El lunes por la mañana continué en horario del Este. Quería estar preparado para reaccionar cuando Rachel llamara desde Washington, de manera que me levanté temprano y llegué a la redacción a las seis de la mañana para continuar mi trabajo con los archivos.
La sala estaba completamente muerta, sin un solo periodista o redactor a la vista, y tuve una sensación descarnada sobre lo que me deparaba el futuro. Hubo un tiempo en que la sala de redacción era el mejor sitio del mundo para trabajar. Un lugar rebosante de camaradería, competencia, cotilleo, ingenio cínico y humor, una encrucijada para las ideas y el debate. Se producían artículos y páginas vibrantes e inteligentes, que dictaban la pauta de lo que se discutía y se consideraba importante en una ciudad tan diversa y emocionante como Los Ángeles. Ahora cada año se reducían miles de páginas de contenido editorial y pronto el periódico sería como la sala de redacción, un pueblo fantasma intelectual. En muchos sentidos, me sentía aliviado por el hecho de que no estaría allí para verlo.
Me senté en mi cubículo y empecé por comprobar el correo electrónico. Los técnicos de sala de redacción habían reabierto mi cuenta con una nueva contraseña el viernes anterior. Durante el fin de semana había acumulado casi cuarenta mensajes, la mayoría de desconocidos, en reacción a los artículos sobre los asesinatos. Leí y borré cada uno de ellos, porque no quería perder tiempo respondiéndolos. Dos de ellos eran de personas que aseguraban ser asesinos en serie y decían que me habían puesto en su lista de objetivos. Esos los guardé para mostrárselos a Rachel, pero no estaba demasiado preocupado por ellos. Uno de los autores había escrito asesino en cerie y yo lo tomé como un indicio de que estaba tratando con un bromista o alguien de escasa inteligencia.
También recibí un mensaje airado del fotógrafo Sonny Lester, quien me decía que lo había traicionado al no ponerlo en el artículo como había acordado. Respondí con un mensaje igualmente enojado en el que le preguntaba de qué artículo estaba hablando, porque ninguno de los artículos sobre el caso llevaba mi firma. Le dije que me habían dejado de lado aún más que a él y lo invité a dirigir todas sus quejas a Dorothy Fowler, la redactora jefe de Local.
A continuación, saqué los archivos y mi ordenador portátil de la mochila y me puse a trabajar. La noche anterior había hecho muchos progresos. Había terminado mi estudio de los documentos relativos al asesinato de Denise Babbit y había elaborado un perfil del homicidio junto con una lista exhaustiva de las cosas que el asesino tenía que conocer sobre la víctima para cometer el crimen de la manera en que se llevó a cabo. Estaba a medio camino de mi estudio del asesinato de Sharon Oglevy y continuaba compilando el mismo tipo de información.
Me puse a trabajar y no me interrumpí cuando la sala de redacción poco a poco fue cobrando vida con la llegada de redactores y periodistas, tazas de café en mano, para iniciar otra semana de trabajo. A las ocho hice una pausa para tomarme un café y un dónut y luego hice una ronda de llamadas a la policía para ver si había ocurrido algo interesante en el turno de noche, algo que pudiera distraerme de la tarea que me ocupaba.
Satisfecho de que todo estuviera tranquilo por el momento, volví a los expedientes. Ya estaba completando mi perfil del caso Oglevy cuando sonó el aviso de mi primer correo electrónico del día en el ordenador. Levanté la cabeza. El mensaje era del verdugo: Richard Kramer. La misiva era breve en contenido, pero misteriosa.
De: Richard Kramer «RichardKramer@LATimes.com·
Asunto: Re: hoy
Fecha: 18 de mayo de 2009 9:11 PDT
Para: JackMc Evoy@LATimes.com
Jack, pásate cuando tengas un momento.
RK
Miré por encima del borde de la pared de mi cubículo y de la línea de los despachos acristalados. No vi a Kramer en el suyo, pero desde mi ángulo no podía ver su escritorio. Probablemente estaba allí, preparado para comunicarme quién ocuparía el lugar de Angela Cook en la crónica policial. Una vez más tendría que acompañar a un joven sustituto por todo el Parker Center y presentar a ese nuevo reportero a la misma gente a la que había presentado a Angela tan solo una semana antes.
Decidí sacármelo de encima. Me levanté y me dirigí a la pared de cristal. Kramer estaba allí, escribiendo un mensaje de correo electrónico a otro desventurado destinatario. La puerta estaba abierta, pero llamé antes de entrar. Kramer dio la espalda a su pantalla y me hizo señas para que pasara.
– Jack, siéntate. ¿Cómo estamos esta mañana?
Cogí una de las dos sillas delante de su escritorio y me senté.
– No sé tú, pero yo estoy bien, supongo. Dadas las circunstancias.
Kramer asintió con la cabeza, pensativo.
– Sí, han sido diez días increíbles desde la última vez que te sentaste en esa silla.
De hecho, me había sentado en la otra silla cuando me había comunicado que me despedían, pero no valía la pena hacer la corrección. Me quedé en silencio, esperando lo que fuera a decirme a mí; o a nosotros si iba a continuar hablando en plural.
– Tengo buenas noticias para ti aquí -dijo.
Sonrió y movió un documento grueso del lado de su escritorio al frente y al centro. Lo miró mientras hablaba.
– Mira, Jack, pensamos que este caso va a traer cola. Tanto si atrapan a ese tipo pronto como si no, es una historia que vamos a seguir durante un tiempo. Y por eso estamos pensando que vamos a necesitarte, Jack. Simple y llanamente, queremos que te quedes.
Lo miré desconcertado.
– ¿Quieres decir que no me despedís?
Kramer continuó como si yo no hubiera planteado una pregunta, como si no me hubiera escuchado emitir sonido alguno.
– Lo que estamos ofreciendo aquí es una prórroga de contrato de seis meses que comenzaría a la firma -dijo.
– O sea, que todavía estoy despedido, pero dentro de seis meses.
Kramer giró el documento y lo deslizó sobre la mesa para que yo pudiera leerlo.
– Es una prórroga estándar que se utilizará mucho por aquí, Jack.
– Yo no tengo ningún contrato. ¿Cómo puede prorrogarse?
– Lo llaman así, porque actualmente eres un empleado y hay un contrato implícito. Así que cualquier cambio en la situación que se acuerda contracturalmente se denomina prórroga. Es solo jerga legal, Jack.
Yo no le dije que la palabra contracturalmente no existía. Estaba leyendo a toda velocidad la primera página del documento hasta que choqué con un gran obstáculo.
– Según esto me pagarán treinta mil dólares por seis meses -dije.
– Sí, ese es el salario de prórroga estándar.
Hice rápidamente un cálculo a ojo.
– Vamos a ver, eso sería cerca de dieciocho mil menos de lo que gano ahora por seis meses. Así que me propones que gane menos para ayudaros a manteneros al frente con este artículo. Y déjame adivinar…
Cogí el documento y comencé a pasar páginas.
– … apuesto a que ya no tendré seguros médicos, dentales ni de pensión en virtud de este contrato. ¿Es correcto?
No pude encontrarlo y supuse que no había una cláusula sobre los seguros, ya que simplemente no existían.
– Jack -dijo Kramer en tono tranquilizador-, de algunas negociaciones salariales quizá pueda ocuparme, pero tendrás que encargarte de pagar los seguros. Es la forma en que lo hacemos ahora. Se trata simplemente de la ola del futuro.
Dejé caer el contrato de nuevo en el escritorio y miré a Kramer.
– Espera a que te llegue el turno -le dije.
– ¿Perdona?
– ¿Crees que esto termina con nosotros? ¿Los periodistas y los correctores? ¿Crees que si eres un buen soldado y cumples con tu deber al final estarás a salvo?
– Jack, no creo que sea mi situación lo que estamos discuti…
– No me importa si estamos discutiendo eso o no. No voy a firmar esto. Prefiero correr el riesgo del desempleo. Y lo haré. Pero algún día vendrán a pedirte que firmes una de estas cosas y tendrás que preguntarte cómo vas a pagar por los dientes de tus hijos y sus médicos y su escuela y todo lo demás. Y espero que te parezca bien simplemente porque es la ola del futuro.
– Jack, tú ni siquiera tienes hijos. Y amenazarme por lo que hago es…
– No te estoy amenazando y no se trata de eso, Kramer. Lo que estoy tratando de… -Lo miré fijamente durante un rato largo-. No importa.
Me levanté, salí de la oficina y me dirigí a mi cubículo. Por el camino miré el reloj y luego saqué mi teléfono móvil para ver si me había perdido alguna llamada. No. Era casi la una del mediodía en Washington, y aún no había tenido noticias de Rachel.
De vuelta a mi cubículo, miré el teléfono y el correo electrónico y tampoco tenía mensajes allí.
Había guardado silencio y había evitado entrometerme hasta entonces. Pero necesitaba saber lo que estaba sucediendo. Llamé al móvil de Rachel y la llamada fue directa al buzón de voz sin llegar a sonar. Le dije que me llamara en cuanto pudiera y colgué. Ante la pequeña posibilidad de que su teléfono estuviera sin batería o se hubiera olvidado de volver a encenderlo después de la vista, llamé al hotel Mónaco y pregunté por su habitación. Pero me dijeron que se había marchado esa mañana.
El teléfono de mi escritorio sonó en cuanto colgué. Era Larry Bernard, a dos cubículos de distancia.
– ¿Qué quiere Kramer, volver a contratar al pobre Jack?
– Sí.
– ¿Qué? ¿En serio?
– Con un sueldo más bajo, claro. Le he dicho que se lo meta donde le quepa.
– ¿Estás de broma, tío? Te tienen por las pelotas. ¿Adónde vas a ir?
– Bueno, para empezar no voy a trabajar aquí con un contrato que me paga menos y me quita las prestaciones. Y eso es lo que le he dicho. Da igual, he de irme. ¿Vas a hacer las comprobaciones del artículo de hoy?
– Sí, estoy en ello.
– ¿Alguna novedad?
– No que me estén contando. De todas formas, es demasiado temprano. Eh, te vi ayer en la CNN. Estuviste bien. Pero pensé que tendrían también a Winslow, por eso la puse. Primero lo anunciaron pero luego no salió.
– Fue allí, pero decidieron que no podían sacarlo en directo.
– ¿Y eso?
– Por su tendencia a decir «hijoputa» en todas las frases que pronuncia.
– Ah, sí. Cuando hablamos con él el viernes, me di cuenta.
– Es difícil no hacerlo. Hablamos después.
– Espera, ¿adónde vas?
– De caza.
– ¿Qué?
Le colgué el teléfono. Metí mi portátil y mis carpetas en la mochila y salí de la redacción en dirección a la escalera. La sala de redacción podía haberme parecido el mejor sitio del mundo para trabajar, pero ya no era así. Gente como el verdugo y las fuerzas invisibles que estaban tras él lo habían convertido en un lugar inhóspito y claustrofóbico. Tenía que irme. Sentía que era un hombre sin casa ni oficina adonde ir. Pero todavía tenía un coche y en Los Ángeles el coche era el rey.
Me dirigí al oeste tomando la autovía 10 en dirección a la playa. Iba en sentido contrario a la marea de tráfico y circulaba sin problemas hacia el aire limpio del océano. No sabía exactamente adónde iba, pero conducía con inconsciente determinación, como si las manos en el volante y los pies en los pedales supieran lo que mi cerebro desconocía.
En Santa Mónica, salí en la calle Cuarta y luego tomé por Pico hacia la playa. Entré en el aparcamiento donde Alonzo Winslow había abandonado el coche de Denise Babbit. Estaba casi vacío y estacioné en la misma fila y tal vez incluso en el mismo espacio donde habían abandonado a la víctima.
El sol todavía no había disipado del todo la bruma marina y el cielo estaba nublado. La noria del muelle permanecía envuelta en la niebla.
