preocupaba ser políticamente correcto al respecto.
Me hizo preguntas sobre lo que íbamos a hacer y le conté todo lo que pude, aunque de momento no tenía gran cosa en marcha. Le dije que la mujer a la que íbamos a ver se había quejado de mi artículo en el que había llamado asesino a su nieto. Esperaba encontrarla y decirle que trataría de refutar los cargos presentados si ella y su nieto accedían a cooperar conmigo. No le conté el verdadero plan; supuse que era lo bastante listo como para imaginárselo.
Lester asintió cuando terminé y circulamos el resto del camino en silencio. Llegamos a Rodia Gardens a eso de la una y el barrio estaba en calma. Todavía no habían terminado las clases en la escuela y el mercadeo de la droga no empezaba en serio hasta después de anochecer. Los camellos, drogadictos y pandilleros aún estaban durmiendo.
El complejo era un laberinto de viviendas de dos plantas pintadas en dos tonos: marrón y beis en la mayoría de los edificios, y lima y beis en el resto. No había arbustos ni árboles ante las casas, porque estos podrían usarse para esconder drogas y armas. En general, el lugar tenía el aspecto de una comunidad recién construida donde todavía no habían puesto los extras; solo tras una inspección más cercana quedaba claro que no había pintura reciente en las paredes y que los edificios no eran nuevos.
Encontramos la dirección que me había dado Braselton sin dificultad. Correspondía a la planta superior de un apartamento que hacía esquina, con la escalera en el lado derecho del edificio. Lester sacó una bolsa grande y pesada donde llevaba el material fotográfico y cerró el coche.
– No necesitarás todo eso si entramos -dije-. Si te deja sacarle una foto, tendrás que hacerlo rápido.
– No me importa no hacer ninguna foto, pero no pienso dejar el material en el coche.
– Entendido.
Cuando llegamos al primer piso, me fijé en que la puerta delantera del apartamento estaba abierta detrás de una puerta mosquitera con barrotes. Me acerqué y eché un vistazo a mi alrededor antes de llamar. No vi a nadie en ninguno de los aparcamientos y patios del complejo. Era como si el lugar estuviera completamente vacío.
Llamé.
– ¿Señora Sessums?
Esperé y enseguida oí una voz al otro lado de la puerta mosquitera. La reconocí de la llamada del viernes.
– ¿Quién es?
– Soy Jack Mc Evoy, del Times. Hablamos el viernes.
La puerta mosquitera lucía la suciedad de años de mugre y polvo incrustado. No veía el interior del apartamento.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– He venido a hablar con usted, señora. El fin de semana he estado pensando mucho en lo que me dijo por teléfono.
– ¿Cómo demonios me ha encontrado?
Sabía por la cercanía de su voz que ahora estaba del otro lado de la mosquitera. Solo se adivinaba su silueta a través de la mugre.
– Porque sabía que fue aquí donde detuvieron a Alonzo.
– ¿Quién le acompaña?
– Es Sonny Lester, que trabaja conmigo en el periódico. Señora Sessums, he venido porque he pensado en lo que dijo y quiero revisar el caso de Alonzo. Si es inocente quiero ayudar a sacarlo.
Recalqué el «si».
– Por supuesto que es inocente. No ha hecho nada.
– ¿Podemos entrar y hablar? -dije con rapidez-. Quiero ver qué puedo hacer.
– Pueden pasar, pero no saque fotos, ¿eh? Nada de fotos.
La puerta mosquitera se abrió unos centímetros y yo cogí el pomo y la abrí un poco más. Inmediatamente calculé que la mujer del umbral era la abuela de Alonzo Winslow. Aparentaba unos sesenta años, con rastas teñidas de negro que mostraban canas en las raíces. Estaba delgada como un palo de escoba y vestía tejanos y jersey, aunque no era época de llevar jersey. El hecho de que se hubiera identificado como la madre al llamar el viernes era una curiosidad, pero nada importante. Tenía la sensación de que iba a descubrir que había sido una madre y una abuela para el chico.
Señaló un rincón donde había un sofá y una mesita de café. Había pilas de ropa doblada en casi todas las superficies y encima de estas trozos de papel con nombres escritos. Oí una lavadora o secadora en algún lugar del apartamento y supe que tenía un pequeño negocio en su vivienda de protección. Quizá por eso no quería fotógrafos.
