Carver estaba en su oficina, con la puerta cerrada. Estaba canturreando para sus adentros y mirando intensamente las pantallas de las cámaras en modo múltiple: treinta y seis imágenes en cada una. Podía examinarlas todas, incluso los ángulos que nadie conocía. Con un movimiento del dedo en la pantalla táctil movió una cámara en ángulo a pantalla completa en el plasma central.
Geneva estaba detrás del mostrador, leyendo un libro de bolsillo. Carver concentró el foco para tratar de ver qué estaba leyendo. No logró distinguir el título, pero sí el nombre de la autora en la parte superior de la página: Janet Evanovich. Sabía que Geneva había leído varios libros de esa autora. Con frecuencia la veía sonriendo mientras lo hacía.
Era una información interesante. Iría a una librería, elegiría un libro de Evanovich y se aseguraría de que Geneva lo viera en su bolsa cuando pasara por la recepción. Serviría para romper el hielo, entablar conversación y quizás algo más.
Movió la lente por control remoto y vio que el bolso de Geneva estaba abierto en el suelo, al lado de su silla. Enfocó y vio cigarrillos, chicles y dos tampones junto con llaves, cerillas y una billetera. Eran esos días del mes. Quizá por eso Geneva había sido tan cortante con él cuando había entrado; apenas le había dicho hola.
Carver miró su reloj. Ya pasaba la hora en que Geneva se tomaba su descanso de la tarde. Yolanda Chávez, de administración, tenía que entrar por la puerta y dejar salir a Geneva. Quince minutos. Carver planeaba seguirla con las cámaras. A fumar, al lavabo a orinar, no importaba. Podría seguirla. Tenía cámaras en todas partes. Vería cualquier cosa que hiciera.
Justo en el momento en que Yolanda entraba por la puerta de recepción, hubo una llamada en la puerta de Carver. Este inmediatamente pulsó una combinación de teclas y las tres pantallas regresaron a los gráficos de datos de tres torres de servidor distintas. No había oído el zumbido de la puerta de seguridad de la sala de control, pero no estaba seguro. Quizá se había concentrado tanto en Geneva que se le había pasado.
– ¿Sí?
La puerta se abrió. Solo era Stone. Carver se enfadó porque había apagado sus pantallas y había interrumpido el seguimiento de Geneva.
– ¿Qué pasa, Freddy? -preguntó con impaciencia.
– Quería preguntarte por las vacaciones -dijo Stone en voz alta.
Entró y cerró la puerta. Movió la silla al otro lado de la mesa de trabajo de Carver y se sentó sin permiso.
– A la mierda las vacaciones -dijo-. Eso era para los de ahí fuera. Quiero hablar de doncellas de hierro. Este fin de semana creo que he encontrado a nuestra siguiente chica.
Freddy Stone era veinte años más joven que Carver. Este se había fijado en él por primera vez mientras acechaba bajo una identidad diferente en una sala de chat de doncellas de hierro. Trató de seguirle la pista, pero Stone era demasiado bueno para eso. Desapareció en la niebla digital.
Impertérrito y aún más intrigado, Carver montó un sitio llamado www.doncellasdehierro.com y, claro, Stone finalmente entró. Esta vez Carver estableció contacto directo y empezó el baile. Asombrado por su juventud, Carver lo reclutó de todos modos, cambió su aspecto e identidad y le hizo de mentor.
Carver lo había salvado, pero, después de cuatro años, Stone estaba demasiado cerca y a veces no soportaba esa proximidad. Freddy se tomaba excesivas libertades, como entrar y sentarse sin permiso.
– ¿En serio? -dijo Carver colocando intencionalmente una nota de incredulidad en sus palabras.
– Prometiste que podría elegir a la siguiente, ¿recuerdas? -respondió Stone.
Carver había hecho la promesa, pero solo en el fervor del momento. Cuando estaban en la autovía 10, saliendo de la playa de Santa Mónica con las ventanas abiertas y el aire de mar soplando en sus caras. Todavía estaba de subidón y le dijo estúpidamente a su joven discípulo que podría elegir a la siguiente.