«¿Y ahora qué?», me dije a mí mismo. Miré el teléfono de nuevo. No había mensajes. Vi un grupo de surfistas que volvían de sus turnos de la mañana. Se fueron a sus coches y camiones, se despojaron de sus trajes de neopreno y se ducharon con jarras de agua. Luego se envolvieron en toallas, se quitaron los bañadores y se pusieron ropa seca tapados por la toalla. Era lo típico del surfista antes de ir a trabajar. Uno de ellos tenía una pegatina en su Subaru que me hizo sonreír. Se veía una tabla de tamaño grande y un texto que decía:
QUEREMOS UNA MÁS LARGA
Abrí la mochila y saqué el bloc de notas de Rachel. Había llenado varias páginas con mis propias notas durante la revisión de los archivos. Pasé a la última página y examiné lo que había anotado.
LO QUE NECESITABA SABER
DENISE BABBIT
1. Detalles de detención anterior
2. Espacio del maletero
3. Lugar de trabajo
4. Horario laboral; raptada después del trabajo
5. Tipo corporal: jirafa
SHARON OGLEVY
1. Amenaza del marido
2. Coche del marido – espacio de maletero
3. Lugar de trabajo
4. Horario laboral; raptada después del trabajo
5. Tipo corporal: jirafa
6. Dirección de la casa del marido
Las dos listas eran cortas y casi idénticas y estaba seguro de que contenían la conexión entre las dos mujeres y su asesino. Desde el punto de vista de este, se trataba de cosas que aparentemente tendría que conocer antes de actuar.
Bajé las ventanas del coche para que entrara el aire húmedo del mar. Pensé en el Sudes y en cómo había llegado a elegir a esas dos mujeres de dos lugares diferentes.
La respuesta simple era que las había visto. Ambas exhibían sus cuerpos en público. Si estaba buscando un conjunto específico de atributos físicos, podría haber visto tanto a Denise Babbit como a Sharon Oglevy en el escenario.
O en el ordenador. La noche anterior, mientras elaboraba las listas, había comprobado que tanto la revista exótica Femmes Fatales como el club Snake Pit tenían páginas web donde no faltaban las fotografías de sus bailarinas. Había numerosas imágenes de cada una, entre ellas tomas de cuerpo entero en las que se les veían las piernas y los pies. En www.femmesfatalesatthecleo.com había imágenes del coro al completo en las que aparecían las bailarinas lanzando patadas altas a la cámara. Si la parafilia del Sudes requería ortesis y la necesidad de un tipo de cuerpo jirafa, como Rachel había sugerido, la página web le habría permitido investigar a su presa.
Una vez elegida la víctima, el asesino tendría que trabajar en la identificación de la mujer y completar los otros detalles de las listas. Se podía hacer de esa manera, pero yo tenía la corazonada de que no era así como lo había hecho. Estaba seguro de que había algo más en juego, de que las víctimas estaban conectadas de alguna otra manera.
Me concentré en el primer elemento de ambas listas. Me parecía claro que en algún momento el asesino se había familiarizado con los detalles de la situación legal de las víctimas.
En el caso de Denise Babbit tenía que conocer su detención del año anterior por compra de droga y que esta se había producido en Rodia Gardens. Esa información inspiró la idea de dejar el cadáver en el maletero de su coche cerca de ese lugar, sabiendo que el coche podría ser robado y trasladado, pero que en última instancia sería relacionado con ese lugar. La explicación obvia sería que ella había ido otra vez allí a comprar drogas. Una hábil manera de desviar la atención.
Con Sharon Oglevy, el asesino tenía que conocer los detalles de su divorcio. En concreto, tenía que estar al corriente de la supuesta amenaza del marido de matarla y enterrarla en el desierto. De ese conocimiento surgiría la idea de poner el cadáver en el maletero de su coche.
En ambos casos, el asesino podía obtener los detalles legales, ya que figuraban en los documentos judiciales que estaban disponibles para el público. No había nada en ninguno de los registros que yo poseía que indicara que los registros de divorcio de Oglevy no fueran públicos. Y en cuanto a Denise Babbit, los juicios penales formaban parte del registro público.
Entonces caí en la cuenta de mi error. Denise Babbit había sido detenida un año antes de su muerte, pero en el momento de su asesinato, la causa seguía abierta. La joven estaba en lo que los abogados defensores llamaban estatus de «preséntate y mea». Su abogado la había metido en un programa de intervención previa al juicio. Como parte de su tratamiento ambulatorio por abuso de drogas, su orina se analizaba una vez al mes en busca de indicaciones de consumo de drogas, y los tribunales aparentemente estaban esperando a ver si enderezaba su vida. Si lo hacía, se retirarían los cargos contra ella. Si su abogado era bueno, incluso lograría que se borraran los antecedentes de la detención.
Todo eso eran solo detalles legales, pero ahora vi en ello algo que se me había pasado por alto antes. Si el caso Babbit seguía activo, todavía no se habría inscrito en el registro público. Y si no formaba parte del registro público a disposición de cualquier ciudadano por medio de un ordenador o una visita al palacio de justicia, ¿cómo había podido conseguir el Sudes los detalles que necesitaba para preparar el crimen?
Pensé un momento acerca de cómo responder a esta pregunta y concluí que la única forma sería obtener la información de la propia Denise Babbit, o de alguien más directamente relacionado con su caso: el fiscal o el abogado defensor. Hojeé los documentos del archivo de Babbit hasta que encontré el nombre de su abogado. Hice la llamada.
– Daly y Mills, habla Newanna. ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿Puedo hablar con Tom Fox?
– El señor Fox está en el tribunal esta mañana. Puedo tomar nota de que ha llamado.
– ¿Habrá vuelto a la hora del almuerzo?
Miré el reloj. Eran casi las once. Tomar conciencia de la hora me dio otra punzada de ansiedad, porque todavía no había tenido noticias de Rachel.
– Por lo general regresa a la hora de almorzar, pero no hay garantía de ello.
Le di mi nombre y mi número y le expliqué que era un reportero del Times y que le dijera a Fox que la llamada era importante.
Después de cerrar el teléfono arranqué mi ordenador portátil y puse la tarjeta de Internet en la ranura correspondiente. Decidí probar mi teoría y ver si conseguía acceder a los registros legales de Denise Babbit en línea.
Pasé veinte minutos en el proyecto, pero logré recoger muy poca información sobre la detención de Babbit y su acusación por medio de los servicios de datos legales de acceso público o el motor de búsqueda jurídica privado al que estaba suscrito el Times. No obstante, encontré una referencia a la dirección de correo de su abogado y preparé un mensaje rápido con la esperanza de que recibiera correo electrónico en su teléfono móvil y atendiera mi solicitud de una llamada telefónica lo antes posible.
De: Jack Mc Evoy «JackMc Evoy@LATimes.com·
Asunto: Denise Babbit
Fecha: 18 de mayo de 2009 10:57 PDT
Para: TFox@dalyandmills.com
Señor Fox, soy periodista del Los Angeles Times y trabajo en la serie de artículos sobre el asesinato de Denise Babbit. Es posible que ya haya hablado con alguno de mis colegas sobre su representación de Denise, pero necesito hablar con usted lo antes posible sobre un nuevo ángulo de la investigación que estoy siguiendo. Por favor, llámeme o mándeme un mail lo antes posible. Gracias.
Jack Mc Evoy
Envié el mensaje y supe que lo único que podía hacer era esperar. Miré la hora en la esquina de la pantalla del ordenador y me di cuenta de que eran más de las dos en Washington. No parecía plausible que la vista de Rachel se hubiera prolongado tanto tiempo.
Sonó un pitido en mi ordenador. Miré y vi que ya había recibido una respuesta de correo electrónico de Fox.
De: Tom Fox «TFox@dalyandmills.com·
Asunto: RE: Denise Babbit
Fecha: 18 de mayo de 2009 11:01 PDT
Para: JackMc Evoy@LATimes.com
Hola, no puedo responder a su mensaje de inmediato porque estoy en un juicio esta semana. Tendrá noticias mías o de mi asistente, Madison, en cuanto sea posible. Gracias.
Tom Fox
Socio Principal, Daly y Mills, Abogados
www.dalyandmills.com
Era una respuesta generada automáticamente, lo cual significaba que Fox aún no había visto mi mensaje. Tenía la sensación de que no tendría noticias suyas hasta la hora del almuerzo, si tenía suerte.
Me fijé en la página web del bufete de abogados que figuraba en la parte inferior del mensaje e hice clic en el enlace. Me llevó a un sitio que pregonaba con audacia los servicios que la empresa proporcionaría a sus clientes potenciales. Los abogados de la firma estaban especializados en derecho penal y civil. Había una ventana con el texto «¿Tiene usted un caso?», en la cual el visitante de la página podía presentar los detalles de su situación para obtener una revisión gratuita y la opinión de uno de los expertos legales del bufete.
En la parte inferior de la página había una lista de socios de la firma por su nombre. Estaba a punto de hacer clic en el nombre de Tom Fox para ver si podía conseguir una biografía cuando vi la frase y el enlace en la parte inferior de la página.
DISEÑO Y OPTIMIZACIÓN DEL SITIO:
WESTERN DATA CONSULTANTS
Sentí que los átomos chocaban entre sí y creaban un compuesto nuevo y de valor incalculable. En un instante supe que tenía la conexión. La página web del bufete de abogados se alojaba en la misma ubicación que el sitio trampa del Sudes. Eso era demasiado casual para ser una coincidencia. Los diques internos se abrieron de par en par y la adrenalina se vació en mi torrente sanguíneo. Rápidamente hice clic en el enlace y fui a parar a la página principal de Western Data Consultants.
La página web ofrecía una visita guiada por las instalaciones en Mesa, Arizona, donde se proporcionaba seguridad de máximo nivel y servicio en las áreas de almacenamiento de datos, gestión de alojamientos y soluciones de red basadas en la web; significara lo que significase.
Hice clic en un icono que decía VER EL BÚNKER y fui dirigido a una página con fotos y descripciones de una granja subterránea de servidores. Era un centro de hosting donde los datos de empresas y organizaciones se almacenaban de manera accesible para esos clientes las veinticuatro horas del día a través de conexiones de fibra óptica de alta velocidad y proveedores de conexiones troncales de Internet. Cuarenta torres de servidor se alzaban en filas perfectas. La habitación estaba revestida de hormigón, monitorizada por infrarrojos y sellada herméticamente. Se hallaba a seis metros bajo tierra.
La página web hacía hincapié en la seguridad de Western Data. «Lo que entra no sale a menos que usted lo pida.» La firma ofrecía a empresas grandes y pequeñas un medio económico de almacenamiento y seguridad de los datos a través de copias de seguridad instantáneas o de intervalo. Cada pulsación en el teclado del ordenador de un bufete de abogados en Los Ángeles podía ser inmediatamente registrada y almacenada en Mesa.
Volví a mis archivos y saqué los documentos que William Schifino me había dado en Las Vegas. En ellos se incluía el expediente del divorcio de Oglevy. Escribí el nombre del abogado de divorcio de Brian Oglevy en mi buscador y obtuve una dirección y número de contacto, pero no una página web. A continuación, puse el nombre del abogado de Sharon Oglevy en la ventana de búsqueda y esta vez conseguí dirección, número de teléfono y página web.
Fui a la página web de Allmand, Bradshaw y Ward y me desplacé a la parte inferior de la página principal. Allí estaba.
DISEÑO Y OPTIMIZACIÓN DEL SITIO:
WESTERN DATA CONSULTANTS
Había confirmado la conexión, pero no los detalles. Las dos firmas de abogados recurrían a Western Data para el diseño y alojamiento de sus páginas web. Necesitaba saber si las empresas también almacenaban los archivos de sus casos en Western Data. Pensé en un plan durante unos momentos y luego abrí mi teléfono para llamar al bufete.