– Aparte un poco de colada y siéntese. Cuénteme qué va a hacer por mi Zo -dijo la mujer.
Moví una pila de ropa doblada del sofá a una mesa lateral y me senté. Me fijé en que no había ni una sola prenda de color rojo. Las viviendas de Rodia estaban controladas por la banda callejera de los Crips y vestir de rojo -el color de los rivales Blood- podía resultar peligroso.
Lester se sentó a mi lado. Dejó la bolsa de la cámara en el suelo, entre sus pies, y guardó en ella la cámara que llevaba en la mano. Wanda Sessums se quedó de pie delante de nosotros. Subió un cesto de colada a la mesita de café y empezó a sacar y doblar ropa.
– Bueno, quiero revisar el caso de Zo -dije-. Si es inocente como dice, podré sacarlo.
Mantuve el condicional como un vendedor de coches. Me aseguré de no prometer nada que no pudiera cumplir.
– ¿Va a sacarlo así como así? El señor Meyer aún no ha conseguido fecha para ir al tribunal.
– ¿El señor Meyer es su abogado?
– Sí. De oficio. Es un abogado judío.
Lo dijo sin la menor traza de enemistad o prejuicio. Lo afirmó casi como si fuera motivo de orgullo que su nieto hubiera llegado a la categoría de tener un abogado judío.
– Bueno, hablaré con el señor Meyer de todo esto. En ocasiones, señora Sessums, el periódico puede conseguir lo que no puede lograr nadie más. Si yo le digo al mundo que Alonzo Winslow es inocente, entonces el mundo presta atención. Con los abogados no siempre ocurre así, porque ellos siempre dicen que sus clientes son inocentes, tanto si lo creen como si no. Son como el niño del cuento que grita que viene el lobo; lo dicen tanto que cuando de verdad tienen un cliente que es inocente, nadie les cree.
Me miró con expresión socarrona y pensé que o bien estaba confundida o pensaba que la estaban engañando. Traté de seguir adelante para que no se quedara pensando demasiado en lo que había dicho.
– Señora Sessums, si he de investigar esto, ha de llamar al señor Meyer y pedirle que coopere conmigo. Tendré que revisar el sumario del caso y todos los hallazgos.
– Hasta ahora no ha encontrado nada, aunque va por ahí diciendo a la gente que se calme, nada más.
– Me refiero al término legal. El estado, o sea el fiscal, ha de entregar toda la documentación y las pruebas a la defensa para que las vea. Tendré que revisarlo todo si he de trabajar para sacar a Alonzo.
La señora Sessums no parecía estar prestando atención a lo que le acababa de decir. Sacó lentamente la mano del cesto de ropa. Sostenía unas bragas de color rojo. Las apartó como si fueran la cola de una rata muerta.
– ¡Será idiota! Esta chica no sabe con quién está jugando. Escondiendo el rojo… Es tonta y media si cree que no le va a pasar nada.
Se acercó al rincón de la habitación, pisó el pedal de una papelera y echó la rata muerta dentro. Yo asentí con la cabeza como si lo aprobara y traté de volver a encarrilarme.
– Señora Sessums, ¿ha entendido lo que he dicho sobre los hallazgos? Voy a…
– Pero ¿cómo va a decir que mi Zo es inocente si saca la información de la pasma y mienten como la serpiente del árbol?
Tardé un momento en responder mientras consideraba su uso del lenguaje y la yuxtaposición de jerga de la calle y referencias religiosas.
– Voy a recopilar todos los hechos y haré mi propio juicio -dije-. Cuando escribí el artículo la semana pasada dije lo que comunicó la policía; ahora voy a descubrirlo por mí mismo. Si su Zo es inocente, lo sabré. Y lo escribiré. Cuando lo escriba, el artículo hará que salga de la cárcel.
– De acuerdo. Está bien. El Señor le ayudará a traer a mi chico a casa.
– Pero también voy a necesitar su ayuda, Wanda.
Pasé a usar su nombre de pila. Ya era hora de hacerle creer que estaba de su parte.
– Cuando se trata de mi Zo, siempre estoy dispuesta a ayudar -dijo ella.
– Bien -asentí-. Déjeme decirle lo que quiero que haga.