Capítulo 6

La carretera más solitaria de América

A las nueve de la mañana del miércoles estaba esperando a las puertas de Schifino & Associates, en la cuarta planta de un edificio de oficinas de Charleston Boulevard, cerca del centro de Las Vegas. Estaba cansado y me deslicé por la pared para sentarme en el bonito suelo enmoquetado. Me sentía particularmente desafortunado en una ciudad que se suponía que inspiraba suerte.

La noche había empezado bastante bien. Después de llegar al hotel Mandalay Bay a medianoche, me sentí demasiado nervioso para dormir. Bajé al casino y convertí los doscientos dólares que había llevado conmigo en el triple de esa cantidad en la ruleta y las mesas de blackjack.

El abultamiento de mi billetera junto con el alcohol gratis que había bebido mientras jugaba me hicieron conciliar el sueño con facilidad cuando volví a mi habitación. Sin embargo, las cosas tomaron un giro calamitoso después de recibir la llamada del despertador telefónico. El problema era que no había pedido que me despertaran. Desde recepción me llamaban para decirme que habían rechazado mi tarjeta American Express emitida por el Times.

– Eso es absurdo -dije-. Compré un billete de avión con ella anoche, alquilé un coche en el Mc Carran e iba bien cuando me registré. Alguien pasó la tarjeta.

– Sí, señor, eso es solo un proceso de autorización. No se carga el importe en la tarjeta hasta las seis de la mañana del día de la partida. Pasamos la tarjeta y la rechazaron. ¿Puede bajar y darnos otra tarjeta?

– No hay problema. Quería levantarme ahora de todos modos para poder ganar un poco más de su dinero.

Pero sí había un problema, porque ninguna de las otras tres tarjetas de crédito que tenía funcionó. Rechazaron las tres y me vi obligado a devolver la mitad de mis ganancias para salir del hotel. Cuando llegué al coche de alquiler, saqué el móvil para llamar a las compañías de tarjetas de crédito una por una, pero no pude hacer ninguna llamada porque mi teléfono estaba muerto, y no era cuestión de cobertura. El teléfono estaba muerto, servicio desconectado.

Estaba enfadado y confundido, pero no me amilané y me dirigí a la dirección de William Schifino que había buscado antes. Todavía tenía que escribir un artículo.

Unos minutos después de las nueve, una mujer salió del ascensor y se dirigió por el pasillo hacia mí. Me fijé en la ligera vacilación en su zancada cuando me vio en el suelo, apoyado en la puerta de Schifino. Me levanté y la saludé con la cabeza cuando se acercaba.

– ¿Trabaja para William Schifino? -pregunté con una sonrisa.

– Sí, soy su recepcionista. ¿En qué puedo ayudarle?

– Tengo que hablar con el señor Schifino. He venido de Los Ángeles y…

– ¿Tiene una cita? El señor Schifino solo ve a potenciales clientes con cita previa.

– No tengo cita, pero tampoco soy un potencial cliente. Soy periodista. Quiero hablar con el señor Schifino de Brian Oglevy. Lo acusaron el año pasado de…

– Sé quién es Brian Oglevy. El caso está en apelación.

– Sí, lo sé, lo sé. Tengo información nueva. Creo que el señor Schifino querrá hablar conmigo.

La mujer hizo una pausa con las llaves a escasos milímetros de la cerradura y me miró como para evaluarme por primera vez.

– Sé que querrá -dije.

– Puede pasar y esperar. No sé cuándo llegará. No tiene tribunal hasta la tarde.

– Tal vez podría llamarle.

– Tal vez.

Entramos en la oficina y ella me dirigió a un sofá de una pequeña sala de espera. Los muebles eran cómodos y parecían relativamente nuevos. Daba la sensación de que Schifino era un buen abogado. La recepcionista se sentó a su escritorio, encendió su ordenador y empezó a preparar su rutina diaria.

– ¿Va a llamarle? -le pregunté.

– Cuando tenga un momento. Póngase cómodo.

Lo intenté, pero no me gustaba esperar. Saqué mi portátil de la bolsa y lo encendí.

– ¿Tienen Wi-Fi aquí? -pregunté.

– Sí.

– ¿Puedo usarlo para revisar mi correo? Solo serán unos minutos.

– No, me temo que no.

Me la quedé mirando.

– ¿Disculpe?

– He dicho que no. Es un sistema protegido y tendrá que pedírselo al señor Schifino.

– Bueno, ¿puede pedírselo cuando lo llame y le diga que estoy aquí esperándolo?

– Lo antes posible.

Me dedicó una sonrisa de secretaria eficiente y volvió a su tarea. Sonó el teléfono y la mujer abrió una agenda y empezó a concertar una cita para un cliente y a informarle de las tarjetas de crédito que aceptaban para los servicios legales que proporcionaban. Me recordó la situación de mi propia tarjeta de crédito y cogí una de las revistas de la mesita de café para evitar pensar en ello.

Se llamaba Nevada Legal Review y estaba a rebosar de anuncios de abogados y servicios legales como transcripción y almacenamiento de datos. También había artículos sobre casos judiciales, la mayoría de ellos relacionados con licencias de casino o delitos contra los casinos. Llevaba veinte minutos con un artículo sobre un recurso contra la ley que impedía el funcionamiento de burdeles en Las Vegas y en el condado de Clark cuando se abrió la puerta y entró un hombre. Me saludó con la cabeza y miró a la recepcionista, que todavía estaba al teléfono.

– Espere, por favor -dijo la recepcionista. Me señaló-. Señor Schifino, este hombre no tiene cita. Dice que es periodista de Los Ángeles. Ha…

– Brian Oglevy es inocente -dije, cortándola-. Y creo que puedo probarlo.

Schifino me estudió un buen rato. Tenía el cabello oscuro, un rostro atractivo y un bronceado desigual como consecuencia de llevar gorra de béisbol. Era golfista o entrenador; quizás ambas cosas. Tenía una mirada penetrante y enseguida tomó una decisión.

– Entonces será mejor que pase conmigo al despacho -dijo.

Lo seguí a su despacho y él se sentó tras un gran escritorio mientras me señalaba el asiento que estaba al otro lado.

– ¿Trabaja en el Times? -preguntó.

– Sí.

– Buen periódico, pero con muchos problemas económicos ahora mismo.

– Sí, como todos.

– Bueno, ¿cómo ha llegado a la conclusión en Los Ángeles de que mi cliente es un hombre inocente?

Le dediqué mi mejor sonrisa de pillo.

– No estoy seguro de eso, pero tenía que venir a verle. Esto es lo que tengo: hay un chico allí en prisión preventiva por un asesinato que creo que no cometió, y me parece que los detalles se parecen mucho a los del caso Oglevy, al menos los que conozco. La diferencia es que mi caso ocurrió hace dos semanas.

– Así que si son obra del mismo asesino, mi cliente tiene una coartada obvia y podría haber una tercera persona implicada.

– Exactamente.

– Muy bien, pues veamos qué tiene.

– Bueno, esperaba ver también lo que tiene usted.

– Me parece justo. Mi cliente está en prisión y no creo que en este momento le importe la confidencialidad abogado-cliente, al menos si estoy cambiando información que podría ayudar en su causa. Además, la mayor parte de lo que le diga está disponible en registros públicos.

Schifino sacó sus archivos y empezamos una sesión de «tú me enseñas, yo te enseño». Le conté lo que sabía de Winslow y contuve el nerviosismo al repasar los informes de los crímenes. Sin embargo, al pasar a las comparaciones de las fotos de la escena del crimen, la adrenalina alcanzó un nivel en el que me resultó difícil contenerme. No solo las fotos de Oglevy coincidían plenamente con las del caso Babbit, sino que las víctimas guardaban un parecido sorprendente.

– ¡Es asombroso! -dije-. Son casi la misma mujer.

Ambas eran morenas, altas, con grandes ojos castaños, nariz fina y cuerpos de bailarina de piernas largas. De inmediato tuve la arrolladora sensación de que esas mujeres no habían sido elegidas al azar por su asesino: las habían escogido. Encajaban en alguna clase de molde que las había convertido en objetivos.

Schifino estaba surcando la misma ola. Señaló una foto y otra, destacando las similitudes en las dos escenas. Ambas mujeres fueron asfixiadas con una bolsa de plástico atada con una fina cuerda blanca. Las dos fueron colocadas desnudas y mirando hacia el interior en el maletero de un coche, con la ropa arrojada sobre sus cuerpos.

– Dios mío…, mire esto -dijo-. Estos crímenes son absolutamente iguales y no hace falta un experto para verlo. Le diré algo, Jack: cuando le he visto he pensado que sería el entretenimiento de la mañana, una diversión, un reportero listillo que aparece siguiendo un sueño. Pero esto…

Hizo un gesto hacia los conjuntos de fotos puestas por parejas esparcidas sobre el escritorio.

– La libertad de mi cliente está aquí. ¡Va a salir!

Estaba de pie detrás del escritorio, demasiado nervioso para sentarse.

– ¿Cómo ha ocurrido esto? -pregunté-. ¿Cómo ha pasado inadvertido?

– Porque los casos se resolvieron deprisa -dijo Schifino-. En ambas ocasiones la policía fue dirigida hacia un sospechoso obvio y no miró más. No buscaron casos similares, porque no lo necesitaban. Tenían a sus culpables y ya estaban bastante ocupados con eso.

– Pero ¿cómo pudo el asesino poner el cuerpo de Sharon Oglevy en el maletero del coche de su exmarido? ¿Cómo sabía dónde encontrar el coche?

– No lo sé, pero eso no es lo importante. Lo importante aquí es que estos dos asesinatos tienen un patrón tan asombrosamente similar que no hay forma de que ni Brian Oglevy ni Alonzo Winslow puedan ser responsables. Los otros detalles encajarán cuando empiece la investigación real. Pero por ahora, no me cabe duda de que está exponiendo algo enorme aquí. No sé si me explico, ¿cómo sabe que son los dos únicos casos? Podría haber otros.

Asentí. No había pensado en esa posibilidad. La búsqueda en Internet de Angela Cook solo había encontrado el caso Oglevy. Pero dos casos formaban un patrón; podía haber más.

– ¿Qué hará ahora? -pregunté.

Schifino se sentó por fin. Se movió adelante y atrás en la silla mientras consideraba la pregunta.

– Voy a redactar y presentar una solicitud de habeas corpus. Esto es información nueva exculpatoria y vamos a presentarla ante el tribunal.

– Pero yo no debería tener estos archivos. No puede citarlos.

– Claro que puedo. Lo que no he de hacer es decir dónde los conseguí.

Fruncí el ceño. Yo sería la fuente obvia una vez que mi artículo se publicara.

– ¿Cuánto tiempo tardará en llevar esto a juicio?

– He de hacer un poco de investigación, pero lo presentaré al final de esta semana.

– Esto lo va a hacer saltar por los aires. No sé si estaré preparado para publicar mi artículo entonces.

Schifino extendió las manos y negó con la cabeza.

– Mi cliente lleva más de un año en Ely. ¿Sabe que las condiciones en esa prisión son tan malas que muchos reclusos del corredor de la muerte abandonan sus apelaciones y se presentan voluntarios para ser ejecutados con tal de salir de allí? Cada día allí es un día demasiado largo.

– Lo sé, lo sé, es que…

Me di cuenta de que no había nada que justificara mantener a Brian Oglevy en prisión ni aunque fuera un día más solo para disponer de tiempo para planear y escribir mi artículo. Schifino tenía razón.

– Vale, entonces quiero saberlo en el momento en que lo presente -dije-. Y quiero hablar con su cliente.

– No hay problema. Tiene la exclusiva en cuanto salga en libertad.

– No, entonces no: ahora. Voy a escribir el artículo que los saque a él y a Alonzo Winslow. Quiero hablar con él ahora. ¿Cómo lo hago?

– Está en máxima seguridad y a menos que esté en la lista no le dejarán verle.

– ¿Usted puede hacerme entrar?

Schifino estaba sentado detrás del portaaviones que llamaba escritorio. Se llevó una mano a la barbilla, pensó en la pregunta y luego asintió.

– Puedo hacerle entrar. Necesito enviar un fax a la prisión que diga que es un investigador que trabaja para mí y que tiene derecho a acceder a Brian. Luego le daré una carta de a quien corresponda que usted llevará consigo, que le identificará como un trabajador mío. Si viene de parte de un abogado, no necesita licencia del estado. Lleva la carta y la entrega en la puerta. Le dejarán pasar.

– Técnicamente no trabajo para usted. Mi periódico tiene reglas sobre periodistas que suplantan identidades.

Schifino metió la mano en el bolsillo, sacó un dólar y me lo dio. Yo me incliné sobre las fotos para cogerlo.

– Tenga -dijo-. Acabo de pagarle un dólar. Trabaja para mí.

No era exactamente así, pero no estaba demasiado preocupado por eso, considerando mi situación laboral.

– Supongo que funcionará -dije-. ¿Ely está muy lejos?

– Depende de qué coche lleve. Está al norte, a tres o cuatro horas de aquí, en medio de ninguna parte. A la carretera que va hacia allí la llaman la carretera más solitaria de América. No sé si es porque conduce a la prisión o por el paisaje que cruza, pero no es por nada bueno. Tienen aeropuerto. Puede tomar un saltaarenas hasta allí.

Supuse que un saltaarenas era lo mismo que un saltacharcos, una avioneta de hélices. Negué con la cabeza. Había leído demasiados artículos de avionetas que se estrellaban: no volaba en ellas a menos que no me quedara más remedio.

– Conduciré. Escriba las cartas. Y necesitaré copia de todo lo que haya en sus expedientes.

– Me pondré con las cartas y pediré a Agnes que se ocupe de lo suyo. Yo también necesitaré copias de lo que ha traído para el habeas corpus. Podemos decir que es lo que compra mi dólar.

Asentí y pensé: «Sí, pongamos a la eficiente Agnes a trabajar para mí. Eso me gusta».

– Quiero hacerle una pregunta -dije.

– Dispare.

– Antes de que entrara aquí y le enseñara todo esto, ¿creía que Brian Oglevy era culpable?

Schifino ladeó la cabeza al pensar en ello.

– ¿No es para publicación?

Me encogí de hombros. No era lo que quería, pero iba a aceptarlo.

– Si es la única forma de que responda.

– Vale, para la publicación puedo decir que desde el primer día sabía que Brian era inocente. No había manera de que pudiera haber cometido este horrible crimen.

– ¿Y para no publicarlo?

– Pensaba que era culpable como Caín. Era la única forma en que podía soportar haber perdido el caso.


Después de parar en un 7-Eleven y comprar un teléfono prepago con cien minutos de saldo de llamada, me dirigí al norte a través del desierto por la autopista 93 hacia la prisión estatal de Ely.

La autopista 93 pasaba junto a la base aérea de Nelly y luego conectaba con la 50 Norte. No tardé mucho en empezar a entender por qué la llamaban la carretera más solitaria de América. El desierto vacío gobernaba el horizonte en todas direcciones. Montañas duras y cinceladas, exentas de vegetación, que yo iba subiendo y bajando. Los únicos signos de civilización eran los dos carriles de asfalto negro y el tendido eléctrico que recorría las montañas a hombros de figuras de hierro que parecían gigantes llegados de otro planeta.

Las primeras llamadas que hice desde mi nuevo teléfono fueron a las entidades crediticias, preguntando por qué no funcionaban mis tarjetas. En cada llamada obtuve la misma respuesta: yo había denunciado su robo la noche anterior y por tanto habían cancelado temporalmente el uso de la cuenta. Me había conectado, había respondido correctamente todas las preguntas de seguridad y había denunciado el robo de la tarjeta.

No importó que les dijera que no había denunciado el robo de las tarjetas. Alguien lo había hecho, y ese alguien conocía mis números de cuenta, así como la dirección de mi casa, mi fecha de nacimiento, el apellido de soltera de mi madre y mi número de la Seguridad Social. Exigí que reabrieran las cuentas y los empleados del servicio de atención al cliente no pusieron ninguna pega. El único inconveniente era que las nuevas tarjetas de crédito tenían que ser emitidas y enviadas a mi casa. Pasarían días y entretanto no tenía crédito. Estaba jodido en un nivel que nunca había experimentado antes.