– Allmand, Bradshaw y Ward ¿puedo ayudarle?
– Sí, ¿puedo hablar con el socio gerente?
– Le pasaré con su oficina.
Esperé, ensayando mi guión, con la esperanza de que funcionara.
– Oficina del señor Kenney, ¿en qué puedo ayudarle?
– Sí, mi nombre es Jack Mc Evoy. Estoy trabajando con William Schifino y Asociados y estamos creando una página web y un sistema de almacenamiento de datos para la empresa. He hablado con Western Data en Arizona sobre sus servicios y mencionan a Allmand, Bradshaw y Ward como uno de sus clientes aquí en Las Vegas. Me preguntaba si podía hablar con el señor Kenney acerca de su opinión sobre Western Data.
– El señor Kenney no está hoy.
– Humm. ¿Sabe si hay alguien más con quien pueda hablar allí? Estábamos pensando en decidir esto hoy.
– El señor Kenney se ocupa de la presencia de nuestro bufete en la web y del hosting. Tendría que hablar con él.
– Entonces, ¿usan Western Data para almacenar datos? No estaba seguro de si era solo para la página web.
– Sí, sí, pero tendrá que hablar con el señor Kenney al respecto.
– Gracias. Volveré a llamar por la mañana.
Cerré el teléfono. Ya tenía lo que necesitaba de Allmand, Bradshaw y Ward. A continuación volví a llamar a Daly y Mills y utilicé la misma argucia, recibiendo la misma confirmación de rebote por parte de una secretaria del socio gerente.
Sentía que había dado en el clavo con la conexión. Los dos bufetes de abogados que habían representado a las dos víctimas del Sudes guardaban sus expedientes en Western Data Consultants, en Mesa. Ese tenía que ser el lugar donde los caminos de Denise Babbit y Sharon Oglevy se cruzaron. Era allí donde el Sudes las había encontrado y elegido.
Volví a guardar todos los archivos en mi mochila y arranqué el coche.
De camino al aeropuerto, llamé a Southwest Airlines y compré un billete de ida y vuelta que despegaba del LAX a la una en punto y me dejaría en Phoenix una hora más tarde. Después reservé un coche de alquiler. Estaba pensando en la llamada que tendría que hacer a mi SL cuando mi teléfono empezó a sonar.
La pantalla decía llamada privada y supe que era Rachel que me llamaba por fin.
– ¿Hola?
– Jack, soy yo.
– Rachel, ya era hora. ¿Dónde estás?
– En el aeropuerto. Voy a volver.
– Cambia tu vuelo. Nos veremos en Phoenix.
– ¿Qué?
– He encontrado la conexión. Es Western Data. Voy allí ahora.
– Jack, ¿de qué estás hablando?
– Te lo contaré cuando te vea. ¿Quieres venir? -Hubo una larga pausa-. Rachel, ¿vienes?
– Sí, Jack, voy.
– Bien. Tengo un coche reservado. Haz el cambio y luego me llamas para decirme tu hora de llegada. Te recogeré en el Sky Harbor.
– Está bien.
– ¿Cómo ha ido la vista de OPR? Parece que ha durado mucho.
Una vez más, una vacilación. Oí un anuncio de aeropuerto en el fondo.
– ¿Rachel?
– Lo dejo, Jack. Ya no soy agente del FBI.
Cuando Rachel apareció en la puerta de la terminal del Sky Harbor International, llevaba una maleta con ruedas en una mano y un maletín de portátil en la otra. Yo estaba de pie junto a todos los conductores de limusinas que sostenían carteles con nombres de pasajeros escritos en ellos y vi a Rachel antes de que ella me viera. Me estaba buscando, mirando a un lado y a otro, pero sin prestar atención a qué o quién estaba justo delante de ella.
Casi chocó conmigo cuando me crucé en su camino. Entonces se detuvo y relajó un poco los brazos, pero sin soltar su equipaje. Era una invitación obvia. Me acerqué y la atraje a un fuerte abrazo. No la besé, solo la abracé. Ella apoyó la cabeza en el hueco de mi cuello y no dijo nada durante quizás un minuto.
– Hola -dije por fin.
– Hola -dijo ella.
– Un día largo, ¿eh?
– El más largo.
– ¿Estás bien?
– Lo estaré.
Me agaché y cogí el asa de la maleta de ruedas que sujetaba. Señalé a Rachel la salida del aparcamiento.
– Por aquí. Ya tengo el coche y el hotel.
– Genial.
Caminamos en silencio y mantuve mi brazo alrededor de ella. Rachel no me había contado mucho por teléfono, solo que se había visto obligada a renunciar para evitar ser procesada por mal uso de fondos gubernamentales: el jet del FBI que la había llevado a Nellis para salvarme. Yo no iba a presionarla en ese momento para obtener más información, pero al final querría conocer los detalles. Y los nombres. La conclusión era que Rachel había perdido su puesto de trabajo por venir a salvarme. La única manera de vivir con eso sería tratar de repararlo de alguna manera. Y la única manera que conocía para hacerlo era escribir sobre ello.
– El hotel es muy agradable -le dije-, pero solo tengo una habitación. No sabía si querías…
– Una habitación es perfecto. Ya no tengo que preocuparme más por esa clase de cosas.
Asentí con la cabeza y supuse que quería decir que ya no tenía que preocuparse por acostarse con alguien que formaba parte de una investigación. Daba la sensación de que dijera lo que dijese o preguntara lo que preguntase iba a desencadenar pensamientos acerca del trabajo y la carrera que acababa de perder. Intenté una nueva dirección.
– ¿Así que tienes hambre? ¿Quieres ir a comer algo, vamos directamente al hotel o qué?
– ¿Qué hay de Western Data?
– Llamé y he pedido una cita. Dijeron que tenía que ser mañana, porque el director ejecutivo está fuera hoy.
Miré el reloj y eran casi las seis.
– Probablemente ya habrán cerrado, de todos modos. Así que iremos mañana a las diez. Hemos de hablar con un tal Mc Ginnis; al parecer dirige la empresa.
– ¿Y cayeron en la farsa que me dijiste que ibas a usar?
– No es una farsa. Tengo la carta de Schifino y eso me legitima.
– Puedes convencerte de cualquier cosa ¿no? ¡Tu periódico no tiene algún tipo de código ético que impide que te hagas pasar por otra persona?
– Sí, tenemos un código, pero siempre hay zonas grises. Si no voy de cara es porque la información no se puede obtener de otra manera.
Me encogí de hombros como diciendo que no era nada importante. Llegamos a mi coche de alquiler y cargué el equipaje de Rachel en el maletero.
– Jack, quiero ir allí ahora -dijo Rachel cuando entramos.
– ¿Adónde?
– A Western Data.
– No se puede entrar sin una cita y nuestra cita es mañana.
– Muy bien, no entraremos. Pero podemos tantear el terreno. Solo quiero verlo.
– ¿Por qué?
– Porque necesito algo para alejar mi mente de lo que ha pasado hoy en Washington. ¿De acuerdo?
– Entendido. Vamos.
Busqué la dirección de Western Data en mi bloc y la introduje en el GPS del coche. No tardamos en entrar en una autopista que se dirigía hacia el este desde el aeropuerto. El tráfico era fluido y llegamos a Mesa después de dos cambios de autopista y veinte minutos de conducción.
Western Data apenas se divisaba en el horizonte de Mc Kellips Road, al este de Mesa. Se hallaba en una zona poco urbanizada de almacenes y pequeñas empresas, rodeada de matorrales y cactus Sonora. Era un edificio de una sola planta, de color arena y con solo dos ventanas situadas a ambos lados de la puerta principal. La dirección estaba pintada en la esquina superior derecha del edificio, pero no había ningún otro signo en la fachada ni en cualquier otro lugar en toda la propiedad vallada.
– ¿Estás seguro de que es aquí? -preguntó Rachel cuando pasé por delante por primera vez.
– Sí, la mujer con la que quedé dijo que no tenían ningún cartel en la propiedad. No anunciar exactamente lo que hacen aquí forma parte de la garantía de seguridad.
– Es más pequeño de lo que pensé que sería.
– Has de recordar que la mayor parte es subterránea.
– Sí, claro.
Unas pocas manzanas más allá del destino había una cafetería llamada Hightower Grounds. Entré para dar la vuelta y dimos otra pasada por Western Data. Esta vez, la propiedad quedó del lado de Rachel y ella se puso de perfil en el asiento para poder verla.
– Tienen cámaras por todos lados -dijo-. Cuento una, dos, tres… seis cámaras en el exterior.
– Cámaras dentro y cámaras fuera, según la página web -respondí-. Eso es lo que venden. Seguridad.
– Real o aparente.
La miré.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Se encogió de hombros.
– En realidad nada. Es solo que todas esas cámaras tienen un aspecto imponente. Pero si no hay nadie al otro lado mirando a través de ellas, ¿de qué sirven?
Asentí con la cabeza.
– ¿Quieres dar la vuelta y pasar otra vez?
– No, ya he visto suficiente. Ahora tengo hambre, Jack.
– Está bien. ¿Adónde quieres ir? Hemos pasado un sitio de barbacoas cuando hemos salido de la autopista. Por lo demás, la cafetería de allá es la única…
– Quiero ir al hotel. Vamos a pedir servicio de habitaciones y a arrasar con el minibar.
La miré y pensé que había detectado una sonrisa en su rostro.
– Eso me suena a plan.
Yo ya había puesto la dirección del Mesa Verde Inn en el GPS del coche y solo tardamos diez minutos en llegar allí. Dejé el coche en el garaje de detrás del hotel y entramos.
Una vez que llegamos a la habitación, los dos nos quitamos los zapatos y bebimos ron Pyrat en vasos de agua mientras estábamos sentados uno al lado del otro y apoyados en las numerosas almohadas de la cama.
Por fin, Rachel dejó escapar un largo y sonoro suspiro, que pareció expulsar las muchas frustraciones del día. Levantó el vaso casi vacío.
– Esto está bueno -dijo.
Asentí con la cabeza en señal de acuerdo.
– Ya lo había tomado. Lo hacen en la isla de Anguilla, en las Indias Occidentales Británicas. Fui allí en mi luna de miel a un lugar llamado Cap Juluca. Tenían una botella de esto en la habitación. Una botella entera, no estas porciones de minibar. Nos la tomamos toda en una noche. A palo seco, como ahora.
– No quiero que me cuentes tu luna de miel, ¿sabes?
– Lo siento. Fue más como unas vacaciones, de todos modos. Fuimos más de un año después de casarnos.
Eso mató la conversación durante un rato y yo observé a Rachel en el espejo de la pared, al otro lado de la cama. Al cabo de unos momentos sacudió la cabeza cuando se le entrometió un mal pensamiento.
– ¿Sabes qué, Rachel? Que se jodan. Forma parte de la naturaleza de la burocracia eliminar a los librepensadores y emprendedores, a la gente que en realidad más necesitan.
– La verdad es que no me preocupaba la naturaleza de ninguna burocracia. Era una agente del FBI de puta madre. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Me gustaba que hubiera usado el plural al final.
– Pensaremos en algo. ¿Quién sabe?, tal vez aunar nuestros conocimientos y convertirnos en detectives privados. Ya me lo imagino: Walling y Mc Evoy, investigaciones discretas.
Ella negó con la cabeza de nuevo, pero esta vez sonrió por fin.
– Bueno, gracias por poner mi nombre primero en la puerta.
– Oh, descuida, tú eres la jefa. También vamos a usar tu imagen en las vallas. Eso disparará el negocio.
Rachel se echó a reír. Yo no sabía si era el ron o mis palabras, pero algo la estaba animando. Dejé mi vaso en la mesilla de noche y me volví hacia ella. Nuestros ojos estaban a pocos centímetros de distancia.
– Yo siempre te pondré por delante, Rachel. Siempre.
