Capítulo 9

La oscuridad de los sueños

Carver vigilaba la casa de Scottsdale desde la oscuridad de su coche. Era demasiado temprano para actuar. Esperaría y observaría hasta asegurarse de que no había peligro. Eso no le molestaba. Le gustaba estar solo en la oscuridad. Era su lugar. Tenía su música en el iPod y Jim Morrison le había hecho compañía toda su vida.


I’m a changeling, see me change.

I’m a changeling, see me change. [1]

Siempre había sido su himno, una canción por la que regir su vida. Subió el volumen y cerró los ojos. Metió la mano en el lateral del asiento y apretó el botón para reclinarse más.

La música lo transportó al pasado. Más allá de todos los recuerdos y pesadillas. Al camerino, con Alma. Se suponía que ella lo cuidaba, pero tenía las manos ocupadas con el hilo y la aguja. No podía vigilarlo todo el tiempo y no era justo esperarlo. Había reglas de la casa sobre madres e hijos. La madre era la responsable última, aunque estuviera en el escenario.

El joven Wesley se puso en marcha, colándose a través de la cortina de cuentas, tan sigiloso como un ratón. Era tan pequeño que solo movió cinco o seis hilos. A continuación recorrió el pasillo, pasó junto al maloliente cuarto de baño y llegó hasta el lugar desde donde salía la luz intermitente.

Giró y allí estaba el señor Grable con su frac, sentado en un taburete. Sostenía el micrófono, esperando que terminara la canción.

La música sonaba fuerte a ese lado del pasillo, pero no tan fuerte para que Wesley no oyera los aplausos y algunos de los abucheos. Se escabulló por detrás del señor Grable y miró a través de las patas del taburete. El escenario estaba salpicado de luz blanca, intensa. Entonces la vio: desnuda delante de todos los hombres. Wesley sintió el ritmo de la música en las venas.


Girl, you gotta love your man… [2]

Ella se movía a la perfección al son de la música. Como si hubieran escrito y grabado la canción solo para ella. Wesley observó y se sintió fascinado. No quería que la música se detuviera. Era perfecto. Ella era perfecta y él…

De repente, lo agarraron por el cuello de la camiseta y lo arrastraron hacia atrás por el pasillo. Logró mirar hacia arriba y vio que era Alma.

– ¡Eres un niño muy malo! -lo regañó.

– No -dijo llorando-. Quiero ver a mi…

– Ahora no, ¡no!

Ella lo arrastró otra vez a través de la cortina de cuentas hacia el camerino. Lo empujó y él cayó sobre el montón de boas de plumas y pañuelos de seda.

– Estás metido en un buen lío… ¿Qué es eso?

Estaba señalándolo a él, con el dedo dirigido hacia abajo. Al lugar donde Wesley sentía que nacían extrañas sensaciones.

– Soy un buen niño -dijo.

– No. Con eso, no -replicó Alma-. Vamos a ver qué tienes ahí.

Ella se agachó y le puso la mano bajo el cinturón. Empezó a bajarle los pantalones.

– Pequeño pervertido -dijo Alma-. Te voy a enseñar lo que hacemos con los pervertidos por aquí.

Wesley estaba paralizado de terror. No sabía lo que significaba esa palabra. No sabía qué hacer.

El golpe seco de metal contra cristal interrumpió la música y el sueño. Carver se incorporó en su asiento. Momentáneamente desorientado, miró a su alrededor, se dio cuenta de dónde estaba y se quitó los auriculares de los oídos.

Miró por la ventana y allí estaba Mc Ginnis, de pie en la calle. Sostenía una correa que se extendía hasta el cuello de un perro poquita cosa. Carver vio el grueso anillo de Notre Dame en el dedo de Mc Ginnis. Debía de haber golpeado la ventanilla del coche con él para llamar su atención.

Bajó la ventanilla. Al mismo tiempo se aseguró de esconder con el pie el arma que había colocado en el suelo.

– Wesley, ¿qué estás haciendo aquí?

El perro empezó a ladrar antes de que Carver pudiera responder, y Mc Ginnis lo hizo callar.

– Quería hablar contigo -dijo Carver.

– Entonces, ¿por qué no has venido a casa?

– Porque también tengo que enseñarte algo.

– ¿De qué estás hablando?

– Entra y te llevaré.

– ¿Llevarme adónde? Es casi medianoche. No enti…

– Tiene que ver con la visita del FBI del otro día. Creo que sé a quién están buscando.

Mc Ginnis dio un paso hacia delante para mirar de cerca a Carver.

– Wesley, ¿qué está pasando? ¿Qué quiere decir a quién están buscando?

– Sube y te lo explicaré por el camino.

– ¿Qué pasa con mi perro?

– Puedes traerlo. No tardaremos mucho.

Mc Ginnis sacudió la cabeza como si estuviera molesto con todo el asunto, pero luego rodeó el coche para entrar. Carver se inclinó hacia delante y rápidamente cogió el arma del suelo y se la puso en la parte de atrás de la cinturilla del pantalón. Tendría que soportar la incomodidad.

Mc Ginnis puso al perro en el asiento trasero y se sentó delante.

– Es hembra -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Carver.

– Que no es un perro, es una perra.

– Lo que sea. No se va a mear en mi coche, ¿no?

– No te preocupes. Acaba de hacerlo.

– Bueno.

Carver arrancó y empezó a alejarse del barrio.

– ¿Tu casa está cerrada? -preguntó.

– Sí, cierro cuando la saco a pasear. Nunca se sabe con los chicos del barrio. Todos saben que vivo solo.

– Eso es inteligente.

– ¿Adónde vamos?

– A la casa de Freddy Stone.

– Muy bien, ahora cuéntame qué está pasando y qué tiene que ver con el FBI.

– Te lo dije. Tengo que enseñártelo.

– Dime qué me vas a enseñar. ¿Has hablado con Stone? ¿Le has preguntado dónde diablos ha estado?

Carver negó con la cabeza.

– No, no he hablado con él. Por eso he ido a su casa esta noche, para tratar de encontrarlo. No estaba allí, pero he hallado otra cosa: la página web por la que estaba preguntando el FBI. Él es el hombre que está detrás.

– Así que en cuanto se enteró de que el FBI llegó con una orden, se largó.

– Eso parece.

– Hemos de llamar al FBI, Wesley. No puede dar la sensación de que estamos protegiendo a este tipo, no importa lo que estuviera haciendo.

– Pero podría perjudicar el negocio si salta a los medios de comunicación. Podría hacernos caer.

Mc Ginnis negó con la cabeza.

– Vamos a tener que aguantar los palos -dijo enfáticamente-. Taparlo no va a funcionar.

– Muy bien. Vamos a su casa primero y luego llamamos al FBI. ¿Te acuerdas de los nombres de los dos agentes?

– Tengo sus tarjetas en la oficina. Uno se llamaba Bantam. Lo recuerdo porque era un tipo grande pero se llamaba Bantam, como los boxeadores de peso gallo.

– Sí, es verdad.

Las luces de los edificios altos del centro de Phoenix se extendían ante ellos a ambos lados de la autopista. Carver dejó de hablar y Mc Ginnis hizo lo mismo. El perro estaba durmiendo en el asiento trasero del coche.

La mente de Carver vagó de nuevo hacia el recuerdo que la música había conjurado antes. Se preguntó qué le había hecho recorrer el pasillo para mirar. Sabía que la respuesta estaba enredada en el fondo de sus raíces más oscuras. En un lugar al que nadie podía ir.

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