A continuación, llamé a mi banco en Los Ángeles y descubrí una variante del mismo tema, pero con un impacto más profundo. La buena noticia era que mi tarjeta de débito aún funcionaba. La mala noticia era que no tenía dinero ni en la cuenta de ahorro ni en la cuenta corriente. La noche anterior había usado el servicio de banca en línea para combinar todo mi dinero en la cuenta corriente y luego había hecho una transferencia de débito a la fundación Make-a-Wish en forma de donación general. Estaba en quiebra. Pero seguro que a la fundación Make-A-Wish le caía bien.

Colgué el teléfono y grité lo más alto que pude en el coche. ¿Qué estaba pasando? Todos los días había artículos en el periódico sobre robos de identidad. Pero esta vez la víctima era yo, y me costaba creerlo.

A las once llamé a la redacción de Local y averigüé que la intrusión y destrucción había escalado otro peldaño. Localicé a Alan Prendergast y su voz era tensa y cargada de energía nerviosa. Sabía por experiencia que eso hacía que repitiera cosas.

– ¿Dónde estás, dónde estás? Tenemos la cuestión de los reverendos y no encuentro a nadie.

– Te lo dije, estoy en Las Vegas. ¿Dónde…?

– ¡Las Vegas! ¿Las Vegas? ¿Qué estás haciendo en Las Vegas?

– ¿No recibiste mi mensaje? Te envié un mail ayer antes de irme.

– No lo recibí. Ayer desapareciste sin más, pero no me importa. Me importa ahora. Dime que estás en el aeropuerto, Jack, y que volverás en una hora.

– La verdad es que no estoy en el aeropuerto y técnicamente ya no estoy en Las Vegas. Estoy en la carretera más solitaria de América en medio de ninguna parte. ¿Qué están haciendo los reverendos?

– ¿Qué quieres que hagan? Están montando una supermanifestación en Rodia Gardens para protestar contra la policía y la historia va a escala nacional. Pero te tengo en Las Vegas y no tengo noticias de Cook. ¿Qué estás haciendo ahí, Jack? ¿Qué estás haciendo?

– Te lo dije en el mail que no leíste. El artículo está…

– Miro el correo con regularidad -dijo Prendergast, cortante-. No tengo ningún mensaje tuyo. Ninguno.

Estaba a punto de decirle que se equivocaba, pero pensé en mis tarjetas de crédito. Si alguien podía bloquear mi crédito y vaciar mis cuentas bancarias, también podía entrar en mi mail.

– Escucha, Prendo, algo está pasando. Mis tarjetas de crédito están muertas, mi teléfono no funciona y ahora me dices que mis mensajes no llegan. Algo va mal y yo…

– Por última vez, Jack. ¿Qué estás haciendo en Nevada?

Solté aire y miré por la ventana. Vi el paisaje desértico que no había cambiado en todo el tiempo que la humanidad había regido en el planeta, y que permanecería inalterado cuando la humanidad desapareciera.

– La historia de Alonzo Winslow ha cambiado -dije-. He descubierto que no lo hizo.

– ¿No lo hizo? ¿No lo hizo? ¿Te refieres a matar a esa chica? ¿De qué estás hablando, Jack?

– Sí, de la chica. No lo hizo. Es inocente, Alan, y puedo demostrarlo.

– Confesó, Jack, lo leí en tu artículo.

– Sí, porque eso es lo que dijo la policía. Pero leí su supuesta confesión y lo único que dice es que robó el coche y su dinero. No sabía que el cadáver estaba en el maletero cuando lo robó.

– Jack…

– Escucha, Prendo, he relacionado el asesinato con otro asesinato en Las Vegas. Es la misma historia: una mujer estrangulada y metida en un maletero. También era bailarina. Hay un tipo en prisión aquí por ese crimen, y tampoco lo hizo. Ahora mismo estoy yendo a verlo. Voy a informar y escribir sobre todo el jueves. Hemos de sacarlo el viernes, porque es cuando se va a destapar. -Hubo un largo silencio-. Prendo, ¿estás ahí?

– Estoy aquí, Jack. Hemos de hablar de esto.

– Pensaba que lo estábamos haciendo. ¿Dónde está Angela? Ella debería ocuparse de los reverendos. Está en el puesto hoy.

– Si supiera dónde está Angela, la habría mandado con un fotógrafo a Rodia Gardens. Aún no ha aparecido. Anoche, antes de irse a casa, me dijo que pasaría por el Parker Center y haría las rondas de la mañana antes de venir. Pero no ha venido.

– Probablemente esté siguiendo el caso de Denise Babbit. ¿La has llamado?

– Por supuesto que la he llamado. La he llamado. Le he dejado mensajes, pero ella no responde. Seguramente cree que estás aquí y no hace caso de mis llamadas.

– Mira, Prendo, esto es más importante que la mani del reverendo Treacher. Pon a alguien de asignación general en ello. Esto es muy fuerte: un asesino ha pasado completamente inadvertido para la policía, el FBI y todos los demás. Hay un abogado aquí en Las Vegas que va a presentar una moción el viernes que lo expondrá todo. Hemos de adelantarnos a él y a todos los demás. Voy a hablar con este tipo en prisión y luego volveré; aunque no sé cuándo. Tendré que conducir de regreso a Las Vegas antes de coger el avión. Por suerte, creo que mi billete de vuelta aún sirve. Lo compré antes de que alguien cancelara mis tarjetas de crédito. -Una vez más fui recibido por el silencio-. ¿Prendo?

– Mira, Jack -dijo con calma en su voz por primera vez en toda la conversación-, los dos conocemos la situación y sabemos lo que está pasando aquí. No vas a poder cambiar nada.

– ¿De qué estás hablando?

– Del despido. Si crees que vas a sacar una noticia que te va a salvar el empleo, no creo que vaya a funcionar. -Esta vez fui yo el que se quedó en silencio con la rabia en la garganta-. Jack, ¿estás ahí? ¿Estás ahí?

– Sí, estoy aquí, Prendo, y mi única respuesta es que te den por culo. No me estoy inventando esto, tío. ¡Está ocurriendo! Estoy aquí en medio de ninguna parte y no sé quién me está jodiendo ni por qué.

– Vale, vale, Jack. Cálmate. Solo cálmate, ¿vale? No estoy insinuando que…

– ¡Cómo que no, joder! Estás más que insinuándolo. Lo acabas de decir.

– Mira, no voy a responder si usas ese lenguaje conmigo. ¿Podemos hablar de manera civilizada, por favor? De manera civilizada.

– ¿Sabes, Prendo? Tengo otras llamadas que hacer. Si no quieres esta historia o crees que es inventada, encontraré a alguien que la publique, ¿vale? Lo último que esperaba es que mi propio SL tratara de cortarme las alas mientras me juego el cuello.

– No, Jack, no es eso.

– Creo que sí, Prendo. Vete a la mierda. Te llamaré luego.

Colgué el teléfono y casi lo tiré por la ventana. Pero entonces recordé que no tenía dinero para conseguir otro. Conduje en silencio durante unos minutos para poder calmarme. Tenía que hacer otra llamada y quería parecer tranquilo y sosegado al hacerla.

Miré por las ventanas y examiné las montañas azul grisáceo. Me parecieron hermosas de un modo primitivo y duro. Habían sido pisadas y quebradas por glaciares diez millones de años antes, pero habían sobrevivido y se alzarían para siempre hacia el sol.

Saqué del bolsillo mi teléfono no operativo y abrí la lista de contactos. Conseguí el teléfono del FBI en Los Ángeles y lo marqué en el móvil prepago. Cuando contestó la operadora pedí hablar con la agente Rachel Walling. Me pasaron y la llamada tardó un rato en conectarse, pero en cuanto sonó contestaron de inmediato.

– Inteligencia -dijo una voz.

– Quiero hablar con Rachel.

Lo dije lo más calmado posible. Esta vez no pregunté por la agente Rachel Walling, porque no quería que me preguntaran quién era y darle la posibilidad de desviar mi llamada. Tenía la esperanza de sonar como un agente y que me pasaran.

– Agente Walling.

Era ella. Hacía cinco años que no oía su voz al teléfono, pero no cabía duda.

– ¿Hola? Soy Walling, ¿puedo ayudarle?

– Rachel, soy yo, Jack.

Esta vez fue ella la que se quedó en silencio.

– ¿Cómo estás?

– ¿Por qué me llamas, Jack? Convinimos en que sería mejor no hablar.

– Lo sé…, pero necesito tu ayuda. Tengo un problema, Rachel.

– ¿Y estás esperando que te ayude? ¿Qué clase de problema?

Me adelantó un coche que iba al menos a ciento setenta y me hizo sentir que estaba parado.

– Es una larga historia. Estoy en Nevada, en el desierto. Estoy siguiendo un artículo y hay un asesino del que nadie sabe nada. Necesito que alguien me crea y me ayude.

– Jack, yo no soy la persona adecuada y lo sabes. No puedo ayudarte. Y estoy en medio de algo aquí. He de irme.

– Rachel, ¡no cuelgues! Por favor…

No respondió, pero no colgó. Esperé.

– Jack… pareces reventado. ¿Qué te está pasando?

– No lo sé. Alguien está jugando conmigo. Mi teléfono, mi mail, mis cuentas bancarias… Estoy conduciendo por el desierto y ni siquiera tengo una tarjeta de crédito que funcione.

– ¿Adónde vas?

– A Ely, a hablar con alguien.

– ¿A la prisión?

– Sí.

– ¿Qué? ¿Alguien te ha llamado y te ha dicho que es inocente y tú has ido corriendo a demostrar que los polis se han equivocado otra vez?

– No, nada de eso. Mira, Rachel, hay un tipo que estrangula mujeres y las mete en los maleteros de los coches. Les hace cosas horribles y se ha salido con la suya desde hace al menos dos años.

– Jack, leí tu artículo sobre la chica del maletero. Era un pandillero y confesó.

Sentí una emoción inesperada al saber que ella leía mis artículos, pero eso no me ayudaría a convencerla.

– No creas todo lo que leas en el periódico, Rachel. Ahora estoy llegando a la verdad y necesito que alguien, alguien con autoridad, intervenga y…

– Sabes que ya no estoy en Comportamiento. ¿Por qué me llamas a mí?

– Porque confío en ti.

Eso produjo un largo silencio. Me negué a ser yo el que lo rompiera.

– ¿Cómo puedes decir eso? -dijo al fin-. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

– No importa. Después de lo que pasamos entonces, siempre confiaré en ti, Rachel. Y sé que puedes ayudarme ahora… y quizás arreglar algunas cosas.

Se mofó de eso.

– ¿De qué estás hablando? No…, espera, no respondas. No importa. Por favor, no vuelvas a llamarme, Jack. La cuestión es que no puedo ayudarte. Así que buena suerte y ten cuidado. Cuídate.

Colgó el teléfono.

Me quedé con el aparato pegado a la oreja durante casi un minuto. Supongo que esperaba que ella cambiara de opinión, cogiera el teléfono y volviera a llamarme. Pero eso no ocurrió y al cabo de un rato dejé el móvil en el posavasos que había entre los asientos. No tenía más llamadas que hacer.

Delante, el coche que me había pasado desapareció en el siguiente cambio de rasante. Me sentía como si me hubieran abandonado en la superficie de la Luna.


Como le ocurre a la mayoría de la gente que cruza las puertas de la prisión estatal de Ely, mi suerte no mejoró después de llegar a mi destino. Me dejaron pasar por la entrada de abogados-investigadores. Saqué la carta de presentación que había escrito para mí William Schifino y se la mostré al capitán de guardia. Me pusieron en una sala de espera y aguardé veinte minutos a que me trajeran a Brian Oglevy. Pero cuando se abrió la puerta quien entró no fue Brian Oglevy, sino el capitán de guardia.

– Señor Mc Evoy -dijo el capitán, pronunciando mal mi nombre-. Me temo que no vamos a poder hacer esto hoy.

De repente, pensé que habían descubierto el fraude. Que sabían que era un periodista que trabajaba en un artículo y no el investigador de un abogado defensor.

– ¿Qué quiere decir? Estaba todo preparado. Tengo la carta del abogado. La ha visto. También le ha mandado un fax para avisar de que venía.

– Sí, tenemos el fax e iba a dejarle pasar, pero el hombre al que quiere ver no está disponible en este momento. Vuelva mañana y podrá visitarlo.

Negué con la cabeza, enfadado. Todos los problemas del día estaban a punto de hervir y ese capitán de prisión iba a salir escaldado.

– Mire, llevo cuatro horas conduciendo desde Las Vegas para esta entrevista. ¿Me está diciendo que dé media vuelta y haga lo mismo mañana? No voy a…

– No le estoy diciendo que vuelva a Las Vegas; yo en su lugar me quedaría en el hotel Nevada. No es un mal sitio. Tienen salón de juego y un bar de copas. Si se queda allí tendré a su hombre preparado cuando vuelva aquí por la mañana. Puedo prometérselo.

Negué con la cabeza, sintiéndome impotente por todo. No tenía elección.

– A las nueve en punto -dije-. ¿Usted estará aquí?

– Estaré aquí personalmente para prepararlo.

– ¿Puede decirme por qué no puedo verlo hoy?

– No, no puedo. Es una cuestión de seguridad.

Negué con la cabeza en ademán de frustración una vez más.

– Gracias, capitán. Supongo que lo veré mañana.

– Estaré aquí.

Después de volver a mi coche de alquiler, marqué el hotel Nevada de Ely en el GPS y seguí las instrucciones hasta que llegué allí en treinta minutos. Metí el coche en el aparcamiento y vacié los bolsillos antes de decidirme a entrar. Contaba con 248 dólares en efectivo. Sabía que tendría que gastar al menos 75 en gasolina para llegar al aeropuerto de Las Vegas. Podía comer barato hasta que llegara, pero necesitaría otros 40 dólares para el taxi del aeropuerto a casa. Así que calculé que tenía unos cien dólares para el hotel. Mirando el aspecto gastado de los seis pisos supuse que eso no supondría un problema. Bajé del coche, saqué la maleta y entré.

Cogí una habitación de cuarenta y cinco dólares en el cuarto piso. La habitación era correcta y limpia, y la cama, razonablemente cómoda. Eran solo las cuatro de la tarde, demasiado pronto para gastarme lo que quedaba de mi fortuna en alcohol. Así que saqué mi teléfono prepago y empecé a devorar minutos. Primero llamé a Angela Cook, probando en su móvil y en la línea del despacho y sin obtener respuesta. Dejé el mismo mensaje dos veces, luego me tragué el orgullo y llamé otra vez a Alan Prendergast. Me disculpé por mi arrebato y mi lenguaje en la anterior llamada. Traté de explicarle de manera calmada lo que estaba ocurriendo y la presión que estaba sintiendo. Él respondió con monosílabos y me dijo que tenía que ir a una reunión. Le dije que le mandaría un texto de previsión revisado del artículo si podía conectarme y me dijo que no me apresurara.

– Prendo, hemos de sacar esto en el periódico del viernes o lo sacarán todos los demás.

– Mira, he hablado de esto en la reunión de noticias. Queremos actuar con cautela. Te tenemos a ti perdido en el desierto, no hemos tenido noticias de Angela y, francamente, nos estamos preocupando. Debería haber llamado. Lo que quiero es que vuelvas aquí cuanto antes para que podamos sentarnos y ver qué tenemos.

Podría haberme enfadado otra vez por la forma en que me estaba tratando, pero había percibido algo más apremiante: Angela.

– ¿No habéis recibido ningún mensaje de ella en todo el día?

– Ni uno. Envié a un periodista a su apartamento para ver si estaba allí, pero no hubo respuesta. No sabemos dónde está.

– ¿Le ha pasado alguna otra vez?

– Alguna vez llamó a media mañana para decir que estaba enferma. Probablemente eran resacas, pero al menos llamó. Esta vez no.