Esta vez Rachel me puso la mano en la nuca y me atrajo hacia ella para besarme.
Después de que hubiéramos hecho el amor, Rachel parecía fortalecida mientras que yo me sentía completamente agotado. Saltó de la cama desnuda y se acercó a su maleta con ruedas. La abrió y empezó a buscar entre sus pertenencias.
– No te vistas -le dije-. ¿No podemos simplemente quedarnos un rato más en la cama?
– No, no voy a vestirme. Te he traído un regalo y está por aquí en alguna… ¡Aquí está!
Regresó a la cama y me entregó una bolsita de fieltro negro que sabía que era de una joyería. La abrí y salió una cadena de plata con un colgante. El colgante era una bala plateada.
– ¿Una bala de plata? ¿Qué, vamos a ir a cazar a un hombre lobo o algo así?
– No, es una única bala. ¿Recuerdas lo que te conté sobre la teoría de la bala única?
– Oh… sí.
Me sentí avergonzado por mi intento inapropiado de humor. Se trataba de algo importante para ella y yo había pisoteado el momento con la gracia estúpida sobre el hombre lobo.
– ¿De dónde la has sacado?
– Tuve mucho tiempo libre ayer, así que anduve por la ciudad y entré en una joyería que hay al lado del cuartel general del FBI. Supongo que conocen a la clientela del barrio, porque vendían balas como joyas.
Asentí con la cabeza mientras hacía girar la bala entre los dedos.
– No lleva ningún nombre. Dijiste que la teoría es que todo el mundo tiene por ahí una bala con su nombre.
Rachel se encogió de hombros.
– Era domingo y creo que el grabador no estaba. Me dijeron que tendría que volver hoy si quería grabar algo. Obviamente, no he tenido la oportunidad.
Abrí el cierre y me estiré para colgárselo alrededor del cuello. Ella levantó una mano para detenerme.
– No, es tuya. La he comprado para ti.
– Ya lo sé. Pero ¿por qué no me la das cuando escribas tu nombre en ella?
Ella lo pensó un momento y dejó caer la mano. Le puse la cadena alrededor del cuello y la cerré. Rachel me miró con una sonrisa.
– ¿Sabes qué? -preguntó.
– ¿Qué?
– Ahora estoy muerta de hambre.
Casi me reí por el brusco cambio de tema.
– Bueno, entonces vamos a llamar al servicio de habitaciones.
– Quiero un filete. Y más ron.
Pedimos y ambos tuvimos tiempo de ducharnos antes de que llegara la comida. Cenamos vestidos con los albornoces del hotel y sentados el uno frente al otro en la mesa con ruedas que nos trajo el camarero del servicio de habitaciones. Veía la cadena de plata en el cuello de Rachel, pero la bala se había metido dentro de la gruesa tela de algodón blanco. Llevaba el pelo húmedo y muy despeinado y tenía un aspecto fantástico para comer de postre.
– Este tipo que te habló de la teoría de una sola bala era un policía o un agente, ¿no?
– Un policía.
– ¿Lo conozco?
– ¿Conocerlo? No estoy segura de que nadie lo conozca de verdad, y me incluyo. Pero he visto su nombre en algunos de tus artículos en los últimos dos años. ¿Por qué te importa?
No hice caso de su pregunta y le planteé la mía.
– ¿Entonces tú le diste puerta o fue al revés?
– Creo que fui yo. Sabía que no íbamos a ninguna parte.
– Genial, así que este hombre al que plantaste anda por ahí con una pistola y ahora estás conmigo.
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
– No te preocupes por eso. ¿Podemos cambiar de tema?
– Muy bien. ¿De qué quieres hablar, entonces? ¿Quieres decirme por fin lo que ha pasado hoy en Washington?
Terminó de masticar un bocado de carne antes de contestar.
– En realidad no hay nada que contar -dijo-. Me tenían. Había engañado a mi supervisor con la entrevista en Ely, y él autorizó el vuelo. Hicieron su investigación y las cuentas y me dijeron que había gastado combustible de avión por un importe aproximado de catorce mil dólares y que eso constituye un mal uso de caudales públicos en categoría de delito. Tenían un fiscal en el pasillo listo para acusarme si quería oponerme. Me iban a acusar allí mismo.
– Es increíble.
– La cuestión es que yo estaba planeando hacer la entrevista en Ely, y eso lo habría arreglado todo. Pero las cosas cambiaron cuando me dijiste que Angela había desaparecido. No llegué a Ely.
– Es la peor cara de la burocracia. Tengo que escribir sobre esto.
– No puedes, Jack. Formaba parte del trato. He firmado un acuerdo de confidencialidad, que ya he infringido al contarte lo que te acabo de contar. Pero si se llegara a publicar probablemente acabarían acusándome de todos modos.
– No si la historia es tan embarazosa para ellos que la única forma de solucionarlo es abandonar todo el asunto y devolverte tu condición de agente.
Rachel se sirvió otra ronda de ron en una de las copitas que habían entregado con la botella. Pasó con los dedos un solo cubo de hielo de su vaso de agua a la copa y la hizo rodar en la mano un par de veces antes de beber.
– Para ti es fácil decirlo. Tú no eres el que ha de esperar que vean la luz en lugar de ver una manera de meterte en la cárcel.
Negué con la cabeza.
– Rachel, tus acciones, por más desacertadas o incluso ilegales que fueran, me salvaron la vida y probablemente las vidas de varias personas más. Tienes a William Schifino y todas las potenciales víctimas a las que este Sudes nunca se acercará ahora que es conocido por las autoridades. ¿Eso no cuenta para nada?
– Jack, ¿no lo entiendes? No les gusto en el FBI. Desde hace mucho tiempo. Pensaban que me habían perdido de vista, pero luego los obligué a sacarme de Dakota del Sur. Tenía una palanca y la usé, pero no les gustó y no lo olvidaron. Es como cualquier otra cosa en la vida: un paso en falso y eres vulnerable. Esperaron hasta que cometí el error que me hizo vulnerable y actuaron. No importa a cuánta gente pueda haber salvado, no hay pruebas de nada. En cambio, la factura de combustible en ese avión sí es una prueba.
Me di por vencido. No había forma de consolarla. Vi que se tomaba la copa entera de ron y luego volvía a escupir el cubito de hielo al fondo del vaso. A continuación se sirvió otro trago.
– Será mejor que bebas un poco antes de que me lo tome todo -dijo.
Extendí el brazo con la copa por encima de la mesa y ella me sirvió un buen trago. Brindamos y tomé un largo trago. Sentí que pasaba por mi garganta con la suavidad de la miel.
– Mejor que tengas cuidado -le dije-. Esto te puede estallar dentro.
– Quiero estallar.
– Sí, bueno, tendremos que salir de aquí mañana por la mañana a las nueve y media si quieres que lleguemos a tiempo.
Dejó el vaso con fuerza en la mesa.
– Sí, ¿qué pasa con eso? ¿Qué haremos exactamente mañana, Jack? Sabes que ya no tengo placa. Ni siquiera tengo arma y quieres que entremos como si nada en ese lugar.
– Quiero verlo. Quiero averiguar si está ahí. Después podemos llamar al FBI o a la policía o a quien quieras. Pero es mi primicia y quiero llegar allí primero.
– Y luego escribir sobre ello en el periódico.
– Tal vez, si me dejan. Pero de una manera o de otra escribiré todo esto. Así que quiero ser el primero.
– Asegúrate de que cambias mi nombre en el libro, para proteger a los culpables.
– Claro. ¿Cómo quieres que te llame?
Ella inclinó la cabeza y apretó los labios como si estuviera pensando. Levantó su copa de nuevo y tomó un pequeño sorbo, luego respondió.
– ¿Qué tal agente Misty Monroe?
– Suena a estrella del porno.
– Genial.
Volvió a dejar la copa y se puso seria.
– Bueno… basta de juegos. Vamos allí ¿y qué?, ¿preguntamos si uno de ellos es el asesino en serie?
– No, vamos y actuamos como clientes potenciales. Damos una vuelta y conocemos a tantas personas como podamos. Hacemos preguntas sobre la seguridad y sobre quién tiene acceso a los archivos legales de naturaleza sensible de nuestra firma cuya copia de seguridad se almacenará allí. Esa clase de cosas.
– ¿Y?
– Y esperamos que alguien se delate, o tal vez vea al tipo de Ely con las patillas.
– ¿Lo reconocerás sin su disfraz?
– Probablemente no, pero él no lo sabe. Podría verme y salir corriendo y entonces, ¡tachín!, ya tendremos a nuestro hombre.
Levanté las manos con las palmas hacia fuera como si fuese un mago que ha completado un truco difícil.
– No me parece un gran plan, Jack. Suena como si te lo estuvieras inventando sobre la marcha.
– Tal vez lo estoy haciendo y por eso necesito que estés conmigo.
– No tengo ni idea de qué quieres decir con eso.
Me levanté, me acerqué a su lado y apoyé una rodilla en el suelo. Ella estaba a punto de levantar la copa para tomar otro trago cuando le puse la mano en el antebrazo.
– Mira, no necesito tu arma ni tu placa, Rachel. Quiero que estés ahí porque si alguien en ese lugar hace un movimiento en falso, por pequeño que sea, tú sabrás interpretarlo y lo tendremos.
Me apartó la mano de su brazo.
– Mira, estás exagerando. Si crees que puedo leer la mente…
– No lees la mente, Rachel, pero tienes instinto. Haces este trabajo de la misma manera que Magic Johnson jugaba al baloncesto: percibes lo que pasa en toda la pista. Después de solo una conversación telefónica de cinco minutos conmigo cogiste un avión del FBI y volaste a Nevada porque lo sabías. Lo sabías, Rachel. Y me salvaste la vida. Eso es instinto, y por eso te quiero allí mañana.
Ella me miró durante un buen rato y luego asintió con la cabeza casi imperceptiblemente.
– Vale, Jack -dijo-. Entonces estaré allí.
El delicioso ron no nos hizo ningún favor por la mañana. Rachel y yo nos movíamos muy despacio, pero aun así logramos salir del hotel con tiempo más que suficiente para llegar a nuestra cita. Paramos antes en el Hightower Grounds para meternos un poco de cafeína en las venas, y luego volvimos a Western Data.
La verja exterior del complejo estaba abierta y dejé el coche en la plaza de aparcamiento más cercana a la puerta principal. Antes de apagar el motor, eché un último sorbo a mi café y le hice una pregunta a Rachel.
– Cuando los agentes de la oficina de Phoenix vinieron aquí la semana pasada, ¿les dijeron de qué se trataba?
– No, dijeron lo mínimo posible de la investigación.
– Procedimiento estándar. ¿Y la orden de registro? ¿No lo explicaba todo?
Ella negó con la cabeza.
– La orden fue emitida por un jurado de acusación que tiene un mandato general para investigar el fraude en Internet. El uso de la página asesinodelmaletero encajaba en eso. Nos daba camuflaje.
– Bien.
– Nosotros cumplimos con nuestra parte, Jack. Vosotros no.
– ¿De qué estás hablando?
Me fijé en el uso de la palabra «nosotros».
– Estás preguntando si el Sudes, que puede estar en este lugar o no, es consciente de que Western Data podría recibir una mayor atención. La respuesta es sí, pero no por nada que hizo el FBI. Tu periódico, Jack, en su relato de la muerte de Angela Cook, mencionó que los investigadores estaban revisando la posible conexión a una página web que había visitado. No dio el nombre de la página, pero eso solo deja a vuestros competidores y lectores fuera del circuito. El Sudes sin duda conoce el sitio y sabe que lo hemos descubierto, y por tanto solo es cuestión de tiempo que lo averigüemos y aparezcamos de nuevo.
– ¿Aparezcamos?
– Ellos. El FBI.
Asentí con la cabeza. Rachel estaba en lo cierto. El artículo del Times había levantado la liebre.