Ahora tendría que cambiar eso. Solo quería volver a vigilar a Geneva, quizá captar el cambio del tampón en el lavabo y dejar ese inconveniente para más tarde.
– ¿Nunca te cansas de esa canción? -preguntó Stone.
– ¿Qué?
Carver se dio cuenta de que había empezado a tararear otra vez mientras pensaba en Geneva. Avergonzado, trató de cambiar de tema.
– ¿A quién has encontrado? -preguntó.
Stone sonrió de oreja a oreja y negó con la cabeza como si apenas pudiera creer su buena suerte.
– La chica tiene su propio sitio porno. Te enviaré el enlace para que puedas comprobarlo, pero te va a gustar. He mirado sus declaraciones de renta: el año pasado declaró doscientos ochenta mil solo de gente que pagaba veinticinco dólares al mes para verla follando.
– ¿Dónde la has encontrado?
– Dewey y Bach, contables de algo llamado California Tax Franchise Board; se encargaron ellos de auditarla. Aquí está toda la info. Tengo todo lo que necesitamos para prepararlo. Luego controlé su web: Mandy For Ya punto com. Es una zorra de piernas largas. Es nuestro tipo.
Carver podía sentir la ligera vibración de anticipación en su fibra oscura. Pero no iba a cometer un error.
– ¿En qué lugar de California exactamente? -preguntó.
– En Manhattan Beach -dijo Stone.
Carver quería saltar sobre la mesa de cristal y golpear a Stone en la sien con una de las pantallas de plasma, pero se limitó a preguntar:
– ¿Sabes dónde está Manhattan Beach?
– ¿No está por El Joya y San Diego? ¿Allí abajo?
Carver negó con la cabeza.
– Para empezar es La Jolla. Y no, Manhattan Beach no está cerca de ahí. Está al lado de Los Ángeles y no muy lejos de Santa Mónica. Así que olvídala. Vamos a tardar mucho en volver allí. Conoces las reglas.
– Pero Dub, ¡es perfecta! Además, ya he sacado sus archivos. Los Ángeles es una gran ciudad. En Santa Mónica a nadie le importa lo que ocurre en Manhattan Beach.
Carver negó con la cabeza enfáticamente.
– Ya puedes olvidarte de esos ficheros. Acabamos de quemar Los Ángeles durante tres años por lo menos. No me importa a quién encuentres ni lo seguro que creas que es. No voy a desviarme del protocolo. Y otra cosa: me llamo Wesley, no Wes, y desde luego nada de Dub.
Stone miró la mesa de cristal con expresión abatida.
– ¿Sabes qué? -dijo Carver-. Me pondré a trabajar en ello y encontraré a alguien. Espera y ya verás como te gustará. Te lo garantizo.
– Pero iba a ser mi turno. -Estaba haciendo pucheros.
– Has tenido tu ocasión y la has desaprovechado -dijo Carver-. Ahora me toca a mí. Así que, ¿por qué no vuelves a salir y te pones a trabajar? Todavía me debes informes de estatus de las torres entre la ochenta y la ochenta y cinco. Los quiero al final del día.
– Lo que tú digas.
– Vamos. Y anímate, Freddy. Estaremos otra vez de caza antes del final de semana.
Stone se levantó y se volvió hacia la puerta. Carver observó cómo salía, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que tuviera que desembarazarse de él de manera permanente. Siempre era preferible trabajar con un compañero, pero al final todos los socios se acercaban demasiado y se tomaban demasiadas confianzas. Empezaban a llamarte por un nombre que nunca nadie había usado; empezaban a pensar que era una sociedad entre iguales con derecho a voto. Eso era inaceptable y peligroso. Había un jefe: él.
– Cierra la puerta, por favor -dijo Carver.
Stone obedeció. Carver volvió a las cámaras. Eligió la cámara situada sobre la zona de recepción y vio a Yolanda sentada en el mostrador. Geneva se había ido. Empezó a buscarla, saltando de cámara a cámara.