– Bueno, escucha. Si alguien tiene noticias suyas, me avisas, ¿de acuerdo?

– Claro, Jack.

– Vale, Prendo. Hablaremos cuando vuelva.

– ¿Tienes monedas? -preguntó Prendergast a modo de oferta de paz.

– Unas pocas -dije-. Ya nos veremos.

Cerré el teléfono y pensé en la desaparición en combate de Angela. Empecé a preguntarme si todo estaba relacionado. Mis tarjetas de crédito, que nadie tuviera noticias de Angela. Parecía pillado por los pelos porque no veía ningún punto de conexión.

Miré a mi alrededor en la habitación de cuarenta y cinco dólares. Había un pequeño folleto en la mesa lateral que decía que el hotel contaba con más de setenta y cinco años de historia y había sido en su momento el edificio más alto de Nevada, cuando las minas del cobre hicieron de Ely una ciudad en alza y nadie había oído hablar de Las Vegas. Esos días habían pasado hacía mucho.

Encendí mi portátil y usé el Wi-Fi gratuito del hotel para tratar de conectarme a mi cuenta de correo, pero mi contraseña fue rechazada y al cabo de tres intentos me desconectaron. Sin duda, quien había cancelado mi crédito y el servicio de móvil había cambiado también mi contraseña.

– Esto es una locura -dije en voz alta.

Incapaz de establecer contacto con el exterior, me concentré en el frente interno. Abrí un documento en el portátil y saqué mis notas en papel. Empecé con una narrativa que resumía los movimientos del día. Tardé más de una hora en terminar el proyecto, pero cuando lo hice tenía para un artículo de setecientas palabras. Y era un buen artículo. Probablemente el mejor que había escrito en años.

Después de leerlo y mejorarlo con algunas correcciones, me di cuenta de que trabajar me había dado hambre. Así que conté una vez más el dinero que me quedaba y salí de la habitación después de asegurarme de que la puerta quedaba bien cerrada. Caminé hasta la sala de juego y llegué a una barra situada junto a las tragaperras. Pedí una cerveza y un sándwich de carne y me senté a una mesa del rincón con vistas a las máquinas.

Al mirar a mi alrededor percibí que el lugar tenía un aura de desesperación de segunda, y me deprimió la idea de pasar otras doce horas allí. Pero no tenía muchas opciones. Estaba varado e iba a quedarme así hasta la mañana.

Miré otra vez mi pila de efectivo y decidí que tenía bastante para otra cerveza y para echar unas cuantas monedas de cuarto de dólar en las tragaperras baratas. Me puse en una hilera de máquinas que había cerca de la entrada del vestíbulo y empecé a echar mi dinero en una de póquer electrónico. Perdí mis primeras siete rondas antes de sacar un full. Seguí con un color y una escalera. Enseguida pensé que podía permitirme una tercera cerveza.

Otro jugador se sentó a dos máquinas de distancia. Apenas me fijé en él hasta que decidió que le apetecía el consuelo de la conversación mientras perdía su dinero.

– ¿Has venido a mojar? -preguntó con alegría.

Lo miré. Tendría unos treinta años y grandes y pobladas patillas. Llevaba un sombrero de vaquero sobre un cabello rubio sucio, guantes de conducir de cuero y gafas de espejo, aunque estábamos en el interior del hotel.

– ¿Perdón?

– Dicen que hay un par de burdeles fuera de la ciudad, pero no sé cuál de los dos tiene mejor carne. Acabo de venir de Salt Lake de una tirada.

– No lo sé, tío.

Volví a mi máquina y traté de concentrarme en con qué me quedaba y qué descartaba. Tenía el as, el tres, el cuatro y el nueve de picas además del as de corazones. ¿Lo intentaba con el color o iba de conservador, me quedaba la pareja y esperaba un tercer as u otra pareja?

– Pájaro en mano, tío -dijo el Patillas.

Lo miré y él asintió como para decirme que no me cobraba por el sabio consejo. Vi el reflejo de mi pantalla en sus gafas de espejo. Lo único que me faltaba era alguien dándome consejos en póquer de cuarto de dólar. Me quedé las picas, descarté el as de corazones y le di al botón. El dios de la máquina dictó su suerte. Me tocó la jota de picas y cobré siete a uno por el color. Lástima que solo estuviera jugando monedas de cuarto.

Le di al botón de final de partida y escuché que caían en cascada catorce dólares en monedas de veinticinco centavos a la bandeja metálica. Las recogí en una taza de plástico para guardar cambio, y me levanté dejando allí al Patillas.

Llevé las monedas a la caja y pedí cobrar. Ya no tenía ganas de jugar por calderilla. Decidí invertir mis ganancias en otras dos cervezas y subir de nuevo a mi habitación. Podía seguir escribiendo y prepararme para la entrevista del día siguiente. Iba a hablar con un hombre que llevaba más de un año en prisión por un asesinato que -yo estaba convencido- no había cometido. Iba a ser un día maravilloso, el inicio del sueño de cualquier periodista de liberar a un hombre inocente de una condena injusta.

Mientras esperaba el ascensor en el vestíbulo, bajé las botellas a un costado por si acaso estaba infringiendo alguna norma de la casa. En cuanto entré en la cabina, pulsé el botón y me coloqué en el rincón. Las puertas empezaron a unirse pero entonces una mano enguantada se interpuso en el infrarrojo y las puertas volvieron a abrirse.

Entró mi colega el Patillas. Levantó un dedo para pulsar un botón, pero se retiró.

– Eh, vamos al mismo piso -dijo.

– Fantástico.

Fue al rincón opuesto. Sabía que iba a decir algo y no tenía adónde huir. Esperé y no me decepcionó.

– Eh, colega, no quería fastidiarte allí abajo. Mi exmujer ya decía que hablo demasiado. Quizá por eso es mi exmujer.

– No te preocupes -dije-. De todos modos, tengo trabajo que hacer.

– Así que has venido a trabajar, ¿eh? ¿Qué clase de trabajo te ha traído a esta parte del mundo dejada de la mano de Dios?

Ya estábamos otra vez. El ascensor se movía tan despacio que habría sido más rápido ir por la escalera.

– Tengo una cita mañana en la prisión.

– Vaya. ¿Eres abogado de uno de esos tíos?

– No. Periodista.

– Um, un escritor, ¿eh? En fin, buena suerte. Al menos después podrás irte a casa, no como esos tipos que están ahí dentro.

– Sí, qué suerte.

Me acerqué a la puerta al llegar al cuarto piso para darle una clara señal de que había terminado con la conversación y quería ir a mi habitación. El ascensor se detuvo y las puertas tardaron un tiempo interminable en empezar a abrirse.

– Buenas noches -dije.

Salí deprisa del ascensor y me dirigí a la izquierda. Mi habitación era la tercera puerta del pasillo.

– Igualmente, socio -dijo el Patillas detrás de mí.

Tuve que cambiarme de mano las dos botellas para sacar la llave de mi habitación. Cuando estaba delante de la puerta, sacando la llave del bolsillo, vi que el Patillas venía hacia mí por el pasillo. Me volví y miré a mi derecha. Solo había otras tres habitaciones por allí hasta la salida de la escalera. Tuve el presentimiento de que ese tipo terminaría llamando a mi puerta durante la noche para decirme que bajara a tomar una cerveza o a irnos de putas. Lo primero que pensaba hacer era recoger, llamar a recepción y cambiar de habitación. Él no conocía mi nombre y no podría encontrarme.

Finalmente metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Miré otra vez al Patillas y lo saludé con la cabeza. Su cara se iluminó con una extraña sonrisa al acercarse.

– Eh, Jack -dijo una voz desde dentro de mi habitación.

Me volví abruptamente para ver a una mujer que se levantaba de la silla que estaba junto a la ventana de mi habitación. Inmediatamente reconocí a Rachel Walling. Tenía una fachada profesional. Sentí la presencia del Patillas pasando por detrás de mí hacia su habitación.

– ¿Rachel? -dije-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Por qué no pasas y cierras la puerta?

Obedecí, todavía anonadado por la sorpresa. Oí que otra puerta se cerraba ruidosamente en el pasillo. El Patillas había entrado en su habitación.

Con cautela, me adentré.

– ¿Cómo has entrado?

– Siéntate y te lo explicaré.


Doce años antes había mantenido una corta, intensa y digamos que indebida relación con Rachel Walling. Pese a que había visto fotos suyas en los periódicos unos años atrás -cuando ayudó a la policía de Los Ángeles a encontrar y matar a un fugitivo en Echo Park-, no la había visto en persona desde que nos habíamos sentado juntos en la sala de un tribunal una década antes. Aun así, no habían pasado muchos días en esos diez años sin que pensara en ella. Rachel Walling era una razón -quizá la más importante- por la que siempre había considerado ese tiempo como el momento culminante de mi vida.

Mostraba pocos signos externos de los años transcurridos, aunque sabía que había sido una época dura. Pagó por su relación conmigo cinco años de condena en una oficina unipersonal en Dakota del Sur. Pasó de hacer perfiles de asesinos en serie y perseguirlos a investigar apuñalamientos en bares de reservas indias.

Pero había salido de ese pozo y hacía cinco años la habían destinado a Los Ángeles, donde trabajaba en alguna clase de unidad de inteligencia ultrasecreta. La había llamado al enterarme y había contactado con ella; pero me había rechazado. Desde entonces le había seguido la pista desde lejos siempre que había podido. Y ahora estaba delante de mí en mi habitación de hotel, en medio de ninguna parte. En ocasiones resultaba extraño cómo funcionaba la vida.

Dejando de lado mi sorpresa por su aparición, no podía dejar de mirarla y sonreírle. Ella mantuvo la fachada profesional, pero vi que no apartaba la mirada. No era frecuente estar tan cerca de un amante de hace tanto tiempo.

– ¿Con quién estabas? -preguntó-. ¿Vas con un fotógrafo en este artículo?

Me volví hacia la puerta.

– No, estoy solo. Y no sé quién era ese. Solo un tipo que se ha puesto a hablar conmigo en el salón de juego. Ha ido a su habitación.

Ella pasó abruptamente a mi lado, abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo antes de volver a entrar en la habitación y cerrarla.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. En realidad no hablaba con él.

– ¿En qué habitación está?

– Tampoco lo sé. ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo es que estás en mi cuarto?

Señalé la cama. Mi portátil estaba abierto y las notas impresas, así como las copias de los archivos del caso que había conseguido de Schifino y Meyer y los artículos que había encontrado Angela Cook en Internet, desplegados en abanico sobre la colcha. Lo único que faltaba era la transcripción del interrogatorio de Winslow, y solo porque era demasiado pesada para llevarla conmigo.

Yo no lo había dejado todo así en la cama.

– ¿Y estabas mirando mis cosas? Rachel, te he pedido ayuda, no que entraras en mi habitación y…

– Siéntate, ¿quieres?

La habitación solo tenía una silla, en la que ella había estado esperando. Me senté en la cama, cerré el portátil con gesto hosco y apilé mis documentos. Ella se quedó de pie.

– Vale, enseñé mis credenciales y le pedí al gerente que me dejara pasar. Le dije que tu seguridad podría estar en peligro.

Negué con la cabeza, confundido.

– ¿De qué estás hablando? Nadie sabe siquiera que estoy aquí.

– No estaría tan segura de eso. Me dijiste que ibas a la prisión. ¿A quién más se lo dijiste? ¿Quién más lo sabe?

– No lo sé. Se lo dije a mi redactor y hay un abogado en Las Vegas que lo sabe. Nada más.

Ella asintió.

– William Schifino. Sí, he hablado con él -me explicó.

– ¿Has hablado con él? ¿Por qué? ¿Qué está pasando aquí, Rachel?

Rachel asintió de nuevo, pero esta vez no era en un gesto de acuerdo. Asintió porque sabía que tenía que decirme lo que estaba pasando, aunque fuera contra el credo del FBI. Colocó la silla en el centro de la habitación y se sentó de cara a mí.

– Cuando me has llamado hoy no has sido muy coherente, Jack; será porque eres mejor escribiendo historias que contándolas. No importa. La cuestión es que, de todo lo que me dijiste, me quedé con la parte de tus tarjetas de crédito, tus cuentas bancarias y tu teléfono y tu mail. Sé que te dije que no te podía ayudar, pero después de colgar empecé a pensar en ello y me preocupé.

– ¿Por qué?

– Porque ves todo eso como un inconveniente, como una gran coincidencia que te ocurre justo cuando estás en la carretera, trabajando sobre este artículo sobre un presunto asesino que no tiene nada que ver con eso.

– No hay nada presunto en este tipo, pero ¿estás diciendo que podría estar relacionado? He pensado en eso, pero no puede ser: el tío al que trato de encontrar no tiene ni idea de que voy tras él.

– No estés tan seguro, Jack. Es una táctica de caza clásica: separar y aislar a la presa para luego ir a por ella. En la sociedad actual, separar y aislar a alguien implica separarlo de su zona de confort, el entorno que conocen, y luego eliminar su capacidad de conectarse: teléfono móvil, Internet, tarjetas de crédito, dinero.

Fue contando con los dedos.

– Pero ¿cómo puede saber de mí este tipo? No tuve noticia de su existencia hasta anoche. Mira, Rachel, es genial verte y espero que te quedes esta noche. Quiero que estés aquí, pero no me trago esto. No me interpretes mal: aprecio tu preocupación… De hecho, ¿cómo demonios has llegado tan condenadamente deprisa?

– Tomé un jet del FBI a Nellis y les pedí que me trajeran aquí en helicóptero.

– ¡Joder! ¿Por qué no me has llamado?

– Porque no podía. Antes han transferido tu llamada a una localización externa donde trabajo. No hay identificación en esas transferencias. No tenía tu número y suponía que estabas en un número prepago.

– ¿Y qué va a decir el FBI cuando descubran que lo dejaste todo y te subiste a un avión para salvarme? ¿No aprendiste nada en Dakota del Sur?

Rachel dejó de lado esa preocupación. Algo en el gesto me recordó el momento en que nos conocimos. También sucedió en una habitación de hotel; me puso boca abajo en la cama y luego me esposó y detuvo. No fue amor a primera vista.

– Hay un recluso en Ely que ha estado en mi lista de entrevistas desde hace meses -dijo-. Oficialmente, he venido a interrogarle.

– ¿Quieres decir que es un terrorista? ¿Es eso lo que hace tu unidad?

– Jack, no puedo hablar sobre esa parte de mi trabajo. Pero puedo decirte lo fácil que ha sido encontrarte y por qué sé que no he sido la única en rastrearte.

Me dejó helado con esa palabra: rastrear. Conjuraba cosas malas en mi imaginación.

– Vale -dije-. Cuéntame.

– Cuando me has llamado, me has dicho que ibas a ir a Ely, de modo que tenía que ser para entrevistar a un recluso. Cuando me he preocupado y he decidido hacer algo, he llamado a Ely y he preguntado si estabas allí. Me han dicho que acababas de irte. He hablado con el capitán Henry, quien me ha explicado que tu entrevista se había pospuesto hasta mañana por la mañana, que te recomendó ir a la ciudad y quedarte en el Nevada.

– Sí, el capitán Henry. He tratado con él.

– Bien. Le he preguntado por qué se ha pospuesto tu entrevista y me ha dicho que tu hombre, Brian Oglevy, estaba incomunicado porque había una amenaza contra él.

– ¿Qué amenaza?

– Espera, ya llego. El director de la prisión recibió un mail que decía que la Hermandad Aria estaba planeando atacar a Oglevy hoy. Así que como precaución lo incomunicaron.

– Oh, vamos, ¿y se lo tomaron en serio? ¿La Hermandad Aria? ¡Pero si amenazan a todos los que no son miembros! Además, Oglevy no es un apellido judío.

– Se lo tomaron en serio porque el mensaje llegó de la propia secretaria del alcaide. Pero ella no lo escribió, sino alguien anónimo que logró acceder a su cuenta en el sistema penitenciario del estado. Un hacker. Podía haber sido alguien desde dentro o alguien de fuera; no importaba. Lo tomaron como advertencia legítima por la forma en que se comunicó. Eso ha metido a Oglevy en el calabozo, de modo que no has podido verlo y te han mandado a pasar la noche aquí: solo y en un entorno desconocido.