– Entonces será mejor que entremos antes de que lo hagan «ellos».
Salimos; yo cogí la americana del asiento de atrás y me la puse de camino a la puerta. Llevaba la camisa nueva que había comprado el día anterior en una tienda del aeropuerto mientras esperaba que Rachel aterrizara. Y la misma corbata que el día anterior. Rachel iba vestida con su indumentaria habitual de agente, traje de chaqueta azul marino y blusa oscura, y tenía un aspecto imponente, aunque ya no estuviera en el FBI.
Tuvimos que pulsar un botón en la puerta e identificarnos a través de un altavoz antes de que sonara el zumbido y pudiéramos pasar a un pequeño recibidor donde vimos a una mujer sentada detrás de un mostrador de recepción. Supuse que era la persona que acababa de hablar con nosotros a través del altavoz.
– Llegamos un poco antes -dije-. Tenemos una cita a las diez en punto con el señor Mc Ginnis.
– Sí, la señora Chávez les enseñará la planta -dijo la recepcionista con alegría-. Veremos si puede empezar unos minutos antes.
Negué con la cabeza.
– No, nuestra cita era con el señor Mc Ginnis, el director ejecutivo de la compañía. Hemos venido desde Las Vegas para verlo.
– Lo lamento, pero eso no va a ser posible. El señor Mc Ginnis se ha retrasado inesperadamente. No está en las instalaciones en este momento.
– Bueno, ¿dónde está? Pensaba que les interesábamos como clientes, y queríamos hablar con él acerca de nuestras necesidades particulares.
– Déjeme ver si puedo llamar a la señora Chávez. Estoy segura de que ella podrá dar respuestas a sus necesidades.
La recepcionista levantó el teléfono y marcó tres dígitos. Miré a Rachel, que arqueó una ceja. Ella estaba experimentando la misma sensación que yo: había algo raro.
La recepcionista habló en voz baja al teléfono y enseguida colgó. Levantó la vista y nos sonrió.
– La señora Chávez saldrá ahora mismo.
Ahora mismo se convirtió en diez minutos. Se abrió una puerta detrás del mostrador de recepción y apareció una mujer joven de pelo negro y tez morena. Rodeó el mostrador y me tendió la mano.
– Señor Mc Evoy, soy Yolanda Chávez, asistente ejecutiva del señor Mc Ginnis. Espero que no les importe que les enseñe yo las instalaciones.
Le estreché la mano y presenté a Rachel.
– Nuestra cita era con Declan Mc Ginnis -dijo-. Nos hicieron creer que una empresa de nuestro tamaño y volumen de negocio merecía la atención del director ejecutivo.
– Sí, les aseguro que estamos muy interesados en su negocio. Pero el señor Mc Ginnis está en casa enfermo hoy. Espero que lo comprendan.
Miré a Rachel y me encogí de hombros.
– Bueno -dije-. Si nos muestra las instalaciones, podríamos hablar con el señor Mc Ginnis cuando se sienta mejor.
– Por supuesto -dijo Chávez-. Y les puedo asegurar que he guiado la visita en numerosas ocasiones. Si me conceden diez minutos, se lo mostraré todo.
– Perfecto.
Chávez asintió con la cabeza, luego se inclinó sobre el mostrador de recepción y se agachó para coger dos tablillas con portapapeles. Nos las pasó.
– Primero tenemos que conseguir una autorización de seguridad -dijo-. Si firman esta renuncia, haré copias de sus carnets de conducir. Y de la carta de presentación que dicen que han traído.
– ¿En serio necesita nuestros carnets? -le pregunté con una leve protesta.
Me preocupaba que nuestros carnets de California pudieran levantar una sospecha, porque habíamos dicho que veníamos de Las Vegas.
– Lo lamento, pero es nuestro protocolo de seguridad. Se solicita a cualquiera que haga el recorrido por las instalaciones. No hay excepciones.
– Es bueno saberlo. Solo quería asegurarme.
Sonreí. Ella no lo hizo. Rachel y yo entregamos nuestros carnets y Chávez los examinó en busca de alguna indicación de que pudiera tratarse de falsificaciones.
– ¿Los dos son de California? Pensaba que…
– Los dos somos nuevos empleados. Yo hago básicamente trabajo de investigación y Rachel será la encargada de Tecnologías de la Información, una vez que reconfiguremos nuestro departamento de TI.
Sonreí de nuevo. Chávez me miró, se acomodó las gafas de carey y pidió la carta de mi nuevo empleador. Yo la saqué del bolsillo interior de la chaqueta y se la entregué. Chávez nos dijo que volvería a recogernos para iniciar la visita en diez minutos.
Rachel y yo nos sentamos en el sofá debajo de una de las ventanas y leímos el documento de renuncia fijado al portapapeles. Era un documento bastante sencillo, con casillas de verificación que acreditaban que el firmante no era empleado de un competidor, que no tomaría fotografías durante el recorrido por las instalaciones y no revelaría ni copiaría ninguna de las prácticas comerciales, procedimientos o secretos revelados durante la visita.
– Son muy serios -comenté.
– Es un negocio muy competitivo -dijo Rachel.
Garabateé mi firma en la línea y anoté la fecha. Rachel hizo lo mismo.
– ¿Qué opinas? -susurré señalando con la mirada a la recepcionista.
– ¿De qué? -preguntó Rachel.
– De que Mc Ginnis no esté aquí y de la falta de una explicación sólida. Primero se ha retrasado inesperadamente y luego está en casa enfermo. ¿En qué quedamos?
La recepcionista levantó la cabeza de la pantalla de su ordenador y me miró directamente. No sabía si me había oído. Le sonreí y ella enseguida volvió a mirar la pantalla.
– Creo que deberíamos hablar de eso después -susurró Rachel.
– Entendido -respondí en otro susurro.
Nos quedamos sentados en silencio hasta que Chávez volvió a la zona de recepción. Nos devolvió nuestros carnets de conducir y nosotros le dimos las tabillas con sujetapapeles. Estudió las firmas de ambos documentos.
– He hablado con el señor Schifino -comentó con naturalidad.
– ¿Sí? -dije con menos naturalidad.
– Sí, para verificarlo todo. Quiere que le llame lo antes posible.
Asentí con la cabeza vigorosamente. A Schifino la llamada lo había pillado por sorpresa, pero al parecer había seguido la corriente.
– En cuanto terminemos la visita -dije.
– Está deseando tomar una decisión y poner las cosas en marcha -agregó Rachel.
– Bueno, si me acompañan, podemos empezar y estoy segura de que tomarán la decisión correcta -concluyó Chávez.
Chávez utilizó una tarjeta llave para abrir la puerta que comunicaba la zona de recepción con el resto del complejo. Reparé en que la tarjeta contenía su foto. Entramos en un pasillo y se volvió hacia nosotros.
– Antes de acceder a los laboratorios de diseño gráfico y alojamiento web, déjenme que les hable un poco de nuestra historia y de lo que hacemos aquí -dijo.
Saqué un bloc de periodista del bolsillo trasero y me dispuse a tomar notas. Fue un error. Chávez señaló de inmediato la libreta.
– Señor Mc Evoy, ¿recuerda el documento que acaba de firmar? -dijo-. Las notas generales están bien, pero ningún detalle específico o de propiedad de nuestras instalaciones puede registrarse en modo alguno, y eso incluye las notas escritas.
– Lo siento. Lo había olvidado.
Guardé la libreta e hice una señal a nuestra anfitriona para que continuara la presentación.
– Abrimos la empresa hace cuatro años. Declan Mc Ginnis, nuestro director ejecutivo y socio fundador, creó Western Data teniendo en cuenta la creciente demanda de control, gestión y almacenamiento de un volumen elevado de datos. Reunió a algunos de los mejores y más brillantes profesionales del sector para que diseñaran esta instalación de última generación. Tenemos casi un millar de clientes, que van desde pequeños bufetes de abogados a grandes corporaciones. Nuestras instalaciones pueden atender las demandas de las empresas de cualquier tamaño en cualquier lugar del mundo.
»Puede que les resulte interesante que los bufetes de abogados estadounidenses se hayan convertido en nuestros clientes más comunes. Estamos específicamente preparados para proporcionar una amplia gama de servicios dirigidos a satisfacer las necesidades de bufetes de abogados de cualquier tamaño y en cualquier lugar. Desde servidores a hosting, podemos ocuparnos de todas las necesidades de su firma.
Chávez describió una vuelta completa con los brazos extendidos, como para abarcar todo el edificio, a pesar de que todavía estábamos de pie en un pasillo.
– Tras recibir financiación de distintos grupos inversores, el señor Mc Ginnis se fijó en Mesa como el lugar ideal para construir Western Data. Después de una búsqueda de un año entero, concluyó que era la zona que mejor cumplía con los criterios decisivos de ubicación. Estaba buscando un lugar donde hubiera un bajo riesgo de desastres naturales y ataques terroristas, así como un suministro de energía que permitiera a la empresa garantizar una actividad ininterrumpida. Además, e igual de importante, buscaba un lugar con puentes de acceso directo a las principales redes con grandes volúmenes de ancho de banda fiable y de fibra oscura.
– ¿Fibra oscura? -pregunté.
Enseguida me arrepentí de haber revelado que no sabía algo que posiblemente debería saber ocupando la posición que supuestamente ocupaba, pero Rachel intervino y me salvó.
– Fibra óptica no utilizada -dijo-. Presente en las redes existentes, pero sin explotar y disponible.
– Exactamente -dijo Chávez.
Empujó para abrir una puerta de doble hoja.
– Además de estas demandas específicas respecto a la ubicación, el señor Mc Ginnis quería diseñar y construir una instalación con el máximo nivel de seguridad y que se ajustara a las normativas de alojamiento HIPPA, SOCKS y S-A-S setenta.
Había aprendido la lección y esta vez asentí con la cabeza como si supiera muy bien de qué estaba hablando.
– Solo mencionaré algunos detalles sobre seguridad e integridad de la planta -dijo Chávez-. Trabajamos en una estructura reforzada capaz de soportar un terremoto de escala siete. No hay identificaciones externas que lo relacionen con el almacenamiento de datos. Todos los visitantes se someten a un control de seguridad y son grabados mientras están aquí durante las veinticuatro horas y las grabaciones se conservan durante cuarenta y cinco días.
Señaló la cámara estilo casino situada en el techo. Yo levanté la cabeza, sonreí y saludé. Rachel me lanzó una mirada para indicarme que dejara de comportarme como un niño. Chávez no se dio cuenta: estaba demasiado enfrascada en continuar con su parrafada.
– Todas las áreas de seguridad de la instalación están protegidas por lectores de tarjetas llave y escáner biométrico de la mano. La seguridad y vigilancia se lleva a cabo desde el centro de operaciones que se encuentra en el búnker subterráneo, junto al centro de hosting. Aquí nos gusta llamarlo la Granja.
Chávez continuó describiendo los sistemas de refrigeración, suministro eléctrico y de conexiones de red de la planta, así como sus sistemas de copias de seguridad y subsistemas redundantes, pero yo estaba perdiendo interés. Habíamos entrado en un gran laboratorio donde más de una docena de técnicos construían y mantenían páginas web para la enorme cartera de clientes de Western Data. Al ir pasando me fijé en las pantallas de los distintos escritorios y vi que se repetían los motivos legales -la balanza de la justicia, la maza del juez- que indicaban que se trataba de clientes relacionados con el mundo del derecho.