– Vale, ¿qué más? Sigue siendo muy inverosímil.

Estaba empezando a convencerme, pero me hacía el escéptico para conseguir que me contase más cosas.

– Le he consultado al capitán Henry si alguien había llamado preguntando por ti. Me ha dicho que sí, que ha telefoneado el abogado para el que presuntamente estás trabajando, William Schifino, y le han contado lo mismo: que la entrevista se retrasaba y que probablemente pasarías la noche en el Nevada.

– Entendido.

– Me he puesto en contacto con William Schifino. Él no ha hecho esa llamada.

La miré un rato largo mientras sentía un largo escalofrío en la espalda.

– También le he preguntado a Schifino si alguien había llamado pidiendo por ti y me ha contestado que sí. Un tipo que decía ser tu redactor (usó el nombre Prendergast) le ha llamado, le ha dicho que estaba preocupado y que quería saber si habías ido a ver a Schifino. Este le ha confirmado que habías pasado por ahí y que estabas de camino a la prisión en Ely.

Sabía que Prendergast no podía haber hecho la llamada, porque cuando lo llamé él no había recibido mi mensaje y no tenía ni idea de que había ido a Las Vegas. Rachel tenía razón: alguien me estaba rastreando y lo estaba haciendo bien.

Mi mente destelló al pensar en el Patillas: había subido con él en el ascensor y luego me había seguido por el pasillo hasta la habitación.

Si no hubiera oído la voz de Rachel, ¿habría seguido caminando o me habría empujado al interior de la habitación?

Rachel se levantó y anduvo hasta el teléfono de la habitación. Marcó el número de recepción y preguntó por el gerente del hotel. Esperó un momento antes de que atendieran la llamada.

– Sí, soy la agente Walling. Todavía estoy en la habitación 410. He encontrado al señor Mc Evoy y está a salvo. Quería saber si podría decirme si hay algún huésped en las habitaciones siguientes del pasillo. Creo que deben de ser la 411, 412 y la 413. -Esperó, escuchó y le dio las gracias al director-. Una última pregunta: hay una puerta de salida al final del pasillo; supongo que será la de las escaleras. ¿Adónde van?

Escuchó, volvió a darle las gracias y colgó.

– No hay nadie registrado en esas habitaciones. Las escaleras van al parking.

– ¿Crees que ese tipo de patillas era él?

Se sentó.

– Posiblemente.

Pensé en las gafas envolventes, los guantes de conducir y el sombrero de vaquero. Las pobladas patillas le cubrían la mayor parte de las mejillas y apartaban la atención del resto de facciones reconocibles. Me di cuenta de que si tenía que describir al hombre que me había seguido solo podría recordar el sombrero, el pelo, los guantes, las gafas de sol y las patillas: los elementos de usar y tirar e intercambiables de un disfraz.

– ¡Dios mío! No puedo creer lo estúpido que he sido. ¿Cómo me ha descubierto y cómo ha podido encontrarme? Hace menos de veinticuatro horas de todo, ¡y estaba sentado a mi lado en las tragaperras!

– Vamos abajo, enséñame la máquina en la que estaba. Podríamos encontrar huellas.

Negué con la cabeza.

– Ni hablar: llevaba guantes de conducir. De hecho, ni siquiera las cámaras cenitales te ayudarán, iba con sombrero de vaquero y gafas de sol; todo su atuendo era un disfraz.

– Sacaremos el vídeo de todas formas. Quizás haya algo que pueda ayudarnos.

– Lo dudo. -Negué con la cabeza otra vez, más para mis adentros que para Rachel-. ¡Lo he tenido al lado!

– Ese truco con el correo electrónico de la secretaria del alcaide demuestra ciertas habilidades. Creo que sería sensato considerar en este momento que tus cuentas de correo han sido violadas.

– Pero eso no explica cómo supo de mí para empezar. Para poder entrar en mi mail, tenía que saber de mí. -Di un manotazo en la cama y asentí con la cabeza-. No sé cómo supo de mí, pero yo mandé mensajes de correo anoche a mi redactor y a mi compañera en el artículo, contándoles que todo estaba cambiando y que iba a seguir una pista a Las Vegas. He hablado con mi redactor hoy y ha dicho que no lo recibió.

Rachel asintió con complicidad.

– Destruir las comunicaciones de salida forma parte del aislamiento del objetivo. ¿Tu compañera recibió su mensaje?

– No sé si lo recibió porque no responde a su teléfono ni al correo y no…

Me detuve en seco y miré a Rachel.

– ¿Qué?

– No se ha presentado a trabajar hoy. No ha llamado y nadie ha podido localizarla. Incluso han enviado a alguien a su apartamento, pero no han obtenido respuesta.

Rachel se levantó de pronto.

– Hemos de volver a Los Ángeles, Jack. El helicóptero está esperando.

– ¿Y mi entrevista? Has dicho que ibas a pedir el vídeo del hotel.

– ¿Y tu compañera? La entrevista y el vídeo pueden esperar.

Avergonzado, asentí y me levanté de la cama. Era ya hora de irse.


No tenía ni idea de dónde vivía Angela Cook. Le conté a Rachel lo que sabía de ella, incluida su extraña fijación con el caso del Poeta y que había oído que tenía un blog pero nunca lo había leído. Rachel transmitió toda la información a un agente en Los Ángeles antes de que subiéramos a bordo de un helicóptero militar para dirigirnos al sur hacia la base de la fuerza aérea en Nellis.

En el vuelo hacia allí llevamos cascos. Estos amortiguaban el ruido del motor, pero no permitían ninguna conversación que no fuera en lenguaje de signos. Rachel cogió mis archivos y pasó la hora con ellos. La vi haciendo comparaciones entre la escena del crimen y los informes de las autopsias de Denise Babbit y Sharon Oglevy. Trabajó con expresión de completa concentración en el rostro y tomó notas en un bloc que había sacado de su propia bolsa. Pasó mucho tiempo mirando las fotos horribles de las mujeres muertas, tomadas tanto en la escena del crimen como en la mesa de autopsias.

Durante la mayor parte del tiempo estuve sentado en mi silla de respaldo recto y me devané los sesos tratando de dar con una explicación de cómo podía haber ocurrido todo tan deprisa. Más concretamente, cómo ese asesino podía haber empezado a perseguirme cuando yo apenas había empezado a perseguirlo a él. Cuando aterrizamos en Nellis pensé que tenía algo y esperé la oportunidad de contárselo a Rachel.

Inmediatamente pasamos a un jet que nos esperaba y en el cuál éramos los únicos pasajeros. Nos sentamos uno frente al otro, y el piloto informó a Rachel de que tenía una llamada en el teléfono de a bordo. Nos pusimos los cinturones, Rachel cogió el teléfono y el jet empezó a rodar por la pista. A través del altavoz situado en la parte superior, el piloto nos informó de que aterrizaríamos en Los Ángeles en una hora. Nada como el poder y la potencia del Gobierno federal, pensé. Eso sí que era viajar, salvo por una cosa: era un avión pequeño, y no me gusta volar en aviones pequeños.

Rachel sobre todo escuchó al que hablaba, luego hizo unas cuantas preguntas y finalmente colgó.

– Angela Cook no está en su casa -dijo-. No han podido encontrarla.

No respondí. Una puñalada de pavor por Angela se abrió paso debajo de mis costillas. El temor no se alivió en lo más mínimo cuando el jet despegó, elevándose en un ángulo mucho más brusco del que estaba acostumbrado a experimentar en los vuelos comerciales. Casi arranqué el reposabrazos con las uñas. Solo cuando estuvimos a salvo en el aire me atreví a hablar por fin.

– Rachel, creo que sé cómo este tipo pudo encontrarnos tan pronto; al menos a Angela.

– Cuéntame.

– No, tú primero. Dime lo que has encontrado en los archivos.

– No seas tan mezquino, Jack. Esto se ha convertido en algo un poco más importante que un artículo de periódico.

– Eso no significa que no puedas hablar antes. También es más grande que la tendencia del FBI a recoger información sin dar nada a cambio.

Rachel se sacudió del anzuelo.

– Bueno, empezaré yo. Pero primero deja que te elogie, Jack. Por lo que he leído de estos casos, diría que no hay ninguna duda de que son obra de un único asesino: un mismo hombre es responsable de los dos. Pero esto pasó desapercibido porque en ambos casos enseguida salió a la luz un sospechoso alternativo y las autoridades locales actuaron con vendas en los ojos; tuvieron a su hombre desde el principio y no contemplaron otras posibilidades. Pero claro, en el caso Babbit, su hombre era un crío.

Me incliné hacia delante, radiante de confianza después de su cumplido.

– No confesó, aunque eso fue lo que comunicaron a la prensa -dije-. Tengo la transcripción en mi oficina: nueve horas de interrogatorio y el chico no confesó. Dijo que robó el coche y el dinero, pero que el cadáver ya estaba en el maletero. No dijo que la matara.

Rachel asintió.

– Lo suponía. Así que lo que estabas haciendo con el material que tienes aquí era hacer el perfil de dos asesinatos. Buscando una firma.

– La firma es obvia: le gusta estrangular a mujeres con bolsas de plástico.

– Técnicamente no fueron estranguladas, sino asfixiadas. Ahogadas. Hay una diferencia.

– Vale.

– Hay algo muy familiar en el uso de la bolsa de plástico y la cuerda en el cuello, pero en realidad estaba buscando algo menos obvio que la firma superficial. También estaba buscando similitudes entre las mujeres. Si descubrimos lo que las relaciona, encontraremos al asesino.

– Las dos eran strippers.

– Eso es una parte, pero es un poco amplio. Y técnicamente, una era stripper y la otra bailarina exótica. Hay una ligera diferencia.

– Como prefieras. Las dos se ganaban la vida enseñando el cuerpo. ¿Es la única relación que has encontrado?

– Bueno, como ya habrás notado, la apariencia física de las dos era muy similar. De hecho, la diferencia de peso era de solo un kilo y la diferencia de altura de un centímetro. La estructura facial y el pelo también se parecían. El tipo de cuerpo de una víctima es un componente clave que hace que las elijan. Un asesino oportunista coge lo que encuentra. Pero cuando ves a dos víctimas con exactamente el mismo tipo de cuerpo, denota que es un depredador paciente, que elige.

Rachel daba la impresión de que tenía algo más que decir, pero se detuvo. Esperé, pero ella no continuó.

– ¿Qué? -dije-. Sabes más que lo que estás diciendo.

Dejó de lado las dudas.

– Cuando trabajaba en Ciencias del Comportamiento, la unidad estaba en sus inicios. Los especialistas en realizar perfiles, profilers se llaman, se sentaban y hablaban de la correlación entre los depredadores que cazábamos y los depredadores en un entorno salvaje. Te sorprendería lo similar que es un asesino en serie a un leopardo o un chacal. Y lo mismo se puede decir de las víctimas. De hecho, cuando se trata de tipos corporales, solemos asignar a las víctimas nombres de animales. A estas dos mujeres las llamaríamos jirafas: altas y de piernas largas. A nuestro depredador le gustan las jirafas.

Quería anotar algo de lo que estaba diciendo para usarlo después, pero temía que cualquier registro obvio de su interpretación de los archivos causara que Rachel se cerrara en banda. Así que traté de no moverme siquiera.

– Hay algo más -añadió-. En este punto es pura conjetura por mi parte. Las dos autopsias atribuyen marcas en cada una de las piernas de las víctimas a una ligadura. Creo que podría ser un error.

– ¿Por qué?

– Ven, que te enseño una cosa.

Me moví, pues estábamos en asientos situados uno frente al otro. Me quité el cinturón y me coloqué a su lado. Rachel hojeó los archivos y sacó varias copias de fotos de las escenas de los crímenes y las autopsias.

– Vale, ¿ves las marcas encima y debajo de las rodillas, aquí, aquí y aquí?

– Sí, como si las hubieran atado.

– No exactamente.

Usó su uña esmaltada para trazar las marcas en los cuerpos de las víctimas mientras me lo explicaba.

– Las marcas son demasiado simétricas para ser ligaduras tradicionales. Además, si fueran marcas de ligaduras las veríamos en torno a los tobillos. Si quieres atar a alguien para controlarlo o para impedir que escape, has de atarle los tobillos. Pero no tenemos marcas de ligaduras en estas zonas. En las muñecas, sí.

Tenía razón. No me había fijado hasta que ella lo había explicado.

– Entonces, ¿qué causó esas marcas en las piernas?

– No estoy segura, pero cuando estaba en Comportamiento encontrábamos nuevas parafilias en casi cada caso. Empezamos a categorizarlas.

– ¿Estás hablando de perversiones sexuales?

– No las llamábamos así.

– Vaya, ¿tenéis que ser políticamente correctos con los asesinos en serie?

– Puede ser solo un matiz, pero hay una diferencia entre pervertido y anormal. A estas conductas las llamamos parafilias.

– Vale. Entonces estas marcas, ¿son parte de una parafilia?

– Podría ser. Creo que son marcas dejadas por correas.

– ¿Correas de qué?

– Férulas, ortesis.

Casi me reí.

– Has de estar de broma. ¿La gente se excita con las ortesis?

Rachel asintió.

– Incluso tiene un nombre: abasiofilia. Es una fascinación psicosexual con las piernas ortopédicas. Sí, hay gente a la que le pone eso. Incluso hay páginas web y salas de chat dedicadas a ello. A las mujeres que llevan aparatos ortopédicos las llaman «doncellas de hierro».

Recordé que la capacidad de Rachel como profiler me había resultado profundamente hipnótica cuando estábamos persiguiendo al Poeta. Había dado en el blanco en muchos aspectos del caso, rayando la clarividencia. Y a mí me había cautivado su capacidad de basarse en pequeños indicios de información y detalles oscuros para extraer sus propias conclusiones. Estaba haciéndolo otra vez, y yo volvía a estar cautivado.

– ¿Tuviste un caso de este tipo?

– Sí, tuvimos un caso en Luisiana. Un hombre secuestró a una mujer en una parada de autobús y la retuvo durante una semana en una cabaña de pesca del bayou. La mujer logró escapar y atravesar el pantano. Tuvo suerte, porque las cuatro mujeres a las que había cogido antes no escaparon. Encontraron restos parciales en el pantano.

– ¿Y fue un caso de basofilia?

– Abasiofilia -me corrigió-. Sí, la mujer que escapó nos dijo que el sujeto le hacía llevar ortesis con correas en las piernas y tenía laterales de hierro y articulaciones que iban de los tobillos a las caderas y varias correas de cuero.

– Es repugnante -dije-. No hay asesinos en serie normales, pero ¿ortesis? ¿De dónde sale una adicción así?

– Se desconoce, pero la mayoría de las parafilias se arraigan en la primera infancia. Una parafilia es como una receta para la satisfacción sexual de un individuo, lo que necesita para excitarse. No se sabe por qué alguien necesita llevar ortesis o que su pareja las lleve, pero es algo que empieza pronto. Eso está claro.

– ¿Crees que el hombre de tu caso de entonces podría ser…?

– No, el hombre que cometió esos asesinatos en Luisiana fue condenado a muerte. Yo fui testigo. Y hasta el final no habló ni una palabra con nosotros ni con nadie.

– Bueno, supongo que eso le da una coartada perfecta en este caso.

Sonreí, pero Rachel no me devolvió la sonrisa. Seguí adelante.

– Estas ortesis, ¿son difíciles de encontrar?

– Se compran y venden a diario en Internet. Pueden ser caras, con toda clase de artefactos y correas. La próxima vez que te conectes a Google busca «abasiofilia» y ya verás. Estamos hablando del lado oscuro de Internet, Jack. Es un gran lugar de encuentro, donde se reúne gente que comparte intereses similares. Puedes pensar que tus deseos secretos te convierten en un bicho raro, y luego te conectas a Internet y encuentras una comunidad y aceptación.

A medida que Rachel se explicaba me daba cuenta de que había un artículo ahí. Algo separado del caso de las víctimas encontradas en maleteros, quizás incluso un libro. Dejé de lado la idea para más adelante y volví a concentrarme en el caso que me ocupaba.

– Entonces, ¿qué crees que hace el asesino? ¿Las obliga a ponerse esas ortesis y las viola? ¿La asfixia significa algo?

– Todos los detalles significan algo, Jack. Solo has de saber interpretarlos. La escena que crea refleja su parafilia. Lo más probable es que esto no vaya de matar a las mujeres, sino de crear una escena psicosexual que cumpla una fantasía. Luego las mata, pero porque ha terminado con ellas y no puede permitirse la amenaza de que vivan para hablar de él. Apuesto a que hasta les pide perdón cuando les pone la bolsa en la cabeza.

– Las dos son bailarinas. ¿Crees que las hace bailar o algo?

– Otra vez es solo una conjetura, pero podría formar parte de ello, sí. De todos modos apuesto a que se trata de un tipo corporal; jirafas. Las bailarinas han de tener piernas delgadas. Si eso es lo que quiere, entonces busca bailarinas.

Pensé en las horas que las dos mujeres habían pasado con su asesino, en el tiempo transcurrido entre el rapto y el momento de la muerte. ¿Qué ocurrió durante esas horas? No importaba la respuesta, se resumía en un final horrible y terrorífico.

– Antes has dicho algo sobre que la bolsa te resultaba familiar. ¿Recuerdas por qué?

Rachel pensó un momento antes de responder.

– No, pero hay algo en ello. Alguna familiaridad. Probablemente es de otro caso y no puedo situarlo.

– ¿Pondrás todo esto en el VICAP?

– En cuanto tenga ocasión.

El VICAP del FBI era una base de datos que contenía los detalles de miles de crímenes. Podía usarse para encontrar crímenes de naturaleza similar al que se investigaba.

– Hay algo más a señalar sobre el procedimiento del asesino -dijo Rachel-. En ambos casos dejó la bolsa y la ligadura en el cuello de las víctimas, pero retiró las ataduras de las piernas, fueran ortesis o no.

– Exacto. ¿Qué significa?

– No lo sé, pero podría significar varias cosas. Las mujeres obviamente fueron constreñidas de alguna manera durante su cautividad. Utilizara lo que utilizase, correas ortopédicas o lo que fuera, lo quitó. En cambio, la bolsa la dejó en su lugar. Podría formar parte de una declaración, parte de su firma. Podría tener un significado del que todavía no somos conscientes.

Asentí. Estaba impresionado por su interpretación.

– ¿Cuánto tiempo hace que no trabajas en Ciencias del Comportamiento?

Rachel sonrió, pero entonces me di cuenta de que lo que pretendía que fuera un cumplido podría ponerla nostálgica.

– Hace mucho -respondió.

– La típica tontería y politiqueo del FBI -comenté-. Sacar a alguien de donde es realmente bueno y ponerlo en otro lugar.

Necesitaba que se alejara del recuerdo de su relación conmigo, que le había costado el puesto para el que estaba mejor preparada, y volviera a enfocarse.

– ¿Crees que si capturamos a este tipo llegaremos a entenderlo?

– Nunca los entiendes, Jack. Tienes pistas, nada más. El tipo de Luisiana fue educado en un orfanato en los años cincuenta, y muchos niños allí contrajeron la polio. Algunos llevaban prótesis u ortesis. Nadie sabe por qué eso fue lo que lo excitaba como adulto y lo llevó a cometer múltiples asesinatos; un montón de niños se criaron en ese orfanato y no se convirtieron en asesinos en serie. Solo podemos hacer conjeturas de por qué hacen lo que hacen.

Me volví y miré por la ventana. Estábamos sobrevolando el desierto entre Los Ángeles y Las Vegas. Solo había oscuridad fuera.

– Supongo que es un mundo perverso -señalé.

– Puede serlo -dijo Rachel.

Volamos un momento en silencio antes de que me volviera otra vez hacia ella.

– ¿Hay alguna relación más entre ellos?

– He hecho una lista de similitudes, así como una lista de aspectos disímiles de los casos. Quiero estudiarlo todo un poco más, pero por ahora las ortesis son lo más significativo para mí. Después de eso, tenemos el patrón físico de las mujeres y los medios de causar la muerte. Pero ha de haber una conexión en alguna parte, un enlace entre ellas dos.

– Lo encontraremos, y encontraremos a ese tío.

– Sí. Y ahora es tu turno, Jack. ¿Qué es lo que has descubierto?

Asentí y ordené rápidamente mis ideas.

– Bueno, hay algo que no estaba en el material que Angela encontró en Internet; me lo contó porque no había nada que imprimir. Dijo que encontró los artículos de Las Vegas y algunas de las viejas historias de Los Ángeles cuando hizo una búsqueda con las palabras «asesinato» y «maletero», ¿sí?

– Sí.

– Bueno, pues me dijo que también encontró una web llamada asesinodelmaletero.com, pero cuando entró no había nada. Clicó en un botón, pero había un cartel que decía que estaba en construcción. Así que, como has dicho que las capacidades de este tipo incluyen hacer cosas en Internet, estaba pensando que quizá…

– ¡Por supuesto! Puede ser una trampa de IP. Debe de estar alerta de cualquiera que busque información en Internet sobre víctimas de asesinato encontradas en un maletero. Luego puede rastrear la IP y descubrir quién lo está buscando. Eso podría haberlo llevado a Angela y después a ti.

El jet empezó a descender, de nuevo en un ángulo más brusco que nada que hubiera experimentado en un vuelo comercial. Me di cuenta de que otra vez estaba clavando las uñas en el reposabrazos.

– Probablemente se excitó cuando vio tu nombre -dijo Rachel.

La miré.

– ¿De qué estás hablando?

– De tu reputación, Jack. Tú fuiste el periodista que cazó al Poeta. Escribiste un libro sobre eso. Eres el señor Bestseller, estuviste con Larry King. Esos tipos prestan atención a todo eso: leen esos libros; en realidad los estudian.

– Es genial saberlo. A lo mejor le firmo un ejemplar cuando lo vea.

– Hago una apuesta contigo. Cuando cojamos a ese tipo, encontraremos en su posesión un ejemplar de tu libro.

– Espero que no.

– Y otra más. Antes de que pillemos a ese tío, establecerá contacto directo contigo. Te llamará o te enviará un mensaje o conectará de alguna manera.

– ¿Por qué? ¿Por qué correr el riesgo?

– Porque una vez que está claro que está en campo abierto (que sabemos que existe) buscará tu atención. Siempre lo hacen. Siempre cometen ese error.

– No hagas apuestas, Rachel.

La idea de que yo estuviera alimentando o de algún modo hubiera alimentado la psicología retorcida de ese tipo no era algo en lo que quisiera pensar.

– Bueno, no te culpo -dijo Rachel, captando mi desasosiego.

– Y agradezco que hayas dicho «cuando cojamos a este tipo» en lugar de «si cogemos a este tipo».

Rachel asintió.

– Oh, no te preocupes, Jack. Vamos a pillarlo.

Me volví y miré por la ventana. Veía la alfombra de luces al dejar atrás el desierto y volver a la civilización. La civilización como la conocemos. Había millones de luces en el horizonte y sabía que todas ellas juntas no bastaban para iluminar la oscuridad del corazón de algunos hombres.


Aterrizamos en el aeropuerto de Van Nuys y subimos al coche que Rachel había dejado allí antes. Llamó por teléfono para ver si había alguna novedad sobre Angela Cook y le dijeron que no había ninguna. Colgó y me miró.

– ¿Dónde está tu coche? ¿En LAX?

– No, cogí un taxi. Está en casa. En el garaje.

No pensaba que una frase tan simple sonara tan repugnante. «En el garaje.» Le di a Rachel la dirección y salimos del aparcamiento.

Era casi medianoche y se circulaba con fluidez por la autopista. Tomamos la 101 al pie del valle de San Fernando y luego bajamos por el paso de Cahuenga. Rachel salió por Sunset Boulevard, en Hollywood, y se dirigió al oeste.

Mi casa estaba en North Curson Avenue, una manzana al sur de Sunset. Era un bonito barrio lleno sobre todo de casitas para familias de clase media que desde hacía mucho habían huido del barrio por los precios. Yo tenía una casa estilo Craftsman de dos dormitorios, con garaje separado para un vehículo en la parte de atrás. El patio trasero era tan pequeño que hasta un chihuahua se habría sentido encerrado. Había comprado la casa doce años antes con el dinero de la venta de mi libro sobre el Poeta. Dividí por la mitad todos los cheques que recibí a cuenta del contrato con la viuda de mi hermano, para ayudarla a criar y educar a su hija. Hacía mucho que no recibía un cheque de derechos y todavía más desde la última vez que había visto a mi sobrina, pero tenía la casa y la educación de la niña como recompensa por ese tiempo de mi vida. Al divorciarnos, mi mujer no hizo ninguna reclamación por la casa, porque yo ya la poseía de antes, y ahora ya solo me quedaban tres años de pago de hipoteca antes de que fuera mía del todo.

Rachel entró por el sendero y condujo hasta la parte de atrás de la vivienda. Aparcó, pero dejó las luces del coche encendidas. Se reflejaron con intensidad en la puerta cerrada del garaje. Salimos y nos acercamos muy despacio, como artificieros que se mueven hacia un hombre con un chaleco lleno de dinamita.

– Nunca la cierro -le dije-. No guardo nada que valga la pena robar, salvo el coche en sí.

– ¿Al menos cierras el coche?

– No. La mayoría de las veces se me olvida.

– ¿Y esta vez?

– Creo que me olvidé.

Era una puerta de garaje de batiente vertical. Me agaché, la levanté y entramos. Se encendió una luz automática en el techo y nos quedamos mirando el maletero de mi BMW. Yo ya tenía la llave lista. Apreté el botón y oímos el sonido neumático de apertura del maletero.

Rachel dio un paso adelante sin titubear y levantó la tapa del maletero.

A excepción de una bolsa de ropa que tenía la intención de dejar en el Ejército de Salvación, el maletero estaba vacío.

Rachel había contenido el aliento. Oí que soltaba el aire lentamente.

– Sí -dije-. Estaba seguro de que…

Rachel cerró el maletero, enfadada.

– ¿Qué, te molesta que no esté ahí? -le pregunté.

– No, Jack, me molesta que me estén manipulando. Me ha hecho pensar de una manera determinada y ese ha sido mi error. No volverá a suceder. Vamos, registremos la casa para asegurarnos.

Rachel retrocedió para apagar las luces de su coche y entramos en la cocina por la puerta de atrás. La casa olía a humedad, pero siempre era así cuando estaba cerrada. No ayudaba que hubiera plátanos demasiado maduros en el bol de frutas de la encimera. Yo fui delante, encendiendo las luces a medida que avanzábamos. Aparentemente, la casa estaba talcual la había dejado: razonablemente limpia, pero con muchas pilas de periódicos en las mesas y en el suelo, junto al sofá de la sala.

– Bonita casa -dijo Rachel.

Miramos en la habitación de invitados, que usaba como despacho, y no encontré nada inusual. Mientras Rachel entraba en la habitación principal, yo rodeé el escritorio y puse en marcha mi ordenador de sobremesa. Tenía acceso a Internet, pero no podía entrar en mi cuenta de correo electrónico del Times. Mi contraseña fue rechazada. Furioso, apagué el ordenador y salí de la oficina para reunirme con Rachel en mi dormitorio. La cama había quedado sin hacer, porque no esperaba visitas. Olía a cerrado y fui a abrir una ventana mientras Rachel miraba en el armario.

– ¿Por qué no tienes esto en una pared en alguna parte, Jack? -preguntó.

Me volví. Había encontrado el anuncio a página completa de mi libro en el New York Times. Lo había enmarcado, pero llevaba dos años en el armario.

– Estaba en la oficina, pero después de diez años sin continuación, empezó a parecerme una burla. Así que lo puse allí.

Rachel asintió con la cabeza y entró en el cuarto de baño. Yo contuve la respiración, porque no sabía en qué condiciones sanitarias estaba. Oí que se corría la cortina de la ducha y, a continuación, Rachel volvió a retroceder hacia el dormitorio.

– Deberías limpiar la bañera, Jack. ¿Quiénes son todas las mujeres?

– ¿Qué?

Señaló la cómoda, donde había una fila de fotos enmarcadas en pequeños caballetes. Yo las fui señalando una por una.

– Sobrina, cuñada, madre, exesposa.

Rachel levantó las cejas.

– ¿Exesposa? Conseguiste olvidarme, pues.

Rachel sonrió y yo le devolví la sonrisa.

– No duró mucho. Era periodista. Cuando llegué al Times compartíamos los sucesos; una cosa llevó a la otra y nos casamos. Luego se fue apagando. Fue un error. Ahora trabaja en la oficina de Washington y seguimos siendo amigos.

Quería decir más, pero algo hizo que me contuviera. Rachel se volvió y se dirigió de nuevo al pasillo. La seguí hasta el salón. Nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro.

– ¿Y ahora qué? -le pregunté.

– No estoy segura. Voy a tener que pensar en ello. Probablemente debería dejarte dormir un poco. ¿Estarás bien aquí?

– Claro, ¿por qué no? Además, tengo un arma.

– ¿Ah, sí? Jack, ¿qué haces con un arma?

– ¿Cómo es que la gente con armas de fuego siempre se pregunta por qué los ciudadanos las tienen? La compré después de lo del Poeta, ¿sabes?

Rachel asintió con la cabeza. Lo comprendió.

– Bueno, entonces, si te parece bien, te dejaré aquí con tu arma y te llamaré por la mañana. Tal vez alguno de nosotros tenga una nueva idea acerca de Angela para entonces.

Yo sabía que, además de lo de Angela, era uno de esos momentos. Podía ir a por lo que quería o dejar que se me escapara como pasó hacía tanto tiempo.

– ¿Qué pasa si no quiero que te vayas? -le pregunté. Ella me miró sin hablar-. ¿Qué pasa si no he podido olvidarte? -dije.

Rachel bajó la mirada al suelo.

– Jack… diez años es toda una vida. Ahora somos personas diferentes.

– ¿Sí?

Ella levantó la cabeza y nos quedamos mirando a los ojos durante un largo momento. Me acerqué, le puse la mano en la nuca y la atraje para darle un beso largo y profundo sin que ella se resistiera ni se apartara.

Se le cayó el teléfono de la mano y resonó en el suelo. Nos aferramos el uno al otro en una especie de desesperación emocional. No había nada de dulzura en ello. Era deseo, ansia, no amor; aunque solo se trataba de amor y de la voluntad imprudente de cruzar la frontera para conseguir intimidad con otro ser humano.

– Volvamos a la habitación -susurré contra su mejilla.

Ella sonrió en mi siguiente beso y luego, no sé cómo, logramos llegar a mi habitación sin apartar las manos el uno del otro. Nos quitamos la ropa con urgencia e hicimos el amor en la cama. Terminó antes de que pudiera pensar en lo que estábamos haciendo y en lo que podría significar. Luego nos quedamos tumbados boca arriba; le acaricié suavemente el pecho con los nudillos de la mano izquierda. Los dos respirábamos con inspiraciones largas y profundas.

– Oh-oh -dijo por fin.

Sonreí.

– Te van a echar -dije.

Y ella también sonrió.

– ¿Y tú? El Times ha de tener algún tipo de regla sobre acostarse con el enemigo, ¿no?

– ¿De qué estás hablando? ¿«El enemigo»? Además, me despidieron la semana pasada. Me queda una semana más y seré historia allí.

De repente se puso del lado y me miró con ojos de preocupación.

– ¿Qué?

– Sí, soy una víctima de Internet. Me han despedido y me han dado dos semanas para formar a Angela y largarme.

– Oh, Dios mío, eso es horrible. ¿Por qué no me lo dijiste?

– No lo sé. Supongo que no salió el tema.

– ¿Por qué tú?

– Porque tengo un sueldo alto y Angela no.