Chávez nos presentó a un diseñador gráfico llamado Danny O’Connor, que dirigía el laboratorio. O’Connor nos dio un sermón de cinco minutos sobre los servicios personalizados veinticuatro horas que recibiría nuestra empresa si llegaba a un acuerdo con Western Data. Se apresuró a mencionar que estudios recientes habían demostrado que los consumidores cada vez más se dirigían a Internet para cubrir sus necesidades, incluida la búsqueda de bufetes de abogados y el contacto para la representación legal de cualquier clase. Yo lo estudié mientras hablaba, en busca de alguna señal de que estuviera estresado o tal vez preocupado por algo más que los potenciales clientes que tenía delante. Pero me pareció normal y completamente metido en su charla comercial. También concluí que era demasiado grueso para ser el Patillas. Reducir la masa corporal era algo que no se podía lograr con un disfraz.
Miré por encima del hombro de O’Connor a los numerosos técnicos que trabajaban en cubículos, con la esperanza de ver a alguien mirándonos con sospecha o tal vez escondiéndose detrás de su pantalla. La mitad de ellos eran mujeres y fáciles de descartar. Entre los hombres tampoco vi a nadie que me pareciera el hombre que había ido a Ely a matarme.
– Antes, todos querían el anuncio en la contraportada de las Páginas Amarillas -explicó O’Connor-. Hoy en día se consiguen más clientes con una buena página web a través del cual se puede establecer un contacto inmediato.
Asentí con la cabeza y lamenté no poder decirle a Danny que estaba bien versado en cómo Internet había cambiado el mundo. Yo era una de las personas a las que había atropellado.
– Por eso estamos aquí -dije.
Mientras Chávez hacía una llamada desde su móvil, pasamos otros diez minutos con O’Connor y miramos diversas páginas web de bufetes de abogados que Western Data había diseñado y alojaba. Iban desde la página de inicio básica que contenía toda la información de contacto hasta sitios de niveles múltiples con fotos y biografías de todos los abogados, historia de la firma y comunicados de prensa sobre casos sonados, así como presentaciones gráficas interactivas y vídeos de abogados que explicaban a los espectadores que eran los mejores.
En cuanto terminamos con el laboratorio de diseño, Chávez abrió una puerta con su tarjeta llave y nos condujo por otro pasillo hasta un ascensor. Tuvo que usar de nuevo la tarjeta para llamarlo.
– Ahora voy a llevarles a lo que llamamos el «búnker» -dijo-. Ahí está nuestra sala COR, junto con las principales instalaciones de la planta y la granja de servidores dedicados a hosting.
Una vez más no pude contenerme.
– ¿Sala COR? -pregunté.
– Centro de Operaciones en Red -dijo Chávez-. Es el verdadero corazón de nuestra empresa.
Al entrar en el ascensor, Chávez explicó que, aunque solo íbamos a bajar una planta, desde el punto de vista estructural equivalía a un descenso de seis metros bajo la superficie. Se había excavado en el desierto con el fin de logar que el búnker fuera impenetrable para el hombre y la naturaleza. El ascensor tardó casi treinta segundos en bajar y me pregunté si se movía tan despacio a fin de que los potenciales clientes pensaran que estaban viajando al centro de la Tierra.
– ¿Hay escaleras? -pregunté.
– Sí, hay escaleras -dijo Chávez.
Una vez que llegamos abajo, el ascensor se abrió a un espacio que Chávez llamó el octágono. Era una sala de espera de ocho paredes con cuatro puertas, además de la del ascensor. Chávez las fue señalando una a una.
– Nuestra sala COR, la sala de equipos, los servicios de la planta y la sala de control de hosting, que conduce a la granja de servidores. Vamos a echar un vistazo al centro de operaciones de red y al centro de hosting, pero solo los empleados con plena autorización pueden entrar en el «núcleo», como ellos lo llaman.
– ¿Por qué?
– El equipo es muy importante y en gran parte es de diseño propio. No lo mostramos a nadie, ni siquiera a nuestros clientes más antiguos.
Chávez deslizó su tarjeta llave a través del dispositivo de bloqueo de la puerta del COR y entramos en un espacio estrecho, apenas lo bastante grande para que cupiéramos los tres.
– Todos los accesos al búnker cuentan con una puerta de seguridad. Cuando paso la tarjeta en el exterior, suena un pitido en el interior. Los técnicos que están dentro tienen la oportunidad de vernos y pulsar un botón de emergencia si creen que somos intrusos.
Saludó a una cámara cenital y a continuación deslizó su tarjeta a través del lector de la siguiente puerta. Entramos en el centro de operaciones de red, que me resultó un poco decepcionante. Yo estaba esperando un centro de lanzamiento de la NASA, pero solo había dos filas de puestos de trabajo con tres técnicos que controlaban señales digitales y de vídeo en múltiples pantallas de ordenador. Chávez explicó que los técnicos controlaban el suministro eléctrico, la temperatura, el ancho de banda y el resto de aspectos mesurables de las operaciones de Western Data, así como las doscientas cámaras situadas en todo el complejo.
Nada me pareció siniestro o relacionado con el Sudes. No vi a nadie allí del que pudiera pensar que era el Patillas. Nadie dio un respingo al levantar la cabeza y verme. Todos parecían más bien aburridos con la rutina de clientes potenciales de visita.
No hice ninguna pregunta y esperé con impaciencia mientras Chávez continuaba con su charla de ventas y concentraba su contacto visual con Rachel, la jefa de TI del bufete. Mirando a los técnicos que de manera estudiada hacían caso omiso de nuestra presencia, tuve la sensación de que para ellos era algo tan rutinario que casi se convertía en una actuación. Imaginé que cuando la tarjeta de Chávez disparaba la alerta de intrusión, los técnicos quitaban el solitario de sus pantallas, cerraban los cómics y se cuadraban antes de que franqueáramos la segunda puerta. Tal vez cuando no había visitantes en el edificio, las puertas de seguridad simplemente estaban abiertas.
– ¿Qué les parece si vamos a ver la granja ahora? -preguntó Chávez por fin.
– Claro -dije.
– Voy a dejarles con nuestro director técnico, quien se ocupa del centro de datos. He de salir a hacer otra llamada rápida, pero volveré a recogerles. Estarán en buenas manos con el señor Carver. Él es también nuestro IJA.
Mi expresión debió de mostrar que estaba confundido y a punto de hacer la pregunta.
– Ingeniero jefe contra amenazas -respondió Rachel antes de que pudiera preguntar.
– Sí -dijo Chávez-. Es nuestro espantapájaros.
Pasamos por otra puerta de seguridad que conducía al centro de datos. Entramos en una habitación poco iluminada configurada de manera similar a la sala COR, con tres estaciones de trabajo y múltiples pantallas en cada una de ellas. Dos jóvenes estaban sentados detrás de dos mesas situadas una al lado de otra, mientras que la otra estación de trabajo estaba vacía. A la izquierda de esas mesas vi la puerta abierta de una pequeña oficina privada que también parecía vacía. Las estaciones de trabajo se hallaban situadas frente a dos grandes ventanas y una puerta de cristal que daba a un gran espacio donde había varias filas de torres de servidores bajo una luz cenital intensa. Había visto la sala en la página web: la granja.
Los dos hombres giraron en sus sillas para mirarnos cuando entramos por la puerta, pero luego casi de inmediato volvieron a su trabajo. Era solo otro número de circo para ellos. Ambos llevaban camisa y corbata, pero el cabello desaliñado y las mejillas mal afeitadas indicaban que estarían más a gusto con camiseta y tejanos.
– Kurt, pensaba que el señor Carver estaba en el centro -dijo Chávez.
Uno de los hombres se volvió hacia nosotros. Era un chico con granos de no más de veinticinco años, con un patético intento de barba en el mentón. Tenía un aspecto menos sospechoso que las flores en una boda.
– Ha entrado en la granja para comprobar una incidencia en el servidor setenta y siete.
Chávez se acercó a la estación de trabajo vacía y levantó un micrófono incorporado al escritorio. Pulsó un botón del micro y habló.
– Señor Carver, ¿puede hacer una pequeña pausa para hablar con nuestros clientes sobre el centro de datos?
No hubo respuesta durante varios segundos y luego lo intentó de nuevo.
– Señor Carver, ¿está ahí?
Pasó más tiempo hasta que por fin sonó una voz áspera a través de un altavoz del techo.
– Sí, voy para allá.
Chávez se volvió hacia Rachel y hacia mí y miró su reloj.
– Muy bien, él se encargará de esta parte de la visita y yo los recogeré dentro de unos veinte minutos. Después de eso, la visita habrá terminado a menos que tengan preguntas específicas sobre el complejo o su funcionamiento.
Se volvió para irse y vi que sus ojos se detenían un momento en una caja de cartón apoyada en la silla que había delante del escritorio vacío.
– ¿Esto son las cosas de Fred? -preguntó sin mirar a los dos técnicos.
– Sí -respondió Kurt-. No tuvo tiempo de recogerlo todo. Lo hemos metido en una caja y pensábamos llevárselo. Ayer nos olvidamos.
Chávez frunció el ceño un momento, luego se volvió hacia la puerta sin responder. Rachel y yo nos quedamos de pie, esperando. Por fin vi a través del cristal a un hombre con bata blanca que enfilaba uno de los pasillos creados por las filas de torres de servidor. Era alto y delgado y por lo menos quince años mayor que el Patillas. Sabía que podías hacerte pasar por alguien mayor con un disfraz, pero hacerte más bajo y más joven era complicado. Rachel se volvió y me lanzó una sutil mirada inquisitiva. Yo negué con la cabeza subrepticiamente: no es él.
– Aquí viene nuestro espantapájaros -dijo Kurt.
Miré al chico.
– ¿Por qué lo llamáis así? ¿Porque es flaco?
– Porque es el encargado de mantener a todos los pajarracos lejos de los cultivos.
Estaba a punto de preguntarle qué quería decir con eso cuando Rachel volvió a llenar los espacios en blanco.
– Hackers, trolls, portadores de virus -dijo-. Está a cargo de la seguridad en la granja de datos.
Asentí con la cabeza. El hombre de la bata de laboratorio se dirigió a la puerta de vidrio y se estiró hacia un mecanismo de cierre situado a su derecha e invisible para nosotros. Oí un chasquido metálico y el tipo abrió la puerta, entró y volvió a cerrar. Se aseguró de que había cerrado correctamente. Noté una ráfaga de aire fresco procedente de la sala de servidores. Reparé en que justo al lado de la puerta había un lector de mano electrónico; hacía falta algo más que una simple tarjeta llave para acceder a la granja. Sobre el lector había un armarito con una puerta de cristal que contenía lo que parecían un par de máscaras de gas.
– Hola, soy Wesley Carver, director de tecnología de Western Data. ¿Cómo están?
Tendió la mano primero a Rachel, que se la estrechó y dijo su nombre. Luego se volvió hacia mí e hizo lo mismo.
– ¿Yolanda les ha dejado conmigo, pues? -preguntó.
– Ha dicho que volvería a buscarnos dentro de veinte minutos -dije.
– Bueno, haré lo posible para que no se aburran. ¿Les han presentado al equipo? Son Kurt y Mizzou, nuestros ingenieros de soporte de servidor de guardia hoy. Se encargan de mantener las cosas en marcha mientras yo paseo por la granja y persigo a los que piensan que pueden saltar los muros de palacio.
– ¿Los hackers? -preguntó Rachel.
– Sí, bueno, sitios como este son un desafío para gente que no tiene nada mejor que hacer. Tenemos que estar permanentemente conscientes y alerta. Hasta ahora todo ha ido bien. Mientras seamos mejores que ellos, nos irá bien.
– Me alegro de oírlo -dije.
– Pero no es lo que han venido a escuchar. Puesto que Yolanda me ha entregado el bastón de mando, permítanme que les hable un poco de lo que tenemos aquí.
Rachel asintió con la cabeza e hizo una seña con la mano para que continuara.
– Por favor.
Carver se volvió y se quedó mirando a las ventanas que daban a la sala de servidores.