– Menuda estupidez.

– A mí no has de convencerme. Pero así es como funciona la prensa hoy en día. Es lo mismo en todas partes.

– ¿Qué vas a hacer?

– No sé, probablemente sentarme en esa habitación y escribir la novela de la que he estado hablando desde hace quince años. Creo que la pregunta más importante es ¿qué vamos a hacer ahora, Rachel?

Ella evitó mi mirada y empezó a acariciarme el pecho.

– Espero que no sea un rollo de una noche -le dije-. No quiero que lo sea.

Ella no respondió durante mucho tiempo.

– Yo tampoco -dijo al fin.

Pero eso fue todo.

– ¿En qué estás pensando? -le pregunté-. Siempre parece que te apagas o te quedas pensando en algo.

Rachel me miró con una media sonrisa.

– ¿Qué, ahora tú eres el profiler?

– No, solo quiero saber en qué estás pensando.

– Para ser sincera, estaba pensando en algo que dijo un hombre con el que estuve hace un par de años. Teníamos… eh… una relación de esas que no van a ninguna parte. Yo empecé con mis propias obsesiones y sabía que él todavía estaba colgado de su exesposa, aunque vivía a quince mil kilómetros de distancia. Cuando hablamos de ello, me comentó la teoría de la bala única. ¿Sabes lo que es eso?

– ¿Lo del asesinato de Kennedy?

Rachel simuló que me daba un puñetazo en el pecho.

– No, sobre el amor de tu vida. Todo el mundo tiene una persona por ahí, una bala. Y si tienes suerte en la vida, conoces a esa persona. Y una vez que lo haces, una vez te disparan en el corazón, entonces no hay nadie más. No importa lo que ocurra (muerte, divorcio, infidelidad, lo que sea), nadie más puede volver a acercarse. Esa es la teoría de la bala única.

Rachel asintió con la cabeza. Creía en ella.

– ¿Qué estás diciendo, que él era tu bala?

Negó con la cabeza.

– No, estoy diciendo que no lo era. Llegó demasiado tarde. Ya ves, ya me habían disparado antes. Alguien me disparó antes que él.

La miré un buen rato, luego me incliné para besarla. Después de unos momentos se echó hacia atrás.

– Pero tengo que irme. Deberíamos pensar en esto y en todo lo demás.

– Quédate aquí. Duerme conmigo. Nos levantaremos temprano mañana y los dos llegaremos a tiempo a trabajar.

– No, ahora tengo que ir a casa o mi marido se preocupará.

Me senté como un rayo. Ella se echó a reír y se levantó de la cama. Comenzó a vestirse.

– No ha tenido gracia -dije.

– Creo que sí -insistió.

Bajé de la cama y comencé a vestirme yo también. Ella siguió riéndose como si estuviera borracha. Finalmente, yo también. Primero me puse los pantalones y la camisa y luego empecé a buscar mis zapatos y los calcetines alrededor de la cama. Lo encontré todo menos un calcetín. Finalmente me arrodillé y lo busqué debajo de la cama.

Y fue entonces cuando la risa se detuvo.


Los ojos sin vida de Angela Cook me miraron desde debajo de la cama. Involuntariamente, me impulsé hacia atrás en la alfombra y me golpeé la espalda en la mesa. La lámpara se tambaleó y por fin cayó al suelo con estrépito.

– ¡Jack! -gritó Rachel.

Señalé.

– ¡Angela está debajo de la cama!

Rachel se acercó enseguida. Solo llevaba su ropa interior negra y una blusa blanca. Se agachó a mirar.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¡Creí que habías mirado debajo de la cama! -dije con nerviosismo-. Cuando he entrado en la habitación pensé que ya habías mirado.

– Yo creí que lo habías hecho tú mientras me ocupaba del armario.

Se puso a gatas y examinó ambos lados de la cama durante un buen rato antes de volverse a mirarme.

– Tiene aspecto de llevar un día muerta. Asfixiada con una bolsa de plástico. Está completamente desnuda y envuelta en una hoja de plástico transparente, como si estuviera lista para ser transportada. O tal vez era para contener el olor de descomposición. La escena es bastante dife…

– Rachel, por favor, yo la conocía. ¿Puedes hacer el favor de no analizarlo todo en este momento?

Volví a apoyar la cabeza en la mesa y miré al techo.

– Lo siento, Jack. Por ella y por ti.

– ¿Sabes si la torturó o simplemente…?

– No lo sé, pero tenemos que llamar a la policía de Los Ángeles.

– Claro.

– Esto es lo que diremos: te traje aquí, registramos la casa y la encontramos. De lo otro ni hablar. ¿De acuerdo?

– Muy bien, muy bien. Lo que tú digas.

– Tengo que vestirme.

Se levantó y me di cuenta de que la mujer con la que acababa de hacer el amor había desaparecido por completo. Ahora era al cien por cien agente del FBI. Terminó de vestirse y se inclinó para estudiar la parte superior de la cama en un ángulo lateral. Vi que empezaba a recoger pelos de la almohada para que no los encontrara el equipo de la escena del crimen que pronto se abatiría sobre mi casa. Yo no me moví en ningún momento. Veía el rostro de Angela desde donde estaba sentado y no lograba acostumbrarme a la realidad de la situación.

Apenas conocía a Angela y probablemente ni siquiera me caía muy bien, pero era demasiado joven y tenía demasiada vida por delante para estar muerta de repente. Había visto un montón de cadáveres en mi profesión y había escrito sobre una gran cantidad de asesinatos, incluido el de mi propio hermano. Pero creo que nada de lo que había visto o sobre lo que había escrito antes me afectó tanto como ver la cara de Angela Cook detrás de esa bolsa de plástico. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que si hubiera estado de pie habría estado mirándome. Sus ojos abiertos y asustados parecían observarme desde la oscuridad de debajo de la cama. Daba la impresión de que estuviera desapareciendo en esa oscuridad, siendo arrastrada por ella y mirando la última luz. Y fue entonces cuando debió de hacer un último esfuerzo desesperado por la vida. Tenía la boca abierta en un grito final aterrador.

Me sentía como si estuviera inmiscuyéndome en algo sagrado solo por mirarla.

– Esto no va a funcionar -dijo Rachel-. Tenemos que deshacernos de las sábanas y las almohadas.

La miré. Rachel comenzó a tirar de las sábanas de la cama y a recogerlas en una bola.

– ¿No podemos simplemente decirles lo que ha pasado? Que no la encontramos hasta después de…

– Piensa, Jack. Si reconozco algo así, seré el blanco de todas las bromas en la sala de la brigada durante los próximos diez años. No solo eso, perderé mi trabajo. Lo siento, pero no quiero. Si lo hacemos de esta manera, simplemente creerán que el asesino se llevó las sábanas.

Juntó todo en una bola.

– Bueno, tal vez haya pruebas del tipo en ellas.

– Eso es poco probable. Es muy cuidadoso y no ha dejado nada antes. Si existiera algún indicio en estas sábanas se las habría llevado él. Dudo de que la matara en esta cama. La envolvió y la escondió ahí debajo para que tú la encontraras.

Lo dijo como si tal cosa. Probablemente ya no había nada en este mundo que pudiera sorprenderla u horrorizarla.

– Vamos, Jack. Hemos de movernos.

Salió de la habitación cargada con las sábanas y las fundas de las almohadas. Yo me levanté muy despacio, encontré el calcetín que me faltaba detrás de una silla y me llevé calcetines y zapatos a la sala de estar. Me los estaba poniendo cuando oí que se cerraba la puerta de atrás. Rachel volvió con las manos vacías y supuse que había escondido almohadas y sábanas en el maletero de su coche.

Recogió su teléfono del suelo, pero en lugar de hacer una llamada empezó a pasear con la cabeza gacha y sumida en sus pensamientos.

– ¿Qué estás haciendo? -dije por fin-. ¿Vas a llamar?

– Sí, sí. Pero antes de que empiece la locura, estoy tratando de averiguar lo que estaba haciendo. ¿Cuál era el plan de este tipo aquí?

– Es obvio. Iba a colgarme a mí el asesinato de Angela, pero era un plan estúpido porque no podía funcionar. Fui a Las Vegas y puedo probarlo. La hora de la muerte demostrará que no podría haberle hecho esto a Angela y que fue una trampa.

Rachel negó con la cabeza.

– Con la asfixia es muy difícil determinar la hora exacta de la muerte. Solo con que la horquilla fuera de dos horas te dejaría sin coartada.

– ¿Estás diciendo que estar en un avión o en Las Vegas no es una coartada?

– No, si no pueden ajustar la hora de la muerte a cuando estabas en ese avión o en Las Vegas. Creo que nuestro hombre es lo bastante inteligente para darse cuenta de eso. Formaba parte de su plan.

Poco a poco asentí con la cabeza y noté que empezaba a inundarme un miedo terrible. Me di cuenta de que podía terminar como Alonzo Winslow y Brian Oglevy.

– Pero no te preocupes, Jack. No dejaré que te metan en la cárcel.

Finalmente, Rachel levantó el teléfono e hizo una llamada. Oí que hablaba brevemente con alguien que probablemente era un superior. No dijo nada sobre mí ni sobre el caso o Nevada. Solo dijo que había estado involucrada en el descubrimiento de un homicidio y que iba a ponerse en contacto con la policía de Los Ángeles.

A continuación, llamó a la policía de Los Ángeles, se identificó, dio mi dirección y pidió un equipo de Homicidios. Dio su número de teléfono móvil y colgó. Me miró.

– ¿Y tú? Si tienes que llamar a alguien, será mejor que lo hagas ahora. Una vez que lleguen los detectives no creo que te dejen usar el teléfono.

– Vale.

Saqué mi móvil prepago y llamé a Local en el Times. Miré el reloj y vi que eran más de la una. El periódico se había ido a dormir hacía rato, pero tenía que informar a alguien de lo que estaba sucediendo.

El redactor jefe del turno de noche era un veterano llamado Esteban Samuel, un superviviente que trabajaba en el Times desde hacía casi cuarenta años y había evitado todas las sacudidas, purgas y cambios de régimen. Lo había conseguido en gran parte pasando desapercibido y situándose al margen del camino. No entraba a trabajar hasta las seis de la tarde y por lo general a esa hora los recortadores corporativos y el verdugo editorial Kramer ya se habían ido a casa. Ojos que no ven, corazón que no siente. Funcionaba.

– Sam, soy Jack Mc Evoy.

– ¡Jack Mack! ¿Cómo estás?

– No muy bien. Tengo una mala noticia. Han matado a Angela Cook. Una agente del FBI y yo acabamos de encontrarla. Sé que la edición de la mañana está cerrada, pero es posible que quieras llamar a quien sea que tengas que llamar o al menos dejarlo en bandeja.

La bandeja era una lista de notas, ideas y artículos incompletos que Samuel compilaba al final de su turno y dejaba para el redactor jefe de la mañana.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Es horrible! Esa pobre chica…

– Sí, es horrible.

– ¿Qué ha pasado?

– Está relacionado con el artículo en el que estábamos trabajando. Pero no sé mucho. Estamos esperando que llegue la policía.

– ¿Dónde estás? ¿Cuándo ha pasado?

Sabía que antes o después me lo preguntaría.

– En mi casa, Sam. No sé cuánto sabes, pero fui a Las Vegas anoche y Angela desapareció. He vuelto esta noche y una agente del FBI me ha acompañado y hemos registrado la casa. Hemos encontrado su cuerpo debajo de la cama.

Todo parecía una locura al decirlo.

– ¿Estás detenido, Jack? -preguntó Samuel, con confusión evidente en su voz.

– No, no. El asesino está tratando de tenderme una trampa, pero el FBI sabe lo que está pasando. Angela y yo íbamos tras este tipo y de alguna manera se enteró. Mató a Angela y luego trató de ir a por mí en Nevada, pero el FBI estaba allí. De todos modos, todo esto estará en el artículo que escribiré mañana. Llegaré en cuanto pueda terminar aquí y voy a escribir para el periódico del viernes. ¿De acuerdo? Asegúrate de que lo sepan.

– Entendido, Jack. Voy a hacer unas llamadas; tú mantente en contacto.

«Si puedo», me dije. Le di el número de mi móvil y colgué. Rachel seguía caminando.

– No ha sonado muy convincente -dijo.

Negué con la cabeza.

– Ya lo sé. Me he dado cuenta de que sonaba como un majara mientras lo iba diciendo. Tengo un mal presentimiento sobre esto, Rachel. Nadie me va a creer.

– Lo harán, Jack. Y creo que sé lo que está tratando de hacer. Todo me está quedando claro ahora.

– Pues cuéntamelo. La policía llegará en cualquier momento.

Rachel finalmente apartó una silla de la mesa de café para sentarse enfrente de mí. Se inclinó hacia delante para contarme su hipótesis.

– Hay que verlo desde su punto de vista y luego hacer algunas suposiciones acerca de sus habilidades y su ubicación.

– Adelante.

– En primer lugar, está cerca. Nuestras dos primeras víctimas conocidas se encontraron en Los Ángeles y Las Vegas. El asesinato de Angela y su intento contigo se produjeron en Los Ángeles y en una parte remota de Nevada. Así que mi conjetura es que vive en uno de esos sitios, o cerca. Supo reaccionar con rapidez y en cuestión de horas llegar a ti y a Angela.

Asentí con la cabeza. Me parecía correcto.

– Después están sus conocimientos técnicos. Sabemos por su mail al director de la cárcel y por cómo fue capaz de atacarte en múltiples niveles que su capacidad tecnológica es muy elevada. Así pues, si tenemos claro que fue capaz de entrar en tu cuenta de correo electrónico, también podemos suponer que accedió a todo el sistema de datos del L. A. Times, de modo que pudo acceder a tu domicilio y al de Angela, ¿verdad?

– Claro. Esa información tiene que estar ahí.

– ¿Qué hay de tu despido? ¿Había algún mensaje electrónico o datos relacionados?

Asentí con la cabeza.

– Tengo un montón de mensajes sobre eso. De los amigos, de gente de otros periódicos, de todas partes. También se lo conté a unas cuantas personas por mail. Pero ¿qué tiene que ver con todo esto?

Rachel asintió con la cabeza como si llevara mucha ventaja y mi respuesta encajara a la perfección con lo que ya conocía.

– Está bien, entonces, ¿qué sabemos? Sabemos que de alguna manera Angela o tú pisasteis una mina electrónica y eso lo alertó de vuestra investigación.

– Asesinodelmaletero.com.

– Voy a comprobarlo en cuanto pueda. Tal vez fue eso y tal vez no. Pero de alguna manera nuestro hombre fue alertado. Su respuesta fue atacar el Los Angeles Times y tratar de averiguar qué estabais haciendo vosotros dos. No sabemos lo que escribió Angela en sus e-mails, pero sabemos que tú mencionaste tu plan de ir a Las Vegas anoche en uno de ellos. Apuesto a que nuestro hombre lo leyó, así como otra gran cantidad de vuestros mensajes, y afinó su plan a partir de ahí.

– No dejas de decir nuestro hombre. Necesitamos un nombre para él.

– En el FBI lo llamamos «sujeto desconocido» hasta que sabemos exactamente con qué nos enfrentamos. Un Sudes.

Me levanté y miré a través de las cortinas de la ventana. La calle estaba oscura por ahí. Todavía no había policías. Me acerqué a un interruptor de pared y encendí las luces exteriores.

– Vale, Sudes -dije-. ¿Qué quieres decir con que afinó su plan a partir de mis mensajes?

– Tenía que neutralizar la amenaza. Sabía que cabía la posibilidad de que no hubieras confirmado tus sospechas o hablado con las autoridades todavía. Siendo periodista, te guardarías la historia para ti. Esto jugaba a su favor. Pero aun así tenía que actuar con rapidez. Sabía que Ángela estaba en Los Ángeles y que tú ibas a Las Vegas. Creo que comenzó en Los Ángeles, de alguna manera raptó a Angela, y luego la mató y te tendió una trampa.

Me volví a sentar.

– Sí, eso es obvio.