– Bueno, aquí tenemos el corazón y el cerebro de la bestia -dijo-. Como estoy seguro de que les habrá dicho Yolanda, el almacenamiento de datos, hosting, drydocking, o como quieran llamarlo, es el principal servicio que ofrecemos aquí en Western Data. O’Connor y sus muchachos de la planta de diseño y alojamiento saben lo que hacen, pero es esto lo que nadie más tiene.
Me fijé en que Kurt y Mizzou hacían un gesto de asentimiento y entrechocaban los puños.
– Ningún otro aspecto del mundo del negocio digital ha crecido tan exponencialmente deprisa como este segmento -dijo Carver-. Acceso directo y seguro a los registros y archivos de la empresa, conectividad avanzada y confiable. Eso es lo que ofrecemos. Eliminamos la necesidad de construir esta infraestructura de manera privada, ofreciendo la ventaja de una red troncal de Internet propia de alta velocidad. ¿Por qué construirla en la trastienda de su bufete de abogados cuando se puede tener aquí y contar con el mismo tipo de acceso sin los gastos generales ni los quebraderos de cabeza que ocasionarían su administración y mantenimiento?
– Eso ya nos lo han vendido, señor Carver -dijo Rachel-. Por eso estamos aquí y por eso hemos estado buscando en otras firmas. Por lo tanto, ¿puede hablarnos un poco acerca de su planta y su personal? Porque ahí es donde vamos a hacer nuestra elección. No necesitamos estar convencidos del producto. Tenemos que estar convencidos de las personas a las que confiamos nuestros datos.
Me gustó cómo Rachel lo estaba alejando de la tecnología y dirigiéndolo hacia las personas. Carver levantó un dedo como si fuera a señalar algo importante.
– Exactamente -dijo-. Siempre se reduce a la gente, ¿no?
– Por lo general -asintió Rachel.
– Entonces les voy a dar una imagen rápida de lo que tenemos aquí y luego podemos pasar a mi oficina y discutir las cuestiones de personal.
Pasó entre la fila de estaciones de trabajo de modo que se quedó de pie justo enfrente de los ventanales que daban a la sala de servidores. Lo seguimos y él continuó con la visita.
– Muy bien. Diseñé el centro de datos para que estuviera a la última en términos de tecnología y seguridad. Lo que ven ante ustedes es nuestra sala de servidores. La granja. Estas torres grandes y altas albergan alrededor de mil servidores dedicados en línea directa con nuestros clientes. Lo que eso significa es que si firman un contrato con Western Data, su empresa tendrá su propio servidor o servidores en esta sala. Sus datos no se mezclan en un servidor con los datos de ninguna otra empresa: tienen su propio servidor administrado con un servicio de cien megabits. Eso les da acceso instantáneo a la información que almacenan aquí desde cualquier lugar en el que se encuentren. Les permite copia de seguridad de intervalos o inmediata. Si es necesario, cada pulsación de teclado que hacen en sus equipos en… ¿dónde están ubicados?
– En Las Vegas -dije.
– En Las Vegas, pues. ¿Y cuál es el negocio?
– Un bufete de abogados.
– Ah, otro bufete de abogados. Entonces, si es necesario, cada pulsación de teclado en un ordenador de su bufete de abogados puede ser copiada y almacenada aquí. En otras palabras, nunca se pierde nada. Ni un dígito. Ese equipo en Las Vegas podría ser alcanzado por un rayo y la última palabra escrita en él estaría a salvo aquí.
– Bueno, esperemos que no llegue a eso -dijo Rachel, sonriendo.
– Por supuesto que no -dijo Carver de forma rápida y sin humor-, pero le estoy contando los parámetros del servicio que ofrecemos aquí. Ahora, la seguridad. ¿Para qué sirve tener todo copiado aquí si no está a salvo?
– Exactamente -dijo Rachel.
Dio un paso más hacia la ventana y, al hacerlo, se colocó delante de mí. Me di cuenta de que quería llevar la voz cantante en la conversación con Carver, y por mí estaba bien. Yo di un paso atrás y los dejé de pie uno al lado del otro junto a la ventana.
– Bueno, estamos hablando de dos cosas diferentes aquí -dijo Carver-. Seguridad de la planta y seguridad de los datos. Hablemos primero de la planta.
Carver repitió mucha información que Chávez ya nos había dado, pero Rachel no le interrumpió. Finalmente, habló del centro de datos y ofreció alguna información nueva.
– Esta sala es completamente inexpugnable. En primer lugar, todas las paredes, suelo y techo son de hormigón armado de dos metros de espesor, con barras de refuerzo doble y membrana de goma para protegerlo de filtraciones de agua. Estas ventanas son de vidrio laminado de nivel ocho, resistentes al impacto y a prueba de balas. Puede disparar con los dos cañones de una escopeta y probablemente solo conseguiría hacerse daño con el rebote. Y esta puerta es el único punto de entrada y salida, y se controla mediante exploración biométrica de la mano. -Señaló el dispositivo situado junto a la puerta de vidrio-. El acceso a la sala de servidores está limitado a los ingenieros de servidor y al personal clave. El escáner biométrico abre la puerta después de la lectura y la confirmación de tres elementos distintos: impresión de la palma, patrón de las venas y geometría de la mano. También comprueba el pulso. Así que a nadie le servirá cortarme la mano y usarla para entrar en la granja de servidores.
Carver sonrió, pero Rachel y yo no nos unimos.
– ¿Qué pasa si hay una emergencia? -pregunté-. ¿La gente puede quedarse atrapada aquí?
– No, por supuesto que no. Desde el interior solo has de pulsar un botón que desbloquea la cerradura y luego abrir la puerta. El sistema está diseñado para mantener fuera a los intrusos, no para mantener a la gente dentro.
Me miró para ver si lo había entendido. Asentí con la cabeza.
Carver se echó hacia atrás y señaló los tres indicadores digitales de temperatura situados sobre la ventana principal de la sala de servidores.
– Mantenemos la granja a dieciséis grados y hay un sistema redundante de energía, así como un sistema de refrigeración de seguridad. En cuanto a la protección contra incendios, contamos con un plan de protección de tres fases. Tenemos un sistema estándar VESDA con una…
– ¿VESDA? -pregunté.
– Sistema de alarma de detección temprana de humo, que se basa en detectores de humo por láser. En caso de incendio, el VESDA activa una serie de alarmas y a continuación el sistema de extinción de incendios sin agua.
Carver señaló una fila de depósitos de presión de color rojo alineados en la pared posterior.
– Ahí tienen nuestros depósitos de CO2, que forman parte de este sistema. Si hay un incendio, el dióxido de carbono inunda la sala, apagando el fuego sin dañar ninguno de los componentes electrónicos ni los datos del cliente.
– ¿Qué pasa con la gente? -le pregunté.
Carver se inclinó de nuevo para mirarme por encima del hombro de Rachel.
– Muy buena pregunta, señor Mc Evoy. La alarma de tres fases concede sesenta segundos para que escape todo el personal de la sala de servidores. Además, nuestro protocolo de seguridad exige que cualquier persona que esté en la sala de servidores lleve un respirador por si se diera el peor de los casos.
Sacó del bolsillo de su bata de laboratorio un respirador similar a los dos que colgaban en la caja situada junto a la puerta, nos lo mostró y volvió a guardárselo en el bolsillo.
– Vamos a ver, ¿qué más puedo explicarles? Construimos nuestros propios armazones para los servidores en un taller adjunto a la sala de equipos, aquí en el búnker. Tenemos varios servidores y componentes electrónicos en stock y podemos actuar de inmediato para cubrir las necesidades de todos nuestros clientes. Podemos sustituir cualquier pieza que funcione mal en la granja en un plazo de una hora. Lo que están viendo aquí es una infraestructura de red nacional fiable y segura. ¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta sobre este aspecto de nuestras instalaciones?
Yo no tenía ninguna porque estaba perdido en cuestiones de tecnología, pero Rachel asintió con la cabeza como si hubiera entendido todo lo que se había dicho.
– Así que se trata otra vez de las personas -dijo-. No importa lo bien que construyas la trampa para ratones, siempre se reduce a las personas que la vigilan.
Carver se llevó la mano a la barbilla y asintió con la cabeza. Estaba mirando a la sala de servidores, pero vi su rostro reflejado en el grueso cristal.
– ¿Por qué no vamos a mi oficina para que podamos discutir este aspecto de nuestro funcionamiento?
Lo seguimos entre las estaciones de trabajo hasta su oficina. Por el camino miré la caja de cartón que estaba en la silla de la estación de trabajo vacía. Contenía sobre todo objetos personales: revistas, una novela de William Gibson, una caja de cigarrillos American Spirit, una taza de café de Star Trek llena de bolígrafos, lápices y encendedores. También vi una gran variedad de unidades de memoria flash, un juego de llaves y un iPod.
Carver aguantó la puerta de su oficina y la cerró después de que entráramos. Rachel y yo ocupamos las dos sillas situadas delante de la mesa de cristal que Carver usaba como escritorio. Había una pantalla de ordenador de veinte pulgadas en un brazo pivotante, que él movió para poder vernos. En una segunda pantalla más pequeña, instalada debajo del vidrio de su escritorio, vi una imagen de vídeo de la sala de servidores. Me di cuenta de que Mizzou acababa de entrar en la granja y recorría uno de los pasillos creados por las filas de torres de servidor.
– ¿Dónde se alojan? -preguntó Carver mientras se colocaba detrás de su mesa de trabajo.
– En el Mesa Verde -le dije.
– Bonito lugar. Sirven un gran almuerzo los domingos. -Se sentó-. Vamos a ver, quieren hablar acerca de las personas -dijo, mirando directamente a Rachel.
– Sí, exacto. Agradecemos la visita al complejo, pero, francamente, no es por eso por lo que estamos aquí. Todo lo que usted y la señora Chávez nos han mostrado está en su página web. En realidad hemos venido a saber algo de las personas con las que trabajaríamos y a las que confiaríamos nuestros datos. Estamos decepcionados por no haber podido hablar con Declan Mc Ginnis y, francamente, un poco enfadados por eso. No hemos recibido una explicación creíble de por qué nos ha plantado.
Carver levantó las manos en un gesto de rendición.
– Yolanda no tiene libertad para discutir cuestiones de personal.
– Bueno, espero que puedan entender nuestra posición -dijo Rachel-. Hemos venido a establecer una relación y el hombre que tenía que estar aquí no está.
– Totalmente comprensible -dijo Carver-. Pero les puedo asegurar que la situación de Declan no afecta de ninguna manera a nuestro funcionamiento. Simplemente se ha tomado unos días de descanso.
– Bueno, eso es preocupante, porque es la tercera explicación diferente que hemos recibido. No nos dejan una buena impresión.
Carver asintió con la cabeza y exhaló profundamente.
– Si pudiera decirles más, lo haría -dijo-. Pero han de darse cuenta de que lo que vendemos aquí es confidencialidad y seguridad. Y eso comienza con nuestro propio personal. Si esa explicación no les basta, entonces puede que no seamos la empresa que están buscando.
Carver había trazado una línea. Rachel capituló.
– Muy bien, señor Carver. Entonces háblenos de las personas que trabajan para usted. La información que guardaríamos en este complejo es de una naturaleza muy sensible. ¿Cómo asegura la integridad del complejo? Miro a sus dos, ¿cómo se llaman?, ¿ingenieros de servidor? Los miro y he de decirle que parecen la clase de gente de la que justamente protege este complejo.
Carver sonrió y asintió con la cabeza.
– Para ser sincero, Rachel, ¿puedo llamarla Rachel?
– Ese es mi nombre.
– Para ser sincero, cuando Declan está aquí y sé que un cliente potencial viene de visita, por lo general envío a esos dos a que se fumen un cigarrillo. Pero la realidad de esta empresa, y la realidad del mundo, es que esos jóvenes son los mejores y más brillantes cuando se trata de este trabajo. Estoy siendo sincero con usted. Sí, no cabe duda de que algunos de nuestros empleados han conocido la piratería antes de venir a trabajar aquí. Y eso es porque a veces hace falta un zorro astuto para atrapar a otro zorro astuto, o al menos para saber cómo piensa. Pero se investigan los antecedentes penales y tendencias de todos los empleados, así como su personalidad y perfil psicológico.