– A continuación, centró su atención en ti. Fue a Las Vegas, probablemente conduciendo durante la noche o volando esta mañana, y te siguió a Ely. No le resultaría difícil. Creo que era el hombre que te siguió en el pasillo del hotel. Iba a atacarte en tu habitación. Se detuvo cuando oyó mi voz y eso me ha tenido perpleja hasta ahora.

– ¿Por qué?

– Bueno, ¿por qué renunció al plan? ¿Solo porque se enteró de que tenías compañía? A este hombre no le intimida matar a gente. ¿Qué le importaba si tenía que matarte a ti y a la mujer que estaba en tu habitación?

– Entonces, ¿por qué no lo hizo?

– Porque el plan no era matarte a ti y a quien estuviera contigo. El plan era que te suicidaras.

– Venga ya.

– Piénsalo. Sería la mejor manera de evitar la detección. Si tú terminas asesinado en una habitación de hotel en Ely, eso ocasiona una investigación que lleva a que todo esto se desentrañe. Pero si tú te suicidas en una habitación de hotel en Ely, la investigación habría ido en una dirección completamente diferente.

Reflexioné un momento y vi adónde quería ir a parar Rachel.

– Periodista despedido, sufre la indignidad de tener que formar a su propia sustituta y tiene pocas perspectivas de otro trabajo -dije, recitando una letanía de hechos reales-. Se deprime y se suicida. Como tapadera inventa una historia sobre un asesino en serie que corre por dos estados y, después, secuestra y asesina a su joven sustituta. A continuación, dona todo su dinero a beneficencia, cancela sus tarjetas de crédito y corre hacia la mitad de la nada, donde se quita la vida en una habitación de hotel.

Ella fue asintiendo sin cesar durante mi exposición.

– ¿Qué es lo que falta? -le pregunté-. ¿Cómo iba a matarme y hacerlo pasar por un suicidio?

– Estuviste bebiendo, ¿verdad? Entraste en la habitación con dos botellas de cerveza. Me acuerdo de eso.

– Sí, pero solo había tomado otras dos antes.

– Pero ayudaría a vender la escena. Las botellas vacías esparcidas por la habitación del hotel. Cuarto desordenado, mente desordenada, ese tipo de cosas.

– Pero la cerveza no me iba a matar. ¿Cómo pensaba hacerlo?

– Ya has dado la respuesta antes, Jack. Has dicho que tenías un arma.

¡Bang! Todo encajó. Me puse de pie y me dirigí a mi dormitorio. Había comprado una Colt Government Series 70 calibre 45 doce años antes, después de mi encuentro con el Poeta. Todavía andaba suelto en ese momento y quería algo de protección en caso de que viniera a buscarme. Guardaba el arma en un cajón al lado de mi cama y solo la sacaba una vez al año para ir a la galería de tiro.

Rachel me siguió hasta el dormitorio y vio cómo abría el cajón. La pistola había desaparecido. Me volví hacia ella.

– Me has salvado la vida, ¿lo sabes? Ahora ya no hay duda de eso.

– Me alegro.

– ¿Cómo iba a saber que tenía un arma?

– ¿Está registrada?

– Sí, pero ¿qué? ¿Ahora estás diciendo que puede introducirse en los ordenadores del ATF? Es un poco exagerado, ¿no te parece?

– En realidad, no. Si entró en el ordenador de la prisión, no veo por qué no podría entrar en el de registro de armas. Y ese es solo un lugar donde podría haber conseguido la información. En el período en que la compraste te entrevistó todo el mundo, desde Larry King a la revista National Enquirer. ¿Alguna vez dijiste que tenías una pistola?

Negué con la cabeza.

– Es increíble. Sí. Lo dije en algunas entrevistas. Tenía la esperanza de que corriera la voz y disuadiera al Poeta de hacerme una visita por sorpresa.

– Ahí lo tienes.

– Pero para que conste, nunca he hecho una entrevista con el Enquirer. Hicieron un reportaje sobre mí y el Poeta sin mi cooperación.

– Perdón.

– De todos modos, este tipo ya no es tan listo como pensamos. Había un error grande en su plan.

– ¿Cuál?

– Volé a Las Vegas. Todo el equipaje se revisa. Yo nunca habría conseguido pasar el arma por allí.

Rachel asintió con la cabeza.

– Tal vez no. Pero creo que es un hecho ampliamente aceptado que el proceso de análisis no es perfecto al cien por cien. Probablemente habría molestado a los investigadores en Ely, pero no lo suficiente para hacerles cambiar su conclusión. Siempre hay cabos sueltos en cualquier investigación.

– ¿Podemos volver al salón?

Rachel salió de la habitación y yo la seguí, mirando por encima del hombro hacia la cama al cruzar el umbral. Me dejé caer en el sofá del salón. Habían pasado muchas cosas en las últimas treinta y seis horas. Estaba cansado, pero sabía que no habría descanso durante un largo tiempo.

– He pensado en otra cosa: Schifino.

– ¿El abogado de Las Vegas? ¿Qué pasa con él?

– Fui a él primero y él lo sabía todo. Habría descubierto la mentira de mi suicidio.

Rachel consideró esto por un momento y luego asintió.

– Eso podría ponerlo en peligro. Tal vez el plan era matarte y luego volver a Las Vegas y matarlo también a él. Después, al perder la oportunidad contigo, no había ninguna razón para matar a Schifino. Pediré a la oficina en Las Vegas que contacte de todos modos y estudie la cuestión de la protección.

– ¿Les pedirás que vayan a Ely y saquen el vídeo del casino donde me senté con ese tipo?

– Sí, también.

El teléfono de Rachel sonó y ella respondió al momento.

– Solo yo y el dueño de la casa -dijo-. Jack Mc Evoy. Es periodista del Times. La víctima también era periodista. -Escuchó un momento y dijo-: Ahora salimos.

Cerró el teléfono y me informó de que la policía estaba en la puerta.

– Se sentirán más tranquilos si salimos a su encuentro.

Caminamos hasta la puerta de la calle y Rachel salió delante.

– Mantén las manos a la vista -me dijo.

Rachel salió, sosteniendo sus credenciales en alto. Había dos coches patrulla y un vehículo de detectives en la calle, enfrente. Cuatro oficiales uniformados y dos detectives estaban esperando en el camino de entrada. Los oficiales nos enfocaron con sus linternas.

Cuando nos acercamos reconocí a los dos detectives de la División de Hollywood. Mantenían las armas al costado y parecían dispuestos a usarlas si les daba una buena razón.

No lo hice.


No llegué al Times hasta poco antes del mediodía del jueves. El periódico era un hervidero de actividad; una gran cantidad de periodistas y redactores se movían alrededor de la sala de redacción como abejas en una colmena. Yo sabía que todo se debía a Angela y a lo que había sucedido. No ocurre todos los días que vayas a trabajar y te enteres de que una colega ha sido brutalmente asesinada.

Y que otro compañero está involucrado de una u otra manera.

Dorothy Fowler, la redactora jefe de Local, fue la primera en verme en cuanto salí de la escalera. Se levantó como un resorte de su escritorio en la Balsa y vino directamente hacia mí.

– Jack, a mi oficina, por favor.

Cambió de dirección y se dirigió hacia la pared de cristal. La seguí, a sabiendas de que todas las miradas de la sala de redacción estaban puestas en mí una vez más. Ya no se trataba de que el verdugo me hubiera dado la rosa; ahora me miraban porque yo era el posible responsable de la muerte de Angela Cook.

Entramos en la pequeña oficina y Fowler me dijo que cerrara la puerta. Hice lo que me pidió y ella ocupó el asiento situado al otro lado de la mesa.

– ¿Qué ha pasado con la policía? -me preguntó.

No «¿cómo te va?» ni «¿estás bien?» ni «siento lo de Angela». Fue al grano; lo prefiero así.

– Bueno, vamos a ver -dije-. Me han interrogado durante casi ocho horas. En primer lugar la policía de Los Ángeles y el FBI, luego se unieron los detectives de Santa Mónica. Me dieron un descanso de una hora y luego tuve que contar toda la historia otra vez a los policías de Las Vegas, que volaron solo para hablar conmigo. Después de eso, me dejaron ir, pero no a mi casa, porque todavía es una escena del crimen activa. Les dije que me llevaran al Kyoto Grand, donde pedí una habitación y la cargué a la cuenta del Times, ya que no tengo ninguna tarjeta de crédito que funcione. Me he dado una ducha y he venido caminando hasta aquí.

El Kyoto estaba a una manzana de distancia y el Times lo usaba para alojar a periodistas, nuevos empleados y candidatos a empleo cuando era necesario.

– Está bien -dijo Fowler-. ¿Qué dijiste a la policía?

– Básicamente, les dije lo que traté de contarle a Prendo ayer. Descubrí a un asesino suelto que mató a Denise Babbit y a una mujer llamada Sharon Oglevy en Las Vegas. De alguna manera, o Angela o yo pisamos una mina virtual en alguna parte y alertamos a este tipo de que íbamos tras él. Entonces él tomó medidas para eliminar la amenaza. Eso suponía matar a Angela primero e ir a Nevada para tratar de acabar conmigo. Pero yo tuve suerte. Aunque no pude convencer a Prendo anoche, convencí a una agente del FBI de que todo esto era legal, y ella me esperó en Nevada para discutirlo. Su presencia ahuyentó al asesino. Si ella no me hubiera creído y no se hubiera reunido conmigo, estarías escribiendo artículos sobre cómo maté a Angela y fui al desierto para suicidarme. Ese era el plan del Sudes.

– ¿Sudes?

– Sujeto desconocido. Así es como lo llama el FBI.

Fowler sacudió la cabeza con incredulidad.

– Es una historia asombrosa. ¿Los policías están de acuerdo con ella?

– ¿Quieres decir que si me creen? Me han dejado ir, ¿no?

Fowler se ruborizó por la vergüenza.

– Es que me cuesta creerlo, Jack. Nunca había ocurrido nada semejante en esta sala de redacción.

– En realidad, la policía probablemente no lo habría creído si solo procediera de mí. Pero estuve con esa agente del FBI la mayor parte del día de ayer. Creemos que llegamos a ver al tipo en Nevada. Y ella estaba conmigo cuando fui a casa; encontró el cadáver de Angela cuando estábamos registrándola. Me respaldó en todo lo que le dije a la policía. Y probablemente por eso no estoy hablando contigo a través de una mampara de plexiglás.

La mención del cadáver de Angela provocó una pausa siniestra en la conversación.

– Es terrible -dijo Fowler.

– Sí. Era una chica encantadora. No quiero ni pensar en cómo fueron sus últimas horas.

– ¿Cómo la mataron, Jack? ¿Como a la chica del maletero?

– Más o menos. Eso me pareció, pero supongo que no sabrán los detalles hasta que hagan la autopsia.

Fowler asintió sombríamente.

– ¿Sabes cómo van a manejar la información ahora?

– Están montando un operativo con detectives de Los Ángeles, Las Vegas y Santa Mónica, y el FBI también participa. Creo que van a dirigirlo desde el Parker Center.

– ¿Podemos confirmarlo para ponerlo en un artículo?

– Sí, lo confirmaré. Probablemente soy el único periodista al que van a cogerle el teléfono. ¿Cuánto espacio vas a darme?

– Verás, Jack, esa es una de las cosas de las que quiero hablarte.

Sentí un agujero en el estómago.

– Voy a escribir yo el artículo principal, ¿verdad?

– Vamos a ir a lo grande con esto. Principal y despiece lateral en primera página y dos doble. Por una vez, tenemos un montón de espacio.

«Dos doble» significaba dos páginas interiores completas. Era un montón de espacio, pero hacía falta que mataran a una de las periodistas del propio periódico para conseguirlo.

Dorothy continuó exponiendo el plan.

– Jerry Spencer ya está sobre el terreno en Las Vegas y Jill Meyerson va de camino a la prisión estatal de Ely para tratar de hablar con Brian Oglevy. En Los Ángeles tenemos a GoGo Gonzmart escribiendo el despiece, que será sobre Angela, y a Teri Sparks en South L.A. trabajando en un artículo sobre el chico acusado del asesinato de Babbit. Tenemos fotos de Angela y estamos buscando más.

– ¿Alonzo Winslow va a salir del centro de menores hoy?

– Todavía no estamos seguros. Esperaremos que pase otro día y así tendremos eso para salir mañana.

Aunque no saliera Winslow, iban a lo grande. El envío de los periodistas de Metropolitano al oeste y poner a varios reporteros a escala local era algo que yo no había visto hacer en el Times desde que los incendios asolaron el estado el año anterior. Era emocionante formar parte de ello, pero no tanto si se pensaba qué lo había causado.

– Muy bien -dije-. Tengo cosas para contribuir a casi todos esos artículos y voy a calmarme para escribir el principal.

Dorothy asintió con la cabeza y dudó un instante antes de soltar la bomba.

– Larry Bernard va a escribir el principal, Jack.

Yo reaccioné con rapidez y en voz alta.

– ¿De qué coño estás hablando? ¡Esta es mi historia, Dorothy! En realidad, es mía y de Angela.

Dorothy miró por encima del hombro a la sala de redacción. Sospechaba que mi arrebato se había oído a través del cristal. No me importaba.

– Jack, cálmate y vigila ese lenguaje. No voy a dejar que me hables como hiciste con Prendo ayer.

Traté de frenar el ritmo de mi respiración y expresarme con calma.

– Bueno, pido disculpas por el lenguaje. A ti y a Prendo. Pero no me puedes quitar este artículo. Es mi historia. Yo la empecé y yo la voy a escribir.

– Jack, no puedes escribirlo y lo sabes. Tú eres el protagonista. Tengo que llevarte con Larry para que te entreviste y luego escriba el artículo. La centralita ha recibido más de treinta mensajes de periodistas que quieren entrevistarte, entre ellos el New York Times, Katie Couric e incluso Craig Ferguson del Late Late Show.

– Ferguson no es periodista.

– No importa. La cuestión es que tú eres la noticia, Jack. Eso es un hecho. No cabe duda de que necesitamos tu ayuda y tus conocimientos, pero no podemos dejar que el protagonista de una noticia de última hora también la escriba. Hoy has estado ocho horas en comisaría. Lo que has contado a la policía es la base de su investigación. ¿Cómo vas a escribir sobre eso? ¿Vas a entrevistarte a ti mismo? ¿Vas a escribir en primera persona?

Hizo una pausa para dejarme responder, pero no lo hice.

– Exacto -continuó ella-. No puede ser. Tú no puedes hacerlo, y sé que lo entiendes.

Me incliné hacia delante y hundí la cara en mis manos. Yo sabía que Fowler tenía razón. Lo sabía antes incluso de entrar en la sala de redacción.

– Se suponía que iba a ser mi gran salida. Sacar al chico de la cárcel y salir en un resplandor de gloria. Poner el gran treinta a mi carrera.

– Se te va a reconocer. No hay forma de que la historia trate de otra cosa que no sea de ti. Katie Couric, el Late Late Show: diría que eso es salir en un resplandor de gloria.

– Quería escribirlo, no contárselo a otro.

– Mira, hagamos esto hoy y más adelante hablaremos de hacer un reportaje en primera persona cuando las aguas vuelvan a su cauce. Te prometo que podrás escribir algo sobre todo esto en algún momento.

Finalmente me senté y la miré. Por primera vez reparé en la foto pegada en la pared detrás de ella. Era un fotograma de El mago de Oz que mostraba a Dorothy saltando por el camino amarillo con el Hombre de Hojalata, el León y el Espantapájaros. Debajo de las letras alguien había escrito en rotulador:


YA NO ESTÁS EN KANSAS, DOROTHY


Me había olvidado de que Dorothy Fowler había llegado al periódico desde el Wichita Eagle.

– Está bien, si me prometes ese artículo.

– Te lo prometo, Jack.

– De acuerdo, le contaré a Larry lo que sé.

Todavía me sentía derrotado.

– Antes de hacerlo, he de asegurarme de una última cosa -dijo Dorothy-. ¿Te parece bien hablar con otro periodista?