»Nunca hemos tenido a ningún empleado que vulnerara los protocolos de la empresa o hiciera una intrusión no autorizada en los datos del cliente, si es eso lo que le preocupa. No solo calificamos a cada individuo para el empleo, sino que los vigilamos de cerca después. Se podría decir que nosotros somos nuestros mejores clientes. De cada pulsación en un teclado de este edificio hay una copia de seguridad. Podemos ver lo que un empleado está haciendo en tiempo real o lo que ha hecho en cualquier momento antes. Y ejercemos ambas opciones de manera aleatoria y rutinaria.
Rachel y yo asentimos con la cabeza al unísono. Pero sabíamos algo que Carver o bien no sabía o estaba encubriendo de manera experta. Alguien allí se había metido en los datos del cliente. Un asesino había acosado a su presa en los campos digitales de la granja.
– ¿Qué pasó con el chico que trabajaba ahí? -le pregunté, señalando con el pulgar en la dirección de la sala exterior-. Creo que han dicho que se llamaba Fred. Parece que se ha ido y sus cosas están en una caja. ¿Por qué se ha ido sin recoger sus pertenencias?
Carver dudó antes de contestar. Me di cuenta de que estaba siendo cauteloso.
– Así es, señor Mc Evoy. No ha recogido sus pertenencias todavía. Pero lo hará, y por eso se las hemos puesto en una caja.
Me di cuenta de que todavía me trataba de señor Mc Evoy, mientras que a Rachel ya la llamaba por el nombre.
– Bueno, ¿lo han despedido? ¿Qué hizo?
– No, no lo han despedido. Renunció por razones desconocidas. El viernes por la noche, en lugar de presentarse a trabajar me envió un mail diciendo que dimitía para dedicarse a otras cosas. Eso es todo. Estos chicos jóvenes tienen muchas ofertas. Supongo que Freddy fue atraído por un competidor. Pagamos bien aquí, pero siempre puede haber alguien que pague mejor.
Asentí con la cabeza como si estuviera completamente de acuerdo, pero estaba pensando en el contenido de la caja y añadiendo información nueva. El FBI se presenta a hacer una visita y pregunta sobre la página web asesinodelmaletero el viernes y Freddy se va sin ni siquiera volver a por su iPod.
¿Y qué ocurría con Mc Ginnis? Estaba a punto de preguntarle si su desaparición podría estar relacionada con la abrupta partida de Freddy, pero me interrumpió el timbre de la puerta de seguridad. La pantalla de debajo del escritorio de cristal de Carver cambió automáticamente a la puerta de seguridad y vi que Yolanda Chávez volvía a recogernos. Rachel se inclinó hacia delante y de manera inadvertida puso una nota de urgencia en su pregunta.
– ¿Cuál es el apellido de Freddy?
Como si tuvieran un espacio de separación prescrito entre ellos, Carver se echó hacia atrás una distancia igual al avance de Rachel. Ella todavía estaba actuando como un agente, haciendo preguntas directas y esperando respuestas, porque para algo era del FBI.
– ¿Por qué quiere saber su apellido? Ya no trabaja aquí.
– No lo sé. Solo…
Rachel estaba acorralada. No había una buena respuesta a la pregunta, al menos desde el punto de vista de Carver. Esa simple pregunta bastaba para arrojar sospechas sobre nuestros motivos. Pero tuvimos suerte cuando Chávez asomó la cabeza por la puerta.
– Bueno, ¿cómo va por aquí? -preguntó.
Carver mantuvo su mirada en Rachel.
– Va bien -dijo-. ¿Hay alguna otra pregunta que pueda contestar?
Todavía dando marcha atrás, Rachel me miró y yo negué con la cabeza.
– Creo que he visto todo lo que necesito ver -respondí-. Agradezco la información y la visita.
– Sí, gracias -dijo Rachel-. Su complejo es muy impresionante.
– En ese caso los llevaré de nuevo a la superficie y pueden ver a un representante de cuentas si lo desean.
Rachel se levantó y se volvió hacia la puerta. Yo aparté la silla y me levanté. Le di las gracias a Carver otra vez y me estiré sobre la mesa para darle la mano.
– Encantado de conocerle, Jack -dijo-. Espero volver a verle.
Asentí con la cabeza. Había ascendido a la categoría del nombre de pila.
– Yo también.
El coche estaba tan caliente como un horno cuando regresamos a él. Rápidamente giré la llave, puse el aire acondicionado al máximo y bajé la ventanilla hasta que el coche comenzó a enfriarse.
– ¿Qué te parece? -le pregunté a Rachel.
– Primero salgamos de aquí -contestó ella.
– Está bien.
El volante me quemaba las manos. Utilizando solo el pulpejo de la mano izquierda salí marcha atrás. Pero no conduje directamente hacia la salida, sino que fui hasta la esquina del aparcamiento e hice un cambio de sentido en la parte posterior del edificio de Western Data.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Rachel.
– Solo quería ver qué hay allí atrás. Se nos permite. Somos posibles clientes, ¿recuerdas?
Al dar la vuelta y enfilar hacia la salida, atisbé la parte posterior del edificio. Más cámaras. Y había una puerta de salida y un banco debajo de un pequeño toldo. A cada lado había un cenicero de arena, y allí, sentado en un banco, estaba el ingeniero de servidor Mizzou, fumando un cigarrillo.
– El porche de los fumadores -dijo Rachel-. ¿Satisfecho?
Saludé con la mano a Mizzou a través de la ventana abierta y él me saludó con la cabeza. Nos dirigimos hacia la puerta.
– Creía que estaba trabajando en la sala de servidores. Lo vi en la pantalla de Carver.
– Bueno, cuando la adicción llama…
– Pero ¿te imaginas tener que salir ahí en pleno verano solo para fumar? Te freirías, hasta con ese toldo.
– Supongo que para eso hacen la crema solar de protección total.
Cerré la ventana en cuanto estuvimos en la calle. Cuando ya no estábamos a la vista de Western Data pensé que ya era seguro repetir mi pregunta.
– Entonces, ¿qué opinas?
– Opino que casi la cago. A lo mejor lo he hecho.
– ¿Te refieres al final? Creo que no pasa nada. Nos ha salvado Chávez. Solo has de recordar que ya no llevas esa placa que abre todas las puertas y hace que la gente tiemble y responda a tus preguntas.
– Gracias, Jack. Lo recordaré.
Me di cuenta de lo cruel que debía de haber sonado.
– Lo siento, Rachel, no quería…
– Está bien. Entiendo lo que querías decir. Me molesta porque tienes razón, y lo sé. Ya no soy lo que era hace veinticuatro horas. Supongo que tengo que recuperar la delicadeza. Mis días de arrollar con el poder del FBI han pasado.
Rachel miró hacia la ventana, así que no pude verle la cara.
– Mira, ahora mismo no me preocupa tu delicadeza. ¿Qué pasa con el ambiente? ¿Qué opinas de Carver y todos los demás? ¿Qué hacemos ahora?
Se volvió hacia mí.
– Me interesa más a quien no vi que a quien vi.
– ¿Te refieres a Freddy?
– Y a Mc Ginnis. Creo que tenemos que averiguar quién es este Freddy que se ha ido y qué pasa con Mc Ginnis.
Asentí con la cabeza. Estábamos en la misma onda.
– ¿Crees que la marcha de Freddy y la desaparición de Mc Ginnis están relacionadas?
– No lo sabremos hasta que hablemos con los dos.
– Sí, ¿cómo los encontramos? Ni siquiera sabemos el apellido de Freddy.
Rachel vaciló antes de contestar.
– Podría tratar de hacer algunas llamadas, a ver si alguien todavía quiere hablar conmigo. Estoy segura de que cuando vinieron la semana pasada con una orden judicial sacaron una lista de nombres de todos los empleados. Eso habría sido el procedimiento estándar.
Pensé que era ilusorio por su parte. En las burocracias de las fuerzas del orden, una vez que estabas fuera, estabas fuera. Y probablemente era más cierto aún en el caso del FBI. Cerraban filas de tal manera que ni siquiera policías legítimos con placa podían pasar entre ellas. Pensé que a Rachel le esperaba un rudo despertar si pensaba que sus antiguos compañeros iban a cogerle el teléfono, buscar nombres y compartir información con ella. Pronto se daría cuenta de que estaba fuera, del otro lado de un cristal de quince centímetros.
– ¿Y si eso no funciona?
– Entonces no lo sé -dijo secamente-. Habría que hacerlo a la vieja usanza. Volvemos y nos sentamos en ese lugar a esperar a que los colegas vagos de Freddy fichen y se vayan a casa. O nos llevarán directamente a él o podemos usar la delicadeza con ellos.
Lo dijo con pleno sarcasmo, pero me gustó el plan y pensé que podría funcionar para averiguar quién era Freddy y dónde vivía. Aunque no creía que fuéramos a encontrarlo. Tenía la sensación de que Freddy se había largado.
– Creo que es un buen plan, pero me da la sensación de que Freddy se ha ido hace mucho. No solo se ha ido del trabajo. Se ha ido de la ciudad.
– ¿Por qué?
– ¿Has mirado en esa caja?
– No, estaba demasiado ocupada manteniendo entretenido a Carver. Se suponía que tenías que mirar la caja tú.
Eso era una novedad para mí, pero sonreí. Era la primera señal de que Rachel nos veía como socios en ese caso.
– ¿En serio? ¿Eso es lo que estabas haciendo?
– Por supuesto. ¿Qué había en la caja?
– Cosas que no dejarías si te vas de tu trabajo: cigarrillos, unidades flash y un iPod. Para los chicos de esa edad, el iPod es indispensable. Además hay que tener en cuenta el calendario: el FBI se presenta un día y esa misma noche se ha largado. No creo que vayamos a encontrarlo aquí en Mesa, Arizona.
Rachel no respondió. La miré y vi su ceño fruncido.
– ¿Qué estás pensando?
– Que probablemente tengas razón. Y eso me hace pensar que hemos de llamar a los profesionales. Como he dicho, probablemente ya conocen su nombre y lo pueden comprobar enseguida. Aquí estamos acelerando en falso y haciendo saltar arena.
– Todavía no, Rachel. Por lo menos, vamos a ver qué podemos encontrar hoy.
– No me gusta. Deberíamos llamarlos.
– Todavía no.
– Mira, tú has hecho la conexión. Pase lo que pase, será porque tú hiciste el paso decisivo. Se te reconocerá.
– No me preocupa el reconocimiento.
– Entonces, ¿por qué estás haciendo esto? No me digas que todavía se trata del artículo. ¿Aún no has asumido eso?
– ¿Tú has asumido que ya no eres agente del FBI?
Rachel no respondió y miró por la ventana.
– Lo mismo me pasa a mí -le dije-. Este es mi último artículo y es importante. Además, esto podría ser tu billete de vuelta. Si identificas al Sudes, te devolverán la placa.
Rachel negó con la cabeza.
– Jack, no sabes nada del FBI. No hay segundos actos. Renuncié bajo amenaza de enjuiciamiento. ¿No lo entiendes? Podría encontrar a Osama bin Laden escondido en una cueva en Griffith Park y no me dejarían volver.
– Está bien, está bien. Lo siento.
Circulamos en silencio después de eso y pronto vi un restaurante de barbacoa llamado Rosie’s a la derecha. Era temprano para comer, pero la intensidad de hacerme pasar por quien no era durante la última hora me había dejado famélico. Aparqué.
– Vamos a comer algo y a hacer algunas llamadas y después volvemos y esperamos a que Kurt y Mizzou fichen -dije.
– Como quieras, compañero -dijo Rachel.