¿Quieres consultar con un abogado antes?

– ¿De qué estás hablando?

– Jack, quiero asegurarme de que conoces tus derechos. Hay una investigación en curso. No quiero que algo que digas en el periódico pueda ser usado después contra ti por la policía.

Me puse de pie, pero mantuve la compostura y el control.

– En otras palabras, no crees nada de todo esto. Crees lo que él esperaba que creyerais. Que yo la maté en una especie de brote psicótico después de que me despidieran.

– No, Jack. Te creo. Solo quiero protegerte. ¿Y de quién estás hablando?

Señalé por el cristal hacia la sala de redacción.

– ¿De quién crees? ¡Del asesino! Del Sudes. Del tipo que mató a Angela y a las otras.

– Vale, vale. Entiendo. Siento haber sacado los aspectos jurídicos de esto. Te llevo a ver a Larry a la sala de reuniones para que podáis estar tranquilos, ¿de acuerdo?

Fowler se levantó y pasó apresuradamente a mi lado para salir de la oficina e ir a buscar a Larry Bernard. Yo salí y examiné la sala de redacción. Mis ojos se posaron en el cubículo vacío de Ángela. Me acerqué y vi que alguien había colocado un ramo de flores envueltas en celofán sobre su escritorio. Inmediatamente me llamó la atención el envoltorio de plástico transparente alrededor de las flores y me recordó la bolsa que habían utilizado para asfixiarla. Una vez más vi el rostro de Angela desapareciendo en la oscuridad debajo de la cama.

– Perdona, Jack.

Casi di un salto. Me volví y vi que era Emily Gomez-Gonzmart, una de las mejores periodistas de la redacción de Metropolitano. Siempre incisiva, siempre detrás de un artículo.

– Hola, GoGo.

– Siento interrumpir, pero estoy montando el artículo sobre Angela y he pensado que podrías ayudarme un poco. Y tal vez darme una cita que pueda utilizar.

Sostenía un boli y un bloc de periodista. Empecé por la cita.

– Sí, aunque apenas la conocía -le dije-. Estaba empezando a conocerla, pero por lo que vi supe que iba a ser una gran periodista. Tenía la mezcla perfecta de curiosidad, impulso y determinación que se necesita. La echaremos de menos. ¿Quién sabe qué artículos habría escrito y a cuánta gente podría haber ayudado con ellos?

Le di a GoGo un momento para terminar de escribir.

– ¿Qué te parece?

– Muy bueno, Jack, gracias. ¿Puedes sugerirme a algún policía con quien pueda hablar de ella?

Negué con la cabeza.

– No lo sé. Acababa de empezar y no creo que hubiera impresionado a nadie todavía. He oído que tenía un blog. ¿Has mirado eso?

– Sí, tengo el blog y hay algunos contactos en él. Hablé con un tal profesor Foley de la Universidad de Florida y algunos más. Por ese lado voy servida. Estaba buscando a alguien local pero de fuera del periódico que pueda contar algo más reciente acerca de ella.

– Escribió un artículo el lunes sobre la brigada de Casos Abiertos, que había resuelto un asesinato de hace veinte años. Tal vez alguien de allí podría decirte algo. Inténtalo con Rick Jackson o Tim Marcia, los tíos con los que ella habló. Y también Richard Bengston. Inténtalo con él.

GoGo anotó los nombres.

– Gracias, lo intentaré.

– Buena suerte. Estaré por aquí si me necesitas.

Gomez-Gonzmart se marchó entonces y yo me volví hacia la mesa de Angela y miré otra vez las flores. La glorificación de Angela Cook iba a toda velocidad, y yo había participado con la cita que acababa de darle a GoGo.

Llámenme don Cínico, pero no podía dejar de preguntarme si el ramo de claveles y margaritas era una muestra legítima de luto, o si todo el asunto estaba preparado para una foto que aparecería en la edición de la mañana siguiente.


Una hora más tarde, estaba sentado con Larry Bernard en la sala de conferencias que normalmente se reservaba para las reuniones de noticias. Teníamos mis archivos extendidos sobre la enorme mesa e íbamos avanzando paso a paso a través de mis movimientos. Bernard fue concienzudo para comprender mis decisiones y perspicaz en sus preguntas. Me di cuenta de que estaba entusiasmado por ser el autor principal de un artículo del que se haría eco todo el país, si no todo el mundo. Nos conocíamos desde hacía mucho: habíamos trabajado juntos en el Rocky en Denver. Tuve que reconocer a regañadientes que, si alguien tenía que escribir mi historia, me alegraba de que fuera él.

Era importante para Larry obtener la confirmación oficial de la policía o el FBI sobre lo que yo le estaba diciendo, por eso tenía al lado un cuaderno en el que escribía una serie de preguntas que más tarde plantearía a las autoridades antes de redactar su artículo. Debido a esa necesidad de contactar con el operativo antes de escribir, Bernard fue al grano conmigo. Apenas hubo charla y eso me gustó. Ya no me quedaban ganas de charlar.

El teléfono prepago me sonó en el bolsillo por segunda vez en quince minutos. En la primera ocasión no me tomé la molestia de sacarlo y dejé que saliera el buzón de voz. Larry y yo estábamos en medio de un punto clave de discusión y no quería ninguna intrusión. Pero quien había llamado no había dejado mensaje, porque no se oyó el pitido del buzón de voz.

El teléfono sonó de nuevo y esta vez lo saqué para comprobar el identificador de llamada. La pantalla solo mostraba un número, pero lo reconocí de inmediato porque me habían llamado desde él varias veces en el último par de días. Era el número de móvil de Angela Cook, al que yo había llamado después de enterarme de que mi compañera había desaparecido.

– Ahora vuelvo, Larry

Me levanté de la silla y salí de la sala de conferencias mientras pulsaba el botón para responder la llamada. Me dirigí hacia mi cubículo.

– ¿Hola?

– ¿Eres Jack?

– Sí, ¿quién es?

– Soy tu amigo, Jack. De Ely.

Sabía exactamente quién era. Tenía ese mismo deje del desierto en su voz. El Patillas. Me senté a mi escritorio y me incliné hacia delante para aislar la conversación.

– ¿Qué quieres? -le pregunté.

– Saber cómo te va -dijo.

– Sí, bueno, me va bien, aunque no gracias a ti. ¿Por qué paraste en el pasillo en el Nevada? En lugar de ceñirte al plan, seguiste caminando.

Me pareció oír una risita grave en la línea.

– Tenías compañía y eso no me lo esperaba, Jack. ¿Quién era, tu novia?

– Algo por el estilo. Y ella te jodió el plan, ¿verdad? Querías que pareciera un suicidio.

Otra risita.

– Veo que eres muy listo -dijo-. ¿O solo me acabas de decir lo que ellos te han dicho?

– ¿Ellos?

– No seas tonto, Jack. Sé lo que está pasando. Ha saltado la liebre. Van a escribir un montón de artículos para el periódico de mañana. Pero ninguno de ellos llevará tu firma, Jack. ¿Qué pasa con eso?

Todavía estaba metido en el sistema de datos del Times. Me pregunté si eso ayudaría al operativo a detenerlo.

– ¿Estás ahí, Jack?

– Sí, estoy aquí.

– Y parece que todavía no tienes nombre para mí.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No vais a ponerme un nombre entre todos? Todos tenemos nombres, ¿eh? El Destripador de Yorkshire, el Estrangulador de Hillside, el Poeta. A ese lo conoces, ¿verdad?

– Sí, te estamos poniendo nombre. Te llamaremos la Doncella de Hierro. ¿Qué te parece? -Esta vez no oí ninguna risa en el silencio que siguió-. ¿Sigues ahí, Doncella de Hierro?

– Deberías tener cuidado, Jack. Puedo volver a intentarlo, ¿sabes?

Me reí de él.

– Eh, no me estoy escondiendo. Estoy aquí. Inténtalo de nuevo si tienes cojones. -Se quedó en silencio y decidí echar más leña al fuego-. Hace falta tenerlos muy grandes para matar a mujeres indefensas, ¿no?

La risita volvió.

– Eres muy transparente, Jack. ¿Estás trabajando con un guión?

– No lo necesito.

– Sé lo que intentas: soltar un montón de chulerías para poner el cebo en el anzuelo con la esperanza de que vaya a Los Ángeles a por ti. Mientras tanto, tienes al FBI y al departamento de policía vigilando y listo para saltar y atrapar al monstruo en el último momento. ¿Es eso, Jack?

– Si eso es lo que piensas…

– No irá de esa manera. Soy un hombre paciente, Jack. El tiempo pasará, tal vez incluso pasarán años, pero te prometo que nos veremos de nuevo cara a cara. Sin disfraz. Entonces te devolveré tu pistola.

Brotó otra vez esa risa grave y me dio la impresión de que de donde quiera que estuviera llamando, estaba tratando de hablar en voz baja y de no reír muy fuerte para no llamar la atención. Yo no sabía si se trataba de una oficina o un espacio público, pero se estaba conteniendo. No me cabía duda.

– Hablando de la pistola, ¿cómo iba a explicarse eso? Fui a Las Vegas en avión, como sabes, pero de alguna manera llevaba mi arma para suicidarme con ella. Parece un fallo en el plan, ¿no?

Esta vez se echó a reír abiertamente.

– Jack, aún no conoces todos los hechos, ¿verdad? Cuando lo sepas todo, entenderás que el plan era impecable. Mi único error fue la chica de la habitación. Eso no lo vi venir.

Yo tampoco, pero no iba a decírselo.

– Entonces supongo que no era tan perfecto, ¿no?

– Puedo arreglarlo.

– Mira, tengo mucho trabajo por aquí hoy. ¿Por qué me llamas?

– Te lo he dicho, para ver cómo estás. Para presentarme. Ahora estaremos relacionados para siempre, ¿no?

– Bueno, ya que te tengo en la línea, ¿puedo hacerte algunas preguntas para el artículo que estamos preparando?

– No lo creo, Jack. Esto es entre tú y yo, no con los lectores.

– Esta vez tienes razón. La verdad es que no te daré el espacio. ¿Crees que voy a dejar que intentes explicar tu mundo enfermo y repugnante en mi periódico?

Se hizo un silencio sombrío.

– Deberías respetarme -dijo por fin con voz tensa de ira.

Esta vez me reí yo.

– ¿Respetarte? Cabrón, has matado a una chica que solo tenía…

Él me interrumpió haciendo un ruido como una tos ahogada.

– ¿Has oído eso, Jack? ¿Sabes lo que era?

No respondí y él repitió el sonido. Sordo, una sílaba, rápido. Luego lo hizo una tercera vez.

– Está bien, me rindo -dije.

– Era ella diciendo tu nombre a través del plástico cuando ya no quedaba aire.

Se echó a reír. Yo no dije nada.

– ¿Sabes lo que les digo, Jack? Les digo: «Respira hondo y todo terminará mucho más deprisa».

Se rio de nuevo, una risa larga y enervante, y se aseguró de que la oía bien antes de colgar bruscamente. Me quedé allí un buen rato, con el teléfono pegado a la oreja.

– Chist.

Levanté la cabeza. Era Larry Bernard mirando por encima de la mampara de mi cubículo. Creyó que todavía estaba hablando.

– ¿Te falta mucho? -susurró.

Me aparté el teléfono de la oreja y tapé el auricular con la mano.

– Unos minutos más. Enseguida vuelvo a entrar.

– Muy bien. Voy a echar un meo.

En cuanto Larry se fue, llamé a Rachel. Contestó después de cuatro tonos.

– Jack, no puedo hablar -dijo a modo de saludo.

– Habrías ganado la apuesta.

– ¿Qué apuesta?

– Me acaba de llamar. El Sudes. Tiene el móvil de Angela.

– ¿Qué ha dicho?

– No mucho. Creo que estaba tratando de averiguar quién eres.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo iba a saber de mí?

– No lo sabe. Estaba tratando de averiguar quién es la mujer que estaba en la habitación de Ely. Lo estropeaste todo al estar ahí y tiene curiosidad.

– Mira, Jack, haya dicho lo que haya dicho, no puedes citarlo en el periódico. Este tipo de cosas aviva el fuego. Si se engancha con los titulares, va a acelerar su ciclo. Podría empezar a matar por los titulares.

– No te preocupes. Aquí nadie sabe que me ha llamado y yo no voy a escribir el artículo, así que él no saldrá. Lo guardaré para cuando escriba mi historia. Lo guardaré para el libro.

Era la primera vez que mencionaba la posibilidad de escribir un libro sobre el caso, pero me pareció completamente plausible. De una forma u otra, iba a escribir esa historia.

– ¿Lo has grabado? -preguntó Rachel.

– No, porque no lo esperaba.

– Tenemos que conseguir tu teléfono. Podremos rastrear la llamada a la torre de origen. Eso nos llevará cerca de donde él está, o por lo menos cerca de donde estaba cuando hizo la llamada.

– Sonaba como si estuviera en algún lugar donde tenía que hablar en voz baja para no llamar la atención, en una oficina o algo así. También dio un traspié.

– ¿Cuál?

– Traté de provocarlo para ponerlo furioso y…

– Jack, ¿estás loco? ¿Qué haces?

– No quería que me intimidara. Así que fui a por él, pero pensó que yo estaba trabajando con un guión que me habíais dado. Creyó que le estaba provocando a propósito para que viniera a por mí. Fue entonces cuando patinó: dijo que lo pinchaba para que fuera a Los Ángeles. Así lo dijo: ir a Los Ángeles. Así que está en algún lugar fuera de aquí.

– Eso está bien, Jack. Pero podría haberte engañado, decirte eso intencionadamente porque en realidad está en Los Ángeles. Por eso me gustaría tener esto grabado, así podríamos mandarlo a analizar.

Yo no había pensado en el engaño inverso.

– Bueno, lo siento, no hay ninguna cinta. Pero hay algo más.

– ¿Qué es?

Rachel hablaba de un modo muy escueto, al grano; me pregunté si la conversación estaba siendo escuchada.

– O todavía está dentro del sistema informático o ha dejado algún tipo de programa espía en él.

– ¿En el Times? ¿Por qué dices eso?

– Conocía el plan de publicación de mañana. Sabía que yo no iba a escribir ninguno de los artículos.

– Eso suena bien, tal vez lo podamos rastrear -dijo con entusiasmo.

– Sí, bueno, suerte con conseguir la cooperación del Times. Y además, si este hombre es tan inteligente como dices, sabrá que su conexión es indetectable o la quitará.

– Aun así vale la pena intentarlo. Voy a mandar a alguien de nuestra oficina de prensa a contactar con el Times. Merece la pena.

Asentí con la cabeza.

– Nunca se sabe. Podría marcar el comienzo de una nueva era de cooperación entre los medios y las fuerzas de seguridad. Algo así como tú y yo, Rachel, pero más grande.

Sonreí y tuve la esperanza de que también ella estuviera sonriendo.

– Eres un optimista, Jack. Hablando de cooperación, ¿puedo enviar a alguien a por tu móvil ahora?

– Sí, ¿qué te parece si te mandas a ti misma?

– No puedo. Estoy ocupada aquí. Te lo he dicho.

No sabía cómo interpretarlo.

– ¿Tienes problemas, Rachel?

– Todavía no lo sé, pero he de colgar.

– Pero ¿estás en el operativo? ¿Van a dejarte trabajar en el caso?

– Por ahora, sí.

– Vale, eso es bueno.

– Sí.

Nos pusimos de acuerdo para que esperara al agente que ella iba a mandar a recoger el teléfono en la puerta del vestíbulo del globo al cabo de media hora. Dicho eso, ya era el momento de que los dos volviéramos al trabajo.

– Aguanta, Rachel -le dije.

Ella guardó silencio un momento y luego dijo:

– Tú también, Jack.

Colgamos a continuación. Y de alguna manera, con todo lo que había pasado en las últimas treinta y seis horas, con lo que le había ocurrido a Angela y después de que acabara de amenazarme un asesino en serie, una parte de mí se sentía feliz y esperanzada.

Sin embargo, tenía la sensación de que eso no iba a durar.

Загрузка...